Después de la publicación de un artículo firmado por el doctor Fuencisla; director del centro de investigación para las ciencias, en una prestigiosa revista de innovación científica, se desató lo que la comunidad de eruditos ya había vaticinado, aunque nunca llegaron a imaginar hasta qué punto la tecnología mencionada en el controvertido ensayo impactaría en el mundo.
—¡Reconcilio de teorías! —gritaba el director—. ¿Desde cuándo es el equilibrio lo que impulsa la ciencia? Esta es avance y no consenso de consolación para fracasados con titulación universitaria, no. Me niego a aceptar eso.
—Estoy de acuerdo —contestó el doctor Íñigo, colaborador del profesor y su mano derecha en el proyecto este tenía en marcha—. Oppenheim se equivoca, pero eso no cuenta ahora. Si tus cálculos son correctos esta noche deberíamos conseguirlo.
—Te encuentro muy optimista…
—Estamos hablando de rebuscar entre los ladrillos con los que construye el mismísimo Dios y solo a ti se te podía haber ocurrido la forma de hacerlo —comentó emocionado Íñigo.
—Piensa que son muchas las variables a tener en cuenta y, aunque en la teoría el algoritmo funciona, quién sabe cómo se comportará a la hora de la verdad —Fuencisla hizo una pausa y ninguno dijo nada durante unos segundos—. Si la partícula forma parte del tejido gravitacional deberíamos poder localizarla, otra cosa será aislarla en un medio donde nada es lo que parece —finalizó con aire sombrío.
La mente del reconocido doctor era de las mejores en su campo. Sin llegar aún a la cuarentena, Fuencisla ya había sido nombrado máxima autoridad del centro de investigación científica más avanzado del país, algo que nunca había sucedido en la larga historia de la institución. El proyecto que tenía en marcha podía catapultarle definitivamente al olimpo de las ciencias: encontrar la partícula fantasma: «el gravitón». Lidiar con la mecánica cuántica siempre era una aventura, pero él tenía los conocimientos y los medios, incluido el acelerador de partículas propiedad del afamado instituto.
Horas más tarde, los rostros de decepción en el laboratorio eran evidentes. Fuencisla no paraba de cotejar datos buscando el error que había arruinado el intento de encontrar la escurridiza partícula, y de paso sus ilusiones, pero no hallaba fallo alguno. Íñigo se aprestaba a revisar el interior del acelerador con las cámaras de control por si algún desperfecto pudiera haber afectado al buen desarrollo del experimento. Conectó el sistema a su dispositivo de realidad ampliada y se colocó las gafas VR. Pasados unos pocos segundos no pudo evitar soltar un grito de sorpresa que atrajo la atención del director.
—¿Qué pasa? —preguntó el doctor intrigado por el chillido—. Parece que hayas visto un fantasma —dijo quitándole las gafas con brusquedad.
—¿Mamá? —murmuró en voz baja el ayudante—. ¡Ma…madre! —repetía casi balbuceando con los ojos como platos—. ¡Por todos los santos! ¿Qué ha sido eso? —inquirió Íñigo todavía desorientado.
—Sé tanto como tú… tampoco puedo creerme lo que acabo de ver —respondió el director con gesto de asombro tras quitarse las gafas.
—Pero era mi… ¿Qué demonios hacía mi madre dentro del acelerador?
—No es solo tu madre. Yo también… en fin… parecía mi padre… estaba jugando con mi antigua mascota de la infancia, ¡como si tal cosa fuera posible!, y parecían felices. Esto no tiene ni pies ni cabeza —dijo saliendo de su ensimismamiento—. Debemos revisar todos los protocolos para entender que ha sucedido.
Justo en aquel momento, amparada en la oscuridad, una figura embutida en una gabardina gris y cubierta con un sombrero escapaba furtiva del laboratorio donde se acababa de realizar la prueba. Portaba un teléfono que haría rebotar su señal de satélite en satélite para no ser detectada. La siniestra sombra se detuvo dando frente a una espléndida luna llena que brillaba como nunca en el firmamento, la imagen le pareció evocadora, y aprovecho para encender un cigarrillo. Dio una intensa calada exhalando el humo lentamente, satisfecho, con deleite, a la vez que presionaba el botón de llamada del dispositivo. Debía informar de inmediato.
Pasadas varias semanas del inesperado descubrimiento, en el centro de investigación se preparaba la primera entrevista para la radio y la televisión.
—Debes ser prudente con lo que dices, Fuencisla. Esto que hemos descubierto puede ser algo extraordinario, así lo parece, pero creo que es pronto para asegurar nada. Me temo lo peor si se hace público sin tener todas las respuestas —manifestó Íñigo preocupado.
—No seas agorero. Hemos realizado el experimento con distintos grupos de voluntarios y todos informan de una experiencia similar, lo único que cambia, como es lógico, son los protagonistas —subrayó el director.
—Las imágenes se crean según quién las observa y todas coinciden en las mismas sensaciones. Piénsalo, parece haber un patrón . Un patrón que acrecienta el deseo de cruzar al otro lado, y eso debería preocuparnos.
—El mundo tiene derecho a saberlo —respondió con sequedad el director.
—El descubrimiento no deja de ser el resultado de un proyecto fallido, una casualidad, al fin y al cabo. Recuerda eso siempre —insistió su ayudante.
—Llevamos milenios esperando una respuesta a esta cuestión y por fin la tenemos. Los textos sagrados de la mayoría de las civilizaciones conocidas coinciden en este punto, salvando diferencias culturales, claro, pero parece que todos revelan la misma verdad. ¿Qué dudas tienes?
—Demasiadas, Fuencisla, demasiadas —sentenció su colaborador.
—Este descubrimiento puede ser el mayor hallazgo científico de la historia. Podría cambiar nuestra comprensión de la existencia, de lo que somos —terminó el director que, a todas luces, pretendía hacer una victoria de la derrota.
Ana llevaba ingresada un año en el hospital debido a una enfermedad de las calificadas incurables. El dilema moral al que se enfrentaba Antonio, su marido, no lo dejaba descansar. ¿Debería permitir que Ana siguiera en ese estado vegetativo indefinidamente? ¿Era justo prolongar su sufrimiento, o debía liberarla? Se sentó junto a ella sosteniendo su frágil mano con mimo y los recuerdos de su amor emergieron en forma de lágrimas. La lluvia golpeaba contra la ventana de la habitación hospitalaria como una sinfonía melancólica. La decisión pesaba sobre sus hombros demasiado y se sentía incapaz de tomarla. Acomodó la almohada de Ana y se sentó una vez más en el sillón de cuero destinado a su descanso. Finalmente, cerró los ojos buscando fuerza en su interior y respiró profundamente dispuesto a afrontar lo inevitable, sin importar cuán doloroso fuera el camino que eligiera.
Todo estaba en silencio en la habitación salvo el sonido de fondo de la televisión que anunciaba en ese momento la noticia sobre un último descubrimiento científico: «un doctor en ciencias llamado Fuencisla, director del Centro de Investigación y desarrollo para las ciencias, había descubierto «El más allá», comentaba con cara de desconcierto el presentador. Antonio quedó sorprendido por la noticia, entre otras cosas porque él trabajaba en ese lugar como técnico de laboratorio. Conocía al ayudante del director muy bien, aunque no sabía nada de ese proyecto. Tenía que hablar con él.
Existen realidades distintas, tantas como personas, y desde luego unas más afortunadas que otras. Lo cierto era que la de Clara seguía atrapada en el oscuro rincón de un contenedor donde la retenían junto con otras mujeres. A medida que el tiempo avanzaba, sus compañeras desaparecían gradualmente, presagiando un destino sombrío. Clara se aferraba con fuerza a su única pertenencia, una pequeña radio cuidadosamente oculta a los ojos de sus carceleros. Perdió hace mucho tiempo la esperanza de escapar de esa vida, y a pesar de su condición de católica, su fe en Dios se resquebrajaba poco a poco. Drogas, palizas y continuas violaciones eran su pan de cada día. Anhelaba la liberación tanto como ansiaba la muerte, pero la fe en cristo y su lógico miedo a morir en pecado le impedía dar ese paso. Esperaba que un día, alguno de los depredadores que se beneficiaban de su sufrimiento, la liberaría del interminable horror en el que se había convertido su existencia. Conectó el dispositivo y fue moviendo el dial hasta que el ruido de fondo desapareció y encontró una emisora, no importaba cual fuera, solo quería oír al mundo…
«…Un sitio donde al parecer no existen padecimientos, ni enfermedades, tampoco hambre, dolor, violencia o infelicidad alguna… ¿De qué hablamos entonces, doctor?
—Hablamos de ciencia, amigo. Como científico, presento pruebas sobre mi trabajo y las pongo a disposición de quien quiera revisarlas. No son solo palabras.
—Pero esto no sería lo más alucinante de este anuncio del director del centro de investigación que hoy tiene a bien visitarnos, queridos oyentes, no. Por lo visto, nuestros seres queridos, los que pasaron para nuestra desdicha a mejor vida y a los que tanto echamos de menos, se encuentran en ese idílico lugar vivitos y coleando. Mi estimado doctor… esto suena poco creíble…
—Es comprensible que se tengan dudas ante un descubrimiento como este —comentó Fuencisla—. Sepa usted y toda la audiencia que este es un proyecto de muchos años de trabajo y dedicación, y por fin, ahí están los datos y resultados que lo avalan; incluidas las imágenes en directo de esa otra dimensión.
—¿Quiere decir que con su dispositivo se puede ver qué está pasando en ese otro lugar?
—Ni más ni menos. No podemos interactuar con ese otro lado, de momento, pero si verlos. Digamos que es una prueba contundente de que el más allá no es un cuento. Cielo, Valhala… no sabría decir, llámenlo como prefieran, pero existe.
—Según su teoría, debemos suponer que todos iremos allí el día de nuestro último adiós, pero se me ocurre preguntar, que dado que parece más bien cielo que infierno. ¿Dónde van los malos entonces? —preguntó el locutor intrigado.
—Sí, también nos lo hemos planteado, y hasta donde sabemos, cualquiera podría estar allí. Necesitamos tiempo para entenderlo.
—Bien, amigos radioyentes. ¿Podría ser que estemos ante el mayor descubrimiento de la historia? Pensad un poco en ello, debemos hacer ese ejercicio ya que sí todo esto es cierto sería cuando menos preocupante. ¿Cómo afectará este descubrimiento a los más desfavorecidos? Reflexionemos, sí, reflexionemos porque más de uno podría replantearse qué hace aquí pudiendo estar allí…»
Arturo Cifuentes, inmerso en una crisis profunda por sus acciones fraudulentas en la entidad bancaria donde trabajaba como interventor, se encontraba en una encrucijada sin salida. Había desviado sumas poco significativas de manera constante de las cuentas de sus clientes hacia un paraíso fiscal con el fin de asegurarse un retiro más que digno gracias a un programa informático que imputaba lo detraído a otros cargos o recibos de esas mismas cuentas. Sin embargo, la llegada de la auditoría más exigente que nunca se había visto en la historia de las finanzas le devolvió a la realidad más cruda. A su edad tenía claro que la cárcel no era una opción viable. Debió dejarlo antes, pero su avaricia le pidió siempre más, hasta que fue demasiado tarde.
Mientras sopesaba su desesperada situación leyó de pasada el titular del periódico depositado sobre la mesa de su despacho. La editorial hablaba de un sorprendente descubrimiento realizado por el centro de investigación más prestigioso del país. La noticia despertó en Arturo el deseo de querer saber más, quizá por la propia desesperación que le dominaba al no atisbar solución a su problema. Después de releer el artículo con detalle y acabar con la botella de wiski que guardaba en un cajón de su mesa, terminó por considerar la noticia una interesante alternativa. Se levantó de su asiento y se acercó a la gran ventana desde donde podía divisar gran parte de la ciudad. Tamborileó con los dedos sobre el cristal de una de las hojas y, casi de forma inconsciente, acercó la mano a la manivela de apertura acariciándola con las yemas de los dedos, para después seguir con el cadencioso soniquete; un compás tenso, grave… finalizando con un seco repique final. Abrió por completo el ventanal, respiró profundamente, y saltó al vacío.
Antonio llegó a su puesto de trabajo tras pasar por el calvario, días atrás, de ver morir a su mujer. Tras mucho pensarlo y presionado por la familia y su propia conciencia, autorizó la desconexión del soporte vital que la mantenía con vida. Entró en el laboratorio y localizó de inmediato a Íñigo. Cuando este lo vio llegar, ya sabía lo que quería.
—Solo tienes que ponerte las gafas. Lo que seguramente veas cuando se inicie el sistema te impresionará, pero tranquilo, yo estaré a tu lado. No tienes que hacer nada más.
El ayudante del director inició la rutina del ordenador central mientras Antonio se colocaba las gafas de realidad ampliada, primero con miedo, después con ansiedad. Fijó su mirada en el oscuro vacío y se dejó llevar. De inmediato la oscuridad se fue convirtiendo en imágenes y las lágrimas inundaron sus ojos, a la vez que una inmensa felicidad lo invadía por completo. Ana estaba preciosa paseando por un increíble campo de flores de todos los colores. Él balbuceó su nombre, pero ella no podía oírle, era un canal de una sola dirección.
Los gobiernos y autoridades locales estaban desbordados por los acontecimientos. En cuestión de unos pocos meses se habían suicidado miles de personas por todo el planeta. La iglesia tuvo que declarar su postura ante tal desatino, pues sus fieles no entendían que Dios les negara a ellos el acceso al paraíso como al resto del mundo por aquello del suicidio, considerado por los católicos pecado mortal, posicionamiento que la Santa Sede defendió hasta la saciedad, logrando, no con demasiado éxito, disminuir temporalmente la sangría de muerte que asolaba al mundo. La policía localizó por aquellos días cadáveres por doquier y en las circunstancias más variadas. Uno de los escenarios de muerte fue el hallado en un contenedor en el puerto con los cuerpos de diez mujeres. Todas presentaban signos de suicidio, todas menos una, la que hacía la número once había sobrevivido. Se la identificó como Clara Montiel, una monja Carmelita desaparecida hacía tres años de su congregación y sin noticias de ella desde entonces. La encontraron enajenada y gritando que el diablo había convencido a sus compañeras de que se quitaran la vida.
Mientras el mundo se debatía en una discusión interminable sobre la vida y la muerte, en una antigua mansión, propiedad de una de las familias más distinguidas del país, un selecto grupo de personas sentadas alrededor de una enorme mesa de roble con forma circular, y extraños símbolos de poder grabados en su superficie evaluaba con meticulosidad las fases del plan que se estaba implementando. Fuencisla y el centro de investigación no eran más que piezas de un rompecabezas diseñado para alcanzar sus oscuros propósitos.
El círculo existía desde tiempos inmemoriales y su único fin era preservar su poder en el planeta. Con ese objetivo se impusieron una nueva misión, encontrar una respuesta, una solución al problema de la superpoblación mundial, un remedio políticamente correcto que ayudara a resolver esta cuestión o al menos aliviarla. La hallaron en la forma de un engaño, un subterfugio cibernético configurado por medio de una IA de última generación que había sido desarrollada con capital privado, y de la que nadie sabría nunca nada. El resultado fue un programa sensorial diseñado para ser indetectable con capacidad para manipular el sistema neuronal humano. La inversión había valido la pena, tan solo faltaba eliminar algunos flecos. Los actores implicados fuera del círculo debían desaparecer, todos salvo el insigne doctor Fuencisla, pieza fundamental de la trama y único responsable final cuando se descubriera la farsa. La operación ya estaba en marcha: los engranajes del círculo de poder funcionaban con precisión castrense, siempre lo hacían. El hombre en las sombras estaba a punto de transmitir su informe final.
En medio de la penumbra de aquella vetusta mansión de rancio abolengo, la maquinaria de la oscura conspiración avanzaba ajena a las consecuencias morales de su estrategia para salvar lo que ellos creían fervientemente era «su» planeta.