La maqueta
Era casi perfecta, y toda entera obra suya. Veinte años le había llevado hacer aquella reproducción en miniatura de la ciudad. De esa ciudad en la que le hubiera gustado vivir y no pudo. No pudo porque él siempre había sido un perdedor. Un perdedor que, cuando cumplió cincuenta y cinco años, pertenecía ya al grupo de los parados de larga duración sin ninguna expectativa de encontrar un nuevo trabajo. Pero entonces llegó la Gran Pandemia de 2020 y, flotando en medio de tanta desgracia, su tabla de salvación bajo la forma del denominado ingreso mínimo vital. Era todo lo que necesitaba para dejar al fin de recorrer las calles mendigando un trabajo. A partir de ese momento pudo consagrarse en cuerpo y alma a dar forma a la ciudad de sus sueños. Dos décadas le había dedicado por entero a la construcción de aquella maqueta y no se arrepentía. En ella le había dado forma tangible a un mundo que hasta entonces únicamente existía en el interior de su cabeza, amén de que había logrado de paso una prueba indiscutible de que, al menos por una vez en la vida, Víctor había hecho honor a su nombre dejando de ser el cabal perdedor de siempre.
Era una ciudad marinera, a orillas de un mar capaz de lucir un azul rotundo en los momentos de calma; o un glauco apetitoso, casi comestible, cuando andaba revuelto; o un gris acerado e inquietante en los días de tormenta. Bastaba con echar un vistazo a la escollera de bloques de cemento, que protegía la urbe, para hacerse idea de la bravura que aquellas aguas llegaban a tener cuando había tempestad. Unas aguas que, al igual que el cielo —también de bellos y versátiles colores—, de momento solo existían en la cabeza de Víctor; porque, si bien la parte urbana de la ciudad en miniatura estaba ya culminada, la recreación del cielo y del mar se encontraba aún en mantillas. La sucesión de los días y de las noches, en cambio, la tenía ya solucionada con aquella suerte de linterna gigantesca que, gracias a un sofisticado mecanismo de relojería, se desplazaba paulatinamente por las paredes y el techo del galpón.
A Víctor le gustaba mucho contemplar su obra iluminada, sobre todo en esos instantes en los que los falsos rayos de sol simulaban las amanecidas. Era una recreación a la que solo le faltaba cobijar vida para ser perfecta. Y aunque el milagro se hiciera esperar mucho, al fin ocurrió. Fue en una mañana de niebla densa y perezosa, en la que el resurgir de aquel mundo en miniatura estaba tardando más de lo previsto. Hay que aclarar que había días en los que su creador accionaba una máquina de humo para perder de vista la maqueta. No lo hacía porque estuviera cansado de mirar su obra, sino por todo lo contrario: porque le fascinaba verla resurgir de la nada blanquecina tras la que él mismo la había ocultado previamente. Bastaba con detener aquel ingenioso mecanismo para que la falsa niebla comenzara a disgregarse. Él fijaba entonces la mirada en un punto preciso —siempre el mismo— por el que muy pronto asomarían la cúpula gualda y las torres campanario blancas de la catedral. Y en cuanto veía surgir el primer pináculo, el corazón le brincaba en el pecho como si fuera una rana enjaulada, cuyo único deseo fuese saltar hacia ese mundo recién emergido de la bruma.
Como ya se ha comentado antes, el día del prodigio la máquina de humo había envuelto la maqueta en una nube demasiado densa. La espera estaba siendo tan larga que a Víctor se le irritaron los ojos de mirar tanto tiempo el sitio por donde esperaba ver resurgir el edificio más emblemático de toda la ciudad. Pero hete aquí que, salida de sabe Dios donde, apareció en el galpón una caterva de diminutas criaturas voladoras que, bajo la forma de una nubecilla negra de fisonomía cambiante, se desplazaba con suma agilidad. En un primer momento, Víctor creyó que los ojos le engañaban —los tenía aguanosos de mirar la niebla con tanta fijeza— y parpadeó repetidas veces para aclararse la vista. Pero la oscura tolvanera, en vez de esfumarse, se volvió más nítida; sobre todo cuando, en una de sus cabriolas, los acróbatas pasaron casi rozando el rostro de Víctor. Los identificó enseguida, si bien le costó creer lo que estaba viendo. Y es que los pájaros eran tan pequeños que, de no haber sido por la inconfundible negrura metálica de sus libreas y el amarillo estambre de sus picos, hubiera pensado que eran colibríes en lugar de estorninos.
Tras aquel vuelo rayano, la oscura nubecilla se situó sobre la blancuzca nada que ocultaba la maqueta y, en un visto y no visto, adoptó la forma de un tirabuzón. Descendió, entonces, girando alrededor de un eje imaginario y, como si fuera el brazo en espiral de una perforadora, se adentró en la bruma hasta perderse de vista. Enseguida se escucharon los típicos silbidos que lanzan los estorninos cuando están posados; y a tenor de por donde se había producido el descenso, Víctor dedujo que se habían acomodado en las cornisas de la catedral. Deseaba, empero, comprobarlo e hizo un denodado, amén de fallido, intento de traspasar con la mirada la opaca envoltura de la maqueta. No se rindió, sin embargo, ante ese fracaso, sino que probó de nuevo suerte, esta vez aguzando el oído. Ladeó la cabeza, pues, y escuchó; y cuán morrocotuda no sería su sorpresa al oír un murmullo de voces humanas, además del canto de los estorninos. Quiso entonces descifrar lo que decían, pero antes de tener tiempo, unas campanas comenzaron a doblar y tanto las voces como los pájaros se callaron. Y Víctor, impávido, escuchó aquel sonido siniestro dulcificado por la niebla.
No es necesario decir que, desde la aparición de los estorninos, la curiosidad de Víctor no había hecho otra cosa que ir in crescendo; y aquel toque a muertos, surgido de la niebla impenetrable que envolvía su creación, fue la guinda. Necesitaba con urgencia traspasar aquella barrera, fuera como fuese, para poder ver lo que estaba sucediendo en la urbe de sus sueños. De un armario del galpón extrajo una linterna de mano y, empuñando esta, se aproximó de nuevo a la maqueta. Según sus cálculos, la zona que debía iluminar era aquella donde se hallaba la catedral; y cuando estaba a punto de encender la linterna para alumbrar esa parte, se escucharon los acordes de un órgano. Oír las notas de aquel instrumento le llenó de satisfacción, porque constituían la mejor prueba de que sus cálculos habían sido correctos. Y es que la catedral era el único templo en cuyo coro él había instalado un órgano.
El potente foco de luz de la linterna no tardó en calentar el aire circundante, generando una pequeña turbulencia en la zona iluminada. El resultado fue inmediato: la producción de un desgarro en la falsa niebla que envolvía la maqueta. A través del improvisado ventanuco, Víctor vio que las cornisas de las torres campanario estaban perladas de negro. Eran los estorninos, inmóviles, en respetuoso silencio. Al verlos, tuvo la impresión de que se habían convertido en las cuentas de aquella suerte de gargantillas como una forma de adherirse al luto proclamado por las campanas. En el interior del templo, las voces mayestáticas de un coro se habían sumado ya a los acordes del órgano. Ni en el mejor de sus sueños se había imaginado, Víctor, que se pudiera celebrar una misa de difuntos en esa catedral liliputiense nacida de sus manos. Quizás por ello, ser testigo de semejante escena le causó un estado de regocijo tal que la rana encarcelada en su pecho comenzó a brincar como una desaforada. Y eran tantos y tan intensos sus saltos que su carcelero llegó a tener miedo de que aquello terminase en un infarto de miocardio.
Necesitaba escapar de aquel estado de fascinación si no quería que el corazón le jugara una mala pasada. Víctor intentó serenarse distrayendo la mente con el examen minucioso de las distintas piezas de la maqueta que habían quedado a la vista. ¡Cuánta paciencia y cuánto denuedo había necesitado para reunir y ensamblar todos los componentes de aquella pequeña urbe! Inopinadamente, por el rabillo del ojo vio un trémulo parpadeo procedente de las vidrieras. Por culpa del intenso foco de luz proyectado por la linterna, no había reparado hasta ahora en que el interior del templo estaba iluminado. Pero, en cuanto la apagó, el palpitante resplandor de los rosetones y demás lucernarios de la catedral adquirió más viveza. Saber que aquella luz procedía de los hachones y de los cirios que él había distribuido por las naves del templo le produjo una gran satisfacción; y pensar que, gracias a ellos, iba a poder gulusmear lo que estaba sucediendo dentro le causó un deleite aún mayor.
Víctor cogió una lupa de gran aumento —desde que le había dado por el miniaturismo siempre tenía varias a mano— y se inclinó hasta situar los ojos a la altura de una de las claraboyas. Cuando miró a través de esta, vio que la nave central estaba a abarrotada de gente vestida de negro y que en el presbiterio había un féretro. Alrededor de este, se hallaban tres celebrantes, ataviados con suntuosas casullas de luto, y media docena de monaguillos con los roquetes de gala. El sahumerio que a la sazón emanaba de los incensarios tenía al ataúd envuelto en una nube de humo muy densa, que en cierto modo recordaba a esa otra de mayor tamaño en la que seguía envuelta casi toda la maqueta. El boato de las exequias invitaba a suponer que el muerto era alguien muy notable en la villa. Era el típico funeral que se organiza a la muerte de uno de esos venturosos caballeros que en vida lucen atezados ropajes —guarnecidos de alamares y caireles—, y cuyas ocupaciones suelen ser sinecuras de las que obtienen abultados estipendios sin apenas esfuerzo…
Tras un instante de silencio, las voces del coro entonaron al unísono un estruendoso «Kyrie eleison» y, en el acto, los monaguillos dejaron de balancear los incensarios. La humareda se fue aclarando paulatinamente hasta dejar a la vista un lujoso féretro con la tapa quitada. Desconocedor de los ritmos litúrgicos, Víctor pensó que el humo ocultaría de nuevo el ataúd en cualquier momento, y se aprestó a aprovechar la coyuntura. Alejó de sí la lupa hasta conseguir enfocar el rostro del muerto. Lo que vio entonces le dejó tan perplejo que no fue capaz de dar crédito a lo que estaba viendo. Temeroso, una vez más, de que fuera un engaño óptico, parpadeó varias veces seguidas antes de volver a mirar. Cuando comprobó que nada había cambiado, su perplejidad se disparó hasta cuotas inauditas. El muerto tenía algunas arrugas más y el pelo un poco más canoso pero, salvo en esas insignificancias, su fisonomía era idéntica a la de Víctor. Para más inri, aquel hombre había sido un mimado de la vida y eso acrecentaba el contraste entre los destinos de ambos. A pesar de su dócil temperamento, en esa ocasión el sempiterno perdedor se rebeló: no era justo que la primera vez que se cruzaba con un sosia lo hiciera precisamente con uno que había triunfado en la vida.
Entre tanto trataba de resignarse ante semejante iniquidad, las voces del coro entonaron un «Requiem aeternam dona eis» deseándoles el descanso eterno, seguido de un «Lux perpetua luceat eis» pidiendo que la luz perpetua brillase para ellos. Ambas rogativas fueron formuladas en plural, un detalle que dejó a Víctor todavía más confuso. Pero era tal la belleza de las voces y de la música que la emoción se impuso al desconcierto. Notó, entonces, cómo se le hacía un nudo en la garganta y tuvo miedo —o quizás vergüenza— de que aquel sentimiento de autocompasión —su tristeza no podía ser por un muerto al que no conocía de nada— le pudiera hacer llorar. Así que cerró los párpados con fuerza y trató de contener las lágrimas. Gracias a Dios, los incensarios volvían a estar en movimiento y el intenso aroma del incienso hizo que su mente viajara a aquellos lejanos días en los que, con un frío que echaba para atrás, Víctor niño acudía a la iglesia de su barrio para ayudar a decir la primera misa de la mañana…
«¡Increíble!», exclamó después de unos segundos. Las imágenes que estaba recordando eran absurdas: él nunca se había puesto de puntillas junto a ese altar para colocar las vinajeras; ni ese cura era el bueno de don Inocencio; ni él había vestido jamás un roquete con tantos encajes y filigranas. Siempre había sido un perdedor, incluso de niño. Aquellos recuerdos no eran, por tanto, los suyos. ¿Se habría quedado dormido? ¿Estaría soñando…? De que se hallaba tumbado bocarriba no tenía la menor duda, si bien no se pudo mover para comprobarlo. Una incapacidad inquietante y que, sin embargo, no le inquietó lo más mínimo. Estaba sereno, muy sereno, como nunca antes lo había estado. Ya que no se podía mover, resolvió entretenerse recorriendo con la mirada las robustas costillas de piedra que surcaban la inmensa concavidad que tenía encima. Vio cómo las nerviaciones fueron confluyendo paulatinamente hasta que al cabo se juntaron en un rosetón cenital. Nada más verlo, lo reconoció: aquel elemento decorativo formaba parte del intradós de la cúpula de la catedral. Un hecho que Víctor consideró de incuestionable trascendencia, porque, si lo que estaba viendo era el techo de ese templo, no cabía otra explicación que la de que él fuese el muerto.
En aquella maqueta había reproducido la ciudad de sus sueños y, gracias a esa recreación, ahora estaba teniendo la oportunidad de asomarse a otra vida. De haber podido mover los labios, Víctor habría sonreído satisfecho: esa urbe en miniatura era su única victoria, pero… ¡menuda victoria! «Recordare» dijeron a la sazón las voces del coro, invitando al yaciente a hacer memoria. Y esta vez recordó con sumo gusto lo mucho que había disfrutado en los últimos tiempos con el vuelo acrobático de los estorninos: en cuanto llegaba el frío, desde la torre mirador de su casa los veía primero evolucionar en el aire y luego posarse en las ramas de los vetustos ficus de la Alameda Apodaca. De niño, en cambio, eran las lavanderas cascadeñas las que dormían en la extensa arboleda de la casa palacio de sus padres; y cada atardecer, desde el ventanal de su dormitorio, él disfrutaba viendo cómo se acomodaban en sus dormideros. Recordó, después, la calidez de su cuna, la ternura de las caricias maternas, la gran biblioteca de su padre, las placenteras fiestas mundanas de su juventud, la dichosa incredulidad cuando tuvo en los brazos a su hijo recién nacido, las fecundas tertulias literarias en el casino, el éxito fácil y reiterado en los negocios, la placidez de la posterior vida de retiro, la inestimable serenidad de la senectud…
No, no se podía quejar: la vida lo había tratado siempre muy bien. Sí, la vida lo había mimado mucho desde el día en el que lo sacaron del orfelinato. Se acordaba perfectamente de aquella mañana, del miedo que pasó mientras aguardaba la llegada de esos desconocidos que, según el aya, venían a verlo para decidir si los adoptaban o no como hijo. Y al seguir recordando, el Víctor yaciente no solo vio los rostros de quienes pronto se convertirían en sus padres adoptivos, sino también el de ese otro niño que no fue capaz de sonreírles. Si lo que inclinó la balanza, lo que dio lugar a uno u otro de los sosias, fue la ausencia de esa sonrisa no lo sabría nunca. Pero de lo que no tenía ninguna duda era de que, sin el cariño y los cuidados de los que a partir de ese día se convirtieron en sus padres, él no habría sido el hombre brillante y de éxito al que ahora todos despedían con aquel excelso réquiem.
Fuera del templo la falsa niebla estaba a punto de desvanecerse, cuando en su interior sonaron los últimos acordes del órgano acompañando al amén final del coro. Tras unos segundos de sonoro silencio, desde las cornisas de la catedral, los estorninos comenzaron a proferir sus inconfundibles silbidos. No tardaron mucho en levantar el vuelo y formar una compacta nubecilla negra sobre la plaza de la catedral. Una nube que, conforme se desplazaba, iba cambiando de forma; hasta que, en medio de una de esas cabriolas, se desvaneció, como por ensalmo, a la vez que lo hacía el último jirón de niebla.
La pequeña ciudad en miniatura y su creador volvían a estar solos en el interior del galpón. La maqueta se hallaba de nuevo silenciosa, sin vida, y con las vidrieras de la catedral otra vez a oscuras. Víctor yacía en el suelo, bocarriba, la mirada clavada en el techo; en su cara había ahora algunas arrugas más y el pelo lo tenía un poco más cano, pero lo que de verdad resultaba más llamativo era la serenidad mostrada por su rostro y la sonrisa insinuada por sus labios.
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