Los cuervos de San Rafael
Cuando Piedad Peralta, a bordo del trasbordador de San Juan del Río, divisó los dos cuervos posados en la casa salinera de San Rafael, supo que Francisco Heredia había muerto y que pronto la sangre correría de nuevo por la tierra reseca y estéril del Coto. Pero esa certidumbre de infortunio, adivinada en el enlutado plumaje de los pájaros, no impidió que continuara enseñando a su nieto la belleza de ese brazo del mar en el que, desde la fundación de La Colmena, bañaban a los recién nacidos de su casta.
El río, remansado, en ese breve instante en el que la marea invierte su avance, se dejaba surcar por el barco sin apenas oponer resistencia. El pequeño, moreno y de ojos grandes, como corresponde a un buen Peralta, escuchaba las palabras de su abuela con el mentón apoyado en la barandilla. Nació tan enclenque que no se atrevieron a meterlo en el agua. Pero ahora, una vez recuperada la salud con la ayuda de los payos, ella misma iba a bautizarlo en aquel voluble revoltijo: pie de río a ratos, cuando se imponía la corriente llegada de las lejanas montañas; boca de mar luego, cuando la marea empujaba con fuerza y hasta el poblado llegaba el olor de las algas. Y en ese brazo de mar, azuleante y salado, lo iba a sumergir ella en cuanto llegaran a La Colmena.
Agotado por el viaje y el madrugón de la mañana, el niño dormitaba ahora en el regazo de la abuela; aprovechando que ya no tenía que entretenerlo, Piedad miraba hacia la orilla en busca de algún signo que le permitiera descartar el mal presagio leído en el negro plumaje de los cuervos. Olisqueó el aire y, entremezclado con el olor fresco de las algas, distinguió un aroma de almizcle que le confirmaba su sospecha. Amusgó, entonces, los ojos y no cesó en su empeño hasta que logró ver un puntito canela avanzando con parsimonia por el prado de Entrelucios. Un turista enfocó un extraño artilugio en esa dirección y exclamó con alegría que se trataba de un ciervo; ella, venciendo su recelo por lo nuevo, le pidió que la dejara mirar. Y al cabo lo vio, descomunal, desafiante, caminando sin rumbo por la marisma. Ya no tenía la menor duda: Francisco Heredia había muerto: ¡el Gran Macho andaba sin dueño!
Perdido el apoyo de la marea, la lengua marina se retiraba ahora hacia la bocana del río. El Real Fernando aceleró los motores para contrarrestar el fuerte envite de las aguas fluviales. Los turistas, en su mayoría acodados en la barandilla de proa, recibieron con regocijo las salpicaduras del agua al colisionar contra el casco. Un brusco vaivén hizo que Pedro entreabriera los ojos —negros, enormes— y se esforzara en vano por mantenerlos abiertos. Con la mirada fija en el punto canela, Piedad se lamentó de la pronta muerte del único gitano que quedaba en la aldea. Al hospital le había llegado el rumor de que Francisco Heredia andaba otra vez insomne y abatido; no tenía siquiera sesenta años y se comportaba ya como un viejo. En el poblado andaban organizando cuadrillas de voluntarios para vigilar al ganado, porque decían que Heredia había perdido las agallas para enfrentarse al Gran Macho. Piedad había preferido creer que solo eran habladurías, pero ahora era ella misma quien había entrevisto la desgracia en la negra librea de los cuervos.
La luz del atardecer iluminó la cara de Pedro; Piedad la contempló con orgullo. ¡Aquel niño era un Peralta de pura cepa! Igual que su madre, su Candela, de ojos grandes y risueños, y con aquel ángel en sus movimientos que había traído de cabeza a todos los varones del poblado; desde niña Candela había sido, además, inmune a las picaduras de los animales venenosos. Y por ambas cosas, las malas lenguas la habían tachado de bruja. Cuando Piedad se enteró de que estaba embarazada de Candela su deseo hubiera sido que la vaciaran. Siempre que en La Colmena había una moza en apuros, no faltaba alguna gitana dispuesta a limpiarle las entrañas y a coserle el pellejito de marras para disimular la deshonra. Pero cuando violaron a Piedad, ya no quedaba en el poblado ninguna mujer calé capaz de devolverle la honra. Una desgracia que terminó siendo una ventura porque, en cuanto Piedad tuvo a su hija Candela en los brazos, supo que aquel era el mejor regalo que le podía haber hecho el Todopoderoso —o el Omnipresente, como lo llamaba Francisco Heredia en sus atormentadas noches de insomnio—. Durante el embarazo, aquella Piedad quinceañera en aprietos se desvelaba de noche pensando en el momento en el que su barriga dejara de ser un secreto. Cansada de dar vueltas en la cama, salía de madrugada de la choza y siempre encontraba a Francisco Heredia al lado de una fogata. Una noche, en la que la joven quiso saber qué le quitaba el sueño a su compañero de insomnio, este le respondió que la culpa la tenía el Omnipresente que no lo dejaba en paz ni de día ni de noche.
El frescor de la brisa obligó a Piedad a arropar a Pedro con su propia pañoleta. Muerto el gitano, el futuro del poblado se volvía más incierto. Tal como ya ocurriese cuarenta años atrás, el desorden no tardaría en adueñarse de La Colmena. En la noche de la gran fogata, el anterior patriarca reunió a los cabeza de familia y les pidió que, para proteger al ganado del Gran Macho, no dejaran de echar leña al fuego hasta que se hiciera de día. Piedad pasó esa noche dentro de la choza velando el cuerpo de su abuela. Se quedó dormida al amanecer y fue el zumbido de las moscas lo que la despertó a media la tarde. Al abrir los ojos tuvo la sensación de que se despertaba de una siesta como cualquier otra, pero pronto el mal olor que emanaba ya del cadáver la hizo volver a la cruda realidad. Salió al exterior en busca de aire fresco y descubrió que en el poblado no quedaba nadie más que el Puñalaítas —mote puesto por la abuela Dulce porque decía que los ojos de Francisco Heredia eran como un par de puñalaítas en un cartón—. Estaba jugando con los rescoldos de la gran fogata y le contó que la caravana de los gitanos se había puesto en marcha de madrugada. Los de su raza habían abandonado La Colmena sin que nadie se acordara de ellos.
Las primeras estrellas empezaban a rehilar por encima del prado de Entrelucios. Pero lo que en ese momento atraía la atención de Piedad se hallaba un poco más abajo. Trataba de localizar de nuevo el punto de color canela que había visto por primera vez en lontananza moviéndose sin rumbo; y luego, al hacerse de noche, próximo a la orilla, avanzando paralelo al barco. Ahora, aunque no lo viese, lo sentía cerca, marchando a buen ritmo, incluso trotando a ratos para evitar que el Real Fernando lo dejase atrás.
El brazo azuleante de agua salada subía de nuevo aguas arriba y empujaba al trasbordador hacia su destino. El runruneo de los motores se había vuelto más quedo y, en medio de esa calma, Piedad lo intuía cada vez más cerca, más vivo, más poderoso, más desafiante. Tenía la misma sensación que la tarde en la que, al salir de la choza, vio al Puñalaítas jugando con los últimos rescoldos de la hoguera; no había nadie más en el campamento y, sin embargo, ella se sintió vigilada. Francisco notó su recelo y con un simple giro de cabeza le indicó el lugar exacto desde el que el animal los acechaba. Hasta que se apagaron las brasas, hubo un desafío tácito entre el gitano y la bestia, y la espera se fue volviendo cada vez más tensa. Pero en cuanto el fuego dejó de humear, Francisco Heredia levantó la barbilla con gesto desafiante y entrecerró los ojos. El par de puñalaítas se tornaron más oblicuas, más achinadas, y el rostro adquirió un aire intimidatorio. Fue entonces cuando el Gran Macho —el mismo que tanto terror causaba a todos en el poblado— se acercó a la fogata con una mansedumbre inopinada; tanteó las cenizas con las pezuñas y, tras asegurarse de que no quemaban, flexionó las patas delanteras y agachó la cabeza en señal de sumisión. El rostro del Puñalaítas resplandeció de inmediato: las burlas de la infancia por tener los ojos tan pequeños poco importaban ahora; y con la cabeza bien alta, se apresuró a sentarse a horcajadas sobre el lomo del ciervo. Luego le golpeó suavemente los costados con sus pies descalzos hasta que el animal se levantó y, con porte solemne, se puso en marcha. Piedad era todavía muy niña y presenció aquel ritual sin darle ninguna importancia. Mas cuando se lo refirió a los primeros payos que llegaron al poblado, la reacción de estos fue de gran alivio porque, según dijeron, el Gran Macho volvía a tener dueño.
Pedro esbozó una sonrisa y balbuceó algunas palabras en sueños. Su nieto estaba contento; pero más contento se pondría cuando pudiera corretear libremente por el pinar mientras ella recogía la miel de las colmenas. Lo apretujó contra su pecho y, tras darle un beso en la frente, volvió a ensimismarse en sus recuerdos. En la noche de la gran fogata, aunque ella solo tuviese nueve años, llevaba varios meses cuidando a la abuela Dulce. La enfermedad las había obligado a intercambiar antes de tiempo los papeles. La anciana carleaba ya al menor esfuerzo y se pasaba el día en la cama o sentada en una butaca. A Piedad no le pesaba ocuparse de las tareas domésticas porque, mientras ella trajinaba en la choza, la abuela le contaba cosas de cuando los gitanos llegaron al Coto. Habían levantado el poblado justo donde el bordoneo de las abejas presagiaba una buena cosecha de miel. Como vigas maestras de los chozos usaron troncos de pino, varetas de lentisco a modo de traviesas y barrón para tapizar la techumbre y las paredes. Y en los primeros tiempos de vivir en La Colmena, de noche se reunían todos los gitanos alrededor de la hoguera y recordaban con nostalgia los tiempos errantes en los que vivían en las carretas.
¡Qué vivos estaban esa noche los recuerdos! Ella se había quedado huérfana muy pronto y la abuela Dulce se había ocupado de criarla sin la ayuda de nadie. Piedad había crecido enraizada en la estéril arena del Coto como si fuera una sabina más. Aquel era su mundo, en él se sentía feliz. De no haber sido porque Pedro nació antes de tiempo y necesitó una incubadora, a Piedad no se le habría ocurrido salir del poblado. El niño estaba vivo de milagro: un cazador había escuchado un débil ronroneo entre la maleza y, creyendo que se trataba de la cría de algún animal salvaje, se había acercado a curiosear. Vio entonces el cuerpo exangüe de una mujer y, entre sus piernas abiertas, en medio de un charco de sangre, a un recién nacido del tamaño de un gazapo. Candela no debía querer que nadie la viera parir y por eso se alejó de la choza al notar las primeras contracciones. El miedo a ser descubierta le había costado la vida. Y ella, su madre, esa Piedad Peralta que tanto se vanagloriaba de ser capaz de presagiar las desgracias ajenas, ni siquiera se había dado cuenta de que su hija Candela estaba preñada…
El barco avanzaba ahora despacio, esperando la llegada de la pleamar para acometer el atraque. Aquel cabotaje con sordina le permitió a Piedad oír el alboroto de La Colmena. Supo así que sus paisanos andaban revueltos porque tenían miedo. Ahora ya no era una novata y sabía que aquello que había relampagueado sobre el negro plumaje de los cuervos era la muerte; y el alboroto de los habitantes del poblado no hacía otra cosa que confirmárselo. La primera vez que tuvo una visión como aquella no supo interpretarla. Le ocurrió la tarde en que murió la abuela Dulce. Ella se hallaba encendiendo una fogata al lado de las colmenas para ahuyentar a los tejones —de noche les robaban la miel—, cuando escuchó unos graznidos a sus espaldas; al girar la cabeza, vio a una pareja de cuervos posándose sobre los restos de las viejas carretas. A Piedad se le antojaron enormes y de una negrura que daba miedo. Fue entonces cuando los cuervos se enzarzaron en una pelea y los rayos de sol, a la sazón muy oblicuos, llenaron de irisaciones su negro plumaje. Aquel relampagueo iridiscente le provocó una angustia inexplicable que le hizo correr, también de forma inexplicable, hacia la choza. Y en su interior, encontró a la abuela Dulce ya muerta.
El runruneo de los motores se volvió más entrecortado y los pistones dejaron escapar un potente resoplido anunciando al pasaje que el Real Fernando iniciaba el atraque. Los turistas pensaron que el revuelo en el poblado se debía a la celebración de alguna fiesta típica y se arremolinaron en la zona de la cubierta más próxima a la salida. ¡Cuánto le aburrían los payos!, pensó la abuela mientras miraba con orgullo a su nieto. En los ojos grandes y risueños de Candela siempre había entrevisto algo oscuro heredado del cobarde que había tenido por padre. Piedad no sabía quién era porque la violaron estando a las puertas de la muerte por culpa del tifus. En medio del delirio que le causaba la calentura, lo único que recordaba era un peso que la oprimía, que no la dejaba respirar, y un dolor intenso y punzante en sus partes. En contra de lo previsto, Piedad se puso bien. Y aunque vio las sábanas manchadas de sangre, se lo achacó a la propia enfermedad. Pronto, sin embargo, empezó a tener una pesadilla recurrente que le impedía descansar. Veía a un chino que le susurraba al oído palabras zalameras: «De niño quería jugar contigo; cuando creciste, empecé a desearte con desespero; y es solo ahora, cuando sé que te vas, que me atrevo». Una pesadilla de la que siempre la despertaba el frescor de unas lágrimas negras al caer sobre su rostro encendido por la fiebre. Y una pesadilla cuyo significado quedó en parte esclarecido en cuanto llegó la luna nueva y no sangró. Tampoco lo hizo en las siguientes lunas. Al principio trató de disimular el abultamiento de su barriga porque tenía la esperanza de que quien le hubiera hecho aquello diera la cara antes de que la deshonra fuera pública. La espera fue en vano, y eso hizo que la vergüenza se acabase transformando en rencor. Con todo, una vez tuvo a la niña en sus brazos, el ultraje se convirtió en dicha y Piedad acabó dándole las gracias al Omnipresente por el regalo que le había hecho. Por desgracia, ser desvirgadas por la fuerza era el sino de las Peralta y, años después, le pasó lo mismo a su hija Candela. Solo que con la mala suerte de que ella ni siquiera gozó del consuelo de estrechar entre los brazos a su hijo.
El quejido de los maderos del pantalán bajo la presión del casco hizo saber a los pasajeros que el Real Fernando había atracado por fin. Pedro abrió sus enormes ojos negros y, tras sonreír a su abuela, arqueó el cuerpo hacia atrás y estiró los brazos y las piernas para desperezarse. Piedad aprovechó para ponerlo en el suelo, agarrarlo de la mano y, con el hato de ropa a la espalda, dirigirse con él hacia la barandilla. El fuego formaba esta vez un semicírculo cuyos extremos llegaban hasta el propio cauce del río. Un improvisado aprisco en el que todo el ganado de La Colmena —vacas, cabras, ovejas y cerdos— se hallaba revuelto. La abuela miraba con preocupación el hervidero de hombres y bestias que había a un lado y a otro de las llamas; el nieto, en cambio, el ceño fruncido, los ojos muy abiertos, escrutaba la negrura del resto del Coto. Un efluvio almizclado atravesó la noche y, al percibirlo, el niño se puso alerta. Olisqueó el aire con fruición y luego comenzó a tironear insistentemente de la falda de la abuela. En medio del griterío, Piedad vio el movimiento de los labios del niño y se inclinó para oír lo que decían: «Él quiere jugar conmigo», escuchó. Pero Piedad tenía preocupaciones más importantes en la cabeza y no le hizo caso. «¡Suéltame, lela, que yo también quiero jugar con el ciervo!», insistió el niño justo antes de soltarse de su mano y perderse de vista entre los guiris que ya avanzaban por la pasarela. Y ella, asustada —el niño no sabía aún nadar—, se abrió paso entre estos a codazos.
Un crujido en medio de la oscuridad atrajo su atención. Piedad amusgó los ojos y, tras unos segundos de no ver nada, columbró las ramas de un arbusto agitadas por el viento. Algo muy extraño en medio de aquella tensa calma —la brisa se había sosegado con la llegada de la pleamar—. Pero una repentina llamarada de la fogata puso al descubierto la existencia de dos puntos fosforescentes justo debajo de las supuestas ramas. Piedad cayó entonces en la cuenta de su error: lo que estaba viendo no eran las ramas de un arbusto, sino la cornamenta del Gran Macho. No queriendo irritar a la bestia, llamó a Pedro con voz muy queda; pero en vez de regresar junto a ella, el niño corrió al encuentro de su nuevo compañero de juegos. El falso follaje perdió altura y luego se quedó muy quieto. Aquello hizo que Piedad se acordara de la escena vista de niña y comprendiese que el triunfo del Puñalaítas estaba a punto de repetirse. No veía con claridad lo que estaba sucediendo, pero se lo podía imaginar. El ciervo debía encontrarse arrodillado a la espera de que Pedro se encaramara a su lomo. Una inopinada carcajada del niño le hizo comprender que acababa de hacerlo. Y aquella risa inesperada hizo que, como por ensalmo, todo lo oscuro de la vida de Piedad cobrase sentido: la pesadilla recurrente del chino cuyas lágrimas negras como la noche le refrescaban el rostro al borde de la muerte, el poderío innato con el que Candela sometía a los hombres, su inmunidad frente al veneno de las alimañas ponzoñosas... ¿Cómo no se había dado cuenta antes? En su ignaro desafío al Todopoderoso, Francisco Heredia había sobrepasado el límite de lo tolerable: nadie puede violentar a una gitana de manera impune, y mucho menos engendrar luego un hijo en el vientre de su propia hija. Y por eso, como castigo, el Omnipresente había extenuado a Francisco Heredia con su permanente presencia hasta causarle la muerte.
En el negro horizonte del Coto se alejaba ya la silueta de Pedro Peralta cabalgando a horcajadas del Gran Macho. Piedad sonrió con orgullo: aquel triunfo de uno de los suyos daba sentido a todas las desgracias de su vida. Por fin ese insólito entendimiento entre el hombre y la bestia había pasado de la rama de los Heredia a la de los Peralta, cuyos ojos eran casi tan grandes como los del ciervo. El Todopoderoso, el que sabe escribir derecho con renglones torcidos, se había valido de la cobardía del Puñalaítas, de su vergüenza por ser un gitano con los ojos demasiado pequeños, para quitarle la primacía a los suyos. El Omnipresente se había ocupado, pues, de hacerle purgar sus culpas ya en vida. Ahora le tocaba a ella perdonarlo. Al fin y al cabo, él había sido quien enterró el cuerpo maloliente de la abuela Dulce sin un gesto de asco; y quien la dejó calentarse en su hoguera y le dio compañía en las noches de desvelo antes de nacimiento de Candela; y fueron sus manos las que, después de nacer la niña, tallaron para ella juguetes en sus largas noches de insomnio. Francisco Heredia siempre había sido un buen gitano. Cobarde, muy cobarde, pero no por eso malo. Y ahora que ya estaba muerto, ella, Piedad Peralta, no le guardaba rencor.
Buscó la silueta de su nieto cabalgando sobre el ciervo en medio de aquella espesa negrura del Coto pero fue en balde. Desde el poblado le seguía llegando el clamor del miedo de sus paisanos. A pesar de la algarabía, creyó escuchar unos graznidos. Se colocó las manos tras las orejas y aguzó el oído. Le pareció que se oía el lejano murmullo de unas alas. Sin duda, las de los cuervos abandonando la portada de San Rafael. Saberlo le hizo sentir un gran alivio. Había llegado la hora de regresar a La Colmena para decirle a los payos que ya podían dormir tranquilos porque el Gran Macho volvía a tener dueño. Porque Pedro Peralta, hijo bastardo de madre bastarda, cabalgaba ahora a lomos del viejo ciervo.