El bujío de Santa Catalina 1 (Bordeando la realidad)

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jilguero
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

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En la anochecida


Tia Pepa ante olivo.jpg


Cuando anochece y la calle se queda vacía, cuando ya no tiene sentido que eche a un lado los visillos porque ya no pasa nadie por la acera, siento una soledad tan grande y tan antigua que ni siquiera tengo ganas de levantarme para encender la luz. En la penumbra, continúo sentada en el sillón orejero y, después de remover el brasero con la badila y rociarlo con un puñado de semillas de alhucema, me quedo encandilada un rato con el titilar de las ascuas y el chisporroteo de los granos. Pero no tardo mucho en sentir un escalofrío y entonces me arropo hasta el cuello con el faldón de la mesa camilla. La habitación se ha ido quedando cada vez más a oscuras y, cuando ya solo soy capaz de ver el hueco de la ventana tenuemente iluminado por el triste resplandor de las farolas, lo único que me queda es regodearme con el agradable olor a alhucema que desprende el brasero. Cierro entonces los ojos y recuerdo…

Recuerdo que en aquella casa de Miragenil no hubo ninguna fiesta de bienvenida el día de mi nacimiento, ni tampoco me duró mucho el privilegio de ser acunada entre los brazos de mi madre. Es lo que tiene nacer la séptima en una familia numerosa, en la que mi madre siguió dando a luz hijos hasta completar la docena. En aquella época no había otra forma de distanciar los partos que no fuese la de amamantar a cada hijo el mayor tiempo posible. Las mujeres parían una y otra vez hasta que una hemorragia durante el parto o una fiebre puerperal se las llevaba al otro mundo; las más afortunadas dejaban de parir cuando se les iba la regla. Mi madre no fue la excepción y durante más de veinte años no hizo otra cosa que dar a luz y criar hijos. Gracias a Dios, fue una de las suertudas que disfrutó de algunos años sin barriga ni partos antes de morirse debajo de un olivo. ¡Pobre madre mía, haber sobrevivido a doce partos para morir luego como un perro en medio de un olivar! ¡Pobre madre mía, morir por no ser capaz de sobreponerse al miedo a la guerra! Porque fue eso, el horror a esa guerra fratricida que empezaba, lo que la mató mientras huíamos campo a través de Miragenil a Estepa. Al mediodía de una calurosa jornada veraniega —el 24 de julio de 1936, nunca lo olvidaré— mi madre se sintió indispuesta hasta el punto de no poder dar ni un solo paso más. Aunque llevaba en la cabeza una pañoleta anudada bajo la barbilla para protegerse del sol, estaba muy obesa y, a esas horas, hacía un calor de justicia. Se resguardó a la sombra de un olivo y allí, con la espalda recostada en el tronco rugoso del árbol, entre cantos de chicharras y el lejano silbido de las balas, murió nuestra madre…

Recuerdo también cómo se llamaban todos mis hermanos: Vicente…, Carmen…, Enrique…, Filomeno…, Matilde…, Asunción…, Pepa… (¡esa soy yo!), Emilia…, Salud…, María…, José…, Concha… Conforme digo sus nombres en voz alta, veo sus caras y me siento menos sola. Hace tiempo que ya no logro acordarme de cómo eran antes de morir; tampoco de cómo era yo. Rememoro, en cambio, con facilidad los rostros tersos de cuando éramos niños y jugábamos en el patio: ellos, al balón o a los indios; nosotras, a la pelota o a saltar a la comba; o de cuando a veces nos juntábamos todos con el resto de niños de la calle para jugar al pilla pilla o a un, dos, tres, gallito inglés. Lo que no me explico es cómo me puedo acordar de la cara de Asunción, si ella se murió el mismo año en el que yo nací. Pero el caso es que veo sus mofletes regordetes y sonrosados, de la bebé sana que nunca fue, y también me hace compañía. En cambio, el rostro de Filomeno nunca lo veo. A pesar de que era cinco años mayor que yo, siempre fue el más niño de todos hasta el mismo día de su muerte. Un niño grande que se envolvía la cabeza con un pañuelo y se pasaba las horas balanceándose en una mecedora. No me acuerdo de su cara, pues, sino de su cabeza encapuchada y del ñañañá que hacía la butaca. Al terminar la carrera, Enrique se estableció de médico aquí, en Munda. El tío Carlos, el hermano farmacéutico de mi padre, lo espoleó para que no se quedase en Miragenil y abriese su consulta frente por frente a su farmacia. Mi hermano Enrique estaba recién casado y, aun así, no dudó en traerse con él a Filomeno. La consulta estaba en la planta baja y le colocó una butaca a la entrada de su casa, en el hueco de la escalera, para que se entretuviese con el trasiego de los enfermos. El entretenimiento terminó, empero, siendo mutuo. De ahí que el día en que murió Filomeno, los pacientes de mi hermano notasen su ausencia y, al enterarse de su fallecimiento, lo sintieran mucho. Tanto que a petición de ellos, durante una semana, la mecedora permaneció —ya inmóvil y vacía— en su sitio; y en señal de duelo, tapada con un lienzo morado como si fuese la imagen de un crucificado durante la semana de Pasión. Después de esos primeros días de luto más riguroso —el otro, el de nuestros vestidos y nuestro corazón, duró más tiempo—, cuando mi cuñada Laura decidió retirar la mecedora del hueco de la escalera, vio que con su sempiterno balanceo Filomeno había excavado en el pavimento dos surcos tremendos. Y allí se quedaron tal cual, como si fuesen una suerte de reliquia del santo inocente que siempre había sido…

Recuerdo que, siendo ya casi una mocita, mi padre me contó que él era un labrador con pocas perrillas. La peor combinación dable, según me dijo, para sacar adelante a una familia con ocho hijas. Por eso, cuando fuimos creciendo, se preocupó de nuestro futuro y trató de buscar una salida decorosa para cada una de nosotras. A mí, por ejemplo, me hizo estudiar para que el día de mañana fuese maestra de escuela. Y enseñando a leer y a escribir a los niños me habría ganado yo la vida, si mi hermana Matilde no hubiera sido tan pizpireta. A ella la había mandado para acá, para Munda, a casa de sus hermanos: tres solteros empedernidos con muchos más haberes que nosotros. Pero Matilde era coqueta y vistosona y, al poco tiempo de estar aquí, tenía una cohorte de pretendientes. Y mis tíos que, además de galantes de las buenas costumbres, eran enemigos acérrimos de que alguien en su casa perdiera la soltería, mandaron a mi hermana de vuelta a casa. Fue entonces cuando mis padres decidieron probar suerte conmigo. A mí me gustaba vivir en aquella familia numerosa sin perrillas y, como no me quería venir, para conformarme, mi madre me contó la venturosa historia de mis tíos. ¡Qué envidia tan grande sentí de aquel trío inseparable!, de Matilde, Luis y Carlos: tres hermanos de mi padre que se habían mantenido solteros y siempre unidos. Una especie de fraternal matrimonio en el que sus miembros se complementaban y se daban compañía. Habían nacido y vivían en Miragenil porque su padre, el abuelo Vicente, había conseguido allí un buen trabajo cuando la peste amarilla de 1856. Pero su madre, la abuela Carmen, les había hablado a menudo con nostalgia de Munda, pueblo natal del abuelo y de ella; y a su muerte, como si ellos hubiesen heredado la añoranza materna, decidieron establecerse aquí. Carlos abrió una farmacia; Luis, asiduo de los casinos y las tertulias, acabó de concejal; y Matilde, la mayor de los tres, se hizo cargo de la casa. Una combinación perfecta que les proporcionó años de fraternal felicidad. Pero fueron cumpliendo años y un día, como por ensalmo, la armoniosa convivencia se desmoronó: tía Matilde tuvo una caída y, como ya no era ninguna niña, tuvo la desgracia de romperse la cadera. Fue entonces cuando el trío se quedó cojo —nunca mejor dicho— y pidieron ayuda a mis padres, quienes vieron el cielo abierto para colocar a alguna de sus hijas. Y si bien con Matilde fracasaron, conmigo no. A fin de cuentas, se trataba de cambiar un futuro incierto como maestra de escuela de vete tú a saber qué pueblo, por uno más seguro y confortable como una especie de ama de llaves de mis tíos; y en caso de permanecer soltera, también de heredera...

Recuerdo, por supuesto, lo difícil que me resultó mantener en secreto lo mío con Arturo: un caballero apuesto y respetuoso que jamás me llegó a poner ni un solo dedo encima. Por aquel entonces, yo era una moza, si no guapa, al menos resultona. Me vestía siempre con decoro: ¡menudos eran los tíos para consentir que una sobrina suya saliese a la calle mostrando más de lo debido!; pero también con alegría, con vestidos estampados y llenos de color, como el blanco con ramilletes de flores azules que llevaba puesto cuando conocí a Arturo. Todavía lo recuerdo como si hubiese pasado ayer. Ocurrió un viernes por la mañana, cuando me disponía a salir a la calle para hacer los mandados y entré en la rebotica para decirle a tío Carlos que su hermana se quedaba sola —desde la rotura de la cadera estaba encamada, y seguiría así hasta su muerte—. Apoyado en el mostrador, vi a un señor desconocido mirándome con tal embeleso que me ruboricé. En el almuerzo le tiré de la lengua a tío Carlos y supe así que se llamaba Arturo y que era de Aguilar de la Frontera. Había acudido a la farmacia para que le preparase una fórmula magistral para su madre que estaba muy enferma. Volvió al viernes siguiente y yo, que me hallaba ya arreglada desde hacía un buen rato, bajé en el momento oportuno para que de nuevo hubiese embeleso y arrebol de mejillas. ¡Y vaya si los hubo: ese día..., y todos los demás! Porque, aunque su madre murió poco después de aquel segundo encuentro, Arturo continuó viniendo a Munda y nos seguimos viendo a espaldas de mis tíos. La cita era los viernes, en la anochecida, cuando tío Carlos cerraba la farmacia y subía al dormitorio de tía Matilde para leerle el diario. Aprovechando que ella se quedaba acompañada, yo me iba a la calle: oficialmente, a rezar el rosario en la iglesia; en verdad, a encontrarme con Arturo. Teníamos que andar con siete ojos porque tío Luis, de hábitos menos reglados, nos podía ver en cualquier momento. Nunca nos pilló: en parte, porque fuimos discretos; pero también porque la diosa fortuna no nos dio casi ocasión. Con lo buen hombre y lo caballeroso que era Arturo —ni una sola vez me puso una mano encima—, ¡qué mala suerte tuvo el pobre…! En aquella anochecida, poco antes de la hora de nuestro encuentro, se desató una tormenta de aúpa. Con aquel mal tiempo no me extrañó nada que Arturo me diese plantón. Pero a la mañana siguiente me enteré de la desgracia: el aguilareño, el que bebía los vientos por la sobrina del farmacéutico —en los pueblos se acaba sabiendo todo—, se había caído del caballo al cruzar una torrentera a mitad de camino entre Aguilar y Munda, y como iba envuelto en una capa, se había ahogado. Que a pesar del mal tiempo hubiera intentado acudir a nuestra cita me partió el corazón. Y como hubiera hecho cualquier viuda, guardé los vestidos floreados en un baúl con bolitas de alcanfor, y me vestí de luto por el hombre que con tan solo mirarme conseguía que me ruborizase…

Recuerdo cuando los tíos empezaron a marcharse uno tras otro, y yo fui teniendo cada vez un motivo más para vestirme de negro. Casi sin darme cuenta, el pelo se me tiñó de blanco y me quedé sola y enlutada de por vida. Todos habíamos cumplido nuestra palabra: yo, quedándome mocita; ellos, nombrándome su heredera. La casa, los patios, la cuadra, la conejera, el gallinero, los desvanes de secar la uva o de almacenar el grano, todo era ya mío; también las dos fanegas de tierra calma, las tres y media de viña y la línea de olivos que había en la medianera. Hubiera debido estar contenta y dar gracias a Dios por haberme convertido en una mujer con suficientes haberes como para no tener que andar buscando marido —si no, lo que le pasó a la pobre de Emilia, que no le quedó otra que casarse con un carcamal—. Pero mi soledad era tan grande como grande y silenciosa se había vuelto esta casa, en la que el sonido de mis pasos retumbaba en las paredes como si su eco fuese un verdugo encargado de recordarme a cada instante mi soledad. Una soledad que por la noche, cuando le echaba el potro al portón de la calle, hacía que se me saltasen las lágrimas. Menos mal que enfrente vivía Enrique y mi cuñada Laura y, una vez amanecía, con tan solo cruzar la calle, estaba en familia. Pero allí, nada más entrar, escuchaba el ñañañá de la butaca de Filomeno y me acordaba de la muerte de mi madre. No había forma de que dejara de mecerse ni de que se quitara de la cabeza el dichoso pañuelo. Era de ella, el que llevaba puesto para protegerse del sol el día en que se sintió indispuesta y se cobijó debajo del olivo. “¡Cuidad a Filomeno!” fue lo último que dijo la pobre. Al oír su nombre, él se le abrazó al cuello y ya no hubo manera de separarlos hasta que ella falleció. Luego, en el forcejeo para que la soltase, aquel niño grande como un trinquete, que era a la sazón Filomeno, le quitó a mi madre la pañoleta y se tapó la cara con ella. Gracias a Dios, sin necesidad de que nadie se lo pidiera, Enrique se hizo cargo de él. Habría tenido tres bemoles que también me hubiera tocado a mí encargarme del cuidado de Filomeno. Ahora, en cambio, lo echo mucho de menos y el recuerdo de su cabeza encapuchada me hace mucha compañía...

Recuerdo también, y lo echo igualmente de menos, a esa especie de angelote con alas en los pies que parió Emilia al poco de quedarse viuda. A la pobre no le quedó otra salida que casarse con el de Castro del Río: un señor mucho mayor que ella pero con perrillas. Una familia con mucho patrimonio, de eso no cabe duda, pero sin ninguna clase ni corazón. Menudo mal trago le hicieron pasar a Emilia durante el parto por culpa de la dichosa herencia. Había sido un embarazo complicado y los médicos no auguraban un buen término. Los muy impresentables montaron guardia junto a la cama de la parturienta hasta que dio a luz. Confiaban en que el heredero naciera muerto y, cuando el recién nacido rompió a llorar, no se alegraron lo más mínimo. ¡Pobre Emilia! ¡Qué humillación tan grande le hicieron pasar vigilándola mientras paría no fuese a ser que el niño naciera muerto y ella les diera un cambiazo! Para más inri, el niño nació con seis dedos en cada pie y unidos por membranas como si fuesen las patas de un ganso o las alas de un murciélago. Aquel parto volvió loca a mi hermana, y lo peor de todo fue que lo acabó pagando con la pobre criatura que no tenía la culpa de nada. Ella le dio de lado desde el primer momento; y en cuanto que él tuvo algo de entendimiento, se pegó a mis faldas como si yo fuese su madre. Lo quise mucho, muchísimo, lo mismo que habría querido a mis hijos de haberlos tenido. Pero su gordura mórbida, que no había forma de controlar, y su mente fantasiosa, que espantaba a todas las novias, me hizo sufrir una barbaridad. Había soñado desde niño con ser general al mando de un gran regimiento, y ni siquiera lo llamaron a filas para hacer el servicio militar por culpa de su enfermiza corpulencia. Aunque él fue muy astuto, y estudió farmacia con la intención de colarse en el ejército por la puerta de atrás, como farmacéutico castrense; y el muy tozudo lo consiguió, ¡vaya si lo consiguió…!

Recuerdo, a veces, las ganas que tenía de que llegase la Navidad o la Semana Santa o San Lauro —onomástica de mi cuñada Laura—, para que las dos hijas de Enrique viniesen a pasar unos días a Munda. Acudían con sus maridos y sus hijos. Diez chiquillos en total, que por unos días llenaban mi casa de carreras y jolgorio. Si hacía buen tiempo, yo me sentaba de cháchara con mis sobrinas en el patio principal; y ellos, aprovechando la falta de vigilancia, se metían en la conejera y ponían nerviosos a los conejos, o se subían en el pajar y barrían el polvo del suelo por la trampilla de arrojar la paja a la cuadra, o abrían la puerta del gallinero y se les escapaban las gallinas… Cuando escuchaba el jaleo, acudía con una escoba en la mano y les regañaba. Pero en el fondo estaba feliz de que la casa dejase de estar silenciosa y vacía. Por eso, cuando venían a darme un beso de despedida, agarraba de la muñeca a alguno de ellos y buscaba mil excusas para retenerlos: que si les iba a dar nueces americanas que tenía en la despensa, que si les iba a enseñar un potro recién nacido, que si en el cuarto largo tenía unos bombones de coco, que si podían sacar el caballito de madera que se balanceaba, que si en la cómoda había guardadas unas monedas para ellos… Les ofrecía cualquier cosa que se me pasara por la cabeza con tal de que no me dejasen de nuevo sola. En invierno recibía a las visitas en esta sala, la de la mesa camilla; cuando llovía, mis sobrinas dejaban a los mayores en la casa de enfrente y solo venían con ellas los más pequeños. Y mientras yo les contaba los cotilleos del momento, los niños se metían debajo de la mesa y, encandilados con el parpadeo de las ascuas del brasero, nos dejaban hablar tranquilas; al menos hasta que algún tufo les hacía sacar las cabecitas de debajo de la mesa y, con los ojos enrojecidos por el picor del humo, me pedían permiso para retirar el carbón humeante con la badila. Luego había siempre una disputa porque todos querían ser los encargados de rociar el brasero de granos de alhucema. Ya entonces tenía yo la costumbre de levantar una esquina de la ropa de la mesa para ver el titilar de las brasas y el chisporroteo de los granos. ¡Cuánto me ha gustado siempre el olor a alhucema! Desde que me quedé sola, me he regodeado en ese agradable perfume cada vez que, como ahora, en medio de la oscuridad, cierro los ojos y recuerdo…

Recordaba, más bien... Llevo tanto tiempo inmersa en esta noche eterna, en este invierno interminable, que ya ni siquiera me acuerdo de cómo era el tenue resplandor de la luz de las farolas en el vano de la ventana, o el titilar de las ascuas del brasero bajo la mesa, o el calor de sus rescoldos, o el chisporroteo y el aroma de los granos de alhucema… Desde que estoy en este estrecho lecho, la oscuridad es tan inmensa y el frío tan grande que todos los huesos me rechinan. Y mis recuerdos son cada vez menos y más desvaídos. Siento como si la memoria se me hubiese ido deshilachando y la tuviese a cada instante más vacía. Lo último que he extraviado han sido los nombres de mis hermanos. Antes me los sabía de carrerilla y era capaz de decirlos en orden y sin saltarme ninguno. Ahora, en cambio, por más que me esfuerzo, ya solo soy capaz de acordarme del nombre del que siempre se mecía con la cabeza tapada, de Filomeno. Tengo miedo de que se me olvide su nombre y el quejido de su butaca...

Sí, tengo miedo de olvidarlos porque sé que, cuando eso ocurra, también se me morirá el alma —lo del cuerpo ocurrió ya hace tanto que ni siquiera me acuerdo—. Repito, pues, su nombre y aguzo el oído para escuchar el ñañañá de la mecedora: ¡Filomeno!, ¡Filomeno!, ¡Filomeno!, ¡Filomeno!, ¡Filomeno!, ¡Filomeee!, ¡Filomeee!, ¡Filomeee!, ¡Filomeee!, ¡Filomeee!, ¡Filooo!, ¡Filooo!, ¡Filooo!, ¡Filooo!, ¡Filooo!, ¡Fiiiii!, ¡Fiiiii!, ¡Fiiiii!, ¡Fii!, ¡Fii!, ¡Fii!, ¡Fii!, ¡Fi…!, ¡Ñañañá!, ¡ñañañá!, ¡ñañañá! ¡ñañá!, ¡ñañá! ¡ñañá! ¡ñaa! ¡ña…! ¡ña………………………………………..!


Cementerio de Munda.JPG
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

Gretogarbo escribió: 28 Feb 2020 11:50 Se supone. Lo saqué de aquí.
Pues la foto que tú has puesto tiene toda la pinta de ser una lisa mojonera de aquí (Chelon labrosus), por el color más oscuro de las aletas y por el labio superior más grueso (de broma, nosotros en los esteros le llamábamos la Briggitte Bardot). Pero en esa misma página hay Mugil cephalus, fíjate en el color tan diferente que tienen las aletas: le amarillean.

Imagen

Y en esta otra página, si te fijas, le puedes ver una zona como blancuzca alrededor del ojo, que es el párpado adiposo del que te hablé antes. Es más, en esta última página puedes poner arriba, en la ventanita de búsqueda, los nombres de las distintas lisas/mujoles/muxéles que tenemos en el Átlantico europeo (Liza ramada, Liza aurata, Liza saliens, Chelon labrosus y Mugil cephalus) y verás que son parecidas y la cantidad de nombres que le dan, nada más que en Andalucía. Imagino que a vosotros os pasará igual. De hecho, en internet hay fotos con nombres incorrectos.
Última edición por jilguero el 28 Feb 2020 18:14, editado 1 vez en total.


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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por Gretogarbo »

Pues vaya cacao que tenemos en las distintas zonas del suelo patrio respecto a lisas y mújoles, jilguero. Me he de fijar cuando me acerque a algún puerto para ver si las de aquí tienen las aletas amarillentas u oscuras, aunque ya te adelanto que mi memoria (lábil) me dice que las tienen de color oscuro. Verle el morro a lo B. B. o el párpado adiposo se me antoja más complicado.
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

Gretogarbo escribió: 28 Feb 2020 14:05 Pues vaya cacao que tenemos en las distintas zonas del suelo patrio respecto a lisas y mújoles, jilguero. Me he de fijar cuando me acerque a algún puerto para ver si las de aquí tienen las aletas amarillentas u oscuras, aunque ya te adelanto que mi memoria (lábil) me dice que las tienen de color oscuro. Verle el morro a lo B. B. o el párpado adiposo se me antoja más complicado.
Sí, por eso es tan importante lo del nombre científico, porque los nombres comunes o vernáculos es una suerte de torre de Babel. Nadando en el agua y vistas desde arribas no es fácil distinguirlas. Pero a veces, cuando están en superficie, se ponen de lado (no sé la razón, aunque creo que es para agarrar con la boca comida flotante, como pan) y en ese momento puedes verlas un poco mejor. Cuando las veas de nuevo, si hicieran eso, fíjate también si tiene una mancha amarilla muy brillante en el opérculo, pues en tal caso, aunque tenga aletas oscuras, sería probablemente el alburejo (en esteros de Cádiz) que es Liza aurata. No sé qué nombre gallego tendrá, pues los pescadores puede que las distinguen, aunque no es raro que le den un nombre general para todas si no las pescan.

Imagen

Lo que comentabas el otro día de no haber visto nunca una hembra con el vientre tan abultado, supongo que, una vez se hidratan los huevos para soltarlos (momento en que aumentan mucho de volumen), no se meten en los puertos ni en aguas muy próxima a la costa, para evitar que los huevos se queden pegados a las superficies y, además, para que eclosionen y nazcan las larvas en aguas más limpias. Yo las he visto, en los esteros, pero eso es porque estos actúan como trampas de los que no pueden salir y migrar al mar para liberar los huevos. Los machos, cuando los cogen, no están tan gordos pero chorrean esperma ¿No he comentado aquí cómo funcionan los estero? Pus si no lo he hecho, lo haré un día de estos.


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Cata, ya ha vuelto el profesor de artes orientales. Mañana te cuento... :D


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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »


¡Buenos días, Cata! Venía a contarte otra cosa, pero me ha gustado tanto la historia que hay detrás de este cuadro de Dalí que nos ofrece HA!, que te la voy a contar en vez.


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El cuadro, en cuestión, se llama Reminiscencia Arqueológica del Ángelus de Millet

Como puedes comprobar tiene cierto parecido en su composición con el cuadro original de Millet.

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Por lo visto, los padres de Dalí tuvieron un primer hijo al que pusieron Salvador y se murió a los tres años de una meningitis. Cuando nació Dalí, los padres le pusieron el mismo nombre. Cuando el pintor tenía cinco años, lo llevaron visitar la tumba de su hermano y, estando ante ella, le llegaron a decir que él era, en realidad, la reencarnación de su hermano muerto. Eso trastornó a Dalí y, a partir de ese momento, se obsesionó por la muerte de los bebés.

Por otro lado, todavía era un niño cuando vio por primera vez el cuadro de Millet en su escuela. Le encantó y la pintura se convirtió en una obsesión para él, sin que entendiese la razón. De mayor, siendo ya un artista consagrado, hizo varias reinterpretaciones del cuadro. Incluso en varias entrevistas afirmó que ese cuadro le hacía sentir cosas extrañas, cosas que parecían estar más allá de la pintura. Hizo averiguaciones y acabó conociendo a un descendiente de Millet, que le contó un secreto que guardaba su familia. Le dijo que, donde en el cuadro hay un cesto con patatas a los pies de los dos campesinos, inicialmente había otra cosa pintada.

En apariencia, el cuadro de Millet representa unos campesinos rezando el Ángelus y según dijo el mismo Millet: “La idea de El Ángelus vino a mí porque recordé que mi abuela, al escuchar el timbre de la iglesia mientras estábamos trabajando en el campo, siempre nos obligaba a dejar de trabajar para decir la oración del Ángelus por los pobres que se fueron”. Por tanto, para él era un un recuerdo de la infancia, de las tradiciones familiares campesinas, ya que él es no era creyente y no lo pintó como algo religioso.

Pero al enterarse Dalí de que al principio Millet no había pintado un cesto de patatas, se obsesionó tanto por saber qué habría pintado que solicitó un análisis con rayos X, que ratificó la historia que le había contado a Dalí el descendiente de Millet. Bajo la capa de pintura de la cesta se podía ver una mancha con forma de ataúd infantil. Es decir, según parece, lo que el cuadro representaba de verdad era una oración previa a un entierro "clandestino" o no oficial. Porque en aquella época, los niños que morían antes de ser bautizados no podían ser enterrados en los cementerios. Así, pues, Millet recreó en El Ángelus a dos padres rezando antes de enterrar a su hijo recién nacido. Pero después de pintarlo, Millet pensó que no era oportuno desde el punto de vista comercial. La burguesía de la época estaba muy interesada en las obras tradicionales que representaban el mundo rural, pues simbolizaba para ellos la tradición en contraposición de la postura reaccionaria de los obreros. Pero una cuadro con un niño muerto hubiera incomodado a los potenciales compradores, y Millet lo cambió.

Una vez Dalí supo lo del niño muerto, pensó que la historia de ese cuadro se mezclaba con la suya propia, ya que, en cierto modo, el cuadro representaba la muerte de su hermano pequeño y el silencio que habían guardado sus padres sobre su muerte hasta que se lo dijeron. Vamos, un hilo de Ariadna en toda regla, de esos que le ponen a uno los pelos de punta.

Y esta historia del hermano muerto de Dalí, que desconocía, me ha hecho recordar la de Vincent van Gogh, a quien le pusieron el mismo nombre que a un hermano que murió un año antes de nacer él. Hay quien opina que eso le traumatizó. Según parece, cuando un niño nace después de la muerte de un hermano puede ser considerado por los padres como un "sustituto" del otro y eso provoca que el nuevo niño sufra ciertos trastornos psicológicos por identificarse con el bebé muerto.

PD: habrás visto, Cata, que ya te he colgado la pamplina de la tía Pepa. Me ha quedado triste, pero posiblemente porque de niña su vida me lo parecía. Ahora sería capaz de verle otros alicientes, pero entonces no y ha surgido más bien la imagen que tuve entonces.
Última edición por jilguero el 04 Mar 2020 08:22, editado 1 vez en total.


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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por lucia »

Lo del nombre, depende de cómo te lo vendan. A mí madre le pusieron el de una tía que se murió muy joven (la que fue alumna de Unamuno en Salamanca), en muchos sitios, aunque los hermanos compartan uno de los nombres en común, a veces los llaman por ese mismo nombre...
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

lucia escribió: 01 Mar 2020 19:45 Lo del nombre, depende de cómo te lo vendan. A mí madre le pusieron el de una tía que se murió muy joven (la que fue alumna de Unamuno en Salamanca), en muchos sitios, aunque los hermanos compartan uno de los nombres en común, a veces los llaman por ese mismo nombre...
Cierto. En mi familia no era raro que, cuando nacía un niño, le pusieran el nombre de un familiar que había muerto recientemente. Pero si tus padres te dan a entender que vienes a ocupar el hueco de un hermano anterior que ya murió supongo que psicológicamente tiene más impacto.


******


Cata, mañana sin luz en el trabajo y casi no he podido hacer nada. De trabajo, me refiero, pues he aprovechado para dar un paseo por el pinar y he visto que las peruvianas (Scilla peruviana) ya están en flor.

Scilla peruviana.jpg
Scilla detalle.jpg


¡Son obras de arte! Fíjate en los estambres con el filamento azul y las anteras amarillas.

También son unas viejas amigas. Las conocí en la Sierra Crestellina, el mismo día en que estuve en La cueva de la perra y vi la calavera de su antigua inquilina encajada entre las piedras de su entrada. Por eso en la pamplina con el mismo nombre le di un pequeño papelito: Aunque nunca llegó a saber lo que había pasado, una mañana el olor de las orquídeas en flor la despertó. El olfato era ahora el único sentido que tenía intacto y eso le impidió ver a aquel enjuto hombre afanándose en retirar las piedras que taponaban el acceso. Ni tampoco pudo presenciar su sorpresa al descubrir una calavera de perro bajo ellas, ni el gesto de victoria con el que la encajó cuidadosamente entre las rocas de la entrada de la cueva. Detectó la proximidad de unas manos y se estremeció al confundirlas con las de su amigo que venía una vez más a liberarla. Aquellas manos olían, sin embargo, como las peruvianas: flores que nunca osaba tocar su guardián. Suspiró Violeta con resignación...

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Gretogarbo
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por Gretogarbo »

jilguero escribió: 29 Feb 2020 20:16... a veces, cuando están en superficie, se ponen de lado (no sé la razón, aunque creo que es para agarrar con la boca comida flotante, como pan) y en ese momento puedes verlas un poco mejor.
Cierto, jilguero, y no sólo de lado sino que, en ocasiones, muestran hacia el cielo el vientre. Pero esas posturas las adoptan por un breve espacio de tiempo así que no creo que sea sencillo ver si tienen o no mancha amarilla en el opérculo. Se intentará.
jilguero escribió: 02 Mar 2020 18:05En mi familia no era raro que, cuando nacía un niño, le pusieran el nombre de un familiar que había muerto recientemente.
Como en el caso de tu familia y en el de la de lucia, yo también tengo una tía que lleva el nombre de una hermana suya que murió siendo una niña de apenas tres o cuatro años unos días antes de nacer ella.
jilguero escribió: 02 Mar 2020 18:05... mañana sin luz en el trabajo... he aprovechado para dar un paseo por el pinar y he visto que las peruvianas (Scilla peruviana) ya están en flor.
Eso se llama aprovechar el tiempo, ya lo creo. Por cierto, aquí no hay peruvianas; o, de haberlas, no me las han presentado. Son realmente hermosas.
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lucia
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por lucia »

Se me olvidaba, creo que los mujoles son lo que en Santander llaman mules, el pescado basurero de la bahía.
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Si cedes una libertad por egoísmo, acabarás perdiéndolas todas.

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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por Edgardo Benitez »

jilguero escribió: 28 Feb 2020 11:51
En la anochecida



Aquí me rompes el alma, jilguero. Esto no es algo convencional. Me haces destripar las lagrimas al leerte.
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Pero si te pego en el centro, será por filosofía.
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por Estrella de mar »

Por fin leí el soliloquio de Cecilia, cardelina. Por poco no te vuelvo a preguntar cómo se llamaba. :cunao: A mí también me ha recordado a la Carmen de Delibes. :chino: Una lectura deleitosa junto al cafelito. 8) Lo próximo, la tía Pepa. :08:

A lo que me preguntabas de las pamplinas unas treinta páginas atrás :boese040: decirte que pamplinas, lo que se dice pamplinas en condiciones, res de res, pero en este hilo estamos haciendo algún pinito. :mrgreen:

viewtopic.php?f=20&t=108726
Por un cachito de la mar de Cai les cambio el cielo que han prometío.
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

Gretogarbo escribió: 02 Mar 2020 18:29 Cierto, jilguero, y no sólo de lado sino que, en ocasiones, muestran hacia el cielo el vientre. Pero esas posturas las adoptan por un breve espacio de tiempo así que no creo que sea sencillo ver si tienen o no mancha amarilla en el opérculo. Se intentará.
Si hay un día soleado, seguro que se la ves. Es una mancha oro nuevo muy llamativa.
*****
lucia escribió: 02 Mar 2020 19:17 Se me olvidaba, creo que los mujoles son lo que en Santander llaman mules, el pescado basurero de la bahía.
Pues sí, pero ahora que nos estamos tomando más en serio la conservación de la naturaleza, estas especies tienen una función muy importante para meter otra vez en la red trófica los restos orgánicos. Es decir, son, como Greto, buenas recicladoras. Otra cosa es que comerlas si viven en lugares contaminados no es recomendable, pero las que crecen atrapadas en los esteros bien buenas que están.
*****
Edgardo Benitez escribió: 03 Mar 2020 01:58 Aquí me rompes el alma, jilguero. Esto no es algo convencional. Me haces destripar las lagrimas al leerte.
Gracias, Edgardo, por leerlo y dejar tu opinión. Eran malos tiempos para las mujeres. Hace tiempo que quería dejarla hablar pero no pensé que el resultado fuera tan triste. Pero sí, en su vida anocheció demasiado pronto. Aunque quizás la imagen que conserva de ella, la niña que fui, ha proyectado en su vida más noche de la que hubo. Eso ya nunca lo sabré.
*****
Estrella de mar escribió: 03 Mar 2020 16:29 Por fin leí el soliloquio de Cecilia, cardelina. Por poco no te vuelvo a preguntar cómo se llamaba. A mí también me ha recordado a la Carmen de Delibes. Una lectura deleitosa junto al cafelito. Lo próximo, la tía Pepa.

A lo que me preguntabas de las pamplinas unas treinta páginas atrás decirte que pamplinas, lo que se dice pamplinas en condiciones, res de res, pero en este hilo estamos haciendo algún pinito.
Lo mismo digo, Niña Guadiana, gracias por tomarte un café en compañía de Cecilia.

Visitaré el hilo que me dices. Últimamente, con esto de tener a Cata siempre al otro lado de la pantalla, me cuesta un potosí salir del bujío :colleja: . Pero me pasaré a ver qué andáis tejiendo. :wink:


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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por Gretogarbo »

jilguero escribió: 03 Mar 2020 19:20Si hay un día soleado, seguro que se la ves.
Pues me he de fijar.
jilguero escribió: 03 Mar 2020 19:20... estas especies tienen una función muy importante para meter otra vez en la red trófica los restos orgánicos. Es decir, son, como Greto, buenas recicladoras.
Ya, bueno, pero yo a la coprofagia todavía no he llegado, aunque vete tú a saber si...
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

Gretogarbo escribió: 03 Mar 2020 20:44 yo a la coprofagia todavía no he llegado, aunque vete tú a saber si...
Bueno, cuando te comes una fruta que tiene algún gusanito, no es raro practicar sin querer la coprofagia antes de darte cuenta de que el fruto tenía inquilino.

****

Buenos días, Cata. Quedé en que te hablaría del pepinilllo del diablo (Ecballium elaterium), una planta omnipresente en casi todos las ciudades y pueblos; en cuanto haya un descampado, derribo o un bardal, allí están ellos, con sus grandes hojas acorazonadas y más bien peludas, sus agradables flores amarillas y sus asombrosos frutos: una especie de pepinitos que, cuando están maduros, su turgencia es tan extrema, que el más leve roce, incluso del viento, hace que se suelten de pedúnculo como un cohete a reacción, y siendo en ese momento cuando expulsa las semillas y las dispersa también a reacción. He tenido la suerte de dar con esta página donde te ilustran muy bien sobre la planta y, además, te incluye un pequeño video donde se ve a cámara lenta qué ocurre cuando se suelta.


http://www.sobreestoyaquello.coT/2017/0 ... nillo.html
(cambia, Cata, la T por una m para que te quede .com)

En este otro vídeo se ve el disparo a tiempo real.

phpBB [media]

Enlace



Son tóxicos y sé que antiguamente lo usaban como antiabortivos las mujeres de a pie que no tenían otras formas más seguras.

No me digas que la Naturaleza no está llena de pequeñas maravillas. :D
Última edición por jilguero el 05 Mar 2020 13:39, editado 1 vez en total.


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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por Gretogarbo »

jilguero escribió: 05 Mar 2020 09:22Bueno, cuando te comes una fruta que tiene algún gusanito, no es raro practicar sin querer la caprofagia antes de darte cuenta de que el fruto tenía inquilino.
Cierto, muy cierto, pero yo me refería a una coprofagia a mayor escala. Pero dejémonos de comentarios escatológicos.
jilguero escribió: 05 Mar 2020 09:22... Cata. Quedé en que te hablaría del pepinilllo del diablo (Ecballium elaterium), una planta omnipresente en casi todos las ciudades y pueblos;...
Por aquí no tenemos de eso. Jamás los he visto porque, de haberlo hecho, supongo que no los olvidaría: sus peculiares disparos son asombrosos. Y me imagino que si sus semillas salen lanzadas directamente a los ojos tienen que hacer muchísimo daño, por muy pequeñas que sean.

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