Tomás el Esquivo
Sus recuerdos más antiguos transcurrían en la oscuridad sin fin y en la calidez envolvente de la madriguera en la que fue parido junto con cinco gazapos más. Pero su remembranza más remota con entidad propia era la de la luz cegadora y el inconfundible olor a fango del día en el que por primera vez los miembros de la camada salieron de la conejera. Los seis hermanos eran conejos marismeños de pura cepa, tanto por la rama materna como por la paterna. Lo eran, además, desde muchas generaciones atrás, tal como indicaban la mayor robustez de sus patas y la excepcional anchura de sus dedos; adaptaciones, ambas, que les facilitaban el tránsito sobre el suelo de la marisma, a menudo encharcado y fangoso.
La boca principal de la guarida se abría justo debajo de uno de los muros de piedra ostionera de la antigua casa salinera de la Isla del Trocadero. Los jóvenes conejos eran, por tanto, no solo marismeños, sino también insulares. Cuando sus progenitores excavaron aquella suerte de laberinto bajo el suelo de la vivienda, esta llevaba ya cerca de medio siglo deshabitada. Los gazapos iniciaron, pues, su andadura vital en un ambiente en el que la presencia humana era muy ocasional. Este hecho, junto con el de la escasez de rapaces en la zona, permitió que los seis hermanos pudieran triscar por toda la isla sin correr apenas peligro. Dada su bisoñez, eran criaturas confiadas y sin malicia, si bien sus progenitores les habían inculcado recelo hacia los mariscadores que, en las bajamares, rastrillaban con los dedos de las manos las amplias planicies de fango que quedaban al descubierto alrededor de la isla. La consigna paterna era clara: en cuanto notasen el olor sulfuroso del fango —señal inequívoca de que alguien lo andaba removiendo—, debían de situarse cerca de alguna de las bocas de la madriguera. Pero él era el más curioso de todos y, contraviniendo los sabios consejos de sus padres, se apostaba en la orilla del Caño del Trocadero para no perderse detalle del fatigoso avance de aquellos gigantes removedores del fango.
El objetivo de los mariscadores era recolectar navajas, verdigones, almejas y coquinas; haciéndolo, además, bajo la premisa de «¡cuántos más y más grandes…, mejor!». Mientras llevaban a cabo esa esforzada faena, debían concentrar toda su atención en lo que percibían las yemas de sus dedos; lo cual no era óbice para que, entretanto, pudieran mirar qué ocurría a su alrededor. En los últimos tiempos, habían visto la inconfundible silueta de un gazapo que, con las orejas bien tiesas, parecía vigilarlos desde tierra firme. Pero de todos era sabido que había una enorme conejera bajo el piso de la antigua casa de los Pecci y la presencia de gazapos en la isla no les causaba ninguna extrañeza. Por otro lado, lo suyo era el marisqueo y, salvo en épocas de mucha penuria, a los conejos los dejaban vivir en paz. Mas fue justamente eso, la necesidad, lo que aquel mediodía hizo que uno de los mariscadores abandonase el fango y, una vez en tierra firme, convertido en cazador furtivo —el furtivismo era siempre su modus operandi—, le tendiera una emboscada por la espalda a aquel incauto vigía.
En realidad, fue un golpe de mala suerte, pues la celada nunca habría ocurrido de no ser porque, ese día, el hijo del mariscador cumplía siete años y el padre se hallaba sin un euro. Por mañana, antes de salir de casa, se había acercado a la cama del niño para felicitarlo. «Papi, ¿qué me vas a regalar por mi cumple?», le había preguntado el pequeño con rostro ilusionado. Las facturas impagadas se acumulaban sobre la cómoda del dormitorio de matrimonio y todos los días había que traer comida a aquella casa. Pero el niño, ajeno a todas esas dificultades, contaba con recibir un regalo y el padre salió del paso como mejor supo: «¡Es una sorpresa!; lo verás cuando regreses del cole…», le dijo. Y con esa preocupación añadida en la cabeza, una vez en la marisma, se había puesto las botas, se había liado unos trapos a modo de polainas para protegerse las piernas y se había adentrado en el fango. La almeja fina estaba en periodo de veda y su marisqueo era furtivo; pero se vendía a buen precio y, si tenía la suerte de recolectar una buena morzá, le podría comprar un regalo a su hijo. Se había hecho estás cábalas sin recordar que la bahía estaba muy esquilmada; y después de tres horas de rastrillar con las manos el légamo, la dura realidad era que en la bolsa de malla solo había un par de docenas de almejas. Las coquinas de fango escaseaban menos, pero su precio estaba tan bajo que solo merecía la pena coger las que se fueran a consumir en casa. A todo esto, la marea se le había echado encima y, con el agua ya tan alta, no era posible seguir mariscando. Y precisamente en ese momento de desánimo, quiso el destino que sus ojos divisaran la silueta del gazapo y decidiera convertir a este en su presente de cumpleaños.
Al niño le encantó el regalo de su padre y decidió llamarlo Tomás. Se esmeró en cuidarlo y en darle mucho cariño. Pero la emboscada había sido un duro escarmiento y fue inevitable que el joven conejo dejase de ser confiado. De hecho, se volvió tan extremadamente arisco que el abuelo del niño decidió darle el sobrenombre de «el Esquivo». En sus primeros días de cautiverio, Tomás el Esquivo no solo echó de menos a los suyos, sino que añoró también la calidez de la madriguera, el olor sulfuroso del fango removido por los mariscadores, la libertad con la que se había movido por la isla y las vistas que se contemplaban desde esta. El paso del tiempo hizo, sin embargo, que se acabara acostumbrando a su nuevo hogar —una caja de zapatos, primero; un barreño de plástico, después, cuando se hizo más grande— y a la nueva compañía. Pero no dejó por ello de hacer honor a su sobrenombre: si alguien pretendía tocarlo, Tomás pateaba con fuerza el suelo o incluso lanzaba mordiscos. En cambio, cuando el niño se le acercaba con el arnés y la correa en la mano, se comportaba dócilmente porque sabía que solo así disfrutaría —aunque solo fuese por un rato— de un sucedáneo de su antigua libertad.
El arnés los había rescatado el padre de un contenedor de basura y, por el tamaño, podría haber sido de un perro pequeño o de un gato. Al conejo le quedaba un tanto holgado, pero cumplía su misión. Al regreso de la escuela, el niño tenía la costumbre de sacar a Tomás de paseo. La familia vivía en una de las antaño denominadas «casas del Avecrem», en clara alusión al color original de sus fachadas y al hecho de que ese era el alimento más consumido en aquel barrio, cuyos habitantes pasaban a la sazón mucha necesidad. En la época de lo aquí narrado, los vecinos continuaban viviendo en la escasez, pero al barrio le habían lavado la cara: las fachadas estaban ahora pintadas de ocre y blanco, y sus calles llevaban nombres de poetas. El nuevo hogar de Tomás estaba en la calle Antonio Machado y los paseos tenían lugar por los cercanos jardines del antiguo cuartel de Varela que, por aquello de no ser menos, ahora se denominaban oficialmente Parque Kotinoussa y Jardín de Eritheia. Detalles, estos últimos, que Tomás no solo desconocía, sino que no le interesaban lo más mínimo. Algo muy distinto le ocurría con los bloques de piedra ostionera que había diseminados por ambos parques. Le recordaban los que había junto a su madriguera natal y se empeñaba en rodearlos buscando, en vano, la entrada. Los peñascos, en cuestión, estaban allí por ser piezas arqueológicas y hubo algún gaditano con mucha guasa que, al ver cómo Tomás los olisqueaba, sentenció que aquel conejo era de ascendencia fenicia o romana.
Tres meses después del cumpleaños del niño, llegaron las vacaciones de verano. Entre semana, los paseos por los jardines de Varela continuaron como de costumbre; pero el domingo la familia al completo —además del niño y sus padres, los abuelos maternos, una tía viuda y sus dos hijos— se dispuso a pasar el día en la playa. A la hora de salir por la puerta, el niño se negó a dejar a Tomás solo en casa y, con tal de tener la fiesta en paz, sus padres consintieron en que también el conejo formara parte de la expedición. El destino era la castiza Playita de las Mujeres y accedieron a ella por una de las rampas que hay en sus extremos. En la bajada, Tomás vio los desaguaderos del muro de piedra ostionera del paseo marítimo y pensó que eran entradas como las de su antigua madriguera. Hizo un intento de acercarse a la pared para gulusmear más de cerca, pero el niño estaba deseoso de llegar a la playa y le dio un fuerte tirón de la correa. El campamento gitano — pese a ser todos payos, esa era la pinta que tenía— lo montaron a escaso metros de la rampa. Y es que desplazarse por la arena cargando con aquella caterva de bártulos —un sombrillón, un par de mesas plegables, cinco sillas de playa y dos neveras portátiles repletas de viandas y bebidas— era tan fatigoso como andar por el fango. A Tomás, en cambio, como buen conejo marismeño —y sin otra carga que el arnés—, triscar por la arena en compañía del niño le resultó asaz placentero.
A la hora de comer, a fin de tener las manos libres, el niño ató la correa de Tomás al palo del sombrillón. Terminado el almuerzo, se fue al agua con sus primos y se olvidó del conejo. A su vez, los mayores se pusieron a jugar al bingo e hicieron otro tanto. Aprovechando la coyuntura de que nadie le estuviera echando cuenta y valiéndose de la holgura del arnés, Tomás se escabulló de su atadura y se marchó dando saltos hacia el muro de piedra ostionera. Cuando llegó a su base, miró hacia arriba y, con un ágil salto, se coló por uno de los agujeros. Lo que le ocurrió allí dentro no es algo fácil de explicar. No tenía queja del trato que le daba el niño y en el barreño de plástico llevaba una vida —hasta cierto punto— regalada. Pero conforme el joven conejo se fue adentrando en aquella salitrosa oscuridad empezó a sentir un placentero cosquilleo en la nuca al que no estaba dispuesto a renunciar. O dicho con otras palabras, experimentó un repentino despertar de su instinto de conejo silvestre que le impulsó a querer huir de su anterior vida de mascota. Siguió, pues, avanzando hasta que llegó al fondo de la galería y, una vez allí, ajeno al drama que ocurría fuera y a lo que vociferaban los altavoces, se agazapó y se quedó dormido.
Y es que, al regresar el niño del baño y ver el arnés vacío, comenzó a llorar de una forma tan desconsolada que al padre no se le ocurrió otra cosa mejor que acudir al puesto de vigilancia y solicitar que anunciaran, por megafonía, que se había perdido un conejo. Al escuchar su descripción y su nombre, el niño lloró aún con más sentimiento; por su parte, la madre trató de consolarlo diciéndole que pronto lo encontrarían o que, de no ser el caso, su padre le traería otro gazapo. Tras el anuncio por los altavoces, un señor, cuya sombrilla estaba colocada unos metros detrás del campamento gitano, se acercó a la familia para decirle que, mientras leía el periódico, había pasado por su lado un conejo dando saltos en dirección a la rampa de acceso. En seguida, la gente, siempre tan solidaria, máxime estando de por medio las lágrimas de un infante, se fueron arremolinando alrededor del sombrillón; luego se organizaron en cuadrillas y rastrearon la zona en busca del conejo perdido. La rampa de marras fue escrutada varias veces por una docena de ojos, mas fue en balde porque a nadie se le ocurrió pensar que se podía haber colado por uno de los desaguaderos de las aguas fluviales. Fue, con todo, lo mejor que pudo pasar, pues no habrían podido acceder hasta donde se hallaba Tomás, pero sí fastidiarle ese primer sueño —lleno de placidez— de su recién estrenado estatus de conejo libre.
Los comienzos en su nuevo hogar no fueron fáciles. Acostumbrado a no tener que ocuparse del sustento, los primeros días pasó mucha hambre. Pero la necesidad le agudizó el instinto y aprendió pronto a alimentarse de las hierbas que medraban en los alrededores de su nuevo refugio. De vez en cuando, se producían pequeños derrumbes en las zonas más alejadas de la entrada. Cuando eso ocurría, sin necesidad de que nadie se lo hubiera enseñado, reculaba por la galería con el lomo levantado y las patas traseras separadas, mientras que con las delanteras impulsaba hacia atrás la arena desprendida hasta que la echaba fuera de la madriguera. Aparte de llevar a cabo estos inevitables trabajos de mantenimiento, allí donde las paredes se lo permitían, escarbaba para ampliar la conejera. En una de esas ampliaciones, tuvo la buena fortuna de que terminó dando con otra galería, paralela a la primigenia, que tenía también salida al exterior. Saberse dueño de una madriguera con dos accesos no solo estimuló su ego conejil, sino que le hizo sentirse más tranquilo: por la rampa pasaban a menudo gigantes de intenciones desconocidas y tener dos agujeros por los que poder escabullirse era siempre mejor que tener solo uno.
Una mañana, al salir de la madriguera, estuvo a punto de caer encima de un montón de jugosa comida, que le recordó a la que el niño le ponía en el barreño de plástico. La desconfianza, sin embargo, le hizo olisquearla con recelo. Su olor resultó ser muy agradable y, con el hambre tan tremenda que tenía a esas horas, no tardó en mordisquear las mondas de fruta. Quedó encantando de su suerte, ya que pudo llenar el estómago enseguida y dedicar mucho más tiempo a contemplar la inmensa llanura que se divisaba más allá del arenal. Tomás, siempre tan observador, se había dado cuenta de que, cuando los gigantes se adentraban en ella, se volvían cada vez más pequeños. Los únicos que al hacerlo no perdían estatura eran esos gigantes negros a los que, sin saber muy bien por qué, envidiaba. Casualmente, en ese momento podía ver un montón de ellos desde su atalaya; y cuanto más los miraba, mayor era su envidia. Eran surfistas y su secreto para no hundirse en el agua —o no volverse más pequeños, según Tomás— radicaba en el uso de las tablas. Pero ese detalle no lo conocía y, gracias a su bendita ignorancia, el joven conejo marismeño pudo soñar con que algún día, también él, podría recorrer aquella inmensidad sin volverse más pequeño.
En lo sucesivo, la aparición de aquella suerte de maná caído del cielo se repitió en días alternos; y pasó a formar parte de las rutinas de Tomás el que, una vez satisfecha el hambre, se dedicara a contemplar la inmensa planicie, mientras soñaba con el día en que al fin se aventurara a recorrerla. Pasaron los meses y, conforme el arenal se fue quedando más solitario, él pudo permanecer más tiempo en el exterior de la madriguera. Su vida transcurría ahora con tanta placidez que no se acordaba ya de su conejera natal, ni de su vida regalada en la época del barreño de plástico, ni tampoco de sus paseos por los Jardines de Varela. Aun sin saberlo, practicaba el carpe diem y, con gusto, habría seguido así in aeternum de no ser porque empezaron las lluvias de otoño y con ellas los problemas. Al principio solo fueron breves chaparrones, cuya única consecuencia fue la aparición de humedad en la zona más profunda de las galerías. Por aquel entonces la madriguera era ya muy extensa y Tomás pudo solventar esos primeros contratiempos dejando de usar los tramos afectados. Mas las lluvias continuaron, las infiltraciones fueron in crescendo y él se vio obligado a cobijarse cada vez a menor distancia de la entrada. Con todo, ajeno a que lo peor estaba aún por venir, siguió practicando el carpe diem con una deportividad envidiable.
Aquella madrugada los relámpagos y los truenos lo despertaron. Al pronto se asustó, pero luego le pudo la curiosidad y asomó la cabeza fuera de la madriguera. Era su primera tormenta y el espectáculo pirotécnico le parecía fascinante. Mas empezó a llover a cántaros y tuvo que meter la cabeza para dentro. La lluvia se prolongó hasta el amanecer y los usillos del paseo marítimo hicieron su trabajo de drenar el agua hacia la red de canalización subterránea. Clareaba cuando el interior de la madriguera se anegó por completo y una fuerza desconocida arrojó a Tomás fuera de esta. Todo sucedió de forma tan repentina que ni siquiera tuvo tiempo de darse cuenta del peligro que estaba corriendo. Una vez en el exterior, se agazapó junto a la pared de piedra ostionera y, a través de la cortina de lluvia, columbró los dos chorros de agua que salían del que había sido su refugio. En cuanto escampó, vio pasar por la rampa a un gigante negro camino de la inmensa llanura que, justo en ese momento, había dejado de ser llana. Al verlo, Tomás miró de nuevo hacia arriba y comprobó que el agua seguía manando a borbotones de la conejera. Fue entonces consciente de que ya nada volvería a ser como antes y eso le animó a seguir los pasos del surfista.
Al llegar al rompeolas, el rugido del agua y la profusión de espuma blanca le hicieron detenerse en seco. Pero quiso el destino que, en uno de los vaivenes de aquella inmensidad enfurecida, Tomás viese la silueta del gigante negro y eso le sirviera de acicate para seguir adelante. Cogió, pues, carrerilla y, dando un salto grandioso, se adentró en el mar. Si el abuelo del niño hubiera presenciado la proeza, posiblemente le habría cambiado el sobrenombre de «el Esquivo» por el de «el Intrépido». Pero nadie fue testigo de su intrepidez y, en consecuencia, continuó siendo recordado como Tomás el Esquivo. Y a falta de testimonios fidedignos de lo que ocurrió después, proliferan las especulaciones que, como es habitual, lo único que hacen es poner en evidencia la forma de ser de quienes las enuncian. Los más agoreros, por ejemplo, mantienen que simplemente se ahogó; los más fantasiosos, en cambio, dan por hecho que, gracias a sus anchurosos dedos de conejo marismeño, siguió saltando sobre la superficie del agua, tal como lo hace una piedra cuando se la lanza con habilidad; mientras que los más soñadores afirman que, cuando estaba a punto de ahogarse, una mano lo agarró por las orejas y lo colocó encima de una tabla de surf, de manera que Tomás el Esquivo pudo al fin hacer realidad su sueño.