La noche había pasado tan rápidamente como las tormentas lo hacen en verano, una velada entre amigos normalmente siempre se hace corta. Ella acababa de salir de la boca de metro cuando decidió de inmediato liberar sus pies de la tortura de aquellos incómodos tacones y concluir descalza la última etapa del camino a casa. A esas horas de la madrugada casi no había ningún viandante por la ciudad que pudiera sorprenderse al ver a una chica descalza cruzando un paso de peatones como lo hiciera Paul McCartney en la portada de Abbey Road, pero el caso es que tampoco le preocuparía tal situación de darse, más bien se le antojaba divertida, tanto que incluso soltó una risa mientras entraba en el portal entre aquellos banales pensamientos después de una noche de copas.
Cynthia intentó subir silenciosamente los escalones que le dirigían a la segunda planta del bloque donde residía desde hace ya varios meses, a fin de no molestar a los vecinos a unas horas tan intempestivas. El hecho de no llevar calzado hizo que no le resultara nada difícil que sus pisadas no profirieran ningún sonido, y casi consiguió completar su discreto camino con éxito cuando justo el último escalón anterior al rellano la hizo tropezar, golpeando con su cuerpo la barandilla que emitió un estruendoso zumbido. Tirada en el suelo no pudo reprimir otra risa mientras se levantaba desmañada para entrar cuanto antes a su apartamento, tapando torpemente su boca en un inútil esfuerzo de amortiguar el sonido de las carcajadas.
Parecía mentira que estuviera ya en casa. Durante la cena y las copas no había notado ni un leve atisbo de cansancio, ahora se sentía realmente destrozada y sin fuerza para nada más. Fue cerrar la puerta y dirigirse directamente a la cama mientras se quitaba la blusa y los vaqueros entre la penumbra reinante, y dando gracias a los cielos de que, al menos, era una de esas ocasiones en las que Wolfy no la recibía con un sonoro concierto de ladridos y saltando sobre ella. Normalmente siempre le hacía sonreír, adoraba a su perro, pero esa noche podía prescindir perfectamente de sus vivas muestras de cariño y sustituirlas por un reparador descanso.
Ya tumbada sobre su cama observó el despertador de la mesita de noche que marcaba las tres y cuarto y comprobó, como en ella era rutina, que la alarma sonaría a las siete menos diez, dándole pocas horas de sueño antes de volver a la monotonía del día a día.
Fue entonces cuando, casualmente, reparó en que las puertas del armario estaban todas abiertas, y ella juraría que las había dejado cerradas aquella tarde antes de salir, aunque bien era cierto que había salido a toda prisa de allí horas antes al ir justa de tiempo para llegar a su cita, por lo que era totalmente lógico que dejara las cosas un tanto desordenadas sin percatarse de ello.
Burlándose internamente de su infundado desasosiego, más propio de una adolescente que de una mujer de 28 años, se acomodó lateralmente en la cama y se propuso no perder más tiempo del poco que le restaba para intentar reponerse de la ajetreada noche. Su brazo caía por un lado y sintió el húmedo contacto de una lengua lamiendo la palma de su mano lentamente: el bueno de Wolfy también habría detectado su estúpido miedo y la tranquilizaba a su peculiar modo. Sonrió y no tardó ni un minuto más en que un profundo sueño la conquistara.
El ruidoso sonido de una canción de moda taladró sus sentidos poco antes de las siete arrancándola violentamente de su descanso. Se incorporó en la cama mientras la luz del nuevo día se filtraba a través de las rendijas de las persianas, iluminando el estudio y, en especial, una escena que la impactó tanto que la hizo temblar de una forma que nunca antes había sentido.
Sobre la mesa baja de cristal, colocado en el centro de la estancia, reposaba el eviscerado cuerpo de su perro, con varios órganos esparcidos por la mesa y el suelo y sus tripas saliendo de un corte que recorría toda la barriga del animal. Espantada, no podía dejar de mirar la horrible mueca de Wolfy y aquellos alegres ojos, que durante tantos años la habían reconfortado al llegar a casa, ahora inertes y vacíos de toda emoción.
Más por inercia que por propia iniciativa bajó de la cama y comenzó a caminar lentamente hacia el baño, obligándose a no mirar más la grotesca escena, aunque esta había calado tan hondo en ella que no podía quitársela de la cabeza. Sus pies estaban manchados de la sangre que empapaba el suelo, y notaba su estómago descomponiéndose progresivamente a cada paso.
Como un alma en pena entró apoyándose en el lavabo para echarse agua en la cara mientras un leve jadeo salía de su boca. Encontró toda la porcelana enrojecida igual que lo estaba el suelo. Y al levantar su vista hacia el espejo, justo antes de que su cuerpo dijera basta y se desmayara, leyó las palabras que, con un dedo, alguien había trazado valiéndose de la sangre de Wolfy:
NO SOLO LOS PERROS SABEN LAMER.
Relato extraído del libro T3rror3s de Martin J. Ville
http://martinjville.com