La falsa espera
Su evocadora y vaporosa silueta formó parte de aquel verano de mi infancia. Yo tenía once años y, en cierto modo, fue mi primer amor. Ese primer amor platónico que es ajeno al lado más prosaico del sexo y que, justo por eso, acaba siendo el más embriagante e inolvidable de todos.
Eran los tiempos en los que mis padres tenían que trabajar en verano y, en cuanto se acababa el curso escolar en Augusta, me mandaban a pasar las largas vacaciones veraniegas a la isla de North Haven, en Maine. Desde que se había quedado viuda, la abuela Nancy pasaba la mayor parte del año en esa isla; más concretamente, en Penobscot Bay, donde en vida del abuelo habían comprado una antigua casa de pescadores.
Yo era hijo único y veranear siempre en el mismo sitio tenía la gran ventaja de tener una pandilla de niños conocidos con los que jugar. La abuela era, además, una mujer muy confiada y me daba mucha libertad. Solo era estricta en cuanto a ser puntual a la hora de sentarse a la mesa. Pero entre comida y comida me podía mover a mis anchas. Es más, si algún día quería ir de excursión con los amigos, me preparaba un bocadillo y consentía que me saltara el almuerzo en casa.
Los de la panda éramos todos un tanto golfillos. Aquel verano nos había dado por ignorar los carteles de “Keep out” de las propiedades privadas. Una de las tapias que más nos gustaba saltar era la de Wooster Farm. La finca era muy extensa y eso permitía que nos moviéramos por ellas sin ser vistos. A espaldas de la casa, había una zona boscosa a cuyos árboles nos solíamos encaramar; y del lado del mar tenía una empinada ladera por la que, sentados de culo sobre la hierba, nos deslizábamos a toda velocidad tratando de ser los primeros en llegar al agua.
Fue en uno de esos días de echar carreras por aquel talud con vistas a Penobscot Bay, cuando a mitad de la pendiente la vi por primera vez. Me pareció una especie de aparición celestial. En ese momento estaba oteando el horizonte y, como el día era extremadamente luminoso, se protegía los ojos del sol con la mano izquierda colocada en la frente a modo de visera. Lucía un traje blanco de escote recatado, ceñida cintura y vaporosa falda. Su inmovilidad era, por otro lado, tan absoluta que, de no ser porque la brisa le agitaba de vez en cuando la falda y algunos mechones de cabello, se hubiera podido creer que era una estatua.
Pero no, aquella diosa era de carne y hueso. Fue verla y detenerme en seco porque no podía dejar de mirarla. Nunca antes había sentido ese tipo de fascinación por ninguna chica. En el colegio, entre las niñas de los cursos superiores al mío, había una muy guapa y todos los niños competíamos en el recreo por acaparar su atención. Pero el embeleso que sentía en ese momento no era en absoluto comparable. De hecho, provocó que me olvidara por completo de la competición y, si mis amigos llamándome desde el agua no hubieran roto el hechizo, ese mediodía habría llegado tarde al almuerzo y la abuela Nancy se habría enfadado mucho conmigo.
El resto de la jornada la pasé obnubilado por el recuerdo de aquella etérea aparición. Mis compañeros de fechorías lo notaron y no perdieron la ocasión de mofarse de mí. Por suerte, desconocían quién era la causante de mi estado y no tuve que batirme en su defensa. Llegó la noche y no pegué ojo pensando en ella. Y cuando a la mañana siguiente vinieron mis amigos a buscarme para ir de excursión a Wooster Cove, di la excusa de que no me encontraba bien. Deseaba tanto verla de nuevo que di por hecho que volvería a encontrarla en el mismo lugar que el día anterior. Pero la abuela se había creído mi pretexto de que estaba enfermo y no me pude escapar hasta que se fue a hacer la compra al pueblo.
Menudo chasco me llevé cuando vi que en el talud de Wooster Farm no había nadie. No sé si estaba más enfadado conmigo mismo por ser tan fantasioso o con ella por haberme hecho aquel desaire. Pensé que la mejor forma de curar mi orgullo herido era comportarme como si ella no existiera y marcharme de inmediato en busca de mis amigos. Pero los excursionistas me llevaban ya demasiada ventaja; aparte de que habría de pasar antes por casa para decirle a la abuela que me encontraba mejor y que me preparase un bocadillo. Era imposible, pues, incorporarme a la excursión y, como ya no tenía prisa, me tumbé sobre la hierba a descansar.
Sin premeditación de mi parte, dirigí la mirada hacia donde la había dirigido ella la mañana anterior. El mar estaba en calma y un ferri, de los que unen el puerto de Rockland con el de North Haven, se disponía a abandonar la ensenada. No tuve tiempo de ver nada más porque, después de la mala noche pasada, me quedé dormido enseguida. Soñé con la etérea figura. Volvía a estar a mi lado, en la misma postura, y con el mismo vaporoso traje blanco y el cabello recogido de la misma forma. Solo que esa mañana el viento era racheado y eso hacía que el frufrú de su falda fuera arrítmico y muy insistente. Tanto que al final me desperté y, al abrir los ojos, constaté que el sueño había sido una mera recreación de la realidad.
Estaba tan cerca de mí que a la fuerza me había tenido que ver al llegar y, sin embargo, no parecía que mi presencia despertara en ella el más mínimo interés. Su atención volvía a estar acaparada por algo que pasaba en la bahía. Mientras llegaba a esta decepcionante conclusión, alguien habló no muy lejos de allí. Ella no se inmutó. Yo, en cambio, corrí a refugiarme detrás de una mata de brezos que había a escasos metros de ambos. No tardé en comprobar que, desde mi nueva posición, podía contemplarla a mis anchas y, al mismo tiempo, tratar de descubrir qué era lo que miraba con tanto tesón.
En cuanto comencé a deslizar la mirada sobre su bien contorneada silueta, el corazón empezó a darme saltos en el pecho como si fuera una rana enjaulada. Me sentía tan pletórico que hasta me permití fantasear con la idea de que le gustaba ser admirada por mí y que su actitud displicente solo era una forma de disimular su coquetería. Por desgracia, la vanidad dejó pronto de ofuscar mi mente y no me quedó otro remedio que enfrentarme a la cruda realidad de que me ninguneaba de forma humillante.
Me parecía lógico que a una chica tan mayor no le interesara alguien de mi edad y, sin embargo, no podía evitar sentirme despechado. En un intento por ignorarla también yo, miré al frente como ella. La mañana era muy luminosa y el agua tenía un intenso color azul solo manchado de blanco por la estela del ferri que, en ese momento, se dirigía hacia el puerto. Vi en cubierta las siluetas diminutas de varias personas e, instintivamente, me coloqué la mano derecha a modo de visera y amusgué los ojos. Adoptar su misma postura hizo que, por asociación de ideas, pensara que también ella podría estar mirando a los pasajeros del barco.
La mera suposición de que estuviera aguardando con ansiedad la llegada de alguien me produjo unos celos irrefrenables. Que fuera la existencia de un rival la causa de su ninguno me ofendió tanto que, me marché indignado para casa, y con el firme propósito de no volver nunca más a Wooster Farm. Pero esa misma noche volví a no pegar ojo pensando en ella y, si no llega a ser por la ayuda de la providencia, que se presentó, por cierto, bajo una forma muy dolorosa, me habría vuelto a humillar más veces acudiendo al encuentro de una joven que ni siquiera se dignaba mirarme.
De hecho, a la mañana siguiente madrugué más de lo habitual porque estaba impaciente por volver a verla. Me sorprendió que la abuela no estuviera todavía trajinando con los fogones, pero me dije que se habría quedado dormida. Llamé con los nudillos en la puerta de su dormitorio y, como no obtuve respuesta, entré a despertarla. Estaba en la cama durmiendo plácidamente, o eso fue lo que supuse. Le sacudí el hombro de forma cariñosa, tal como ella solía hacer cuando yo remoloneaba a la hora de levantarme. No fui consciente de que había tocado un cadáver y, sin embargo, su quietud era tan absoluta que instintivamente corrí en busca de ayuda.
Mi madre llegó a la isla esa misma noche porque, como buena hija, deseaba ser ella quien amortajara a su madre; y como buena madre, no quería que yo pasara la noche solo con la abuela Nancy de cuerpo presente. Mi padre llegó al día siguiente con el tiempo justo de asistir al entierro. Y aunque mis vacaciones no se hubieran terminado aún, después de enterrar a la abuela junto al abuelo, regresé con mis padres a casa. Yo quería mucho a la abuela Nancy y, con la pena de su muerte, esos días me olvidé por completo de la inquilina de Wooster Farm. Pero luego, una vez estuve en Augusta, volví a soñar con ella y, de forma unilateral, decidí que aquel era mi primer amor.
Todo lo narrado hasta ahora tuvo lugar en el verano de 1909. Aquellas fueron las últimas vacaciones veraniegas que pasé en Maine. Mi madre dijo que la casa de Penobscot Bay le traía demasiados recuerdos de sus padres y ese mismo otoño la puso en venta. No tuve, pues, ocasión de ver de nuevo a la causante de aquellas voluptuosas ensoñaciones y, sin embargo, su influencia sobre mi vida, como mis primeras poluciones nocturnas por su causa o mi posterior obsesión de comparar cualquier chica que me gustase con ella, se prolongó hasta que, siendo ya estudiante de Bellas Artes, fui a visitar el John Herron Art Institute y volví a verla.
Se encontraba en el mismo sitio, en la misma postura, con el mismo vaporoso traje blanco y el cabello recogido de la misma forma. La única diferencia era que la estaba viendo desde otra perspectiva: la del pintor Frank Weston Benson. El cuadro, un óleo sobre lienzo del 32 pulgadas de alto por 20 de ancho, se titulaba Sunlight. Ella, mi obsesión desde que la vi mirando las azules aguas de Penobscot Bay, era Eleonor Benson, la hija mayor del pintor. Según he sabido después, aquel verano tenía 19 años y estaba pasando las vacaciones estivales con sus padres y hermanos en Wooster Farm, a la sazón propiedad de la familia.
El shock al verla en el museo fue tremendo y tardé unos cuantos minutos en recuperarme de la impresión. Cuando al fin lo logré, lo primero que sentí fue una inmensa ternura por el chaval de once años que, en el verano de 1909, se había visto arrastrado por un torbellino de emociones que sin duda le venían grandes. Recordé la fascinación inicial, las noches sin pegar ojo por su causa, el deseo incontrolable de volver a verla y, sobre todo, aquel ataque de celos que tanto le hizo sufrir. Y todo por la errónea suposición de que ella lo ignoraba por estar pendiente de la llegada de otro, cuando Eleonor Benson simplemente estaba posando para su padre.