La plaza de la República, en medio de un París primaveral, era el hervidero de una multitud enardecida, sedienta de sangre. Los rostros envejecidos de jóvenes hombres y mujeres pedían a gritos libertad tras haber pasado el peor invierno de sus vidas, con las cosechas arruinadas por el frío y la falta de la base de su dieta: el pan. Es por eso que, al ver llegar la vieja carreta con la mujer en ella, la muchedumbre enloqueció de ira gritando frases que pondrían la piel de gallina a cualquiera. La mujer iba sentada, vestida con una bata y toca blancas, y miraba, sin ver, todo lo que pasaba a su alrededor. Al llegar al patíbulo bajó de la carreta con las manos atadas a la espalda, subió las escaleras y fue puesta boca abajo sobre una madera a la que fue atada, la cual se movió hasta quedar en el lugar adecuado.
Al mediodía del 16 de octubre de 1793, el redoble de tambores avisó al verdugo que debía actuar y así lo hizo: la hoja afilada de la guillotina cayó. El pueblo se unió en dos frases que quedarían para la historia: ¡Abajo la monarquía! ¡Viva la República!
El verdugo tomó la cabeza de la mujer por los cabellos y la mostró al pueblo, que entre vítores festejaba el final de una de las etapas más oscuras de la historia mundial, la caída del absolutismo. Lo acontecido: acababan de guillotinar a María Antonia Josefa Juana de Habsburgo-Lorena, esposa de Luis XVI, más conocida como María Antonieta, reina de Francia y Navarra. La causa: traición a la patria.
Alejado de la turba violenta y desenfrenada, un hombre permanecía recostado contra un paredón. Su rostro era apenas visible bajo el gran sombrero que adornaba su cabeza. Vestía con elegancia, era evidente que se trataba de un caballero. Luego de presenciar los hechos, si alguien se hubiera acercado habría notado que las lágrimas caían por sus mejillas como las gotas de lluvia resbalaban por los cristales. El hombre se retiró del lugar cabalgando ligeramente por un camino que, tras tres horas de viaje, lo llevó a la ciudad de Orleans, al sur de París. Al llegar a su finca, sus sirvientes lo ayudaron a desmontar y se llevaron su caballo. En tanto, sin decir una palabra, entró al salón y se desplomó en un sillón llorando como un niño. Los criados se miraron y finalmente lo dejaron solo con su amargura, lo mejor era que sacase toda esa tristeza para comenzar una nueva etapa de su vida. Pero él no iba a tener sosiego por el resto de su existencia, pues la inmensa culpa que llevaba a cuestas, como una enorme bolsa de piedras sobre sus hombros, lo obligaría a vivir retirado, solo con sus sirvientes como compañía.
Estas dotes lo elevaron por encima de sus congéneres de la misma edad, por lo que, cuando cumplió los veintidós años, decidió dejar de dar clases de Historia en la universidad y viajar a París para conseguir un trabajo allí. Lo deseaba desde hacía mucho y un día de enero entendió que era el momento. Sus padres quedaron desconsolados, pero aprobaron que el joven quisiera hacer su propia vida. Con sendas cartas curriculares de sus profesores y mil sueños bajo el brazo, partió hacia París en febrero de 1785.
Al llegar al centro de la ciudad, se topó por esas casualidades del destino con un gran cortejo de berlinas y jinetes. Al preguntar se enteró de que eran los reyes de Francia, que, tras acudir a un almuerzo, volvían al Palacio de Versalles. Léonard, a pesar de que venía de una clase alta con todos los lujos que ello conllevaba, no pudo quedar más que embelesado con la opulencia con que estaban adornados los carruajes, sobre todo el de los soberanos, tirado por seis yeguas inglesas de cola corta y flanqueado por cuatro criados. Todo ese esplendor iluminó su semblante, nunca había visto un cortejo real. Sin embargo, lo que más llamó su atención fue el bello rostro que asomaba por una de las ventanas de la berlina. Comprendió en ese instante que era la mujer más hermosa que jamás había visto: la reina María Antonieta. Léonard, muy guapo, esbelto y vestido como todo un caballero, tampoco fue alguien que la reina pudiera dejar pasar por alto. Sus miradas se cruzaron y fueron tan cómplices que el rubor subió por las mejillas de ambos.
El jefe de la escolta real, el capitán Marcel Nivelot, notó la gran habilidad del joven con el corcel, además de su estilo elegante y caballeresco, por lo que envió a un oficial de las tropas reales, quien le preguntó:
— Buenas tardes, el capitán de la escolta real, capitán Nivelot, pregunta si sois de algún regimiento de las afueras de París.
— Pues no, soy licenciado en Ciencias Políticas y vengo en busca de trabajo en una universidad.
La negativa a la pregunta no fue óbice para que el mismo Nivelot, luego de enterarse, se le acercara y le comentara lo bien que controlaba a su caballo y si quería hacer unas pruebas en la capitanía de la Guardia Real. Léonard no había ido a París con esa idea, pero el destello que lo había deslumbrado unos momentos antes le impidió hacer otra cosa que aceptar el ofrecimiento.
Nada sabía él sobre el descontento de la plebe con los reyes, más aún con la reina, llamada desde hacía algún tiempo Madame Déficit debido a sus excesos en los gastos de las arcas reales para su guardarropa, peinados y las grandes fiestas que daba en el Petit Trianón. De esas fiestas se decía que eran absolutamente exuberantes, así como con grandes aberraciones a la moralidad, todo consentido por la propia María Antonieta.
De esta forma fue que, a mediados de 1786, la reina recibía a los dos hombres y, para su sorpresa, se encontró con aquel joven tan apuesto que había llamado su atención y que hasta la había ruborizado con su estilo y prestancia. María Antonieta amaba a su marido, a pesar de que se decían muchas cosas sobre ella con respecto a su sexualidad. Pero nunca hubo un hombre específico al que se le asignara el título de amante oficial. Luego del asombro inicial, la soberana se compuso y permitió que el capitán Nivelot lo presentara:
— Su majestad, os presento al oficial Léonard Jouyet Bouron, quien ha sido seleccionado para ser vuestro caballero real.
El joven se inclinó y ejecutó correctamente todos los protocolos de cortesía hacia su majestad, mirándola con unos vehementes ojos verdes que metafóricamente la “desnudaron” de placer. El rubor volvió a sus mejillas con más fuerza aún, después de tocarlo con la espada en cada hombro, y decirle:
— Os nombro oficialmente como mi caballero.
Una conspiración fatal del Universo quiso que los destinos de estos jóvenes se cruzaran sin remedio y se enamoraran locamente.
Pasados los meses, la reina solía pedirle a su caballero que se presentara ante ella por alguna cosa sin importancia, solo para verlo y excitarse. Hasta que una noche fue llamado al Petit Trianón, donde María Antonieta, haciendo toda clase de artimañas, logró escapar del palacio y reunirse con él. Después de pasar una noche de intensa pasión, conversaron sobre sus vidas y, ante las primeras luces del amanecer, los amantes se despidieron. Con mucha cautela, lograron llegar a sus lechos sin ser vistos. Estas peticiones de la soberana se fueron haciendo cada vez más frecuentes en el tiempo. En una de ellas, después de amarse hasta quedar exhaustos, se declararon su amor y la intención de que algún día pudieran estar juntos para siempre.
Un día, al llegar al alba a su lecho, un camarada le reveló que se susurraba en secreto que el joven oficial Léonard Jouyet Bouron se estaba viendo con alguien de la corte. Le advirtió que debía tener mucho cuidado, porque esos desmanes se pagaban con prisión en un lugar horrendo, donde los presos eran sometidos a toda clase de torturas: La Bastilla.
Fue entonces cuando se percató de que si el romance salía a la luz y se enteraban de quién era esa “persona de la corte”, las torturas serían de las peores y que seguramente no saldría con vida de ese lugar. Además, no sabía qué podría pasar con el honor de la reina y qué acciones tomaría Luis XVI con su esposa infiel. Por lo que, con toda la tristeza de su corazón, escribió una larga carta a María Antonieta y se la entregó una noche en que ella lo esperaba, diciéndole:
— Querida mía, no es posible seguir, ya saben de mis encuentros con alguien del palacio. No sé qué pasará con vos si os descubren y, por supuesto, eso me preocupa, pero mi futuro seguramente será La Bastilla, torturado y muerto. Lo siento mucho, siempre os amaré, pero no quiero que nuestras vidas terminen de esa forma—. Y, sin dejar hablar a la reina, se alejó presurosamente.
La soberana dijo en voz muy baja, como en un susurro:
— Os amo, Léonard…, siempre os amaré…
Al finalizar la lectura de la carta, con los ojos llenos de lágrimas, se dio cuenta de que todo lo que él decía era verdad. A partir de entonces no hubo más encuentros nocturnos, aunque él siguiera siendo su caballero, que ahora era tratado fríamente, para que no se notara la realidad de sus sentimientos hacia el joven.
Durante los años que llevaba sirviendo en el palacio había presenciado toda clase de intrigas, actos malintencionados y maldades hacia los soberanos, pero esto le parecía algo muy peligroso. La situación de ellos en esos momentos era muy delicada, debido a que la opinión pública estaba furiosa con el rey por aumentar los impuestos solamente a los plebeyos, mientras los nobles pagaban una ínfima suma y el clero estaba exonerado.
Algo andaba mal, alguien se hacía pasar por la reina, pero, ¿el cardenal de Rohan no se daba cuenta de que quien estaba enfrente de él no era María Antonieta? Además, rememoró las largas noches de conversaciones en el Petit Trianón, donde ella le había contado cómo había sido su vida en Versalles desde su llegada en 1770 para casarse con el nieto de Luis XV. Y recordó claramente que le había dicho que sentía aversión por el cardenal, debido a un desaire que le había hecho a su madre María Teresa I de Austria, ya que no estaba de acuerdo con la boda de la “Austríaca” y el Delfín de Francia.
Tras presenciar toda esa intriga no sabía qué hacer, temía por la reina, pero en su calidad de caballero debía ponerla sobre aviso. Sin embargo, al escuchar que se reunirían nuevamente en breve para la entrega del collar, esperó ese acontecimiento para contarle con consistencia toda la trama creada por los timadores.
La siguiente cita fue en el mismo lugar. Cuando se reunieron, el joven se escondió más cerca que la ocasión anterior. Pudo ver que, esta vez, la “reina” no estaba, en su lugar había acudido uno de sus “lacayos” para que le fuera facilitado el collar, que luego sería entregado a María Antonieta. Tal fue su estupor al enterarse de que se trataba de una joya de seiscientos cuarenta y siete diamantes y que su valor oscilaba en casi dos millones de libras que estuvo a punto de desplomarse. ¡Era una confabulación gravísima, debía ver a la reina en los primeros albores del día!
Por la mañana se le concedió una cita. Pudo observar con suma tristeza cómo, en cuestión de meses, el aspecto de María Antonieta había cambiado. Antes graciosa y sin temor a nada, ahora se la veía sumida en un miedo tan intenso que el hermoso color azul de sus ojos parecía gris, y su cabello se había vuelto ligeramente blanco.
Cuando estuvieron solos le contó todo lo que había visto y oído en los jardines de Versalles. Ella quedó estupefacta. Alguien se había hecho pasar por ella, el cardenal de Rohan “le había comprado un collar de ese valor” y con los nervios a flor de piel, le dijo a Léonard:
— Esa mujer, ¿de dónde ha salido? ¿Qué significa todo eso? ¿Con qué motivo se hace?
Esta última fue la única pregunta a la que su caballero pudo dar respuesta:
— Al parecer, el cardenal de Rohan quiere estar bien con vos, para que el rey lo nombre primer ministro.
En ese momento entró Luis XVI y la reina, furiosa contra el cardenal, le contó todo sobre el tema del collar y se dio cuenta de que el oficial Jouyet Bouron sería un testigo clave para un posible juicio contra el cardenal y para el suyo propio, si se complicaba la situación. Aunque debía andar con cautela, esperaba que nadie se hubiera enterado de que su caballero había sido su amante y que ese amor aún seguía vivo.
El cardenal de Rohan fue llamado por los reyes y su alegría fue inmensa, pues pensaba que con el collar había solucionado el odio que le tenía la “Austríaca”. Pero no bien entró al recinto, el barón de Breteuil, jefe de la Guardia Real, le dijo que estaba bajo vigilancia y dio orden a un oficial de que fuera llevado a La Bastilla.
El pueblo se levantó a favor del cardenal y en contra de la reina, ya que lo consideraba como a un mártir. El pueblo clamaba por pan y ya no estaba dispuesto a seguir soportando a unos reyes que pensaban solo en su bienestar personal y nunca en ellos, todo lo contrario.
La plebe estalló en París el 14 de julio de 1789, cuando tras robar todas las armas que pudieron y asesinar a todos los panaderos que tenían stock de harina en secreto, fueron en busca de la pólvora necesaria para usarlas; ésta se encontraba en La Bastilla, que fue tomada y todos sus custodios acuchillados. A partir de allí, una sucesión de hechos que comprometían a los reyes hicieron que una multitud de mujeres avanzara hacia el palacio de Versalles con la idea de matar a la reina. Si bien esto no aconteció, se decidió que los reyes y sus hijos, acusados de traición a la patria, fueran llevados al Palacio de las Tullerías en París, en calidad de prisioneros.
Léonard cayó en una gravísima depresión, ella no estaba allí y él ya no era su caballero. Solo el juicio de Rohan le daba esperanzas de que los soberanos volvieran a Versalles y poder estar cerca de su amada.
El destino quiso que la misma noche del 14 de julio, mientras dormía, lo encapucharan y lo llevaran hacia la Bastilla. La casualidad fue otra vez su suerte o su infortunio, como la primera vez que vio a la reina: la Bastilla estaba siendo destruida. Los hombres enviados a secuestrar al joven caballero lo dejaron en un sucio callejón, tirado en el suelo, y se fueron presurosamente porque el ambiente estaba muy caldeado. Logró sacarse la capucha y las cuerdas que le ataban manos y pies y comenzó a caminar sin rumbo, mareado por la situación. Pudo observar el fuego que salía de la prisión y cómo los manifestantes la destrozaban. A lo lejos divisó a un caballo vagando entre los escombros y se acercó al animal. Lo calmó con facilidad, lo montó y enfiló el camino hacia Orleans.
Desesperado y con su sombrero bien calado en su cabeza para no ser reconocido, volvió a la valla, justificando su entrada como testigo de importancia para hundir a María Antonieta, pero ni siquiera eso hacía mella en los enfervorizados hombres que cuidaban el lugar y sospechaban de cualquier persona que quisiera pasar. Las órdenes procedían del poderoso diputado revolucionario Maximilien Robespierre, llamado “el incorruptible”, cuyo régimen de terror dominaba París. Para él, todo sospechoso de oponerse a la revolución debía ser ejecutado en la guillotina.
Pero allí, en esa valla, tuvo lugar una circunstancia que, como todo lo que le había sucedido a Léonard desde que conoció a María Antonieta, no sabía si era suerte o infortunio.
Mientras él se paseaba por delante de la barrera, otro hombre se acercó y, al verlo, comenzó a clamar, con voz de beodo:
— ¡El caballero de la reina, miren al caballero de la reina!
No obstante, dado el revuelo y el griterío que había en el lugar, todos entendieron que el hombre que profería esas palabras se las decía a sí mismo, debido a lo alcoholizado que estaba. “¡Soy el caballero de la reina! ¡Soy el caballero de la reina!”, parecía sonar, por lo que en pocos minutos fue silenciado por varios fusiles y su cuerpo despedazado inmediatamente por las hordas de revolucionarios que solo querían ver la sangre de la oposición.
El verdadero caballero, horrorizado por la barbarie, se dio cuenta de que el peligro en que se encontraba era tan enorme que si lo volvían a reconocer, y esta vez fuera alguien de importancia, lo matarían allí mismo y de la misma forma que al ebrio. Nunca conseguiría entrar, porque jamás podría decir quién era, por lo tanto, con el corazón roto en mil pedazos, decidió alejarse del lugar.
Cuando la reina, durante el juicio, clamó por su principal testigo y sus abogados le dijeron que no se encontraba en el recinto, ella misma contó cómo su caballero había presenciado toda la intriga del collar en los jardines de Versalles. Y afirmó:
— Ese hombre es digno de creer por su acérrima sinceridad, podía jurarlo ante la corte sin ningún cargo de conciencia, por tanto solicito que se lo mande buscar.
Sin embargo, la suerte estaba echada para María Antonieta, dado que el fiscal principal le dijo:
— Según me han informado, el oficial Léonard Jouyet Bouron ha sido asesinado y descuartizado hace un momento por un grupo de revolucionarios, en tanto clamaba que era el caballero de la reina, cerca de la puerta de entrada a esta fiscalía.