La insólita veleta del Convento de Santa Lilaila de Babia
En el corazón del valle del río Luna, en la margen derecha de su cauce, justo enfrente de la desembocadura del Arroyo Barrera, se encuentra el Convento de Santa Lilaila de Babia. Habitado por una comunidad de monjas de clausura de la Orden de las Clarisas Descalzas, desde que los bordados a mano han sido remplazados por los menos primorosos —pero muchos más baratos— hechos a máquina, al igual que ha pasado en tantos otras comunidades de clarisas coletinas, la principal y casi única fuente de ingresos del Convento de Santa Lilaila es la elaboración de dulces. Entre sus muros se han conservado antiguas recetas, que las hermanas reposteras elaboran con ingredientes naturales y, siempre que es posible, procesados por ellas mismas; amen de hacerlos con gran dedicación y sin prisas. El resultado es un abanico de exquisiteces entre la que destacan, por ser su especialidad, las Lunas Llenas: un tipo de buñuelos de viento, de un tamaño mayor del habitual, rellenos de nata elaborada por las propias clarisas a partir de la leche de su vacada.
Aparte de por la mencionada delicatesen, el Convento de Santa Lilaila de Babia es conocido en todo el valle —y también fuera de este desde que ha adquirido relevancia turística al haber sido declarado parque natural— por la singular veleta de hierro forjado que culmina la torre campanario de su templo. Sobre la habitual flecha encargada de marcar la dirección del viento, en vez de la típica cruz de otros muchos recintos religiosos, la veleta de Santa Lilaila tiene la silueta de un flamenco posado sobre una sola pata. Ave que, a tenor de los vientos dominantes de la zona, y en contra de lo que habitualmente se espera de una veleta, pasa la mayor parte del año mirando hacia Poniente; motivo por el que los lugareños más leídos afirman, en tono jocoso, que debe ser una criatura originaria del Asteroide B-612 —en alusión al principito saintexuperiano que habitaba en ese asteroide y era amante de las puestas de sol—. La veleta del flamenco se halla anclada en el punto más alto del conjunto monástico y, cuando se la columbra desde la lejanía, en un primer momento se tiene la impresión de que hay una cigüeña posada en la torre campanario. Pero en cuanto el visitante se acerca y ve con mayor claridad el grueso y recurvado pico de la zancuda sale de su error. Ni que decir tiene que un valle entre montañas y de esas latitudes no es el hábitat natural del flamenco. Divisar, pues, sobre el campanario de Santa Lilaila ese motivo que no es religioso ni tampoco propio de la fauna leonesa se convierte en un hecho doblemente insólito.
Lo que ni siquiera los habitantes actuales del valle saben es que esas dos peculiaridades del convento —las Lunas Llenas y la insólita veleta del flamenco— tienen un origen común. Y no lo saben porque en Villafeliz de Babia, pequeña aldea situada a quinientos metros del convento aguas arriba del Arroyo Barrera, ya no queda ningún nonagenario que pudiera haber escuchado de niño la historia de boca de un abuelo, a la sazón también nonagenario, en alguna de las largas y gélidas veladas de los interminables inviernos del Valle de Luna; veladas que antaño, antes de que la radio y la televisión se popularizaran, los lugareños solían pasar en sus casas reunidos todos en torno a la lumbre. De estar vivo aún ese niño ahora nonagenario, lo más probable es que hubiera escuchado la historia en una fría noche de invierno, en la que el fuerte viento racheado haría llegar hasta la aldea el chirriar de la veleta del convento —algo que todavía sigue ocurriendo—; y ese chirrido habría hecho, a su vez, que el más veterano de la familia se acordase de que, en sus años mozos, la había visto instalar. Le habría contado, entonces, a su nieto que aquel extraño pájaro, de patas largas y grueso pico, llevaba posado en el campanario del convento desde finales del siglo XIX; momento en el que llegó a Santa Lilaila bajo el brazo de una nueva clarisa que resultó ser muy habilidosa elaborando dulces, como las populares Lunas Llenas que los lugareños pronto tomarían de postre los domingos y demás fiestas de guardar.
La monja, en cuestión, se llamaba sor María y era oriunda de San Fernando, Cádiz. Dio la casualidad de que, cuando ella llegó, en el convento había ya otra sor María y, a fin de evitar confusiones, decidieron completar el nombre de la nueva hermana con el apelativo «de la Isla», en alusión a su lugar de nacimiento. Según parece, la sor isleña era la cuarta hija de un panadero pastelero que se las veía y se las deseaba para llegar a final de mes por ser viudo y tener una prole muy numerosa. Era, por otro lado, la más díscola, la más fantasiosa y la más tozuda de todos los hermanos y, antes de vestir hábitos, se había fugado del domicilio familiar porque quería convertirse en bandolera. Se le había metido en el caletre que esa era la mejor forma de saciar sus ansias de aventuras y, a la vez, terminar con las estrecheces de los suyos. No tardó, sin embargo, mucho tiempo en volver al redil. Nunca quiso contar qué fue lo que socavó su anterior denuedo, pero lo cierto es que regresó amilanada y mucho más sumisa. El padre respiró aliviado y, convencido de que su hija podría llegar a ser una avezada repostera, le pidió que le ayudase en el obrador. No era mala aprendiz y tenía buenas manos, mas siguió teniendo la cabeza llena de pájaros y pasado un tiempo, de un día para otro, se le ocurrió una nueva extravagancia. Le dijo a su padre que deseaba ser monja de clausura y este, convencido de que sería una fiebre tan fugaz como la de ser bandolera, no le hizo mucho caso. Esta vez, sin embargo, la cosa iba mucho más en serio y el buen hombre tuvo que acabar aceptando el hecho de que su cuarta hija estaba decidida a vestir hábitos.
A finales del siglo XIX todavía estaba vigente la tradición de que cualquier mujer que deseara desposarse, ya fuera con varón o con la mismísima divinidad, tenía que aportar al matrimonio tanto un buen ajuar como peculio suficiente para contribuir a su futuro mantenimiento. Cuando al padre le tocó enfrentarse al problema de la dote de aquella terca fémina, cayó en la cuenta de que no contaba con otros bienes que no fueran sus manos y su buen hacer como pastelero. Después de días pensando en cómo salvar aquel escollo, recordó que había conventos de monjas de clausura cuyas comunidades se mantenían elaborando dulces. Le constaba, por ejemplo, que los afamados mostachones de Utrera eran elaborados en el convento de las clarisas de esa localidad. Si la postulante se avenía a razones, aquello podía ser una buena solución: a falta de dinero contante y sonante, su dote sería de bienes inmateriales pero no menos valiosos. El panadero le preguntó de nuevo a su hija si era firme su empeño de meterse a monja; al responderle esta que sí, le pidió que al menos tuviera la deferencia de vestir los hábitos de clarisa. Gracias a dios la vocación monacal de la joven era firme pero nada selectiva: le traía al pario quién hubiera fundado la orden con tal de que esta fuera de clausura, y gracias a Dios la de las Clarisas Descalzas lo era. Llegó la hora de acompañarla al noviciado para negociar con la hermana priora el espinoso asunto de la dote. Era un excelente profesional y eso le permitió hablar con desenvoltura sobre el negocio de la repostería, poniendo en valor las buenas manos de su hija y la aportación de recetas exclusivas de su familia, la cual tenía una rancia tradición pastelera. Viendo que, pese a su valioso ofrecimiento, la priora no acababa de dar su anuencia, buscó sobre la marcha qué otra cosa podía ofrecerle a aquella usurera religiosa. Se acordó de su suegro, reputado herrero de San Fernando, y le dijo a la sor que el abuelo de la postulante forjaría cualquier objeto de hierro o acero que necesitaran en el convento al que esta fuese destinada.
No sabemos hasta qué punto la mención del herrero fue decisiva, pero sí que la aspirante a clarisa acabó entrando en el noviciado y que, superada esa etapa de aprendizaje, tuvo como destino el Convento de Santa Lilaila de Babia. Que fuese destinada a aquella comunidad no era un hecho del todo azaroso: en aquel convento todavía no se elaboraban dulces y, aparte de con la misión común de glorificar a Dios, la nueva monja llegaba al Valle de Luna con el encargo de hacer uso de sus conocimientos y de sus manos para que Santa Lilaila tuviera una nueva fuente de ingresos. Además de un hato con buena ropa interior de abrigo —le habían avisado de que en ese convento el frío invernal se colaba por debajo de las faldas del hábito—, trajo bajo el brazo la insólita giralda del flamenco que aún hoy en día sigue posado sobre una sola pata en la cúspide del campanario del convento. Mientras estaba en el noviciado, una tremenda ventisca de nieve había destrozado la antigua veleta de Santa Lilaila; y aunque no se sabe bien cómo, la noticia llegó a oídos de la priora quien, a su vez, recordó el ofrecimiento del panadero y le escribió una carta pidiéndole que su suegro forjase una veleta capaz de resistir los inclementes inviernos del Valle de Luna, que era donde se hallaba el futuro convento de su hija. Así pues, el abuelo materno de sor María —un isleño enamorado de la marisma y en cuyas obras solía recrear las aves marismeñas— fue quien forjó la giralda del flamenco. Al pronto, que encima de la flecha de la veleta no hubiese un motivo religioso, sino un ave zancuda desconocida, escandalizó al resto de la comunidad de Santa Lilaila. Pero sor María de la Isla, que en ese momento se hallaba pletórica con su recién estrenado apelativo —«de la Isla» le evocaba aventuras marineras: islas remotas, farallones, naufragios, pecios, derrelictos…—, supo engatusarlas con una bella historia, por supuesto inventada de pe a pa, sobre lo mucho que santa Coleta —religiosa que en el siglo XV reformó la Orden de Santa Clara y a la que las clarisas descalzas deben el apelativo de coletinas— amaba los flamencos y lo orgullosa que se iba a sentir viendo su silueta sobre el campanario de uno de los conventos de la orden. De igual forma, la elaboración de los tamaños buñuelos de viento rellenos de nata, que son conocidos como Lunas Llenas por su forma esférica y la blancura del azúcar glasé que los recubre —recuerdan vagamente a nuestro satélite en esa fase lunar—, fue una aportación posterior de sor María de la Isla. El cómo se gestó la receta de esa exquisitez es otra historia que, como veremos enseguida, también merece ser narrada.
En aquellos años, la iglesia de Santa Eulalia, sita en las afueras de Villafeliz de Babia, era una suerte de cenobio de la Orden de los Hermanos Menores Capuchinos; los cinco frailes que componían su reducida comunidad vivían de las hortalizas que en verano cosechaban de un pequeño huerto, de las hermosas truchas que pescaban en el río Luna y de lo que los vecinos del valle les daban por atender a sus almas. Fray Antonio, oriundo de un pueblo luso afamado por su excelente pan, era a la sazón uno de los frailes de Santa Eulalia. Daba, además, la casualidad de que, siendo novicio, había tenido un sueño recurrente, en el que, ataviado con su hábito marrón de capuchino y ceñido este con el cordón franciscano de los cinco nudos —en recuerdo de las cinco llagas de Cristo—, acudía a confesar a las monjas de un convento de clausura; convento que tenía la peculiaridad de que, sobre la espadaña de su templo, siempre había posada un ave zancuda que, en un primer momento, al verla en el sueño desde lejos, pensaba que era una cigüeña; pero que luego, cuando todavía soñando se acercaba con una velocidad vertiginosa —puede que volando, eso nunca llegó a saberlo—, descubría que era un flamenco. Nunca había visto esa especie al natural y, sin embargo, la reconocía enseguida gracias al característico pico que tantas veces había contemplado en un libro, con ilustraciones de animales, que tuvo de niño. De natural olvidadizo, una vez dejó el noviciado, fray Antonio no se volvió a acordar del sueño hasta que lo destinaron a ese modesto convento que la orden tenía en el Valle de Luna; algo que ocurrió pocos días después de que la nueva veleta hubiera sido colocada en su sitio. Ya entonces, el camino que recorre el valle por la margen izquierda del río Luna pasaba cerca del conjunto conventual de Santa Lilaila y, cuando fray Antonio se dirigía por primera vez a Santa Eulalia, pasó por allí; y al ver la silueta de la zancuda sobre la torre campanario del convento, se acordó de inmediato de su sueño de novicio. Es más, tal como le había ocurrido soñando, desde lejos le pareció una cigüeña y, para salir de dudas, se desvió momentáneamente de su ruta y se acercó todo lo que pudo al convento sito en la orilla apuesta del río. Desde el borde del agua, distinguió ya con claridad la forma del pico y tuvo la certeza de que la silueta representada era la de un flamenco. Concluyó, así, que el sueño había sido premonitorio y que, en tal caso, su verdadero destino habría de ser convertirse en el confesor de aquel convento.
A fray Antonio no le costó demasiado que el resto de los frailes accedieran a su deseo. En realidad, hasta su llegada se habían turnado en aquella tarea que consideraban muy tediosa. Encerradas siempre entre los muros conventuales, obligadas a ver siempre los mismos rostros y a escuchar las mismas voces, las pobres clarisas recibían la visita del confesor como agua de mayo. El capuchino de turno las escuchaba bajo secreto de confesión y eso les permitía dar rienda suelta a sus lenguas para verbalizar todas las cuitas y rencillas propias de cualquier convivencia, pero que ellas, al estar enclaustradas, magnificaban hasta extremos insospechados. Se las contaban, además, con todo lujo de detalles, por lo que el sufrido fraile sabía la hora a la que llegaba al convento pero no a la que lograría marcharse. Sagazmente, los otros capuchinos escucharon la petición del recién llegado sin dar muestras de alivio o de alborozo y, una vez que este terminó de hablar, se limitaron a darle su anuencia de forma un tanto circunspecta. Fray Antonio, quien aparte de olvidadizo era pura candidez, interpretó aquel gesto como un acto de generosidad de sus compañeros, quedándoles muy agradecido por permitirle convertir en realidad aquella premonición onírica que él suponía emanada de la Providencia Divina. Quizás esta fuera la causa de que se entregase a su nueva tarea con una paciencia encomiable, escuchando con suma resignación, una y otra vez, las minuciosas narraciones de las clarisas. Y de no ser porque fray Antonio, además de olvidadizo y cándido, era de una discreción extrema y llevaba a rajatabla lo del secreto de confesión, podría haber escrito unas jugosas crónicas conventuales con las numerosas anécdotas que, a lo largo de los años, fue escuchando en aquellas interminables confesiones en las que, parapetadas tras la rejilla del confesionario, a falta de pecados con verdadera enjundia, las pobres monjas se dedicaban a referirle con minuciosidad cualquier cosa que les hubiera ocurrido. Y entre sus confesadas, estaba por su puesto sor María de la Isla, monja muy dicharachera y que, con su acusado acento andaluz, en más de una ocasión había hecho sonreír a fray Antonio. Era, por otro lado, muy avezada en el arte de sonsacar a los demás y llegó un momento en que era casi imposible saber quién era el confesado y quien el confesor. Hasta tal punto prosperó la fraternidad entre ambos que ya era fray Antonio quien, en medio de tantas tediosas confidencias, esperaba como agua de mayo que la repuesta a su «¡Ave María Purísima!» fuese el inconfundible «¡sin pecao consebía!» de la sor andaluza.
Confesión tras confesión, sor María se fue enterando de muchos detalles de la vida del fraile y de sus gustos personales. Algunas cosas las averiguó en sus ratos de recreo, en los que, en vez de estar cotorreando siempre de las mismas nimiedades con las otras hermanas, prefería retirarse a su celda para, acodada en el alféizar de la ventana, contemplar el trozo de vida libre que tenía ante sí; desde ese mirador, podía ver los árboles y arbustos de las orilla del río Luna, los pájaros que revoloteaban entre sus ramas y, en los claros sin arboleda, los verdes prados donde medraban la hierba; y a veces, formando parte de ese pedazo de Naturaleza, veía a fray Antonio absorto en la contemplación de alguna flor, o embelesado con el trino de los pájaros, o sentado el algún tocón al borde del cauce viendo fluir el agua, o bien con la caña en la mano pescando truchas. Pero la mayor parte de las cosas que sabía sobre el fraile se las había sonsacado en el confesionario, como eso de que era originario de un pueblo luso conocido por la calidad de su pan, o eso otro de que sus pasteles favoritos eran los de nata; una preferencia culinaria, dicho sea de paso, que sería crucial para que, cuando sor María decidió premiar con un dulce nuevo la inusitada paciencia con la que aquel santo varón escuchaba todas las congojas, rencillas y demás zarandajas de sus compañeras de comunidad, se decantara por la elaboración de las famosas Lunas Llenas.
A todo esto, el tiempo iba pasando y sor María se continuaba confesando de forma regular; y un día en que andaba escasa de pecados, aunque fuese una falta un tanto antigua, decidió confesarse de la patraña que les había contado a las demás hermanas a su llegada. Antes de seguir con la narración, conviene aclarar que, desde que estaba en el convento, sor María echaba de menos la complicidad fraterna de la que había gozado en su casa y en fray Antonio creía haber encontrado un buen sucedáneo. A ella le parecía divertida la forma en que había logrado doblegar la renuencia que inicialmente causó la veleta y quiso por ello compartirla con quien, en cierto modo, era ya su nuevo hermano. Se confesó, pues, de la mentira que les había contado a sus compañeras sobre las preferencias ornitológicas de Santa Coleta, si bien aclarando que lo hizo porque estas se mostraban reacias a colocar en el campanario del convento la giralda del flamenco forjada por su abuelo. Esta confesión produjo un inopinado silencio al otro lado de la rejilla que sorprendió a sor María. Porque, aunque fray Antonio fuese parco en palabras, cada vez que una religiosa se acusaba de alguna falta, su bondad hacía que le respondiera con algún escueto comentario quitándole hierro al asunto. Así pues, aquel silencio le extrañó mucho a la sor, máxime tratándose, como se trataba, de una jácara bienintencionada y, para colmo, hasta prescrita. Aguzó el oído y tuvo la impresión de que, a través de la rejilla, estaba escuchando los latidos acelerados del corazón del fraile. Aun sin comprender qué le podía haber pasado a fray Antonio, a sor María aquel silencio le resultaba embarazoso; de ahí que se apresurara a devanarse los sesos en busca de alguna otra cosa de la que acusarse con tal de poner fin a aquel incómodo mutismo. Pero de súbito, y con una locuacidad impropia de él, fray Antonio le contó el sueño premonitorio que había tenido en el noviciado, y de cómo la presencia de aquel flamenco sobre el campanario de Santa Lilaila había provocado que él fuera su confesor. Y a modo de corolario, el capuchino había añadido que, por algún motivo ignoto, la Divina Providencia, que nunca da una puntada sin hilo, había dispuesto que sus caminos se cruzaran.
Después de ese instante de epifanía incompleta, las vidas de fray Antonio y de sor María continuaron como siempre, salvo en que cada uno por su cuenta siguió haciendo cábalas por parecerles que tantas casualidades concatenadas no podían ser solo fruto del azar. Para entonces, los dulces se habían convertido ya en la principal fuente de ingresos del Convento de Santa Lilaila y eso provocaba que sor María de la Isla se pasara la mayor parte del día enfrascada en sus labores reposteras. Las noches, en cambio, las empleaba en acallar su nunca saciada —la breve incursión en la bandolería no había sido suficiente— sed de aventura. El apelativo «de la Isla» jugó un papel decisivo en los derroteros oníricos que tomó su nueva vida de aventurera. Su sueño más recurrente era que, en una noche de luna llena, aprovechando la lívida luz de esta, se fugaba del convento tal como había llegado: con un hatillo de ropa a la espalda y la veleta del flamenco bajo el brazo. Una vez a la intemperie, de entre los arbustos que habitualmente veía desde su celda, sacaba un bote y, tras echarlo al agua y subirse en él, dejaba que la corriente del río Luna lo arrastrase. En la siguiente escena onírica, había pasado ya cierto tiempo y ella se encontraba desfallecida sobre el fondo de la embarcación, hasta que de pronto se producía una fuerte sacudida, la cual la espabilaba justo a tiempo de ver cómo el bote encallaba en la orilla de una isla de dorada arena y frondosa vegetación. Después venía otro flash en el que ella, sentada en la entrada de una rudimentaria choza de cañizos, miraba la sombra que su nuevo refugio proyectaba en el suelo y, formando parte de esta, veía la inconfundible silueta de la zancuda forjada por su abuelo; luego levantaba la vista al frente hasta detenerla en una bandada de flamencos que, posados en la orilla, filtraban con sus picos el agua achocolatada que rodeaba a la isla; visión que, a su vez, le hacía caer en la cuenta de que ya no era sor María, sino santa Coleta haciendo realidad su anhelo nunca antes cumplido de vivir en tierra de flamencos. Y tal vez por influjo de las lunas llenas que veía en sus sueños, cuando al cabo se decidió a elaborar un nuevo dulce que fuera del agrado de fray Antonio, aparte de que estuviera relleno de nata por razones obvias, optó porque fuera de forma esférica y de aspecto lívido. Nacieron, así, esos exquisitos buñuelos de viento, rellenos de nata y espolvoreados de azúcar glasé, que sor María, conocedora de la naturaleza humana, hizo de un tamaño mayor del que habitualmente tienen los buñuelos, y a los que se apresuró a bautizar —no quería que la gente tuviera tiempo de ponerle un apelativo menos decoroso— con el nombre de Lunas Llenas.
Tras el alumbramiento de esa nueva delicatesen, en los días de confesión, fray Antonio empezó a abandonar el convento portando en la mano un cucurucho de papel conteniendo tantas Lunas Llenas como monjas hubiera confesado. Y no deja de ser curioso que, a partir de que los buñuelos de son María se convirtieran en el postre de sus frugales cenas, también el fraile empezara a tener un sueño recurrente que transcurría siempre en noches de luna llena. Se veía a sí mismo abandonando Santa Eulalia tal como había llegado: con un hatillo de ropa a la espalda y ataviado con su hábito de capuchino ceñido con el cíngulo de los cinco nudos. Al pasar junto al convento de las clarisas, gracias a la blanquecina luz de la luna, veía que el campanario estaba desmochado, hecho que no parecía sorprenderle; a continuación, empezaba a caminar por la orilla del río Luna, cuyo cauce era inmenso y de agua achocolatada, detalles que tampoco le sorprendían. Luego se veía avanzando, ya muy cansado, por un amplio delta lleno de islotes, y en uno de los islotes veía una choza; y en la puerta de la choza, la silueta de una monja; y sobre su techumbre, un flamenco posado sobre una sola pata. En cuanto veía la zancuda, fray Antonio lanzaba un disonante ronquido —además de olvidadizo, cándido, discreto, parco en palabras y bondadoso, el fraile era un contumaz roncador— y se despertaba sobresaltado. Cada vez que tenía ese sueño, al día siguiente, en cuanto sus obligaciones se lo permitían, bajaba hasta la orilla del río Luna para asegurarse de que la veleta que marcaba su destino seguía en su sitio. Y al comprobar que así era, fray Antonio dejaba escapar un suspiro que era una mezcla —en proporciones variables según fuese su estado de ánimo— de resignación y de alivio.
La vida retirada y monótona de ambos religiosos en sus respectivos cenobios propició que sus escapadas nocturnas fueran cada vez más largas, más confluyentes y más atrevidas. A fray Antonio, por ejemplo, ver en sueños la silueta del flamenco sobre la choza del islote le causaba un sobresalto cada vez menor y eso hacía que el ronquido lanzado a continuación fuese también menos disonante, por lo que pasado un tiempo ya no se despertaba y podía seguir mirando con calma hacia la veleta que siempre le había marcado el rumbo; su bondad natural le hacía, entonces, concluir que aquel islote era un lugar muy solitario y que su inquilina podía estar falta de ayuda, por lo que noche tras noche no dudaba en desprenderse de su hábito para cruzar a nado el agua turbia que se interponía entre ambos. Y como si fuera una más de esas casualidades en cadena que entrecruzaban sus caminos —ya fuese despiertos o dormidos—, por esa misma época, cuando sor María llegaba a esa fase del sueño en la que ya no era ella sino santa Coleta en tierra de flamencos, al levantar la vista al frente, entre las siluetas rosadas de las zancudas que se hallaban comiendo en la orilla, veía emerger del agua achocolatada una figura humana. A partir de esa noche, como si estuviesen jugando una partida de ajedrez en la que mover ficha fuese cada vez más complicado, sueño tras sueño —cada uno en el suyo— se fueron aproximando el uno al otro a cámara lenta. Ni que decir tiene que al final ocurrió lo inevitable, amén de que ocurrió con naturalidad y sin sentimiento de culpa; aun más, ella, que era la más lanzada, soñó que hacían planes de abrir juntos una posada en cuyo tejado colocarían la veleta del flamenco. Pero de forma ineludible llegó el día siguiente y, una vez despiertos, en el caso de fray Antonio, en cuanto las obligaciones se lo permitieron, bajó hasta el río Luna para asegurarse de que la veleta seguía estando en su sitio; y al ver que así era, dejó escapar un suspiro que esa vez fue ya solo de alivio. Sor María, en cambio, tras esa noche de estreno —ni siquiera en su corta etapa de bandolerismo había conocido varón—, sintió mucho pudor de tener que acusarse de aquello ante fray Antonio; pero la sor era una mujer de recursos y dio por zanjado el asunto en cuanto cayó en la cuenta de que no tenía por qué cargar con aquella culpa. Y es que, desde la primera vez que tuvo ese sueño, había quedado muy claro que quien vivía en la choza de la isla no era ella sino santa Coleta.
Esas noches de sueños inconfesables tuvieron lugar hace más de un siglo, por lo que sor María de la Isla y fray Antonio hace tiempo que se encuentran criando malvas: la una, en el cementerio del convento de las clarisas; el otro, en el de Villafeliz de Babia. A su vez, la giralda forjada por el abuelo de sor María sigue coronando el campanario del Convento de Santa Lilaila; y en el interior de las vetustas estancias de este, las clarisas coletinas continúan elaborando esos exquisitos buñuelos, rellenos de nata y espolvoreados de azúcar glasé, que la gente conoce con el nombre de Lunas Llenas. Pero lo que aún hoy en día sigue siendo un misterio insondable es por qué la Divina Providencia, que nunca da una puntada sin hilo, quiso valerse de esa insólita veleta para que los caminos de sor María y fray Antonio se entrecruzaran en el Valle de Luna, y en las noches de luna llena de sus sueños...