Un pétalo caído antes de tiempo
«La vida tiene pétalos y un rosal donde tiemblan las historias…», afirmó ayer un visitante con pinta de poeta, los ojos tristes, el traje negro, mientras me contemplaba. Me gustan estos versos, me identifico con ellos. Sé que para los demás solo soy una niña enferma. Un capullo que se marchitó sin abrirse. O simplemente «un pétalo caído antes de tiempo», como añadió ayer el que tenía pinta de poeta antes de marcharse. Cuando me miran, en sus rostros veo siempre compasión y también miedo a afrontar mi mirada. Creen que mi existencia fue triste, que me mustié sentada en esta mecedora, que tuve un destino parejo al de la rosa que puse en mi regazo cuando mi hermano Christian me pidió que posara para él.
Es cierto que, desde muy niña, había vivido prisionera de un cuerpo enfermo. Pero no lo es menos que, justo por eso, me había leído ya casi todos los libros juveniles de la Biblioteca Pública de Cristianía. Sin moverme de casa, había dado la vuelta al mundo en ochenta días, sobrevolado Suecia a lomos de un ganso o viajado al fondo del mar con el capitán Nemo. Incluso había hecho una incursión hasta el centro de la Tierra. Los confines de la realidad se ubicaban, para mí, mucho más allá de los trazados por los geógrafos en los mapas. Sabía que nunca iba a pisar esos territorios tan lejanos y, sin embargo, no me pesaba demasiado vivir en una cárcel donde los libros hacían las veces de puertas y ventanas.
Contaba, además, con un privilegio nocturno al que no estaba dispuesta a renunciar: ni siquiera a cambio de ser una niña sana que pudiera saltar a la comba, jugar con el diábolo o perseguir mariposas. En sueños, era la dueña del rosal donde florecen las historias que todavía nadie ha contado; y cada mañana, me despertaba el olor de la rosa que las musas habían depositado sobre mi almohada. Recuerdo que esa vez las hojas del tallo eran ligeras, suaves, cálidas… Como las plumas de los pájaros que criaba Aisha —la niña cairota con la que había soñado esa noche— en un columbario de la Ciudad de los Muertos.
Hacía poco más de un año que Christian había empezado a asistir a clases de pintura en la Escuela de Artes y Artesanías. Yo estaba ya muy enferma y tenía los pulmones llenos de cavernas. Oír mi fatigoso jadeo al respirar le angustiaba. Me quería demasiado y, desde la muerte de nuestra madre, le horrorizaba pensar en perderme también a mí. Normalmente rehuía estar conmigo y, sin embargo, esa mañana me pidió que posara para él. Recuerdo que, a pesar de que deposité la rosa en mi regazo con sumo cuidado, las plumas se desprendieron del tallo. Christian no sabía que yo era la dueña del rosal donde florecen las historias nunca contadas; ni tampoco que esa noche había soñado con una criadora de pájaros. Y quizá por eso, en ese esbozo de juventud —el cuadro definitivo lo acabaría mucho años después—, en lugar de plumas amarillas y ocres desperdigas por la manta, pintó hojas verdes.
Esa mañana, me había levantado con la respiración mucho más sosegada y eso me hizo albergar ciertas esperanzas sobre una mejoría en mi enfermedad. La nana, en cambio, al notar lo bien que respiraba, me miró con cierta aprensión y, a la hora de vestirme, sacó de la cómoda mi mejor camisola blanca. Estaba sin estrenar, reservada para cuando llegara el momento de reencontrarme con mi madre. Que pretendiera ponerme ya el que habría de ser mi sudario despertó en mi cierto recelo. Pero mi desconfianza se desvaneció enseguida, en cuanto Christian, siempre tan esquivo a permanecer en mi compañía, me pidió que posara para él. Por desgracia, la nana llevaba razón y aquella aparente mejoría fue tan solo el canto del cisne.
Gracias a ese mal presagio, mi hermano me inmortalizó con el atuendo más adecuado a mi situación. De hecho, la historia de la niña criadora de pájaros fue la última que soñé antes de abandonar mi otra vida en Cristianía. Porque ahora, cuando las puertas del museo se cierran al público y se apagan todas sus luces, me convierto en la ayudante de Aisha y, entre ambas, nos afanamos en sacar adelante los polluelos que abarrotan los nichos del columbario de la Ciudad de los Muertos. Es un negocio floreciente, sobre todo en el caso de los petirrojos y los jilgueros, que son los pájaros más cotizados por los cairotas a la hora de intercambiar mensajes con sus seres queridos muertos.
Me gusta haber conocido a Aisha y que, gracias a ella, mi vida nocturna trascurra ahora en un cementerio cuyo cielo se ve surcado, a diario, por una caterva de pájaros mensajeros. Cuando levanto la vista, prendidas de sus patas, veo una multitud de banderolas de colores que ondean al viento. Desconozco lo que dicen sus mensajes —están escritos en árabe—, pero sé que harán felices a sus destinatarios y eso me basta para estar conforme con mi suerte. Solo lamento no haber tenido tiempo de ver florecer, de entre todos los capullos pendientes de hacerlo, el de la historia del pájaro azul, prisionero en el corazón de un poeta que iba de duro por la vida y rehuía la ternura por miedo a llorar en público.
No es por mí, sino por el encargado de esta sala, que lamento no haber soñado con ese pájaro. También él es un hombre solitario y arisco que desea hacerse el duro. Por la noche, sin embargo, cuando la sala se queda vacía, antes de apagar las luces, se coloca delante de mí y, sin poder remediarlo, llora por la niña enferma y desgraciada que, en verdad, yo nunca he sido. Me digo entonces que, si hubiera tenido tiempo de soñar con ese prisionero al que solo dejaban salir de la jaula mientras el mundo dormía, ahora, en la época en la que el pájaro estuviera pelechando, al encender las luces por la mañana, habría un puñado de plumas azules en el suelo.
Estoy segura de que, atónito, el encargado levantaría la cabeza hacia mí en busca de una explicación. La hallaría en el fondo de mis ojos al ver revolotear, al fin libre, al pájaro azul que también él esconde en su corazón. Y esos días, al quedarse a solas conmigo por la noche, en vez de llorar, sé que sonreiría.