La doble sonrisa
¿Que si conozco al hombre de la foto? A ver, déjeme que lo mire bien… Sí, sí, creo que reconozco esa doble sonrisa. Hace muchos años que no le veo, ¡muchísimos!, pero esa manera de sonreír tímidamente, con los ojos y con los labios a la vez, es inconfundible.
¿Que quién es? Pues si no me equivoco, Carlitos Arce. Juraría que es él. Aunque ahora que tiene el pelo blanco, debería llamarlo Carlos; o mejor aún, don Carlos. Porque Carlitos fue a la universidad y se sacó su título. ¡Qué menos que ponerle el don delante!, ¿no cree usted?
¿Que cómo lo conocí? De joven fui vecina suya. Los dos vivíamos en el mismo barrio de Baracaldo, Luchana, cerca de la fábrica de los Altos Hornos. Aún no había en las casas ni televisores ni esos otros artilugios de entretenimiento que hay ahora. Los vecinos charlábamos más entre nosotros y nos conocíamos mucho mejor. La ría la teníamos justo delante de casa y recuerdo que Carlitos se pasaba las horas mirando el ir y venir de los barcos. Los contemplaba, además, con tal embeleso que por el barrio corría el rumor de que iba para marino mercante. Nos equivocamos, sin embargo, puesto que al final se hizo aparejador.
¿Qué si hablaba mucho con él? No, no, ¡qué va! Ya me hubiera gustado a mí hacerlo. Nos tenía a todas encandiladas, me refiero al grupo de amigas de Luchana. Pero Carlitos era muy tímido y, nada más dirigirle la palabra, enrojecía hasta la raíz del pelo. Eso sí, era muy educado y no te dejaba nunca con la palabra en la boca. Las orejas se le ponían rojísimas y, sin embargo, aguantaba el tirón hasta que se podía marchar sin que se notara demasiado.
¿Qué si era hijo único? Creo recordar que no, que tenía tres hermanos. Aunque si lo dice usted por lo de ser tan tímido, todos eran bastante mayores que él; y con esas edades, está claro que la diferencia de años separa mucho. Carlitos era, pues, un niño más bien solitario, e incluso arisco a veces, por culpa de su tremenda timidez. La verdad es que no he conocido nunca a nadie que le ganara a tímido.
¿Que si le puedo contar alguna anécdota suya? ¡Por supuesto que sí! Era un chiquillo muy peculiar y, por mucho tiempo que lleve sin verlo, no por eso me he olvidado de él. Si no tiene usted prisa, con mucho gusto le cuento las cosas que recuerdo de cuando fuimos vecinos. Mis padres eran de Andalucía, ¿sabe usted?, pero tuvieron que emigrar al norte en busca de trabajo. Después de intentarlo en varios sitios, a mi padre lo contrataron en los Altos Hornos de Vizcaya y se quedaron a vivir en Baracaldo. Yo nací poco después y me crié en el barrio de Luchana. Y como tantas otras hijas de trabajadores del gremio, mi colegio fue el de las monjas de Altos Hornos.
¿Que si Carlitos estudiaba también en ese colegio? No, no, ¡qué va!: en aquellos años, los niños no iban al mismo colegio que las niñas. Lo he nombrado porque, al hacer memoria de mis tiempos de Baracaldo —luego me fui de Luchana, ¿sabe usted?, cuando me casé—, me he ido por las ramas sin querer. Pero escuche usted lo que le voy a contar ahora de Carlitos que le va sorprender. Desde luego, en el barrio, a todas les sorprendía mucho que un niño tan tímido y tan retraído tuviera el arrojo de hacer aquello. Y digo todas, porque solían ser mujeres —más las viejas que las jóvenes— las que cada tarde acudían a la iglesia a rezar el rosario.
También yo iba con frecuencia. Pero no se vaya usted a pensar por eso que yo era una meapilas. Nunca lo he sido, ni siquiera ahora que ya tengo edad de serlo; mucho menos entonces, cuando tenía mil formas mejores de pasar el tiempo. Acudía, sin embargo, a rezar el rosario en comandita con tal de no perderme el espectáculo de ver a Carlitos, todavía un comino —no creo que tuviera más de cinco o seis años—, entrando solo en el templo como si fuera un hombrecito. Luego se colocaba en el extremo de un banco y, arropado por la penumbra, parecía olvidar su timidez y, con una vocecilla que sonaba angelical en medio de aquel monótono rezo de beatas, recitaba las diez avemarías y el padrenuestro de cada uno de los misterios.
Y en Semana Santa, Carlitos contemplando el paso de las procesiones era otro espectáculo digno de ser visto. Lo miraba todo con una mezcla de sobrecogimiento y asombro que no dejaba a nadie indiferente. Para que se haga una idea de hasta qué punto esa religiosidad precoz llamaba la atención, le diré que por aquel entonces había vecinas convencidas de que Carlitos acabaría en los altares. E incluso algunas llegaron a afirmar que, cuando eso ocurriera, el barrio empezaría a tener más fama por ser el lugar de nacimiento de san Carlos de Luchana que por haber ocurrido en él la cacareada batalla entre los carlistas y los isabelinos.
¿Que cómo se entretenía Carlitos? Con cualquier cosa, porque tenía una imaginación tremebunda. Su madre decía que, en cuanto ella se descuidaba, se instalaba en la máquina de coser y se ponía a pedalear como loco. Era una Singer de pie, como las que había entonces en la mayoría de los hogares; porque no sé si sabrá usted —lo veo demasiado joven para saberlo— que, en esa época, los trajes se solían hacer en casa; y los que no se hacían, se arreglaban o se remendaban. La primera vez que su madre lo vio pedaleando en la máquina se llevó las manos a la cabeza, temiendo que le pudiera romper la aguja o enredarle el hilo de la canilla. Pero Carlitos era un niño bastante cuidadoso y, hasta donde yo sé, nunca le llegó a hacer ningún gran estropicio.
¿Y qué se imagina usted que le respondió el crío cuando ella le preguntó que qué estaba haciendo? Pues le dijo, todo convencido, que él era el maquinista del tren de La Robla y que iba camino de Espinosa. ¡Hay que ver las ocurrencias que tenía don Carlos cuando todavía era Carlitos…! Aunque, pensándolo bien, el «tracatreo» de aquellas antiguas máquinas de coser tenía cierto parecido con el de las máquinas de vapor de los trenes de entonces. Y lo de ir en el tren de La Robla camino de Espinosa tiene también su explicación. En esa época, Carlitos iba a veranear a casa de unos tíos suyos que vivían precisamente en ese pueblo burgalés y el viaje lo hacía siempre en ese tren.
A todo esto, todavía no me ha dicho usted por qué está tan interesado en la vida de Carlitos. Espero que no le haya pasado nada malo. Recuerdo que le encantaba jugar con el fuego, aunque eso le pasa a todos los chiquillos. Eran tiempos en los que aún no había hornillas de gas ni placas de vitrocerámica y se guisaba en las cocinas económicas. El fuego se hacía con leña o con carbón piedra, pero en sus entrañas ardían también las peladuras de las frutas y las hortalizas, las espinas de limpiar el pescado o cualquier otra basura doméstica susceptible de ser quemada. A Carlitos le divertía arrojar leña al fuego y remover las brasas. Espero que no sea ahora uno de esos pirómanos que meten fuego al monte…
¡Por Dios, qué tontería acabo de decir! ¿Cómo se me ocurre pensar que pueda haber hecho algo así con lo mucho que le gustaba a él andar por el campo y observar a los animales? Aunque a los borros les tenía miedo desde la vez que uno lo amochó en casa de una tía suya, en Quintanilla del Rebollar; y como lo tiró al suelo, le tuvieron que poner la vacuna del tétano y pasó varios días en cama. Pero lo habitual era que Carlitos se comportara como un san francisco de Asís, de alma sensible y candorosa, que lo mismo se quedaba embobado mirando un pájaro que una flor o una estrella. Seguro que continua siendo incapaz de matar una mosca…
Espero que el motivo de hacerme tantas preguntas no sea porque le están preparando una sorpresa para festejar algún aniversario suyo. Ya le digo yo que mucho ha tenido que cambiar Carlitos para que le haga gracia asistir a una fiesta y, mucho menos, ser el centro de ella. Después de irme yo de Luchana, me contaron que se había ido a vivir a una isla, pero que continuaba visitando Baracaldo todos los veranos. Y por lo que me dijeron, seguía siendo igual de poco sociable que antaño.
¿Entonces no me va usted a decir a santo de qué viene tanto interés por Carlitos? ¿Que no me puede contar nada, que las preguntas las hace solo usted? ¡Pues sí que estamos buenos! Si llego a saber que es usted tan sieso, no le hubiera dicho ni esta boca es mía. Después de que me ha sometido a un interrogatorio de segundo grado y le he contado todo lo que recuerdo de Carlitos Arce, ahora me sale usted con secretismos absurdos y me deja en ascuas.
¡Cuánta razón tenía mi madre!: el mundo está lleno de desagradecidos. Aunque la culpa es mía, eso está más claro que el agua, por no haberme callado la boca. Sí, sí, por no haberme callado la boca cuando me enseñó usted la fotografía y reconocí la doble sonrisa de Carlitos —es inconfundible— en el rostro de don Carlos…