Subversivos (Distopía)

[Tente]

Subversivos

Todo estaba saliendo bien. Sabíamos a qué nos arriesgábamos pero ya no había marcha atrás. Ninguno de nosotros estaba dispuesto a volver al infierno en que se habían convertido nuestras vidas desde que triunfó el golpe de estado médico-militar. De momento éramos sólo cinco y todos de absoluta confianza. Suficiente, al fin y al cabo el objetivo de nuestra lucha no era derrocar al régimen, ni mucho menos, sólo pretendíamos recuperar un mínimo de libertad para nosotros. El resto de la gente parecía encantada con la nueva dictadura, incluso orgullosos de mostrar en público las continuas mejoras en los resultados de sus análisis.

Todos lloramos como niños cuando Luis, por fin, sacó un arrugado cigarrillo que miramos absortos, con una veneración casi religiosa. Hasta los que hacían guardia en la puerta se quedaron unos segundos embobados y hubo que llamarles la atención, no podíamos permitirnos ni el más mínimo despiste porque había chivatos por todas partes. El encargado de llevar el mechero era yo. No estaban prohibidos, de momento, pero ser sorprendido con uno en el bolsillo ya te convertía en sospechoso, motivo más que de sobra para salir del grupo para siempre.

No podíamos desperdiciar ni una brizna de tabaco y lo teníamos todo bien organizado. A Luis le correspondía el honor de encenderlo ya que había corrido más riesgo que nadie y después, por riguroso orden de edad, todos daríamos una rápida pero profunda calada hasta que acabara esa efímera felicidad que nos esperaba. Eso era lo que estaba pactado tras tantas y tantas reuniones clandestinas pero el resultado fue muy distinto. En cuanto el cigarro se encendió, todos nos abalanzamos como leones y yo no pude ni probarlo porque algo (no sé si un puño, un codo o un pie) me golpeó con tanta violencia que casi me deja inconsciente. Lo único que saqué del cigarro fue una quemadura de primer grado en mi mano derecha. Todo un desastre, podría ser una prueba del delito que acabábamos de cometer y por seguridad, se decidió que abandonaría el grupo temporalmente, hasta que se enfriara el asunto.

Segundos después todos sentimos una tremenda vergüenza y nos odiamos a nosotros mismos. Nunca olvidaré aquella imagen: cinco hombres hechos y derechos abrazados, perdonándonos los unos a los otros. La desesperación tras años sin fumar pudo más que nosotros. Pero no había tiempo que perder, mientras unos se encargaron de ventilar la habitación, otros nos íbamos quitando la ropa en otra sala para lavarla. De sobra sabemos que la policía tiene perros adiestrados capaces de detectar el menor rastro de humo de tabaco y, mucho peor, brigadas de voluntarias, viudas de fumadores, siempre con la nariz alerta.

Aquella primera acción fue todo un desastre pero juramos que nunca nos vendríamos abajo, la lucha iba a ser muy larga y rendirse no era ninguna opción. El peor parado de todo aquello fui yo porque les iba a echar mucho de menos. Hablaban incluso de la posibilidad de conseguir alguna cerveza la próxima vez, cosa prácticamente imposible. En fin, algo había que intentar para levantar la moral de la tropa tras una derrota tan amarga. Nos despedirnos con grandes abrazos y salimos cada uno por su lado para no levantar sospechas. Me fui a casa con la mano y el alma doloridas.

Por el camino maldije los gimnasios en que se habían transformado todos los bares según ordenan las nuevas leyes. Fue una de las primeras medidas que tomaron al llegar al poder. Con el alcohol, el tabaco y las comidas insanas prohibidas ya no tenían sentido los antiguos lugares de ocio y además, para que escarmentaran los que durante años se habían lucrado perjudicando la salud pública, fueron condenados a montar en su lugar gimnasios públicos gratuitos. Tenía que darme prisa, ya empezaba a anochecer y estaba prohibido incumplir los horarios de sueño saludables, de diez de la noche a seis de la mañana. Además, el día siguiente tenía prácticas deportivas obligatorias, una de las cosas que más odio de este maldito gobierno: horas corriendo sin motivo alguno.

Por la tarde debía ir a hacerme mi análisis de sangre semanal y sólo al pensar en ello me alegré de no haber conseguido fumar nada de nada con el grupo. Un positivo por tabaco suponía años de cárcel la primera vez y si eras reincidente nada te libraba de la pena de muerte, que según ellos es lo que andamos buscando. Necesitaba una buena excusa para mi quemadura, no me valía decir que me la hice cocinando porque también estaban prohibidos los fritos por insanos.

Cerca de casa me tropecé con un gran cartel que habían colocado las autoridades. Nuevas normas, siempre velando por los ciudadanos, por su felicidad o, lo que lo mismo, por su salud. Esta vez iban todavía más lejos, ya ni muertos podríamos librarnos de ellos. El cartel contenía una nueva ley que obligaba a practicar la autopsia absolutamente a todas las personas fallecidas con objeto de averiguar si el muerto había consumido sustancias prohibidas. En caso afirmativo, todos los familiares hasta el segundo grado serían expulsados del país por haber dado cobijo a un indeseable.

Aunque vivía en un segundo piso, aquella noche decidí subir a la azotea y no precisamente para hacer ejercicio. Lo hice muy despacio, escalón a escalón, pensando en el pobre hombre que horas después buscaría entre mis tripas la prueba de mi delito. Seguro que no iba a reparar en la preciosa quemadura de mi mano derecha.

Nota: Lo escribí hace años aunque parezca de plena actualidad con esto del coronavirus.

[Raúl Conesa]

Pues oye, si consumes y mueres le haces un favor a tu familia, así los expulsan y pueden alejarse del gobierno canguro.

[Manuel Webmaster]

Vaya casualidad, describes el mismo mundo de un relato que escribí hace un mes xD. (En realidad no es tanta casualidad).

[lucia]

Un mundo totalitario de lo más clásico de las utopías desde la tira de años.