Réquiem por un don nadie
Benaocaz es un pueblo muy tranquilo en el que nunca pasa nada. En aquella amanecida, sin embargo, los ladridos de un perro despertaron a los vecinos del barrio alto. Eran tan lastimeros que, en un primer momento, fueron confundidos con unos gemidos humanos. «Era como el lamento de alguien que se enfrenta a una tragedia que le viene grande», declararía horas después Blasina a la Guardia Civil. Pero entre gimoteo y gimoteo el chucho intercaló un ladrido, y eso hizo que los recién levantados salieran de su error y pudieran entregarse a sus rutinas cotidianas.
Sonaron entonces las cañerías y las cisternas de los cuartos de baño, y a continuación el tintineo de las cucharillas en las tasas. Fuera la niebla estaba baja y el olor a café se fundió con el frescor neblinoso de la mañana. Todo parecía indicar, pues, que aquella sería una jornada más, sosegada y plácida, hasta que de súbito el agónico aullido del perro sonó de nuevo, y esta vez para quedarse.
Después de una vida entera en compañía de los animales, a Blasina le extrañó la angustia con la que aullaba aquel tuso. Salió a la calle y, tras aguzar el oído unos segundos, concluyó que los gemidos caninos provenían del lado de los corrales. Encajó la puerta de la casa y, sin pensárselo dos veces, fue a ver por qué aquel perro se lamentaba de aquella manera —«Como una plañidera en un entierro», testificaría más tarde ante la Benemérita.
Conforme fue subiendo por la calle Cuervos, la intensidad creciente de los ladridos le indicó que iba por el buen camino. Cada vez eran más estremecedores y, cuando estuvo junto al murete de piedra, no pudo evitar detenerse en seco: oírlos tan de cerca le había producido un tremendo espeluzno y aquella inmovilidad de piedra que le impedía dar ni un solo paso más.
A esas alturas de su vida, Blasina era una mujer curtida por las desgracias y, sin embargo, escuchar aquel agónico lamento al otro lado de la valla le producía pavor. Con todo, haciendo de tripas corazón, se puso de puntillas y miró hacia el interior del cobertizo. Entre penumbras columbró el vaivén de una cuerda tensa atada a la viga medianera, y ya no necesitó ninguna otra investigación.
Con un apresuramiento impropio de su edad, corrió calle abajo mientras sus labios farfullaban una suerte de salmodia. En realidad, eran jaculatorias que había aprendido de niña y que, en parte por la desmemoria, y en parte por el aturdimiento propio de la situación, cuánto más corría, más disparatadas eran estas: «¡Madre del buen consejo! ¡Reina de los Corrales! ¡Estrella de Benaocaz! ¡Refugio de los confusos! ¡Auxilio de los ahorcados!¡Señora de la fuente seca! ¡Emperatriz del Navazo Alto! ¡Torre sin espadaña! ¡Cántaro que no va a la fuente! ¡Golondrina con nido de dos plantas! ¡Vilano que se lleva el agua…!».
Con el resuello perdido, y sin dejar de recitar esa retahíla de galimatías que tenían la virtud de distraerle el pensamiento, llegó a casa del señor alcalde. El buen hombre la recibió en pijama y con una mueca jocosa, pues estaba convencido de que Blasina acudía a contarle alguna de sus pueriles noticias: que si la cabra negra como el carbón había parido un chivo blanco como la nieve, que si una de las gallinas de Guinea había puesto un huevo grande como el de una pava, que si en el alero del tejado del Ayuntamiento un avión había hecho un nido de dos plantas... Pero la sonrisa se le congeló en cuanto escuchó que alguien se había colgado de una viga en uno de los corrales de la calle Cuervos.
Viendo el estado de excitación en que se encontraba Blasina, la mandó para casa; por su parte, en cuanto se hubo vestido, el señor alcalde fue en busca del juez de paz para que le acompañase al lugar de los hechos. La escena que se encontraron a su llegada les puso a ambos los pelos de punta. De la viga pendía un cuerpo, ya inerte, al que no era posible acercarse porque el perro hacía amago de ir a morderles en cuanto ellos lo intentaban. Los botines del ahorcado se hallaban en el suelo y de sus pies desnudos goteaba la sangre. Y es que, entre aúllo y aúllo, en un vano intento por descolgar a su dueño, el tuso le mordisqueaba con denuedo los tobillos.
En un gesto de pudor que tanto el alcalde como el juez agradecieron —no es plato de gusto ver el rostro de un ahorcado—, el cadáver permanecía de espaldas, por lo que no le pudieron ver la cara. Aunque tampoco es que les hiciera mucha falta, puesto que habían reconocido a Pinto, el chucho de Martín: un pobre desgraciado sin otro oficio ni beneficio que cultivar las tres o cuatro verduras que sembraba en aquel corral. El terreno ni siquiera era suyo, sino de un alma compasiva de Benaocaz que le había cedido su uso. De ahí que cada mañana Martín subiera a pie desde Ubrique para a darle una vuelta a su plantío.
Nada podían hacer ya por el ubriqueño y, dada la bravura de su fiel compañero, decidieron que lo mejor era dar parte al cuartelillo de la Benemérita. Sus agentes se personaron de inmediato en el lugar de los hechos y lo primero que hicieron fue acordonar el tramo último de la calle Cuervos. Mientras, como los lamentos del perro no cesaban, los ánimos estaban cada vez más crispados y a los vecinos les resultaba imposible permanecer de puertas adentro. De ahí que las calles, de habitual vacías —en el pueblo nunca pasa nada y hasta las noticias fantasiosas de Blasina suelen ser bien acogidas— esa mañana se transformaran en un hervidero de lugareños yendo y viniendo. Y es que en cuanto intentaban acercarse a curiosear, los guardias civiles los mandaban de vuelta para casa.
No hace falta decir que las conjeturas sobre lo ocurrido eran cada vez más variopintas y más alejadas de la realidad. La única benaocaceña que con su testimonio podría haber puesto fin a tanto desatino era Blasina. Pero la anciana había gastado todo su acopio de energía en correr en busca del alcalde y en farfullar aquella sarta de alocadas jaculatorias, con las que intentaba ahuyentar la imagen de lo que ni siquiera le había hecho falta ver. Y siguiendo el consejo del señor alcalde, se había encerrado a cal y canto en casa, sobre todo para no seguir escuchando al perro: «Que se lamentase con tanto sentimiento me partía el alma», les diría horas después a los picoletos.
La tarea de sacar a Pinto del cobertizo y de acallar sus aúllos no fue tarea fácil. Cuando llegó el vehículo de la Benemérita a la Calle Cuervos, el tuso continuaba en sus trece de ser el fiel custodio del cadáver. A fin de sacarlo del corral por las buenas, a uno de los agentes se le ocurrió pedirle a una vecina un trozo de carne. Por desgracia, la petición cogió a la buena mujer desaviada y lo único que les pudo procurar fue una ristra de salchichas recién hechas. Las usaron como señuelo y ni si quiera así consiguieron que el perro abandonase el cuerpo de su amo.
El fiel guardián estaba cada vez más ronco y más exhausto. La calma, sin embargo, no llegaría hasta que los de la Benemérita tuvieron la feliz ocurrencia de avisar al hermano pequeño de Martín. En cuanto el joven llegó de Ubrique, el perro lo olió antes incluso de que entrase en el corral y su aullido se transformó en un gimoteo igual de sentido, pero mucho más llevadero para los oídos de los presentes. Al recién llegado lo dejó entrar en el cobertizo y le permitió acercarse al cuerpo de su hermano. Y hasta aprovechó que lo tenía cerca para restregarse el hocico ensangrentado en las perneras de su pantalón. Fue entonces cuando, a base de cariñosas caricias y palmadas en el lomo, Pinto pareció olvidarse de su dueño y abandonó el corral en compañía del joven. Circunstancia que aprovecharon demás para ocuparse por fin del cadáver.
Martín dejó viuda y cinco niños, pero ninguna nota que pudiera aclarar la causa de haber tomado una decisión tan drástica. A falta de un motivo de su puño y letra, las suposiciones se multiplicaron y se volvieron cada vez más peregrinas. De la que se terminó imponiendo tuve noticia de la misma forma que la tuve del resto de los detalles que acabo de narrar. Ocurrió unos meses después, en una de las estancias periódicas que a lo largo del año suelo hacer en Benaocaz.
Cuando estoy en el pueblo, al final de la mañana acostumbro a bajar a la plaza a tomarme un café; a continuación me gusta subir a la Ermita del Calvario para contemplar desde allí la sierra. Por aquella época, una vez llegaba arriba, solía encontrarme a diario con un vecino que se hallaba ya instalado en uno de los bancos de piedra que hay junto a la puerta de acceso a la capilla. Un buen conversador, dicho sea de paso, con el que mantenía agradables charlas sobre cualquier tema que surgiera de forma espontánea. Cómo esa mañana derivó la conversación hacia el ahorcado no lo recuerdo ya, pero sí lo que me contó.
Martín era primo hermano de Paqui, alias la Coles. Una ubriqueña a la sazón conocida en toda España por haber acudido al plató de Sálvame. La efímera fama de la Coles había despertado en el vecindario la típica envidia que tan a menudo existe entre los miembros de las comunidades pequeñas y cerradas. Como resultado, se había producido una cascada de chismes malintencionados que salpicaban al resto de la familia. De Martín, por ejemplo, se decía que no solo era un mindundi cargado de chiquillos, sino también un cornudo sin propósito de la enmienda.
Pero quizás sea mejor que, en lugar de hacernos eco de las murmuraciones de esas lenguas viperinas, lo acompañemos a él, en sus últimas horas de vida, para conocer de primera mano cuáles fueron las razones que le llevaron a colgarse.
En la amanecida:
Corría el mes de mayo y el frescor del amanecer hizo que Martín se acordara de su padre.
Se acordara de esos otros amaneceres en los que, el morral al hombro, las ansias de vivir intactas, caminaban juntos por aquel mismo sendero. De tanto en tanto, se detenían a recuperar el resuello y, mientras contemplaban el paisaje de la sierra, su padre hinchaba el pecho y le decía que matara el hambre dándole bocados al frescor de la mañana. Y él, crédulo hasta rayar en la estupidez, mordisqueaba la neblina pensando que también de ella podía uno alimentarse.
El tiempo había pasado y su padre hacía ya mucho que descansaba en paz. Pero el infortunio de la familia continuaba y era él quien, ahora, había tenido que enseñar a sus hijos cómo distraer el hambre cuando no se tiene nada con lo que llenar el estómago.
La niebla, todavía oscura al alba, había descendido tanto que hasta el perro alcanzaba a darle bocados. «¡Cómetela, Pinto, cométela que ya verás lo gustosa que está!», le jaleó Martín mientras también él sacaba la lengua para darle lametones a esa insípida y evanescente humedad.
Se recordó de niño lamiendo los algodones de feria, y el recuerdo de su dulzor le hizo salivar con profusión. Aquel trozo de amanecer de mayo iba a ser su último desayuno. «El bocado final perfecto para un don nadie», murmuró mientras en compañía de su perro retomaba la subida por la antigua calzada romana.
Una vez en las inmediaciones del pueblo, dio un rodeo para no atravesarlo y, sendereando por entre los muretes de los corrales, logró desembocar en la escalerilla de la calle Cuervos sin cruzarse con nadie. Subió lo que le restaba de cuesta con la cabeza gacha y no la levantó hasta que estuvo delante de la angarilla que daba acceso a su pequeño huerto.
Con la mano apoyada en la valla de piedra y el perro sentado a su lado, Martin estuvo cavilando unos minutos antes de decidirse a entrar. Su mujer había vuelto de madrugada y, al echárselo él en cara, lo había mirado con desprecio. Luego, como si buscase evitar sus ojos, le había dado la espalda y se lo había espetado sin ninguna piedad: «Ya que tú no eres lo suficiente hombre como para dar de comer a tus hijos, deja de reprocharme el que tenga que ser yo quien llene la nevera.».
Estaba cansado, muy cansado. Cansado de no encontrar trabajo y solo poder llevar a casa alguna verdura del tiempo. Cansado de ver a sus hijos, vestidos con harapos y los mocos colgando, ir en busca de algo a la nevera y encontrársela vacía. Cansado de escuchar los reproches de su mujer. Cansado de escuchar sus propios reproches a ella.
Sí, estaba cansado, demasiado cansado de ser un mindundi para todo el mundo…
Como si le hubiese leído el pensamiento, Pinto se le pegó a la pernera y, al notar la presión, Martin comenzó a acariciarle la cabeza. Un don nadie salvo para él, para Pinto, se dijo mientras le daba unos golpecitos cariñosos en el lomo; como respuesta, el perro meneó el rabo de un lado para otro y, con aquel ríspido vaivén, despejó de polvo el pequeño semicírculo de pavimento en el que se hallaba sentado.
¡Pobre Pinto! Él no se merecía presenciar semejante espectáculo. Entreabrió, pues, la angarilla con sumo cuidado y trató de colarse en el corral dejándolo fuera. Pero el perro fue más rápido que Martín y culebreó hábilmente entre sus piernas. Lo miró entonces a los ojos y leyó en ellos tanta compresión y tanta fidelidad que le pareció todavía más cruel sacarlo de allí a la fuerza.
Una última mirada a las cebollas, a los ajos, a las lechugas, a los tomates, a las patatas y a las berenjenas que ya no recolectaría. Una última mirada a ese costillar de montañas al que tantas veces había subido con su padre, el morral al hombro, las ansias de vivir intactas. Una última mirada a ese compañero fiel que jamás lo había juzgado ni le había echado en cara nada.
Martín se entró en el cobertizo y, tras asegurarse de que la viga no cedería, ató a su alrededor un cabo de la soga en cuyo otro extremo había hecho una lazada con un nudo corredizo. Comprobó que la cuerda se deslizaba con facilidad y se encaramó en el tocón que solía usar de asiento.
Estaba sereno y aliviado. Sobre todo, muy aliviado. Miró por última vez a Pinto y luego le dio la espalda antes de meter la cabeza en el lazo y ajustárselo al cuello. Pensó en su padre, en ese hombre fuerte que nunca se rindió y del que nadie había pensado jamás que era un mindundi. Le pidió perdón por lo que iba a hacer y, con la mirada fija en el sombrero de paja que había heredado de él, saltó.
Y fue justo en ese momento cuando Pinto olfateó el olor de la muerte y, mientras intentaba salvar a su dueño, inició su agónico réquiem por aquel don nadie...