El bujío de Santa Catalina 1 (Bordeando la realidad)

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jilguero
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

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Una voz azul nazareno



Nazareno (Muscari neglectum).jpg


Soy escritora, y hace unos meses alquilé esta casa con la intención de aislarme del mundo. Para escribir necesito encerrarme con mis personajes y que sean ellos mi única compañía. Esta vez, como estaba a punto de empezar una ola inesperada de calor en el sur, decidí que este rincón norteño de la península podría ser el más adecuado. Sin duda, lo es: un día sí y otro no llueve o hay niebla. Ambos fenómenos me permiten instalarme junto a la ventana y ver lo que me rodea a través de un velo de agua o de bruma. La falta de nitidez fuera favorece que gire mi mirada ciento ochenta grados y, una vez la dirijo hacia mi interior, recuerde sin trabas y con profusión. En realidad, no son mis recuerdos, sino los suyos, los que jornada tras jornada voy evocando. Sé que cada día doy un paso más hacia ese acontecimiento decisivo que dará sentido a mi encierro. En el horizonte de cualquier vida siempre hay un punto donde todas las líneas confluyen: una especie de nudo gordiano que solo se puede desentrañar con paciencia e imaginación. Pero cuando al cabo consigues alcanzar esa confluencia, de súbito ocurre el milagro; y a partir de ese momento, dejas de ser tú mismo para convertirte en una suerte de médium entre el personaje y la realidad.

Acabo de decir que este rincón es sin duda el más adecuado para la creación literaria que tengo entre manos, cuando debería haber dicho que lo era hasta que he descubierto que el vecino de al lado me espía desde el ventanal de su estudio. Aunque he sabido de su existencia desde el primer momento, hasta ahora no me había supuesto ninguna contrariedad. Es un hombre solitario, discreto y silencioso; tiene, además, hábitos muy previsibles. Características, todas ellas, que habían propiciado que le dedicase la misma atención que a cualquier otro elemento del jardín-huerto que contemplo desde esta ventana. Su relevancia no era, por tanto, ni mayor ni menor que la que le otorgo al pito real que se posa a veces en la techumbre de su casa y, sin mucha lógica, tamborilea sobre la teja esquinera; o al aguilucho que suele hacer un vuelo rasante entre los frutales y luego desparece de mi vista en un pispas; o a los pájaros diversos que revolotean o saltan de rama en rama antes de posarse en el tocón que él les ha habilitado como comedero. O dicho de otra forma: me parecía otro valioso aderezo del escenario en que actualmente solazo la mirada antes de ponerme a recordar.

El vecino tiene, empero, ciertas singularidades sobre las que luego hablaré. Pero déjenme antes aclararles que, sin llegar al estatus de fisgona, soy una persona curiosa y muy observadora: dos cualidades esenciales en todo aquel que pretenda llevar a cabo una labor creadora. Estoy, pues, acostumbrada a ser yo quien observa a los demás y no a la inversa. De ahí que me incomode tanto salir de uno de mis trances creadores y encontrarme con esos ojos oscuros mirándome con una fijeza cuyo sentido no sé cómo interpretar. Si se tratase solo de una incomodidad pasajera, es muy probable que ni siquiera hubiera mencionado el hecho: no me gusta darle a las cosas más importancia de la que tienen. Pero tengo que reconocer que su intromisión en mi trabajo va más allá del mero incomodo y eso me tiene muy preocupada. Por lo pronto, ha logrado inmiscuirse en los recuerdos de mi personaje hasta el punto de haber alterado la tonalidad y la calidez de su luz. A cualquier profano en la escritura ese detalle le puede parecer nimio. Es, sin embargo, de una importancia primordial: la luz ambiente con la que se recuerda lo ocurrido en el pasado condiciona el estado de ánimo de quien recuerda y viceversa. En otras palabras: un mismo acontecimiento se puede percibir como venturoso o desafortunado según sea la tonalidad lumínica con la que lo recordamos. Un hecho nada baladí si te encuentras —como me encuentro yo— en esa fase de la creación en la que todavía ni siquiera conoces la identidad del que acabará siendo tu compañero de encierro.

Me gusta la naturaleza en cualquiera de sus manifestaciones, aunque de modo muy especial bajo sus formas silvestres o asilvestradas. Pero tengo que reconocer que mi verdadera debilidad son los pájaros. Cuando me instalé en esta casa, me congratuló comprobar la abundante vegetación que medra en el jardín-huerto de mi vecino y la consiguiente avifauna que merodea por él. De hecho, fue su frondosidad vegetal y el profuso revoloteo de pájaros que hay en ella los que me hicieron colocar mi mesa de trabajo en esta habitación y justo al lado de esta ventana. Desde ella, cuando la lluvia o la niebla no me velan el paisaje, puedo recrear la vista en el heterodoxo vergel de mi vecino. Por las tardes, absorto en su labor creadora, también él entra a formar parte de la escena. Un creador siempre reconoce a otro creador, y yo no tengo la menor duda de que, cuando mi vecino trajina en su jardín, lo que está haciendo es justo eso: crear. Es una suerte de pintor que ha cambiado el lienzo por la tierra; los botes de pintura, por los plantones de las distintas especies que cultiva por doquier; y la paleta y los pinceles, por el azadón y las tijeras de podar.

La primera vez que noté su sensibilidad pictórica fue cuando lo vi tender su colada bajo el alpendre. El color de todas las prendas que tendió eran variantes de un único color: el azul. Y antes de dar por finalizada su tarea, hizo multitud de pruebas. Mientras cambiaba de sitio cada pieza, pensé que mi vecino era un maniático de padre y muy señor mío. Aunque es justo reconocer que el resultado, una escala casi musical de azules, me pareció de un gusto exquisito. Con lo observadora que soy, me extraña que no hubiese notado antes que mi vecino va siempre vestido de azul. Pero la realidad es que no reparé en ese detalle hasta que lo vi componer en el tendedero esa especie de blue textil con la colada. Para más inri, su cabello, más cano que otra cosa, también le azulea; sobre todo cuando oscurece y, tras recoger los aperos de jardinear, se recluye en su estudio. La mayoría de las noches pasa en él un rato largo sentado ante la pantalla del ordenador o bien coge un libro de la estantería y se ensimisma en la lectura. Es justo en ese momento, a la luz de la lámpara, cuando sus cadejos —tiene la costumbre de solo atusarse el pelo con las manos— relampaguean con un azul tan tenue como bello.

Que quede claro que, si conozco estos detalles, no es porque sea una cotilla, sino porque el ventanal de su estudio queda enfrente de esta ventana y sus cortinas siempre permanecen descorridas. Antes he afirmado que es un hombre discreto y, a pesar de ese aparente exhibicionismo, lo mantengo: esta casa ha estado mucho tiempo vacía —eso me dijo la chica de la agencia inmobiliaria— y, sin una mirada de la que ocultarse, correr las cortinas hubiera sido un gesto superfluo. Pero que de un día para otro haya cambiado su conducta, respecto a mí, de una forma tan drástica —de ignorarme ha pasado a convertirme en objeto de observación— me ha generado ciertas dudas y ya no sé muy bien qué pensar. Como ya he dicho, nunca he prestado a mi vecino más atención que la que le presto al pito real que tamborilea en el tejado de su casa, o al aguilucho que pasa en vuelo rasante entre los frutales del jardín-huerto, o al resto de pájaros que picotean las semillas que él les deja sobre el tocón. No sería del todo justo, sin embargo, reprocharle que me observe: desconoce mi desinterés por su persona y es lógico que haya pensado que, si yo observo lo que hace, también él tiene derecho a hacer otro tanto conmigo.

Hasta ahora la sinestesia no había formado parte de mis habilidades perceptivas; ni siquiera cuando me hallo en ese etéreo estado que me permite ejercer de médium entre mis personajes y la realidad. Pero creo que, desde que estoy en esta casa, el influjo de mi obsesivo vecino me está convirtiendo en una avezada sinesteta. Lo que comenzó siendo una simple contaminación de la tonalidad de la luz de los recuerdos ha pasado ahora a afectar también a los sonidos recordados. Tengo la impresión de que las melodías coloristas, compuestas por mi vecino cuando tiende la colada, se han convertido en la banda sonora de mi novela. Hoy, por ejemplo, he comprobado que no solo las imágenes de los recuerdos de mi ignoto personaje azuleaban, sino que incluso su voz, cálida y discreta, estaba tintada de azul nazareno. Ha ocurrido, para más inri, en mitad de un soliloquio que considero de vital importancia —creo que el recuerdo de hoy es el epicentro del nudo gordiano que pretendo deshacer—. Cuando he salido de mi arrobamiento creador y lo he visto espiándome desde el ventanal de su estudio, he comprendido que su intromisión conseguirá arruinar mi novela: es un hombre de hábitos previsibles y eso me permite vaticinar que, en adelante, ni él cesará de observarme ni yo podré recordar sin estar inmersa en ese color que tanto le obsesiona. Es más, le he mantenido la mirada uno segundos y he creído adivinar en sus ojos que es consciente del pernicioso influjo que me causa. A fin de cuentas… ¡también, él, es un creador!

¡Qué extraña es la vida: la de sorpresas que nos da! Anoche llegué a la conclusión de que el daño ya estaba hecho y que no merecía la pena seguir adelante. En otras palabras, acepté mi derrota —no hubiera sido la primera, pero sí quizás la que peor me habría sentado—. Hoy me he levantado, pues, sin prisa y, tras desayunar copiosamente, he comenzado a recoger todos mis bártulos. A media mañana, cuando precisamente me encontraba vaciando los cajones de esta mesa antes de llevarla de vuelta a su antigua habitación, cosa insólita en él, lo he visto salir al jardín. A estas alturas no es necesario aclarar que mi vecino iba vestido de azul de los pies a la cabeza —nunca mejor dicho—, pero sí comentar el detalle de que llevaba, bajo el brazo, una butaca plegable de loneta azul cielo y, en la mano, un libro de pastas azul marino. Con la azulona parsimonia con la que lo suele hacer todo, se ha instalado a la sombra, a esas horas azuleante, del arce y ha abierto el libro por la primera página. He visto cómo se movían sus labios y he comprendido que estaba leyendo en voz alta. La curiosidad me ha hecho aguzar el oído y, en cuanto he escuchado el cálido y discreto azul nazareno de su voz, ¡lo he reconocido! De súbito ha ocurrido el milagro y he dejado de ser una escritora tanteando a ciegas en busca del protagonista aún desconocido de su próxima novela. Mis ojos ha comenzado, entonces, a deslizarse por la página del libro y de mis labios ha escapado un susurro de un azul oscuro idéntico al de las flores de Muscari neglectum que medran en su jardín. Un susurro que ha adoptado, enseguida, la forma de espiral ascendente para poder fundirse con el murmullo verde clorofila de las hojas del arce…

Ya he deshecho las maletas y he instalado de nuevo la mesa escritorio donde estaba antes. Justo delante de la ventana desde la que, cuando mi mirada se gira ciento ochenta grados, me asomo a ese azulear sin límites en el que transcurre la vida del protagonista de mi nueva novela: el hombre de la voz azul nazareno.

Azul sin límites.png



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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por jose2v »

jilguero escribió: 07 Jun 2020 12:00 Una vez hemos satisfecho el deseo de JoseW, procedo a colgarte la pamplina prometida. :D
Gracias, @jilguero

Tras, el paro y el pavón, la paraba.

:wink:

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Última edición por jose2v el 09 Jun 2020 13:54, editado 2 veces en total.
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por jose2v »

Hasta grupo hay.

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:60:
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por Tolomew Dewhust »

jilguero escribió: 13 Abr 2020 13:51
Las campanas de Algatocín
Nota de la autora: Se llamaban Carlos, Miguel y Damián y, cuando la placa de hielo se deslizó por la ladera este del Pumori, se hallaban encordados, los crampones en las botas, el piolet en la mano. Desde entonces, descansan allí, en su lecho de nieve, soñando sueños blancos, los más bellos, los destinados desde siempre a los más valientes.....


El otro día vi la película Everest, la puse a grabar y creo que hoy me la pongo de nuevo. Sabía que habías mencionado en alguna ocasión el accidente de algún compañero tuyo mientras practicaba alpinismo y he tirado del índice del bujío para encontrar este texto (que leí en su día -este sí, la mayoría se me van :comp punch: ) pero, ¿hay algún otro en el que narres aquel suceso, Jilguero?

Me ha entrado ahora la fiebre por esto y ando leyendo sobre los ocho miles, y sobre algunas expediciones que acabaron regular o mal.

Viendo la película -basada en hechos reales- me preguntaba qué lleva a un tipo a gastarse cincuenta, noventa o ciento treinta mil dólares en viajar a Nepal y pasar dos meses aclimatándose a la montaña y esperando las condiciones propicias para intentar alcanzar la cima... Y no me refiero a montañeros experimentados que hacen de estas aventuras su estilo de vida, sino a empresarios, domingueros o gente sin ninguna experiencia previa en estos menesteres.

Tres días después, meditándolo mucho, creo que lo sé. La montaña se te mete en la cabeza y tienes que dejarlo todo para subirla. Y casi diría que se ponen su vida en peligro para precisamente sentirse vivos...
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por Tolomew Dewhust »

¿El accidente que tú mencionas sucedió en 1989 y ellos eran extremeños?
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por Tolomew Dewhust »

Mira qué bien canta Martínez Ares este año lo que tú escribes en esas cartas:


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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por jose2v »

Para nuestra amiga, @jilguero
IMG_20200609_133631.jpg
:60:

¡No sé si hay más!
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por Tolomew Dewhust »

Y me escribe Jilguero por otro medio y me dice que es buen momento para decir hasta luego, del cerrado (temporalmente) por reformas, de los vermús en las terrazas...

Y yo le he dicho que no, que el bujío es nuestra casa, que la leemos muchos, escribimos pocos, pero somos legión. Que la queremos de vuelta después de ese vermú.

Y me vuelve a escribir Jilguero por aquel otro medio distinto a este y me dice que ahora anda entretenida aprendiendo a pintar al óleo. Que se ha fijado en un enjambre de abejas solitarias y nocturnas que vislumbra desde la ventana por la que se asoma y que, hasta que no las retrate a todas, no vuelve. Que ya es capaz de distinguir a cada una según sus láminas abdominales, su pelaje y sus silbidos, y que su favorita es un individuo al que le falta una antena a la que cariñosamente ha bautizado Adamas.

Es justamente esta última quien más se hace de rogar, y no para quieta para el asunto del retrato pese a que Jilguero, según cuenta, se lo ha pedido de mil maneras, y todas buenas... Desobediente le ha salido el ojito derecho de aquel enjambre.
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

Cata, qué bonito escribe Catulo. Me tengo que callar más para que surjan otras voces. Qué chulo lo de las abejas. Hubo un tiempo en que planeé que cuando tuviera tiempo de sobra aprendería a distinguir cada especie de árbol con los ojos cerrados por el murmullo de sus hojas. Pero no estaría mal aprender a distinguir cada abeja de una colmena por su bordoneo o por morfología singular; o a cada hormiga del hormiguero por su peculiar manera de echar el paso mientras carga con el grano. Desde que vi las maravillas pictóricas que se pueden hacer con una colada (ya sabes, el vecinito de la voz azul nazareno del que te he hablado al inicio de esta página) me digo que también yo debería pintar con las palabras, tal como ha hecho en el mensaje anterior Catulo. Pues bien, volviendo a esas tareas pendientes, de pequeña tuve el tiempo y lo dediqué a quehaceres como ese pero de menor calado. Y como Auora, la de la última siesta pasé horas mirando las hormigas. Estos días, en cambio, estoy más liada que un tormpito, limpiando, con teletrabajo en un casa (la que tiene internet) pero viviendo en la otra (la más frequita), resolviendo papeleos, pensando que tengo que sacar a Tecla, resucitar a los potos, estar para entrega de un mueble que se quedó atascado con el confinamiento, etc. Pero me quería al menos pasar por aquí un momento a decirte que ya estoy en Cai...

Mi Cai.jpg

JoseW gracias por esa aportación de sinónimos. :60:

Catulo, en cuanto pueda, te busco aquí y allá donde hablé de mi amigo el de los sueños blancos, pero te adelanto que sí, que era extremeño y murió en ese accidente de 1989 y que, en realidad, donde más hablo del accidente en sí es en las Torres de Algatocín. Me gusta hablar de él, era un hombre lleno de sensibilidad, incluso diría que una especie de poeta o de pintor (todo acaba siendo lo mismo) cuando era charcutero y se fijaba en el corte de los embutidos o o cuando luego fue bombero y escapaba a la montaña para pintar en ella los caminos que le pedía el alma. Tuvo una vida plena, pero breve. Arriesgó mucho y, a cambio, se ganó los sueños blancos.

Y nos os calléis porque el pájaro no tenga tiempo de trinar, que Cata siempe está de guardia y las puertas del bujío abiertas de par en par, :60:
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

Buneos días, Cata. Por aquí sigo liada. Pero te quería enlazar dos videos, uno sacado desde la azotea donde tiendo y otro desde la Alameda de Apodaca. Una pena, pues después de haberlos guardado en la nube y haber copiado los enlaces me dice ese mensaje que vete tú a saber qué me quiere decir. Los dejo por si acaso fuera solo problema mío el no poder verlos. Si es general, ya los quitaré. Y es una pena porque son unas imágenes bonitas del Cádiz de las azoteas y de la bocana de la bahía. Son formato mp4, no sé si ese será el problema.

Sigo laborando, aquí, en mi recuncho, que sí tengo internet... :wink:


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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por Gretogarbo »

jilguero escribió: 12 Jun 2020 11:31Los dejo por si acaso fuera solo problema mío el no poder verlos.
Yo sí he podido verlos aunque les ha costado lo suyo cargarse. Magníficas las vistas que tienes mientras pones a secar los calcetines. Lucía el sol el día que los grabaste. Aquí, hoy, está cayendo la mundial de agua y hace un frío más propio de un otoño asomándose al invierno que de una primavera entrando en el verano.

Por cierto, he visto la sombra de un jilguero, Jilguero, proyectada sobre la cal de una pared.
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por magali »

Los vídeos se ven perfectamente.

¡Qué bonito el azul del mar!

Me encanta eso de la mundial de agua, @Gretogarbo .
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

Gretogarbo escribió: 12 Jun 2020 11:59
jilguero escribió: 12 Jun 2020 11:31Los dejo por si acaso fuera solo problema mío el no poder verlos.
Yo sí he podido verlos aunque les ha costado lo suyo cargarse. Magníficas las vistas que tienes mientras pones a secar los calcetines. Lucía el sol el día que los grabaste. Aquí, hoy, está cayendo la mundial de agua y hace un frío más propio de un otoño asomándose al invierno que de una primavera entrando en el verano.

Por cierto, he visto la sombra de un jilguero, Jilguero, proyectada sobre la cal de una pared.
Aquí andamos entre sol y nubes, según el momento. Y espero que no llueva hasta el mediodía, que me quiero llevar a Tecla al otro recuncho.

Vale, pues si es problema de que mi red va muy despacio (y eso que estoy donde tengo la buena: este otroño voy a meter ya el cable), los dejo para quienes tengáis mejor conexión.

Y sí, Greto, se coló una sombra sin querer, porque en ese momento el sol daba de pleno en pantalla del móvil y servidora no veía qué grababa.

Por cierto, ayer me acordé de la colada del hombre de la voz azul nazareno (ahora hay una profesora de canto que está interesada en él) porque había varias cuerdas llenas de todo tipo de prendas negras. Mirarlas y escuchar esto fue inevitable.


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Creo que la última pamplina me ha despertado cierta tendencia sinestésica.


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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por Gretogarbo »

magali escribió: 12 Jun 2020 12:20Me encanta eso de la mundial de agua, Gretogarbo.
Es una expresión muy gráfica que debería utilizar más, magali.
jilguero escribió: 12 Jun 2020 12:29... si es problema de que mi red va muy despacio (y eso que estoy donde tengo la buena: este otroño voy a meter ya el cable), los dejo para quienes tengáis mejor conexión.
Me extraña que sea problema de la red. Recuerda que vivo en el campo así que dudo mucho que mi conexión rural sea mejor que la tuya urbana.
jilguero escribió: 12 Jun 2020 12:29... se coló una sombra sin querer, porque en ese momento el sol daba de pleno en pantalla del móvil y servidora no veía qué grababa.
A mí me gusta que en las grabaciones, o en las fotos, paisajísticas se cuele un componente... iba a decir humano pero en este caso es pajaril.
jilguero escribió: 12 Jun 2020 12:29Creo que la última pamplina me ha despertado cierta tendencia sinestésica.
No me extraña. Ese hombre que vive rodeado de tanto azul y que habla con color debe ejercer influjo sobre todo lo que le rodea.
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

Gretogarbo escribió: 12 Jun 2020 12:47 A mí me gusta que en las grabaciones, o en las fotos, paisajísticas se cuele un componente... iba a decir humano pero en este caso es pajaril.
Comparto ese gusto pero siempre que el humano sea alguien querido o bien un extraño que haya llamado mi atención por su singularidad.
Gretogarbo escribió: 12 Jun 2020 12:47 No me extraña. Ese hombre que vive rodeado de tanto azul y que habla con color debe ejercer influjo sobre todo lo que le rodea.
Y lo malo es es que, como ya he comentado, una profesora de canto se ha interesado por él, pero estoy convencida de que retomar el asunto es un error. Cierto es que si la profesora de canto se empeña, la dejaré hacer aunque el resultado sea chungo. No sé, en esto de las pamplinas veo importante sentirme con libertad para hacer incluso cosas por debajo de mis posibilidades. Es un juego y, como a tal, hay que dejar que haya libertad.

******


Buenos días, Cata. Hace un rato, mientras andaba atareada en este recuncho he escuchado el canto de las gaviotas y eso me ha recordado el mar, ahí al lado, a tiro de piedra, y me he dicho que no hay color...

Al margen de estar contenta de volver a andar por Cádiz, ando también con la idea en la cabeza de que le he prometido a Catulo buscarle dónde he hablado yo del amigo montañero que murió joven en el Pumori. Y no encuentro el momento, o no lo encuentro cuando estoy aquí, con internet en condiciones. Pero de súbito me he acordado de una pamplina, El peñón de los naufragios, que escribí tiempo ha y que pretendía formar un conjunto de varios textos dedicados a tres de los que murieron en esa expedición. Lo mismo que hace poco dediqué a Damián Las campanas de Algatocín, en el del peñón hablaba del único que era amigo mío. La nota de prensa que engarzó Catulo pone que murieron cuatro, pero cuando me enteré de la noticia creí que iban tres formando una cordada y esa es la realidad que prevalece para mi.

A lo que iba, como ese del peñón estaba dedicado a mi amigo el de los sueños blancos, he decidido que, mejor que buscar lo que haya ido diciendo por el bujío, le dejo aquí un fragmento de esa pamplina. Aunque necesita un buen pulido (no descarto algún día dárselo y colgar el texto completo), aquí le dejo a Catulo la escenas que hablan más íntimamente de él. Ya en otro momento comentaré la ralidad de la que nacen ciertas cosas.

El peñón de los naufragios (fragmento)
“Encima del papel se apilaban los días en que dudas apenas nos guardaban del frío”, continuó leyendo. ¿Cómo podía alguien expresar con palabras esa sutileza? Así había sido durante mucho tiempo, durante todos aquellos largos años en los que las dudas fueron las únicas que le sirvieron de frágil refugio frente al frío glacial que le provocaba su recuerdo. De no haber sido por ellas ya estaría muerta, como él, en su eterna cama de hielo, ahora inmóvil, atrapado, un puro carámbano, cuando lo suyo había sido el movimiento, la acción, el no quedarse nunca quieto.

Sí, en su lecho de nieve, con su traje de montañero por mortaja, los crampones en las botas y el piolet en la mano. En su sepultura blanca, ilimitada, libre, lejos de los que creen estar vivos cuando ya hace tiempo que murieron. Muerto que pasaba por vivo. Niño no deseado. Puñadito de células que se rebelaron porque querían construir un canto doble a la vida. Pólipo bicéfalo que no se soltó del seno materno cuando Adelaida, madre ya de una parejita, quiso desembarazarse dando saltos de loca. Mujer desesperada, inculta, pero sobre todo insensible, que no dudó, más tarde, en contárselo al hijo, al que todos creían suyo, cuando en realidad lo era sólo de la rebeldía.

Fruto maduro en que se transformó la mitad del primigenio amasijo de células. Triste nana con dos voces nacida de un desesperado réquiem materno. Adolescente que lloró al saberlo; y que también lo hizo al ver al otro muerto, tirado en el campo de deportes, bajo la canasta de baloncesto. La había golpeado involuntariamente, mientras intentaba anotar en el marcador un tanto más de su equipo, y por desgracia fue a caer sobre el frágil cuerpo del otro, acertándole un golpe fatal en la cabeza, cambiando el rojo de su lúdico sofoco en lívido blanco de muerto.

Niño grande que también se sabía predestinado a la muerte temprana y miraba, por ello, los andenes vacíos con mucha calma. Desde siempre supo que su tren había partido ya, incluso antes de su nacimiento. Y justo porque lo sabía, nunca se apresuraba, sino que le concedía a cada cosa su tiempo. Su vida transcurría, monótona y tediosa, tras el mostrador del negocio familiar. Pero, en cuanto saltaba la ocasión, abandonaba la ciudad y, soñando con que lo suyo hubiera sido una nana en lugar del frustrado réquiem materno, se adentraba en las solitarias sierras y se refugiaba en su reino: en la montaña. Mas antes de hacerlo, se detenía a comer cerezas por los caminos y, con una parsimonia inigualable, aguardaba a la noche en las cunetas.

Así se lo contó a ella, a su amiga, cuyas cartas no deseaba que nadie tocara, primero entremetidas entre las hojas de su libro de montañero; luego, cuando ya fueron demasiadas y comenzaron a desencuadernarlo, atadas con una cinta rosa, escondidas encima del armario. Niño eterno, puñadito de células maternas rebeldes, breve canto a la vida, larga balada en el blanco lecho de muerte. Certidumbre de quien se sabía réquiem cuando todos lo creían nana. Durmiente que pasa por muerto, porque ya no se mueve, porque ya no necesita hacerlo, porque ya lo está haciendo en sus sueños blancos. Sueños de nieve, de aludes que no matan, que sólo entierran al montañero en fríos lechos para que al fin pueda vivir los sueños más bellos, los reservados desde siempre a los más valientes.

Así lo piensa ella, desde que se enteró de su muerte, con retraso, a destiempo, cuando ya todos los demás se habían consolado. Condenada, por ello, al duelo solitario de quien no supo estar atenta, de quien no supo escuchar el último adiós del amigo, de quien falló en lo que no se puede fallar, de quien ya no sabe cuándo ni cómo encontrará el descanso. Vida inmóvil, serena, atrapada entre las nieves perpetuas. Montañero que murió en ellas, que se quedó a vivir en su blanco lecho para siempre porque sabía que ésa era la única manera posible de conquistar aquel indomable territorio. Sueños blancos de los que ella, la no montañera, la amiga que no acudió a tiempo, ni siquiera sabe si formará parte. Destino de renuncias hasta conseguir entrar en ellos. Duda eterna que no cesa, que la atormentará hasta que también ella esté muerta, como él, atrapada, quieta, siempre soñando con esa vida previa en la que ambos se habían conocido, por casualidad, en medio de un tórrido verano, por una simple llamada telefónica...


¿Qué me está pasando? :party: Las cavilaciones de Juan Mute

El esfuerzo mismo para llegar a las cimas basta para llenar un corazón de hombre (A. Camus)
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