Las campanas de Algatocín
El forastero marchaba con paso raudo por el sendero de la corchera, camino de Benalauría, cuando un alegre tañido —como de cascabeles y esquilas— inundó el valle. Oírlo entre alcornoques, encinas y quejigos le conmovió hasta el punto de que se detuvo para escucharlo mejor.
Había llegado la víspera, al caer de la tarde; su presencia había despertado en el pueblo los viejos rumores, los mismos que se produjeron justo después de la desaparición de Damiana. Pero nadie deseaba hacer sufrir otra vez a la pobre madre y, al verlo de nuevo con la bolsa de viaje a cuestas, los lugareños habían respirado aliviados. Hasta las campanas de la iglesia parecían estar celebrando su marcha con aquel tañido jubiloso.
El motivo de su visita había sido entregar a la familia las pertenencias del fallecido; entre ellas, un fajo de cartas que nunca fueron echadas al correo. Eran cartas que Dami le había escrito a su madre; y cuando esta vio las letras borrosas de los sobres, comprendió que iba a necesitar ayuda —el azúcar la tenía ya casi ciega—. Poco amiga de las murmuraciones, pensó que lo mejor sería que se las leyese aquel extraño. Y como en el pueblo no había fonda, le propuso pasar la noche en su casa a cambio de que le leyese las cartas de su hija.
Se pusieron manos a la obra después de cenar y, sin embargo, no se fueron a la cama hasta bien pasada la media noche. Porque la anfitriona, como si pretendiese aprendérselas de memoria antes de quedarse sin los ojos prestados de su huésped, había hecho que este le leyera cada carta varias veces.
El primer sobre que abrieron fue uno que ni siquiera tenía dirección postal, y cuya carta decía así:
Querida madre:
A pesar de que ya es muy tarde, te oigo trastear todavía ahí abajo, en la cocina, dejándolo todo listo para un desayuno que no tiene sentido que me prepares: cuando mañana Claudio toque diana con su desafinado quiquiriquí —pobre gallo, tanto pavonearse de su bello plumaje y su hiniesta cresta, y no ser consciente de que es el hazmerreír de todo el pueblo— y tú acudas a mi lecho a despertarme, yo ya no estaré aquí.
¡Cómo decirle a una madre lo que yo tengo que decirte…!
Sé que es cobarde, muy cobarde, refugiarme en mi habitación y sentarme ante una hoja en blanco para emborronarla con estas palabras, en lugar de estar ahí abajo, contigo, hablándote con cariño, explicándote de viva voz lo que ni siquiera así, por escrito, tengo certeza de ser capaz de decirte.
Tú sabes, madre, lo feliz que ha sido mi infancia en este pueblo, con qué alegría he recorrido sus calles y sus montes. Sabes también cómo me llenaba de gozo la llegada de cada nueva estación, la excitación con la que aguardaba los cambios que cada una de ellas traía consigo. A menudo me he aventurado por los senderos más recónditos del valle buscando nidos, o recolectando plantas aromáticas, o eligiendo la mejor vara con la que tallarme un cayado. Pero a veces, aunque tú no pudieras ni sospecharlo, lo hice buscando algo que sólo ahora, pasados los años, entiendo.
No puedo hacer otra cosa que darte las gracias por esos días demorados y plenos, en los que con valentía y generosidad, además de asumir tu tarea lógica de madre, ejerciste también la de padre. La postguerra no ha sido fácil para nadie, pero mucho menos para las madres viudas. Lograste con creces suplir su ausencia. Y si hay algo que deseo por encima de todo es que nunca dejes que la sombra de la duda o de la culpa ni tan siquiera te roce.
Si miro hacia atrás, en cada uno de los recuerdos que atesoro, apareces tú, generosa, comprensiva, tolerante, queriéndome tal como soy, limando de mi personalidad solo aquello que era intolerable, solo aquello que podía hacer daño a terceros. No alcanzo, pues, a comprender por qué mi miedo, en esta mi última noche bajo el mismo techo, a bajar para hablar cara a cara contigo.
Bien sabes que fui singular desde la cuna. Tú misma me lo dijiste a menudo. Desde el primer día rechacé el pecho y, pese a tu insistencia, nunca fui capaz de adaptarme a la tetina del biberón. Con infinita paciencia me hiciste beber cucharada a cucharada la leche y me sacaste adelante.
Tampoco fue para ti un camino de rosas el resto de mi infancia. Como en cualquier otro pueblo de esta tierra de María Santísima, en Algatocín todos daban por hecho que solo los niños podían ser monaguillos o campaneros. Pero tañer las campanas era entonces lo que yo más deseaba en el mundo y me emperré en tocarlas. Con tu perseverante labor, el día en que cumplí nueve años me permitieron al fin que fuese yo quien tirara de los cordeles que en secreto tantas veces había acariciado.
Sé que hubo comentarios y que te enfrentaste a ellos con valentía y decisión. Porque tú, que como mujer preferiste resignarte siempre al estrecho papel que el mundo rural te asignaba, como madre fuiste rompedora, y procuraste que mi espacio fuese lo más ancho posible para que pudiera respirar a gusto. ¡No sabes cómo te lo agradezco! Tanto que quizás sea justo por eso que hoy, en la hora del adiós, no me atrevo a bajar para decirte que, a pesar de todo tu esfuerzo, no ha sido suficiente, que me asfixio, que debo marcharme.
Ahora, madre, mientras te oigo trajinando en la cocina, las campanas de la iglesia, mis queridas campanas, están mudas, pero yo las sé despiertas, acechando el momento en que acuda a despedirme. Después de a ti, son a ellas a las que más voy a echar en falta. Yo cambié su monótono tañido de siglos por variadas cadencias que me permitiesen comunicar a todos los algatocileños —también a aquellos que se hallaban en los tajos más alejados del valle— lo que estaba sucediendo en el pueblo.
Y aunque te cueste creerlo, madre, he de decirte que muy pronto, como si existieran lagunas de inteligencia atrapadas en su trabado cuerpo de metal, fueron ellas mismas las que, a tenor de mi estado de ánimo, de la forma en la que tiraba de sus cuerdas, se encargaron —y con mucho tino, por cierto— de elegir el tono apropiado con el que anunciar cada suceso.
Sí, madre, aunque te cueste creerlo, las campanas de Algatocín tienen alma, y en estos años han aprendido a percibir en el aire circundante, en el aliento que exhalan los vecinos, cuál es el estado ánimo y, por ende, cuál debe ser el tono adecuado de su tañido. Puede que exista una razón lógica, un cambio en la química de sus componentes por causas climatológicas o de cualquier otra índole, que explique semejante fenómeno. Pero como tú bien sabes, tengo la imaginación pronta y, entre la fría realidad y la excitante fantasía, prefiero quedarme con la segunda y pensar que ellas son inteligentes.
Ahora escucho que sales al patio para comprobar que todo está en orden antes de cerrar la puerta y atrancarla con el mozo. Tengo que darme prisa en acabar esta carta antes de que subas y veas luz por debajo de la puerta; si la ves, entrarás a comprobar qué me pasa y no me siento capaz de tener ahora una charla contigo. Necesito encontrar las palabras con las que decirte, sin hacerte daño ni provocarte sonrojo, lo que tengo que decirte. Pero… ¿cómo explicarte que yo no soy quien tú crees? ¿Con qué palabras hacerlo?
Incluso si encontrase la forma propicia de contártelo y concluyera esta carta a tiempo, me temo que eso no bastaría para que comprendieses la necesidad de mi alejamiento. Tampoco ellas, las campanas, lo entienden. De hecho, esta misma tarde, cuando el sol estaba a punto de ponerse y yo pretendía anunciar a todos que era la hora de dar de mano en los tajos, me han manifestado su desconcierto, o tal vez su desacuerdo —a tanto no llega mi comprensión de su lenguaje—, emitiendo entre repique y repique una nota discordante.
Por mucho que me duela voy a dejaros. Cada cual tiene un camino que recorrer en la vida y justo eso, recorrer el mío, es lo que me propongo. Hasta ahora, solo perdido por los senderos más recónditos del valle, cuando no tenía otros testigos que los árboles y los animales silvestres, he permitido que mi naturaleza más profunda aflorase. No puedo, sin embargo, seguir reprimiéndola siempre, permitir que sea una eterna furtiva y, por ende, reprobable.
Ya se acercan tus pasos, madre, escalera arriba y todavía no te he dicho a las claras lo que deseaba decirte. Confío en que cuando mañana descubras mi desaparición, tu infinita generosidad te permita al menos perdonarme. Perdonarme no por ser como soy —de eso no me siento culpable— sino por la cobardía que me ha llevado a encerrarme aquí arriba para emborronar unas cuartillas, en lugar de estar ahí abajo explicándote de viva voz lo que ni siquiera por escrito me atrevo a confesarte.
Ya subes, madre. Tengo que apagar la luz antes de que me descubras y todavía no he terminado la carta. Ojalá que al alba, cuando mis manos tiren por última vez de sus cuerdas antes de irme, ellas, que tan bien me conocen, sepan decirte con su tañido lo que yo no he tenido el coraje de decirte ni tan siquiera por escrito…
Ahí se detenía, sin firma ni despedida, la carta cuyo sobre estaba en blanco. Era la despedida que Dami había redactado para su madre la noche anterior a su desaparición. A última hora, sin embargo, debió cambiar de idea, pues dejó en su lugar una escueta nota sobre la mesa de la cocina que decía: Adiós, madre. Me marcho. Debo hacerlo. ¡Muchas gracias por todo! Gracias por tu entrega y por tu comprensión; y también por haber logrado que me permitiesen tocar las campanas.
En el resto de los sobres sí figuraban el nombre y la dirección postal de la madre y, en el envés, la dirección mudable del remitente. El forastero fue leyendo las cartas en orden cronológico, de acuerdo con la fecha que aparecía en sus encabezados. Eso permitió que la madre fuese asistiendo a la paulatina evolución del estado de ánimo de Dami. El tono era al principio sobre todo nostálgico: No sabes, madre, cuantas noches, ya en la cama, cuando escucho el falso silencio de la ciudad, me acuerdo de ti, de nuestra casa, de esas otras noches en las que, sentados en el rebate de la entrada, contemplábamos el valle del Genal. Mientras fue posible, me gustaba cobijarme en tu regazo y que tú me agarraras una mano para utilizarla de puntero mientras me decías los nombres de los pueblos y las aldeas, de los montes y las vaguadas, de los caseríos y los apriscos… Esos lugares que la oscuridad no nos permitía ver, pero que tú sabías ahí, esparcidos por las laderas del valle, y cuyos nombres deseabas que también yo supiese. […] Me pregunto quién las hará sonar ahora. ¿Echarán de menos el trémulo roce de mis manos en sus cuerdas, el sentimiento con el que yo las hacía tañer? También mis manos echan en falta la aspereza del esparto y mis oídos su son. Hemos vivido momentos inolvidables, como mi primer incendio como muñidor, en el que fueron ellas, con su sabiduría —ya te dije, madre, que las campanas de nuestro pueblo tienen alma e inteligencia—, las que lograron transmitir mi angustia tañendo de forma tan agónica que, alertados, a los algatocileños no les quedó otra que levantar las cabezas y eso les permitió ver la humareda a tiempo.
En las siguientes cartas había ya más placidez que nostalgia: Sabes, madre, cuánto me gusta estar en plena naturaleza. Me he enrolado en un grupo de montañeros y los fines de semana acudimos a la sierra a hacer prácticas. El pasado domingo escalé una pared casi vertical. Cuando la culminé, me sentía tan a gusto que, al escuchar a lo lejos el tañido de unas campana, por una décima de segundo, creí que eran las de nuestro pueblo celebrando mi triunfo.. Aunque el sentimiento de culpa continuaba estando presente: Cuando pienso lo mucho que hiciste por mí y la de problemas que te creé, me digo que algún día habré de regresar para compensarte. La vida es demasiado fortuita, llena de azares ínfimos, como una letra que se cuela de más en un nombre y provoca que los sentimientos ya nunca sean los adecuados. Me encontré con la disyuntiva de poneros en un brete a vosotras o de traicionarme a mí mismo, y por eso tuve que irme del pueblo. Pero no hay día en que no lamente haberme alejado de ellas y de ti.
Pronto el montañismo pareció convertirse en su refugio, en el bálsamo con el que curar sus heridas: Esta es, madre, mi primera noche al abrigo de auténticas montañas y no sabes cuán feliz me siento. Hace un rato que el sol se ocultó en el horizonte y las inmensas moles, grises y blancas hasta hace un momento, son ahora oscuras siluetas de dimensiones aun más gigantescas. También aquí hay picos y valles, collados y angosturas, recodos soleados y frías umbrías, cuyos nombres me gustaría aprender contigo. Y esta noche mi plenitud sería completa si no me faltara tu regazo y tu mano agarrando la mía –la del niño que no fui– mientras vamos nombrando, una a una, las altas cumbres del Himalaya. Y en su última carta, inacabada como la primera, le contaba a su madre un sueño que acabaría siendo premonitorio: La pasada noche tuve un sueño. El sueño más bello que nunca haya tenido, pues no imagino mejor final que el de sumergirme para siempre en él. Tal como haremos dentro de unas horas, yo avanzaba en medio de la cordada flanqueado por mis dos compañeros. Las luces de los cascos las llevábamos encendidas y el Pumori, envuelto aún en las densas sombras de la noche, dormitaba a nuestra izquierda. De súbito, procedente de las cotas más altas del monte, se escuchó un sordo estruendo. Intentamos ponernos a salvo, pero estábamos en mitad de una umbría sin ningún refugio cerca y la avalancha se nos vino encima. Ya no oí ni vi otra cosa que una oscuridad blanca que me envolvía y cuyo peso me oprimía el pecho. En la mano derecha tenía el piolet y con la izquierda tanteé en aquella mullida sepultura hasta que toqué la mano del compañero que me precedía. Con los pies logré rozar también la cabeza del otro. Supe así que moríamos encordados y a punto de cumplir nuestro sueño de culminar el Pumori. Sentí una paz tan tremenda que, mientras aguardaba la muerte, me dormí.
Y fue entonces, madre, cuando dentro del sueño blanco soñé otro sueño hecho de luz y cristal, en el que también una avalancha blanca se nos echaba encima; esta vez, sin embargo, en lugar de aplastarnos, la nieve creó alrededor de los tres un túnel de luz cegadora. Avanzamos por aquella resplandeciente galería de hielo y, cuando llegamos a su final, nos encontramos inmersos en un mundo de cristal. A lo lejos vi un pequeño poblado del que destacaba el campanario de una iglesia que tenía también cuatro campanas, como el de Alagatocín, solo que estas eran de cristal. Al acercarnos, fueron lanzadas al vuelo para darnos la bienvenida y escuché entonces el tintineo más bonito que jamás haya escuchado. Justo en ese momento de arrobamiento, la voz de uno de mis compañeros de tienda me ha despertado. Pero incluso ya despierto he seguido escuchando ese bello tintineo que ha sido la causa de que, al inicio de la carta, te haya dicho que, si morir en la montaña significa morar eternamente dentro de ese sueño blanco en el que tañen campanas de cristal, es en ella donde yo quiero morir.
Es muy tarde, madre, y tengo que descansar porque mañana es el gran día. Terminaré la carta a mi regreso, pero no quiero dejar de prometerte desde ya que, en caso de que logremos nuestra meta, en la cumbre me haré una foto para ti. Me colocaré ante la cámara tal cual soy, sin esa vocal de más en mi nombre que durante tantos años ha convertido en clandestina mi verdadera naturaleza. Una cumbre, madre, solo una cumbre me separa ya de ti. Deséame suerte y valor. Sobre todo, mucho valor a la hora de mirar al objetivo. Lo voy a necesitar...
Mientras avanzaba por el sendero de Benalauria entre alcornoques, encinas y quejigos, el forastero iba rememorando fragmentos de las cartas. De entre ellos, había uno que le había impresionado de forma muy especial: La vida es demasiado fortuita, llena de azares ínfimos, como una letra que se cuela de más en un nombre y provoca que los sentimientos ya nunca sean los adecuados..... ¡Cuánta razón tenía Damián! ¡Cuántos niños forzados a no mostrar en público sus sentimientos más secretos por culpa de una letra de menos o de más! Sí, ¡cuántos muchachos condenados —como versaba el poeta— a vestirse de novia en la oscuridad del ropero…!
Sentada al sol en la puerta de su casa, la mujer parecía dormir. De súbito, ¡…miannnn, …miannnn, …miannnn, …miannnn, …miannnnnn!, resonaron las campanas en la espadaña de la iglesia. Entreabrió los ojos y, al tiempo que esbozaba una triste sonrisa, pensó en lo feliz que habría sido Dami escuchando a sus queridas campanas tañendo sin la vocal de más.
Nota de la autora: Se llamaban Carlos, Miguel y Damián y, cuando la placa de hielo se deslizó por la ladera este del Pumori, se hallaban encordados, los crampones en las botas, el piolet en la mano. Desde entonces, descansan allí, en su lecho de nieve, soñando sueños blancos, los más bellos, los destinados desde siempre a los más valientes.....