El bujío de Santa Catalina 1 (Bordeando la realidad)

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Gretogarbo
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por Gretogarbo »

jilguero escribió: 28 Dic 2019 13:50... un rollo en estos días en que me vendría de maravilla poder andar con libertad.
Quizás sea por un sobreesfuerzo como consecuencia de ejercitar la rodilla.
jilguero escribió: 28 Dic 2019 15:22... ¿néboa es el término gallego habitual para denominar a la niebla?
Correcto, jilguero.
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jilguero
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »


Leyenda y realidad, de santa Lilaila de Éfeso.
(de Lara Ripdek)

Sancti-Petri.png

Reconstruir con rigor la vida de la que terminaría siendo conocida en todo el mundo como Santa Lilaila de Éfeso es, en realidad, una tarea quimérica: si el paso de los siglos les desdibuja los contornos incluso a las piedras más sólidas, cuánto más a los avatares de la vida de una mujer de origen humilde, hija y nieta de pescadores, cuyos supuestos restos yacen en la Basílica del Cuerpo Santo de Castroforte del Baralla; localidad que, para más inri, es considerada por los estudiosos como el epicentro indiscutible de la néboa gallega. Y por si no fuera ya suficiente rebozo el que los restos de la santa hubiesen terminado su éxodo envueltos en la densa niebla de Castroforte, cuando se lee la única biografía existente sobre la joven Lilaila —escrita por don Torcuato del Río, vecino del citado castro— se tiene la impresión de que una mano, tan ignota como hábil, se preocupó de envolver con un halo de leyenda el rastro dejado por la efesiana en su éxodo hacia Occidente.

Lilaila fue, sin duda, una mujer valerosa y adelantada a su tiempo. Lo prueba el hecho de que con solo veinte años fuese capaz de embarcarse —nunca mejor dicho— en la riesgosa gesta de viajar desde el puerto de Éfeso, en el suroeste de la península de Anatolia, hasta el de Castroforte del Baralla, en el noroeste de la península ibérica, en una barcaza y con un cardumen de peces por toda compañía. Las evidentes inexactitudes y los aires de leyenda de muchos de los pasajes de la vida de la santa, compendiados por don Torcuato para la posteridad en un grueso tomo caligrafiado a mano, en lugar de mermarle valor a la biografía, le confieren un interés sin parangón. Porque enfrascarse en la lectura de sus amarillentas páginas tiene en el lector el mismo efecto que tenía en los castrofortinos ensimismarse todos a la vez en un Castroforte envuelto en niebla, y que terminaba levitando. Después de semejante arrobamiento literario, cuando el lector llega a la última página y deja atrás la luminosa bruma en la que le había envuelto la prosa del castrofortino, tiene la impresión de que los límites de la realidad se han vuelto tan maleables e imprecisos que saber si ha leído hechos reales o mera leyenda le trae sin cuidado.

La infancia de Lilaila es la parte de la biografía que tiene más visos de responder a hechos históricos. Sabemos, por ejemplo, que nació en el año 415 d. de C., en una de las humildes chabolas de pescadores que había a la sazón junto a la desembocadura del río Caístro. Además de ser hija única, se quedaría muy pronto huérfana: su madre murió de fiebre puerperal días después del alumbramiento y su padre se ahogó durante una campaña atunera cuando ella tenía siete años. Lilaila se crió con sus abuelos paternos: él, también pescador; ella, ama de casa y redera. Desde muy pequeña, ayudó a su abuela en el remendado de las redes y a su abuelo en la desecación del pescado. Lilaila conocía, pues, a la perfección los artes de pesca locales y las técnicas de salazón y ahumado usadas por los pescadores de la zona. Tenía fama, por otro lado, de preparar con las vísceras fermentadas de pescado el mejor garo de la península de Anatolia. Una habilidad culinaria que, como a continuación veremos, tuvo un papel determinante en el rumbo que tomó su vida.

En el verano del año 431 d. de C., tuvo lugar en Éfeso el III Concilio Ecuménico del cristianismo, presidido por Cirilo de Alejandría y con más de doscientos obispos como participantes. Durante su celebración, con dieciséis años recién cumplidos, a Lilaila le encargaron la preparación de la popular salsa para los refrigerios que a diario tomaban los ilustrísimos participantes del cónclave. Compartía con ellos techo, si bien la dependencia en la que ella desplegaba su trabajo se hallaba algo apartada de la sala de reuniones. Su destreza preparando el garo hizo, empero, que tuviese tiempo de asistir de tapadillo a algunas de las sesiones. Entre los oradores más destacados estaba Nestorio, cuya buena labia embaucó de inmediato a la joven efesiana. Gracias a él, se enteró de que María de Nazaret debía de ser considerada solo la Madre de Cristo, porque había dado a luz solo al hombre, Jesús; en quien el Verbo, el Hijo de Dios, habitaba como en un templo. “¡Llamarla Madre de Dios es justificar la locura de los paganos, que dan madres a sus dioses!”, había afirmado el orador con vehemencia ante unos soliviantados oyentes.

Después de escuchar ese arrebatado discurso, con el denuedo y la irreflexión propia de su juventud, apostó por quien iba a terminar siendo el caballo perdedor de aquel cónclave y decidió hacerse nestoriana. Cuando acabó el concilio, Nestorio cometió el error de retirarse a un monasterio dejando el campo libre a sus detractores. Por su parte, la joven Lilaila, en vez de retomar sus antiguas costumbres de ocio, empezó a emplear su escaso tiempo libre en asistir a los cenáculos organizados por los seguidores de Nestorio; y como, además de valerosa, Lilaila era muy inteligente, no tardó mucho en convertirse en diaconisa y en llevar a menudo la voz cantante en las reuniones. Pronto desterrarían a Nestorio a Petra por hereje y empezarían a quemar sus escritos de forma sistemática. Lilaila cometió la imprudencia de llevar copias de algunos de los textos heréticos en su chabola a orillas del Caístro. La abuela había fallecido en el ínterin, y fue el viudo quien intentó convencerla de que conservar aquellos pergaminos era una insensatez. Las ordenanzas lo decían bien claro: cualquier escrito de Nestorio debía de ser arrojado a la hoguera. Pero la nieta se mantuvo en sus trece y, cansado ya de luchar tanto en la vida, el anciano optó por convertirse en su cómplice. Le sugirió que guardase los pergaminos en el interior de un ánfora, y que ocultase esta entre las que estaban llenas de garo.

La situación empeoró mucho cuando por Éfeso corrió la voz de que Nestorio había sido deportado al desierto de Libia —lugar donde acabó muriendo— y que sus seguidores iban a ser perseguidos por herejes. Esta amenaza fue la que dio lugar al inicio de la gran diáspora de los nestorianos, principalmente hacia Oriente. En Éfeso, la implicación de Lilaila en la causa era vox populi; para más inri, la joven estaba decidida a consagrar su existencia a la expansión de las creencias de Nestorio por Occidente. Temiendo por su vida, el abuelo urdió un ingenioso plan para ponerla a salvo. Después de tantos años dedicados a la pesca de los atunes, conocía sus costumbres como si fuera uno más de ellos. El verano estaba avanzado y, tras el desove, los grandes túnidos estaban a punto de iniciar su regreso hacía las aguas remotas del océano. En esas fechas, su hambruna sería grande y eso les haría viajar de forma más veloz para llegar cuanto antes a sus caladeros de pesca. El anciano recubrió, pues, su barcaza con pieles secas de atunes; le simuló una generosa aleta lateral a estribor, otra a babor y una gran aleta caudal en la popa; y en las amuras de proa dibujó dos círculos negros fingiendo ser unos ojos enormes. El resultado fue una suerte de atún gigantesco, en cuyo vientre embarcó todo lo necesario para una larga travesía. A saber, una zalea de borrego, dos docenas de ánforas conteniendo agua, un cajón calafateado con carne ahumada de pescado, el ánfora de los pergaminos y una vara de rosal con forma de cayado.

Por aquella época, la dársena del puerto de Panormo estaba muy colmatada por los sedimentos arrastrados por el río. Cuando zarparon de madrugada, la barcaza iba tan llena que la quilla se encalló varias veces antes de llegar a mar abierto. Abuelo y nieta remaron al unísono durante toda la jornada; al atardecer, el anciano le señaló a Lilaila una zona en lontananza en la que el agua de mar parecía estar hirviendo: era el cardumen de atunes preparándose para iniciar su regreso al océano. Les costó mucho abrirse paso entre aquel tumulto de lomos tersos y brillantes hasta lograr que la barcaza quedase situada en el corazón del cardumen. Una situación estratégica para que el falso atún fuese arrastrado por las estelas de sus congéneres en el momento en que estos comenzaran su éxodo. A pesar de no tener ya la buena vista de antaño, el pescador notó que el azul oscuro de sus dorsos estaba manchado. Miró con más detenimiento aquellas alargadas turgencias y concluyó que era una plaga tremenda de lampreas. Aunque al pronto sintió piedad de los pobres atunes, luego no pudo evitar alegrarse pensando en la suerte de su nieta: con aquellas sanguijuelas chupándole la sangre, los atunes estarían más hambrientos aún y nadarían más veloces hacia Occidente en busca de comida.

Llegado el momento de la separación, el anciano le dio a Lilaila algunos últimos consejos para el viaje: debía de protegerse tanto del sol como del relente de la noche cubriéndose con la zalea; y si en algún momento los peces remoloneaban, habría de arrearlos golpeándole suavemente los lomos con la vara de rosal. A modo de despedida la besó en la frente y le dio su bendición. Luego arrojó al agua una plancha de corcho —la carga para el viaje no le había permitido llevar un esquife auténtico— y, con inopinada habilidad, se encaramó a ella. Y aunque fue una tarea temeraria esquivar los coletazos de los atunes a bordo de aquella rudimentaria balsa, al cabo logró salir de esa especie de marmita en ebullición y puso rumbo a Éfeso. Al día siguiente, cuando el pescador yacía ya exhausto y a la deriva encima del corcho, fue avistado por un pesquero que regresaba del estrecho de los Dardanelos con su bodega llena de atunes. Un vez en tierra firme, el abuelo continuó con su vida cotidiana y justificó la ausencia de su nieta por estar visitando a unos parientes. Meses después, sin embargo, en una jumera se fue de la lengua y contó cómo Lilaila había partido hacia Poniente en medio de un cardumen de atunes.

No es extraño que, siendo Lilaila tan popular en la urbe, un cronista local, Agripino el Efesio, enterado de su valerosa gesta, decidiera hacerse eco de la misma en sus efemérides de aquel año. De ahí que, en la biografía de Santa Lilaila, don Torcuato cite a este autor como fuente primordial de esa etapa de la vida de la santa. Nada sabemos, empero, de cómo le fue a nuestra heroína durante su travesía por el Mediterráneo; aunque cabe suponer que a la salida de este, justo pasado el Estrecho, un escuadrón de orcas estaría al acecho de la llegada de los atunes; al notar su presencia, los túnidos debieron huir hacia la orilla, donde como cada año los mortales paños de redes de las almadrabas les estaban aguardando. De hecho, la siguiente noticia de Lilaila aparece en el texto Crónicas de Cotinusa, obra de Catulino de Gádeira, historiador y geógrafo que, después de una carrera de mucho rigor profesional, dedicó los últimos años de su vida a escribir un divertido compendio de acontecimientos insólitos —y de dudosa autenticidad— acaecidos en las costas gaditanas. Entre esos sucesos con visos de leyenda, Catulino describe cómo, en medio de una multitud de atunes demacrados y de lampreas orondas, los almadraberos de Sancti-Petri vieron una barcaza en cuya proa había una joven, desgreñada y envuelta en una mugrienta zalea, que trataba de arrear a los atunes con un cayado salistroso. Y el cronista afirma también que, cuando los pescadores abrieron un angosto paso entre las redes para que la joven pudiese abandonar aquel mar ya enrojecido por la sangre de los atunes, la barcaza partió hacia el norte de la isla escoltada por un compacto cardumen de lampreas.

Don Torcuato constató que el rastro de Lilaila se perdía tras esa escena descrita por Catulino. Una escena, dicho sea de paso, que cuadraba muy bien con la llegada, cinco siglos más tarde, de la Barca Iluminada a la bocana de la ría de Castroforte. Según la leyenda castrofortina, la embarcación arribó como una mecida claridad en un mar de lampreas; y en el fondo de la barcaza, en una urna de cristal, el Santo Cuerpo Iluminado de Lilaila. Fue entonces cuando un valiente lugareño se comprometió a rescatar el pecio a cambio de que aquella reliquia incorrupta y luminosa pasase a ser de su propiedad. Una vez en tierra, el acristalado ataúd fue subido a hombros de seis caballeros y seis monjes hasta la cueva donde se encontraba el mítico altar de Diana: una antigua plataforma de sacrificio sobre la que quedó depositado el cuerpo de Santa Lilaila. La tradición afirma, además, que, no queriendo abandonar a su compañera de éxodo, las lampreas se afincaron en el río Mendo y se convirtieron en una floreciente fuente de ingresos de los lugareños. Pero las pesquisas de don Torcuato sacaron a la luz algunas inexactitudes del mito castrofortino, como la creencia de que Lilaila había navegado de cuerpo presente desde Éfeso, o que el viaje había sido sin escala y con una duración aproximada de doscientos años; cuando los textos de Agripino el Efesio y de Catulino de Gádeira dejan bien claro que el viaje duró tres siglos más y que Lilaila llegó viva a Cádiz, siendo de esta ciudad de donde partió el singular séquito fúnebre del Santo Cuerpo rodeado de lampreas.

Después de leer Crónicas de Cotinusa, el biógrafo decidió viajar a Cádiz. Para la mente fisgona de don Torcuato, aquella visita supuso una inmersión en un gatuperio de hechos históricos y de rumorologías locales que le llevó sin remedio a adoptar la intuición como herramienta epistemológica primaria. Visitó, por ejemplo, el templo de Hércules-Melkart —en el actual islote de Sancti Petri— tras leer un texto anónimo en el que se decía: “En esta isla se halla el monumento llamado Ídolo de Cádiz, situado a la orilla del mar; en altura, perfección y belleza, esta obra no tiene otro parangón que el monumento de la ciudad del faro, en Yillīqiya (Galicia). El Ídolo de Cádiz era una almenara de cien codos de altura, sobre la que aparecía una imagen antropomórfica de maravillosa naturalidad, equilibrio y tamaño; su rostro se volvía hacia occidente, donde está el Océano, y envolvía su cuerpo en un manto, protegiéndose del norte.”. Las últimas frases habían hecho que a don Torcuato se le viniese a la cabeza la imagen de Santa Lilaila viajando con su rostro siempre mirando hacia occidente y usando la azalea como una suerte de manto protector.

Leyó luego un legajo en el que se afirmaba que el Apóstol Santiago había desembarcado en ese rincón sur de la isla de Cotinusa con el firme propósito de desterrar de aquel lugar el culto pagano y consagrarlo al culto de san Pedro Pescador. Que sea Sancti-Petri el actual nombre del islote donde se hallan las ruinas del antiguo templo heracliano hace que el anunciado desembarco tenga visos de haber sido histórico. La mención de este apóstol provocó que don Torcuato se acordase del azulejo que había visto sobre el pórtico de la iglesia del poblado de los almadraberos de Sancti Petri: un orgulloso San Pedro posando, cayado en mano, justo delante de un atún de gran tamaño; y como telón de fondo, el mar y el castillo romano. Recordó también las escenas talladas en la piedra de los treinta capiteles de la Colegiata de Castroforte del Baralla: tallas que para la mayoría de los castrofortinos recrean el milagroso viaje en barca del cuerpo de santa Lilaila desde Éfeso hasta la ría de Castroforte, y el posterior izado de la urna montaña arriba hasta el altar de Diana; si bien hay algún que otro irredento estudioso que defiende que en esos capiteles se narra la llegada del cuerpo de Santiago Apóstol a tierras jacobeas. Y la intuición de don Torcuato, convertida a la sazón en herramienta capital para adquirir conocimiento, le hizo concluir que tantos hilos de Ariadna meciéndose al alimón entre Galicia y la antigua isla de Cotinusa no podían ser hechos fortuitos.

El intuitivo biógrafo pasó varios días entrevistando a diversos lugareños del gremio de los pescadores, pero ninguno sabía nada de la historia recogida en las crónicas de Catulino. Desanimado, una noche se desahogó con el dueño de la pensión donde se hospedaba y este le recomendó que, si deseaba dar con el rastro perdido de Santa Lilaila, visitase a una afamada pitonisa del barrio del Pópulo; mujer de la que se decía que era capaz de encontrar la pista de cualquier persona desparecida echando las cartas. Esa noche don Torcuato casi no pegó ojo pensando en la visita que haría al día siguiente. Acudió al garito de la vidente demasiado temprano y hubo de esperar en la puerta hasta que esta se hubo acicalado para la sesión. Cuando una voz aguardentosa lo invitó a pasar, don Torcuato entró en una habitación pobremente iluminada y neblinosa a causa del humillo turífero procedente de un pequeño botafumeiro que pendía del techo; y en medio de aquella perfumada penumbra, columbró a la echadora de cartas engalanada con el típico turbante de fantasía y una mugrienta baraja de cartas del tarot sobre el tapete negro de una diminuta mesa camilla. La mujer le rogó que se sentase justo enfrente de ella y que la pusiera al día. Ocasión que aprovechó don Torcuato para narrarle con pelos y señales todo lo que sabía de la vida de Santa Lilaila. En su prolija narración hizo especial hincapié en que, al igual que le ocurre al agua del río Guadiana, su rastro se perdía después de haber arribado precisamente a la ciudad en la que ahora ellos se hallaban; y que reaparecía cinco siglos más tarde en la ría de Catroforte del Baralla. Cuando supo que las huellas a buscar eran de tiempos tan remotos, la pitonisa vio la oportunidad de hacer un pingüe negocio. Como él podría comprender, la dificultad de dar con un rastro tan antiguo sería enorme, hecho que la obligaba a encarecer de forma notable la tarifa habitual. Advertencia que no disuadió a don Torcuato de dar su aquiescencia para que la sesión comenzara enseguida.

Los detalles de cómo transcurrió la misma los conocemos gracias a la minuciosa descripción que el autor hace de esta en la biografía de la santa —su ingenuidad y honradez le llevaron a no ocultar jamás sus fuentes de documentación—. Sabemos, por ejemplo, que la colocación de cada carta sobre la mesa iba acompañada de una locución de la vidente; locuciones que, por otro lado, además de ser enigmáticas, eran enunciadas con una cronología en apariencia caótica. Viendo el jaez que iba tomando el asunto, el biógrafo tuvo la feliz ocurrencia de ir apuntando las frases en un cuaderno de notas. Sería más tarde, ya de vuelta a la pensión, cuando se enfrascaría en la tarea de poner en pie lo que la echadora de cartas le había dicho sobre el rastro perdido de Lilaila. Lo primero que hizo fue recortar las frases y colocarlas en un orden cronológico menos endemoniado, lo cual le llevó al siguiente decálogo: 1) una mujer joven, cubierta con una piel de borrego y con un cayado en la mano, se baja de una barca y comienza a caminar por la orilla; 2) está anocheciendo, la mujer se halla al borde del mar y, tras agitar el agua con una vara, arroja a esta vísceras de pescado; 3) el agua se oscurece a sus pies, y comienza a bullir como si estuviese hirviendo; 4) ahora la joven se halla en medio de una plaza y, con la mirada perdida, sermonea a una multitud; 5) “Quæ est mater Iesu, et non Mater Dei!” proclama en medio de silbidos de protesta; 6) corre desnuda por la calle como si alguien la estuviese persiguiendo; 7) un grupo de mujeres vestidas con túnicas azul celeste lavan un cuerpo ensangrentado y, junto a ellas, una joven vestida de blanco y con una concha de peregrina colgada al cuello, enarbola en la mano un hueso astillado; 8 ) es noche cerrada y unas silentes siluetas de mujer colocan un objeto entrelargo en el interior de una barca; 9) una espesa niebla avanza desde el norte y acaba ocultando la embarcación; 10) la fosca boira pone rumbo a casa y, en su interior, una barquichuela avanza sobre un mar siempre trémulo; 11) se divisan en la lejanía cientos de barcas, que han salido de sus puertos en busca de no saben qué, pero que poco a poco confluyen en el interior de la bruma peregrina; 12) de súbito el corazón de la niebla se ilumina y los barcos perdidos en ella parecen ahora estar envueltos en un halo de gloria.

Nunca podremos saber si la adivinadora columbró estas imágenes en las cartas o si fue más bien su imaginación la que las recreo basándose en los datos que le acababa de dar su cliente. Pero lo que sí sabemos es el sentido que le dio el biógrafo a fin de rellanar la laguna existente en la vida de Santa Lilaila. Y fue así, valiéndose de su perspicaz intuición, como don Torcuato supo que la mujer entrevista por la pitonisa en las cartas era Lilaila; o que el agua de mar oscurecida y en ebullición simbolizaba el cardumen de lampreas que, mientras duró la escala en la isla de Cotinusa, la efesiana se ocupó de alimentar con vísceras de pescado; o que, tras su desembarco, Lilaila había cometido la temeridad de proclamar abiertamente la doctrina de Nestorio a unos oyentes no siempre conformes, y que esa labor adoctrinadora le había costado al final la vida; o que la efesiana había conseguido reunir pronto una camarilla de fieles seguidoras —la mujeres que vestían túnicas azul celeste según la echadora de cartas— que, tras lavar el cuerpo de la mártir y ungirlo con bálsamo, lo metieron en una urna de cristal y, para evitar su profanación, lo echaron al mar en el interior de una barquita pesquera; o que la niebla llegada desde el norte era la de Castroforte y, por ende, la escena de las barcazas buscando no sabían qué y presenciando cómo el Santo Cuerpo iluminaba la niebla, por formar ya parte de la leyenda castrofortina, marcaba el final de lo ignoto. Y al llegar a este punto de su creativa reconstrucción, don Torcuato se congratuló de que, al igual que hacen las truchas, los salmones o las lampreas, que tras su migración al mar siempre vuelven a su río de origen, después de haber hecho una incursión tan al sur, la néboa de Castroforte también hubiera vuelto a casa. Porque sin esa encomiable fidelidad de la niebla, Castroforte del Baralla se habría quedado sin Santo Cuerpo Iluminado y el río Mendo sin sus afamadas lampreas.

Con una candidez conmovedora, don Torcauto comenta en sus escritos que, cuando esa noche bajó a cenar al modesto comedor del hostal, se sentía eufórico. Le quedaba aún por encajar la pieza de la peregrina de la túnica blanca y el hueso roto en la mano pero, comparado con lo que ya había conseguido hilvanar, aquel detalle se le antojaba una menudencia de segundo orden. Y como era hombre agradecido, cuando a los postres vio entrar en el comedor al patrón, le chistó con el propósito de darle las gracias por haberlo guiado hasta la echadora de cartas. Lógicamente, el mesonero se interesó por saber cómo le había ido con la pitonisa; interés que don Torcuato aprovechó para narrarle con pelos y señales lo que había averiguado. Mencionó, también, la enigmática figura de la mujer que llevaba una concha de vieira colgada del cuello y un hueso en la mano. Al escuchar esto último, el mesonero frunció el ceño y, tras unos segundos de reflexión, se atrevió a meter baza. Quizás la mujer de la concha compostelana fuese una peregrina a punto de iniciar su camino, y el fragmento óseo que portaba en la mano, una reliquia que las seguidoras de la mártir deseaban conservar. Le aconsejaba que visitara la Iglesia de Santiago, edificada precisamente sobre el comienzo de la antigua Via Augusta —el camino seguido por los peregrinos que desde Cádiz partían hacia Santiago de Compostela—, ya que en ella se conservaban unos célebres relicarios con huesos de mártires. Luego, en un tono de voz mucho más confidencial, el mesonero le comentó que se había encontrado a un amigo suyo que era conserje del Museo Provincial de Cádiz y sabía mucho de historia local; y al comentarle que en el hostal tenía un cliente interesado en la vida de una tal Lilaila, a su amigo el nombre le había resultado familiar por haberlo leído en el marbete de algún cuadro.

La visita a la Iglesia de Santiago tuvo lugar al día siguiente. Don Torcuato escudriñó a fondo cada una de las capillas laterales y, al llegar a la consagrada a san Francisco Javier, los ojos se le fueron hacía dos relicarios ubicados de forma simétrica en la parte baja del retablo: en medio de una ornamentación barroca y naíf, había fragmentos de huesos humanos. En el cartel informativo de la capilla, rezaba que eran reliquias de dos mártires filipinos discípulos del santo navarro; pero sobre el fragmento óseo principal de cada relicario —sin duda fragmentos de cúbitos o un radios humanos— había un nombre escrito con letras muy menudas. Entre que la iluminación era pésima y su miopía generosa, el biógrafo se las vio y se las deseó para leer los nombres escritos sobre los huesos. En el de la izquierda intuyó que ponía “Sta Cata del Guadiana, y no pudo evitar una sonrisa pensando en que la tal pudiera haber sido también una santa traviesa, cuyo rastro hubiera jugado a esconderse a ratos como las aguas del río homónimo. Sonrisa que se le heló cuando entrevió lo que habían escrito sobre el hueso del otro lado del altar. Y es que aquella reliquia era una prueba más de que sus conjeturas sobre las imágenes descritas por la echadora de cartas eran atinadas: Santa Lilaila había llegado viva a la isla de Cotinusa y había sido en esta donde perdió la vida. Pero, al mismo tiempo, si aquel hueso era de Santa Lilaila y al cuerpo iluminado de la basílica de Castroforte del Baralla no le faltaba ninguno, quedaba en evidencia que el cuerpo venerado en Castroforte no podía ser el de la santa; hecho que apoyaba la teoría, defendida por algún que otro estudioso universitario, de que el cuerpo incorrupto actualmente conservado en la basílica de Castroforte era, en realidad, el de una piadosa joven que había sido torturada por tener la pagana costumbre de lavarse más de lo necesario.

La empanada mental del biógrafo llegó a su culmen cuando visitó el museo de Cádiz y vio, arrumbado en un rincón, un cartel anunciador de una exposición en el que de nuevo figuraban juntos los nombres de santa Lilaila de Éfeso y de santa Cata del Guadiana. Según la reproducción del poster, eran dos lienzos idénticos, salvo en los rostros y la actitud de cada una de las representadas, puesto que Santa Cata posaba sonriente y leyendo con atención el libro que tenía en las manos, y santa Lilaila lo hacía mirando como embeleso algo que se encontraba en alto y fuera del escenario del cuadro. Al pronto, ponerle cara a la verdadera santa de Éfeso —después de ver el hueso del relicario de la Iglesia de Santiago, don Torcuato estaba ya convencido de que el cuerpo incorrupto conservado en Castroforte no era el auténtico— le hizo mucha ilusión. Pero luego, cuando fue consciente de que la iconografía del cuadro era demasiado abigarrada para simbolizar la vida sencilla y ligada al mar de Santa Lilaila, experimentó la sensación de hallarse ante una ignara impostura. Con todo, su deseo de contemplar el lienzo auténtico no se desvaneció y lo siguiente que hizo fue preguntar al portero por su ubicación. Supo así que, si bien el lienzo de Santa Cata se encontraba expuesto al público de forma permanente en la sala Solanum melongena, el de la santa de Éfeso estaba guardado en el sótano junto con el resto de fondos no expuestos del museo. Por suerte, su zalamera campechanía y la dulzura de su acento gallego surtieron su habitual efecto abridor de puertas y don Torcuato fue guiado con sigilo hasta donde se hallaba el cuadro de Santa Lilaila.

Durante esa clandestina visita, además de contemplar el lienzo, el biógrafo en ciernes tuvo la oportunidad de leer el tríptico elaborado con motivo de la exposición conjunta de los cuadros de las dos santas. El texto del tríptico era obra mía, y con posterioridad, al leer la biografía de Santa Lilaila, me llevaría la grata sorpresa de encontrar en ella algunas citas textuales del mismo. Como, por ejemplo, cuando refiriéndose a Santa Cata dice eso de que:…hay devotos que la hermanan con Santa Lilaila de Éfeso, Mártir de los Iconoclastas, cuya vida es desgranada en la La saga/fuga de J.B. de Torrente Ballester. Y los hay incluso que afirman que ambas son las dos caras de una misma encarnación.; o ese otro pasaje referido a sus cuerpos y que ahonda en la posible falsedad del de la santa efesiana: Actualmente el cuerpo iluminado de Santa Cata reposa en el interior de una urna de cristal idéntica a la que contiene el cuerpo de Santa Lilaila. Cuerpo, este último, que no está claro si es el auténtico.; o cuando el biógrafo expresa su decepción por no poder estar seguro de haber contemplado el rostro auténtico de la santa después de mencionar este otro fragmento: “No se sabe si el rostro de Santa Lilaila es el suyo genuino o bien el de su pulcra sustituta, pero lo que salta a la vista es la actitud mucho menos concentrada de Santa Lilaila, a la que parece habérsele ido, nunca mejor dicho, el santo al cielo”. Duda que, sin embargo, no es impedimento para que don Torcuato se lance acto y seguido a la piscina y, como por ensalmo, afirme que la actitud extasiada de la santa denota el arrobamiento que le provoca estar siendo testigo de una de las levitaciones de Castroforte. Además, como colofón a ese apartado de la biografía, aparece una nueva cita del tríptico: A día de hoy, los cuerpos de ambas santas continúan desprendiendo luz y lo hacen, además, parodiando las señales luminosas marítimas de las costas en las que vivieron: el de Santa Lilaila con el mismo patrón de destellos que algunas de las boyas de la Ría de Castroforte; el de Santa Cata, con el de las boyas de la barra del Castillo de Sancti-Petri de Chiclana. Y tras esa cita, esta vez en un alarde inopinado de rigor histórico, don Torcuato señala que la afirmación de que Santa Lilaila vivió en la ría de Castroforte es inexacta, ya que de todos es sabido que, a la mencionada ría, llegó de cuerpo presente.

Mi contacto con don Torcuato se limitó al intercambio de un par de cartas. La primera, cuando se dirigió a mí para explicarme que estaba interesado en obtener un ejemplar de la hagiografía de Santa Cata —en el tríptico se citaba esta como principal fuente de información— por hallarse él inmerso en la escritura de una biografía de santa Lilaila de Éfeso. Unas semanas después de enviarle el ejemplar solicitado, recibí una nueva carta en la que, además de mostrarme su gratitud, me expresaba su desagrado ante el hecho de que una convencida nestoriana, como lo había sido Santa Lilaila, pudiera pasar a la posteridad formando parte de una misma encarnación con Santa Cata. Me informaba también de que, tras hacer una minuciosa lectura de la vida de la santa Mártir de las Letras y de las Ciencias y haber sabido de esa naturaleza volátil que la llevaba a hacer continuas migraciones a cuerpos ajenos, había tenido una especie de revelación. De acuerdo con la misma, el genuino cuerpo de santa Lilaila de Éfeso era en realidad el que actualmente se veneraba como si fuese el de Santa Cata. O dicho de otra manera, el alma de la santa del Guadiana habría migrado —cabe suponer que transitoriamente— a la corporeidad incorrupta de la efesiana; una fenomenología, alegaba, similar a la invocada por Nestorio para explicar la presencia del Verbo divino en el cuerpo humano de Jesús. Luego añadía que, de ser cierta su presunción, resultaba de una lógica aplastante que las señales luminosas emitidas por el auténtico cuerpo de Santa Lilaila —el venerado como de Santa Cata— fuesen las del islote del Castillo de Sancti Petri, por ser esas las primeras luces de tierra firme que habría visto la joven tras su larga y solitaria travesía por el Mediterráneo. Y finalizaba la carta con la aseveración de que aquella hipótesis podía explicar también la presencia de los huesos del antebrazo en los relicarios de la Iglesia de Santiago.

Después de recibir aquella suerte de galimatías epistolar, no volví a saber nada de don Torcuato. Pero cuando tiempos después leí en la prensa que alguien había profanado el Santo Cuerpo Iluminado de santa Cata del Guadiana, tuve la leve sospecha de que la profanación pudiera haber sido obra suya. Y cuando al seguir leyendo la noticia me enteré de que el profanador lo único que le había hecho al cuerpo era una larga incisión en cada uno de los antebrazos, recordé la mención de las reliquias óseas conservadas en la parroquia de Santiago y ya no dudé de su autoría. En efecto, en la siguiente Navidad recibí un grueso tomo —una fotocopia del original caligrafiado a mano— de la biografía de Santa Lilaila, con una dedicatoria del autor en la que me decía que, tal como podría comprobar al leerla, ya no tenía ninguna duda de cuál era el verdadero cuerpo de la mártir efesiana. Debo reconocer que la lectura de esa obra fue un deleite que me recompensó, con creces, del calentamiento de cabeza que me había producido su segunda carta. Y si pasado un tiempo, me he animado a escribir este ensayo sobre la vida de la audaz Lilaila ha sido con la esperanza de que quien me lea sienta la necesidad de hacerse con una ejemplar de Biografía de Santa Lilaila de Éfeso, de don Torcuato del Río. Porque, tal como ya anticipé al inicio de este texto, enfrascarse en la lectura de su sugestiva y prolija prosa causa en el lector el mismo efecto que causaba en los castrofortinos ensimismarse todos a la vez en un Castroforte neblinoso y levitante; y por esa misma razón, cuando se llega a la última página y se cierra el libro, la certeza de que los límites de la realidad son maleables e imprecisos es tan inexorable que ya no le cabe a uno la menor duda de que acaba de leer una de las mejores muestras del realismo mágico gallego.


Cartel exposición lienzos de Santa Lilaila y Santa Cata.jpg
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por Gretogarbo »

jilguero escribió: 28 Dic 2019 15:48Leyenda y realidad, de santa Lilaila de Éfeso.
Buen arranque, jilguero. Sigo atento al receptor.

Una cosa. Creo que en el primer punto y seguido del primer párrafo queda mejor una coma. Pero es una cuestión de gusto personal.
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

Para Cata:
Ya tienes aquí un bosquejo de la historia de la compañera de exposición de Santa Cata. Más adelante trataré de animar el texto con alguna imagen para que se haga menos árido de ver, dada su longitud.

Don Torcuato, que es un tanto enreda, nos da a entender que el cuerpo incorrupto de Santa Cata no es tal sino una nueva migración. En fin, Cata, que nunca se puede uno fiar de nada. :D

Me tomo vacaciones pamplineras hasta el año nuevo, en el cual veré si le meto mano a lo que le dejó Hexa a la urraca en su nido o a cualquier otra cosa de las que me rondan por la cabeza.


Para Greto:
Gretogarbo escribió: 28 Dic 2019 20:30
jilguero escribió: 28 Dic 2019 15:48Leyenda y realidad, de santa Lilaila de Éfeso.
Buen arranque, jilguero. Sigo atento al receptor.

Una cosa. Creo que en el primer punto y seguido del primer párrafo queda mejor una coma. Pero es una cuestión de gusto personal.
Corregido (edito: he puesto dos puntos, pues es más aclaración/justificación de lo anterior). Si tienes, Greto, la paciencia de leer el texto entero, agradecida te quedaré si me señales errores y me dices sugerencias, como la que me hiciste ayer. Pese a que le he dado un par de vueltas, ahora mismo tiene que tener bastantes fallos: cada vez que cambio cosas, no es raro que se me queden restos de la forma anterior; al margen de los errores de partida.

Gretogarbo escribió: 28 Dic 2019 20:30Quizás sea por un sobreesfuerzo como consecuencia de ejercitar la rodilla.
Todo es posible pero la verdad es que aquí lo que estaba haciendo era parecido a Cádiz: una hora de paseo con subida y bajada de rampas, esta vez de acceso a los edificios hospitalarios, no por ser macabra sino por ser los desniveles que tengo más a mano. Cierto es que, habiendo ya empezado a tener ciertas molestias, me di una caminata algo más larga con mis hermanos, pero paseando en llano, y eso me lo empeoró. En fin, paciencia, y vuelta a empezar... Bueno, soy una exagerada, pues al menos la musculatura no la tengo ya que recuperar.


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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

¡Buenos días, Cata!

Llevamos dos o tres días con temperaturas de verdad navideñas, en las que por la mañana tempranito hay que rebozarse bien el cuello y la boca en la prenda que sea.

Con todo, están siendo también días soleados que invitan al paseo. La otra tarde, pro ejemplo, estuve viendo una exposición temporal, que hay este año en el Museo de Bellas Artes de Sevilla, de obras de Martinez Montañés. Escultor que yo conocía por haberlo estudiado en el colegio como un gran imaginero, y del que había visto algunas de sus imágenes que procesionan en la Semana Santa de Sevilla, como el Jesús de la Pasión.

La visita a la exposición me ha descubierto la belleza de sus ropajes policromados que, pese a estar hechos en madera "estofada" (me hizo gracia ver este término culinario en el marbete de alguna imagen), dan una impresión de tela asombrosa. Por ejemplo, el manto de la Ciguecita, una inmaculada casi niña, que daba la impresión de ser real. Algunas de las obras expuestas, como la mencionada, están en Sevilla pero no es comparable verlas aisladas, a tu altura y a pocos centímetros de distancia, que embutidas en sus hornacinas y retablos llenos de dorados. No tengo ninguna prueba gráfica para mostrarte de lo que hablo porque estaba prohibido hacer fotografías. Tampoco es que sea yo muy dada a hacer fotos en las exposiciones, salvo cuando veo algún cuadro con pamplina dentro, como me ocurrió con los cuadros que luego direon lugar a varias de las migraciones de Santa Cata.

Como no sé cómo tendré la tarde de tranquila, aprovecho para desearte a ti ya la resto de bujianos una agradable Nochevieja. :60:


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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por Gretogarbo »

Feliz noche a las dos, jilguero, magali, y a todos aquellos que tengan a bien pasarse por aquí.
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

Hoy, Cata, viaje al pasado de la mano de Carmelo y Consuelo.

Ya no recuerdo si te he hablado antes de esa etapa dura de hospital en la que los conocimos. Creo que no. En febrero hará treinta años que operaron al pescador de un cáncer de laringe. En el hospital Macarena había, a la sazón, tres camas por habitación y tres butacas para los tres acompañantes. En la habitación de mi padre, estaban, además de él, Carmelo y Serafín. El primero con laringotomía, tal cual pronto estaría también el pescador; el segundo, en cambio, solo con traqueotomía, algo que era motivo de envidia, aunque sin razón, de parte de Carmelo y del pescador. Y digo que sin razón porque el hecho de que los cirujanos hubieran sido menos agresivos con Serafín era porque lo suyo no tenía ya solución, mientras que lo de los otros dos, sí.

En el caso de mi familia, organizamos turnos, de forma que los días los pasaba allí mi santacatalina, y las noches yo (me cogí los días de vacaciones pues ya estaba trabajando), salvo la de los sábados que mi hermana mayor venía de Cádiz y me sustituía para que al menos una noche a la semana durmiera bien. Consuelo, en cambio, se pasaba día y noche con Carmelo (por la noche se acostaba a los pies de su marido o recostaba la cabeza en su cama y así lograba dormir algo más); y Manuela, la mujer de Serafín, pasaba allí las noche y por las mañanas se iba a limpiar escaleras, con lo que su marido quedaba a cargo de Consuelo y de mi santacatalina.

Fueron días duros, pero también de mucha solidaridad y apoyo entre unas familias y otras. Y en ese sentido, Carmelo y Consuelo fueron de gran ayuda para mi: Carmelo porque, habiendo sido ya operado, la víspera de que se operara el pescador, al verlo tan asustado, lo estuvo animando y diciéndole que no era para tanto; Consuelo, porque tenía más experiencia y edad y, cuando surgía algún problema con mi padre, sabía valorar mejor que yo si había que avisar o no a la enfermera, y eso me daba mucha tranquilidad.

En esas noches tan interminables y tan insomnes (en aquellas butacas era imposible dormir más allá de una cabezada de puro cansancio, al margen de que cuando no había que avisar para aspirar a uno había que hacerlo para el otro), nuestra convivencia fue estrecha y se cuajaron lazos que aún hoy en día perduran. Además, Carmelo era (lo ha sido hasta el año pasado, cuando vendió sus cabras) cabrero y pasábamos buenos ratos hablando del campo, de sus cabras y de otros animales. Fue un niño andaluz de la posguerra y de familia humilde, con lo cual empezó a cuidar ganado ajeno con ocho años a cambio de una peseta. Pero se supo abrir camino y acabó siendo cabrero de su propia piara de cabras. Hoy me decía que no se quejaba de su suerte y que, si volviera a nacer, volvería a ser cabrero.

Son de un pueblecito de Huelva y hoy le tocaba revisión médica a Carmelo (achaques de la edad, además de propensión a las infecciones de las vías respiratorias debido al estoma en la garganta). Cuando ha terminado nos hemos ido a desayunar a una chocolatería cercana. Como suele ocurrir en esos caso, hemos vuelto a recordar aquellos días de hospital dulcificados por el paso del tiempo. Y es que, después de tantos años, el recuerdo del dolor y la angustia, que sin duda estuvieron presentes, se ha desdibujado; mientras que el recuerdo de las anécdotas simpáticas y los buenos ratos ha prevalecido tal cual. Así que, gracias a la dulcificación del tiempo y del chocolate, hemos pasado un buen rato de cháchara :D.


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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por Gretogarbo »

jilguero escribió: 02 Ene 2020 14:46... gracias a la dulcificación del tiempo y del chocolate, hemos pasado un buen rato de cháchara...
Celebro ese buen ratito con el cabrero, jilguero, aunque fuese algo poco deseable lo que os diese a saber el uno del otro.
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

Gretogarbo escribió: 02 Ene 2020 17:16
jilguero escribió: 02 Ene 2020 14:46... gracias a la dulcificación del tiempo y del chocolate, hemos pasado un buen rato de cháchara...
Celebro ese buen ratito con el cabrero, jilguero, aunque fuese algo poco deseable lo que os diese a saber el uno del otro.
Gracias, Greto. Ahora el motivo es ya agua pasada. Me quedé con ganas de que me contara más cosas de su infancia. Tiene una aceptación de las contrariedades de la vida envidiable. Creo que sus comienzos duros lo curtieron.


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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por Gretogarbo »

jilguero escribió: 03 Ene 2020 16:34Tiene una aceptación de las contrariedades de la vida envidiable.
Supongo que es condición sine qua non a cualquier pastor.
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por Tolomew Dewhust »

¡Feliz año a todos!

Prometo mañana contestar a Nora.

Solo eso, jaja.
Hay seres inferiores para quienes la sonoridad de un adjetivo es más importante que la exactitud de un sistema... Yo soy uno de ellos.
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

Cata, ya camino del mar. Ganaré en vistas, aunque echaré de menos el canturreo de los mirlos de Hispalis. Bueno, a cambio veré el colirrojo tizón que debia tener su guarida en un trozo de muralla con vistas al mar. Lo veía cada tarde, si bien no me acordé de comentarlo aquí antes de mi marcha.
Gretogarbo escribió: 03 Ene 2020 19:26 Supongo que es condición sine qua non a cualquier pastor.
Supongo. Pero en Villaluenga conocí a un pastor de cabras y ovejas payoyas (El Escuende cuya foto de espaldas ya colgué), ya retirado. Cuando le pregunté si había vuelto a subir a la zona de pastoreo, me dijo que no, que ya había pasado allá arriba lo suyo y no tenía ganas de regresar. Imagino que no se pasa igual siendo pastor de campiña (Carmelo) que serreño (Escuende)
Tolomew Dewhust escribió: 03 Ene 2020 20:49 Prometo mañana contestar a Nora.
Catulino, Noramu no se suele pasar por el bujío más que de higos a brevas; aunque igual es justo por eso por lo que dejas tu propósito de la enmienda acá :D


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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

Cata, hoy ni mar ni colirrojo tizón: anoche se me ocurrió meterle las tijeras al texto de un relato que lei de Bunin y el buen hombre se ha vengado revolviéndome el estómago, con lo cual he maldormido, durante el día solo he tomado yougurt y no estoy para muchos trotes de exterior. :nono:
También podría ser empacho navideño de última hora. Pero Greto me ha propuesto la hipótesis de la venganza de Bunin y me ha gustado :D.


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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »


Hoy, Cata, tampoco he visto al colirrojo tizón, y eso que he pasado junto al pedruscón en el que se solía posar antes de Navidad.

Imagino que volveré a verlo, salvo que haya migrado y ahora tenga una nueva guarida.

En realidad, creo que había una pareja, de acuerdo con sus libreas: macho, izquierda, con con zona dorsal más oscura, una mancha blanca en el ala (se ve mejor en vuelo) y la cola más rojilla; hembra, derecha, con dorso gris más claro y cola menos roja.

Colirrojo tizón.jpg


Buscando información de Gargallo, a ver si con lo que nos trajo el isótopo y lo que encuentre por ahí soy capaz de montar una pamplina, y me he encontrado con estas obras suyas cuya modelo creo que hay un bujiano que sabrá identificarla de inmediato. Lo dejo por aquí, a ver si alguien levanta la mano.

Gargallo.jpg
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