La camarera de San Blas
Además de la Ermita del Calvario, en Benaocaz hay otra ermita dedicada a uno de los dos patronos del pueblo: san Blas. La del Calvario se halla encima de un peñón en la zona alta del pueblo, mientras que la otra se encuentra en su parte más baja, y colindante con el tanatorio y el cementerio. Estas características hacen que cada ermita cree en el visitante un diferente estado de ánimo: más evanescente y espiritual cuando se visita la del Calvario; más terrenal y mundano, cuando te hallas en la de San Blas.
Se rumorea también que hubo una época en la que la ubicación y entorno de ambas ermitas imprimieron carácter incluso en la forma de ser y comportarse de sus respectivas santeras. La de la Ermita del Calvario era a la sazón una anciana sosegada y tendente a la quietud contemplativa; mientras que la de San Blas resultó ser un rabo de lagartija inclinada más bien a los chismorreos y con ínfulas de grandeza. Ínfulas que le llevaban a firmar, por ejemplo, que ella no era una simple santera como la otra, sino la camarera del san Blas.
Un engreimiento que, por otro lado, sospecho que está detrás de la leyenda milagrera que corre por el pueblo. Una leyenda según la cual un día, cuando la santera con delirios de grandeza fue a darle la vuelta de rigor a la ermita bajo su cargo, se encontró vacía la hornacina que preside el altar. Buscó la imagen de su patrón y patrono por todas partes, incluido el camposanto colindante. Como ella misma afirmaría más tarde, no era la primera vez que san Blas se le bajaba de la hornacina y luego no atinaba con el camino de vuelta. Conviene recordar que se trata de una santo con fama de bailón y amante del jolgorio; y en el caso concreto de esta imagen, según mantenía su camarera, algunas noches sin luna montaba una pequeña juerga en el vecino cementerio con la santa intención, nunca mejor dicho, de aliviar de tanta oscuridad a los benaocaceños que en él descansan.
El caso es que aquella tarde no dio con el santo y, sin pensárselo dos veces, tiró de la cuerda y las campanas de San Blas sonaron a rebato —igual que antaño lo hicieron las de Barajas de la Sierra por la pérdida de un niño sin necesidad de que fuese santo—. En un santiamén, los lugareños acudieron a la ermita a ver qué pasaba, y se encontraron a la santera de San Blas en un estado de nervios que casi no le permitía articular palabra. Eso sí, con la mano extendida no dejaba de señalar hacia la hornacina de marras. Lo más singular de esta historia es que todo aquel que era fiel devoto del santo tampoco en ese momento consiguió ver su imagen. Pero mientras ellos andaban entretenidos con especulaciones sobre la naturaleza milagrosa del suceso, parece ser que san Blas tuvo a bien ocupar de nuevo su puesto de culto y, gracias a ello, la calma regresó al pueblo.
Como colofón de esta leyenda milagrera, cuentan los lugareños que, no mucho tiempo después, visitaron Benaocaz un grupo de marineros a la sazón convertidos en peregrinos. Tenían como objeto de su peregrinaje acudir a todos los templos en los que hubiese una imagen de san Blas. Ni que decir tiene que fue la presuntuosa santera la que les abrió la puerta de la ermita y los invitó a pasar. Y en cuanto los marineros vieron la talla del san Blas benaocaceño, reconocieron en él a la figura que se les había aparecido durante un naufragio que habían sufrido recientemente. Un siniestro en el que, según afirmaban, todos habrían muertos ahogado de no haber sido por la oportuna intervención del santo. Hecho que venía a justificar la repentina ausencia de san Blas de su hornacina por hallarse salvando vidas en el mar.
A pesar de sus ínfulas de grandeza, de la camarera de la Ermita de San Blas la leyenda no ha incorporado ningún otro detalle; ni tan siquiera si descansa en el cementerio aledaño al templo del que ella fue su santera. Una ausencia de información que no es óbice para que, en mis visitas periódicas a Benaocaz, a veces me llegue hasta el citado camposanto y, desde la cancela de la entrada, escudriñe los adornos y los epitafios escritos en sus lápidas, en un vano intento por encontrar en ellos algún detalle rimbombante que la delate y me haga saber que es justo allí donde reposa la camarera de San Blas.