In the mood for love
Eleonor y yo somos oriundas del mismo pueblo y tenemos la misma edad. En cierto modo, parecemos gemelas, si bien ella es un poco más alta y mucho más reservada y sensiblera que yo. Diferencias que no han sido óbice para que formemos una buena pareja y pasemos la mayor parte del tiempo juntas y en perfecta armonía.
Conmigo se siente segura. Prueba de ello es que, a diferencia de lo que hace con los demás, cada vez que me aproximo a ella dispuesta a fisgonear en su interior, no baja los párpados con recato para ocultar lo que está pensando. Y es justo a través de sus ojos, de un azul cambiante según su estado de ánimo, por donde suelo columbrar sus entresijos más recónditos. Aunque hasta para mí, que la conozco desde que tengo uso de razón, descifrar lo que veo en su interior es una tarea asaz compleja.
Como ya se habrán imaginado, ser más baja que Eleonor tiene el pequeño inconveniente de que debo aproximarme bastante a ella, amén de ponerme de puntillas si quiero entrever lo que hay debajo del azul cielo de sus ojos. Gracias a dios usa, como yo, calzado plano y tampoco es necesario que me coloque nariz contra nariz ni que me empine demasiado.
Hay veces en las que parece ser ella quien busca mi compañía. Y en esas ocasiones, se diría que incluso se agacha levemente, en una tácita invitación a que me asome a sus ojos y me adentre en sus pensamientos. Ni que decir tiene que lo hago sin dilación, pues sé que alcahueteando entre los recuerdos de Eleonor me sumerjo a veces en estados de beatitud que, de no ser así, yo nunca conocería. Vislumbro entonces un cielo, de un azul acuciante, que corona grises montañas peladas y, entre ellas, valles de un verdor exultante.
En esos días, Eleonor no solo me busca y se agacha para ponérmelo más fácil, sino que, una vez me ha dejado ver veredas que zigzaguean entre matas de aulaga y alcornoques de tronco descorchado, en cuanto empieza el revoloteo de los petirrojos, las tarabillas y los jilgueros, me agarra del hombro y hace que me gire noventa grados para que escuche mejor su canto. Sé así que son esos, de entre todos sus recuerdos felices, los que menos pudor le da compartir conmigo.
Cuando miro a través de sus ojos, nunca la veo a ella, salvo las tardes en las que ha estado hurgando en la caja de las fotografías o mirando las que tiene enmarcadas sobre los muebles de casa. Recuerdo que, en una de esas tardes, la vi sentada entre las casas blancas y las cúpulas azules de Oia, en Santorini; sentí curiosidad y, cuando miré hacia donde miraba ella, vi la caldera de Thira inmensamente azul e inmensamente serena; volví a sentir curiosidad, esta vez por sus sentimientos, y cuando logré que ella, la Eleonor de la fotografía, girara la cabeza, pude asomarme a sus ojos de aquel día, y descubrí que miraba el agua con tanta ansiedad porque lo que de verdad deseaba era atravesar la bahía a nado. En aquella época debía de estar enamorada puesto que solo alguien enajenado por el amor se plantea hacer semejante locura.
Lo más complicado de todo es adivinar lo que ocurre bajo los cielos estrellados de Eleonor. Cuando me descubre husmeando en sus recuerdos nocturnos, noto que por un instante duda si bajar los párpados. Pero hemos crecido juntas y la confianza mutua hace que no los baje. Disfruto así de la oportunidad de columbrar sus paisajes mejor guardados, aunque solo sea como si yo estuviese ciega; o dicho de otra manera: bajo sus cielos estrellados únicamente me puedo guiar por los sonidos y los olores que percibo. Y es gracias a ellos que sé que en esas noches no está sola. Al principio veo las constelaciones que intenta en balde mostrarle a su acompañante; luego, en cambio, las estrellas dejan de verse y, a partir de ese momento, me toca imaginar. De lo que imagino, empero, no voy a decir nada porque, si ella se llegara a enterar de que se los he contado, dejaría de confiar en mí y, al sentirme cerca, bajaría los párpados.
Sí, lo reconozco: me gusta mirar en los ojos de Eleonor. La mayoría de las veces encuentro en ellos un cielo de un azul alegre y luminoso, como el azul de la infancia de Machado, bajo el que a menudo hay paisajes montañosos, mares de nubes y trinos de pájaros; pero, de vez en cuando, descubro un cielo estrellado y, aunque no estaría bien traicionar su confianza entrando en detalles, les diré al menos que, cuando desparecen las estrellas y me pongo a imaginar, siempre acabo tatareando In the mood for love de Shigeru Umebayashi.