Marcelo y el milagro de los rabicondos
El verano en el que por primera vez vio los rabilargos cerca de su casa de la sierra, Marcelo tomó una decisión que le iba a cambiar la vida. En si el cambio fue para bien o para mal, puede haber todo tipo de opiniones, aunque yo soy de los que creen que fue un gran acierto. Pero de lo que a estas alturas no hay ninguna duda, a tenor de lo que ahora es centro de su atención, es de que la llegada de los rabilargos cambió el rumbo de su existencia.
A pesar de ser de natural rebelde, su vida había transcurrido hasta entonces por derroteros que se podrían tachar más bien de convencionales. Pero, bajo esa cáscara de aparente convencionalismo, se ocultaba un espíritu inquieto y en absoluto vulgar. Un espíritu que el paso del tiempo fue soliviantado cada vez más porque la conducta humana en general, y la suya en particular, se le antojaba un gatuperio siempre fuera de control; y cuyo descontento fue también in crescendo conforme lo hicieron las agresiones a la Naturaleza y las desigualdades de este mundo. Para colmo, se veía obligado a vivir rodeado de gente trivial y ruidosa, que le dificultaba evadirse con la lectura o con la audición de música electrónica —sus dos pasatiempos favoritos—, y eso le crispaba una barbaridad.
Al menos esas eran las excusas oficiales tras las que Marcelo se solía parapetar para no tener que admitir que con quien estaba irritado, de verdad, era consigo mismo. Su más íntimo y genuino deseo hubiera sido seguir los pasos de esos dos grandes pintores impresionistas, Van Gogh y Guaguin, ante cuyos cuadros no podía evitar que se le enturbiara la vista. Y es que, aunque no estuviese dispuesto a admitirlo públicamente, cuando se hallaba delante de alguno de sus lienzos originales, no podía evitar emocionarse hasta las lágrimas. Una emoción que tenía su origen en la belleza que Marcelo columbraba en las gruesas pinceladas —un tanto burdas a ojos de cualquier profano— con las que los dos maestros habían inmortalizado la realidad; pero una emoción que también nacía del sufrimiento con el que cada una de ellas había sido dada: en vida, ambos pintores habían sido injustamente tratados por esos necios y engreídos miembros de la humanidad, que son los críticos de arte, y Marcelo, que lo sabía, no estaba dispuesto a perdonárselo.
Por uno de esos caprichos que a veces tienen los astros, nuestro hombre había nacido en la misma fecha en la que lo hiciera el gran Vincent van Gogh, solo que de un siglo después. El padre de Marcelo interpretó esa coincidencia de natalicio como una primera señal de que el recién nacido estaba llamado a ser un gran artista. Con posterioridad hubo más signos apuntando en el mismo sentido, pero fue el propio Marcelo quien, como si fuese un fugitivo intentando ocultar su rastro, se apresuró a disimularlos. Empeño que resultó en parte baldío, pues la condición de esteta la llevaba en los genes y de esa nunca se pudo librar. O dicho de otra forma: aunque tenía cualidades, sus múltiples inseguridades le hicieron renunciar a ser el artista activo, hacedor de una obra propia, que había augurado su progenitor. Sobre todo por su miedo al fracaso, nunca confesado, ni siquiera a sí mismo, que le había hecho abandonar la Escuela de Arte y Oficios “a tiempo”, según expresión literal del propio Marcelo. Eso no había sido óbice, sin embargo, para que, aun sin buscarlo, terminase siéndolo de forma pasiva: una especie de voyeur cualificado que, cuando miraba a su alrededor, lo descomponía todo en gruesas pinceladas que, acto y seguido, trazaba sobre un lienzo imaginario.
Como es habitual en cualquier voyeur que se precie de serlo, con el paso de los años Marcelo se había especializado, convirtiéndose al cabo en un fisgón, más que notable, de la veleidosa anatomía del cuerpo humano. Además de con la natural atracción que compartía con cualquier otro hijo de vecino, Marcelo observaba el cuerpo, mortal y rosa, de sus congéneres desde una perspectiva primordialmente estética. Se deleitaba escudriñando la sensualidad de sus curvas, la brillantez técnica de sus articulaciones, la variedad casi infinita de su silueta dependiendo de las posturas, las trayectorias laberínticas que trazaba cuando se ponía en movimiento, y un largo etcétera de detalles artísticos, más o menos efímeros, que solo alguien con una gran sensibilidad, como Marcelo, lograba percibir.
Conviene aclarar que Marcelo prefería disfrutar las bondades del cuerpo humano insinuadas bajo la ropa, especialmente en el caso de las féminas, en las que la ausencia de pilosidad daba a su piel, ya fuese en su variedad blancuzca, rosada o cetrina, una desnudez asaz impúdica. Y es que, cuando el avezado mirón se enfrentaba a la anatomía desnuda del Homo sapiens, no podía dejar de verlo como una suerte de odre, torneado de manera no siempre agraciada y, encima, con nueve orificios de forma caprichosa y disposición sorprendente. De ahí que la visión de la epidermis humana monda y lironda le provocara a Marcelo un irrefrenable espeluzno. Y cuando por una jugarreta del azar o del deseo —a menudo el primero no deja de ser un disfraz del segundo—, nuestro esteta se veía expuesto a tan incómoda situación, procuraba sortearla cómo mejor podía.
En concreto, antes de que le sobreviniera la mencionada renuencia, evitaba mirar en su totalidad aquella suerte de odre desprovisto de adornos. Algo para lo que Marcelo tenía ya una técnica muy depurada, consistente en entornar los párpados hasta convertir sus ojos en una especie de lentes de aumento, en cuyo campo de visión solo cabía un mínimo fragmento de piel. Fragmento que, a su vez, antes de que le sobreviniese el repelús, él descomponía en una multitud de diminutas teselas irregulares; teselas que no eran otra cosa que las pinceladas con las que habría inmortalizado, en los lienzos que nunca se atrevería a pintar, aquel insinuante lunar o aquel simpático hoyuelo o el turgente botón morado que el deseo, disfrazado de nuevo de azar, había colocado justo delante de su ingeniosa lupa.
Mas volviendo al verano de los rabilargos, sabemos que prometía ser extremoso, incluso apocalíptico, según había augurado días atrás el propio Marcelo. La culpa era, sin duda, de la sequía, de la infinidad de tareas pendientes que le aguardaban en su pago, de sus achaques de salud y de una larga retahíla de calamidades varias que solo alguien tan cenizo, como Marcelo, era capaz de conjurar en cadeneta. Y sabe dios por qué motivo, un atardecer, igual a cualquier otro, hicieron su aparición los rabilargos —los rabicondos para Zenobia, que era un tanto desmemoriada— y llenaron de graznidos su pequeña hacienda. No hace falta aclarar que embellecieron el ocaso con el delicado colorido de sus libreas y la elegancia sin par de sus siluetas; pero sí conviene puntualizar, en cambio, que esa primera vez cogieron a Marcelo sin gafas y, de no haber sido porque Zenobia le hizo de lazarillo, se habría perdido lo mejor de aquella inesperada epifanía estética.
Hubo otras tardes llenas de ásperos trinos, y de alas y colas azules, que permitieron a Marcelo escudriñar a los rabilargos con ayuda de los prismáticos. Resultaron ser unas aves tan bellas como esquivas, lo que le hacía más difícil columbrarlas a su gusto. Su deseo habría sido examinarlas, de una sola vez, desde la punta del pico hasta el extremo de las plumas caudales. Pero ellas, con una suerte de pudor impostado, se negaban a quedarse quietas y eso ponía a nuestro hombre de los nervios. Contrariedades aparte, aquel fortuito encuentro de Marcelo con los rabilargos fue un flechazo a primera vista; y de tal virulencia, además, que quien había sido, hasta entonces, un avezado esteta en la anatomía humana perdió el interés por todo lo que no fuese llenar su campo de visión con el bello plumaje de aquellos ruidosos pájaros azules.
Llegó el fin del verano y Marcelo se mostró reacio a regresar a la capital del reino. En un intento de apelar al sentido común, Zenobia aludió a la necesidad de retomar la vida de siempre, si bien lo hizo ofreciéndole a cambio el permanecer allí hasta finales de septiembre. La prórroga pactada llegó a su término, pero él seguía tan embelesado con los rabilargos que no había forma de convencerlo de que diese por acabada la estancia en la sierra. A sabiendas de hasta que punto era testarudo, con gran astucia, como quien no quiere la cosa, un mediodía, mientras almorzaban, Zenobia comentó que, si conseguía una buena documentación sobre los rabicondos, a lo mejor lograba que algunos se quedasen y anidaran en los cedros del jardín. Aunque terco, Marcelo continuaba siendo cándido como un niño y de inmediato picó en el anzuelo. Se imaginó en la Cuesta de Moyano rebuscando entre los libros de segunda mano, intentando dar con algún tratado de pájaros en el que se detallaran los gustos y necesidades de los rabilargos; y de un día para otro, del rechazo a abandonar la sierra pasó a mostrar una gran premura por volver a la urbe.
Fue un otoño emocionante y fructífero, en el que Marcelo pareció rejuvenecer una década mientras se convertía en un estudioso de Cyanopica cookii, nombre latino con el que, según acaba de aprender, los sesudos ornitólogos conocían al rabilargo ibérico. Les sorprendió esa rareza de tener una distribución geográfica separada por tantos miles de kilómetros como los que separan la sierra madrileña de la estepa de Mongolia. Aprendió que sus nidos eran unas pequeñas estructuras en forma de copa, pero de arquitectura muy compleja en lo que concierne a los materiales usados en las distintas capas del que iba a ser el refugio de la prole. Desde finas ramitas, pequeñas raíces y trozos de líquenes, mezclados con barro para darle consistencia, en la capa más exterior; hasta un delicado forro interior hecho de fibras vegetales, pelo animal, musgo y lana. Se enteró de lo que comían, del número de huevos de cada nidada y de que, tras la puesta, en dos semanas nacerían los polluelos; y también de que el macho era el encargado de la limpieza del nido y del cebado de las crías, mientras que la hembra se ocupaba de incubar los huevos y de dar, más tarde, calor a los neonatos. Le sorprendió, de forma muy especial, saber que cada macho acudía a cebar y defender a más de un nido, algo en lo que los especialistas no se ponían de acuerdo si era un caso de paternidad responsable de un polígamo o si, más bien, era una conducta altruista inconcebible entre los humanos.
Para quien hubiese sido testigo del embeleso y de la dedicación con los que Marcelo se entregaba a la lectura de toda la información que conseguía sobre los rabilargos, no habría necesitado ser ninguna lumbrera para comprender que estaba a punto de tomar la crucial decisión de abandonar definitivamente la capital del reino. De hecho, fue al inicio de la siguiente primavera cuando Marcelo cambió, con gran contento, el olor a tubo de escape de la urbe por el del estiércol fresco del ganado, el color otoñal de la arboleda del Parque del Retiro por el verde perenne de las coníferas de su pago, el aviso de la sirena de las ambulancias y de los bomberos por el ladrido de los perros locos de soledad que había en las fincas colindantes, y el molesto taconeo de la vecina de arriba por los insistentes graznidos de los rabilargos. Amontonó en su parcela los materiales que, según los legajos consultados, necesitaban sus futuros huéspedes para anidar. Limpió las horquillas de los árboles para facilitarles su labor arquitectónica y fabricó comederos en los que a diario colocaba las viandas favoritas de sus potenciales compañeros de pago; a saber: escarabajos y saltamontes a los que previamente arrancaba las patas para impedir su huida, bayas salvajes recolectadas en la zona y trozos de la fruta que ellos mismos consumían.
Su denuedo no fue en balde: unos meses después, en la parcela se había asentado ya una generosa colonia de rabilargos. Se iniciaba así la que, sin duda, acabaría siendo la etapa más feliz de su vida. Aprendió el significado de cada uno de sus graznidos y, por la noche, ya en la cama, mientras aguardaba a Morfeo, intentaba remedarlos. Y pasado un tiempo, cuando ya se supo preparado, incluso se atrevió a meter baza; y estuviese o no en lo cierto, su impresión fue de que había sido escuchado, y puede que hasta comprendido. Días de cantos híspidos y plumas de colores que por nada del mundo habría cambiado Marcelo. Los rabilargos tenían, además, la ventaja de que le permitían la práctica de un voyerismo integral sin tener que recurrir al viejo truco de entornar los párpados para solo ver un fragmento de su cuerpo. Y eran tantas y tan bellas las escenas que presenciaba desde el orto hasta el ocaso, que sus brazos no se estaban quietos casi en ningún momento del día. Una vida tan intensa y tan placentera que propició que, como voyeur de rabilargos, en unos cuantos meses pintara casi más cuadros imaginarios que los que había pintados hasta entonces, como fisgón del cuerpo humano.
Zenobia, al principio renuente ante el cambio de Marcelo, pasó pronto a ser, ella misma, una denodada voyeur de su marido. Lo observaba mientras trazaba en el aire las bellas siluetas de los rabicondos. Seguía con la mirada las puntas de los dedos de Marcelo y, al cabo, también ella lograba ver los pájaros. Y gracias a que alguna de aquellas pinceladas imaginarias era fallida, de vez en cuando, Zenobia veía caer una pluma etérea: la mayoría de las veces de un azul bellísimo, o de un beige café con leche o tan tenue que parecía casi blanco; las menos, de un negro azabache cuando Marcelo estaba recreando la cabeza de un rabilargo. Unas plumas inmateriales que solo alguien con alma de poeta —tal como era el caso de Zenobia— alcanzaba a ver cayendo con un delicado vaivén de balancín. Y cuando después de una extenuante jornada de trabajo de campo, que en nada tenía que envidiar a las de su idolatrado Vincent en Arlés, el dibujante de los rabilargos se retiraba agotado al interior de la casa, ella se agachaba y recogía, una a una, las plumas deprendidas. Las ordenaba por colores y las guardaba entre las hojas en blanco de un cuaderno de pastas azules. Eran aún los dos muy jóvenes, cuando se lo había regalado a Marcelo con la secreta esperanza de algún día, al abrirlo, llevarse la grata sorpresa de encontrar en sus páginas unos versos escritos para ella. Pero eso era algo que su compañero nunca había hecho. O al menos, no hasta ahora, pues Zenobia estaba convencida de que él dejaba caer aquellas plumas a posta pensando en ella. Y su alma de poeta le decía que Marcelo nunca le podría obsequiar unos poemas con mayor belleza, que la de las plumas etéreas de aquellos efímeros rabicondos.