Robert Walser

Pues eso, para hablar de un autor en general.

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az681
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Robert Walser

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Robert Otto Walser
(Biel, Suiza, 15 de abril de 1878 - † cerca de Herisau, Suiza, 25 de diciembre de 1956)

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Este ensayo forma parte del libro Sombras sueltas, de Luigi Amara (Ediciones del Equilibrista/UNAM, Pértiga, 2006) :arrow:

A veces la escritura se convierte en una especie de traición. La ironía de emborronar cientos de páginas para la evocación de un recuerdo insistente, o la paradoja de acudir al lenguaje a fin de señalar sus limitaciones o aun su imposibilidad, dejan un sabor amargo de incongruencia y desconcierto, la sensación de estar jugando con fuego, de haber preparado la trampa en la que muy pronto habremos de caer, quizá porque de algún modo esas inevitables traiciones nos remiten a los mecanismos que se autodestruyen en cinco segundos.

Escribir sobre Robert Walser comporta uno de esos peligros. Elias Canetti conjeturó que el rechazo a insistir en la grandeza del escritor suizo se debe justamente a que nada parece ser más ajeno a su estilo que la grandeza, a que frente a él cualquier forma de alabanza se torna una salida torpe, impropia, chapucera. Como sea, la opción de respetar a toda costa la renuencia de Walser a sobresalir, ser fieles a su convicción de que la notoriedad literaria comienza y desemboca en la ignominia (lo que significaría dejarlo vagar en paz como una sombra huidiza en la soledad de la nieve, perdido para siempre en las regiones inferiores, en aquellas tinieblas ínfimas e insignificantes donde sus ojos habituados al sigilo y a lo subalterno eran capaces de descubrir tantas cosas), se antoja asimismo una condena, una piadosa injusticia. Pero ocuparse de un hombre tan elusivo como Robert Walser, quien se resignó a vivir en un manicomio para darle la espalda al mundo, con la esperanza de que allí quizá sí enloquecería para siempre, vegetando por los rincones a la manera de Hölderlin, no tendría por qué estar libre de riesgos y contrariedades. A fin de cuentas, por más que sobresaliera en el arte de pasar inadvertido, por más que su mano derecha sintiera cierta animosidad hacia la pluma en vista de que su huella es más perdurable y enfática que la del lápiz, si en algo falló Robert Walser fue en su propósito de difuminarse en las catacumbas de lo indistinto, en que precisamente a causa de su escritura no fue capaz de completar la obra maestra de la invisibilidad.

Nacido en Biel, cerca de Berna, en 1878, Robert Walser pertenece a esa extraña y oscura estirpe de escritores a los que se les conoce más por la celebridad de sus admiradores que por la familiaridad con su obra. Encomiado por Musil, Bernhard y Benjamin, apreciado por Kafka y por Canetti (que eludieron con elegancia el siempre sospechoso elogio, sin dejar por ello de rendirle un homenaje sostenido, muchas veces implícito o a través de la elipsis), su figura parece destinada a perpetuarse como un fantasma tutelar de la literatura en lengua alemana; un fantasma ya no más errabundo y vaporoso, como correspondería a su condición y carácter, sino anclado a la sombra de un estante, en obras escasa pero fielmente codiciadas –que hasta hace poco tiempo permanecían fuera de circulación o no estaban traducidas–, acechando en silencio, reservadas y oblicuas, con el sonrojo que produce estar de pronto en boca de todos gracias al entusiasmo de autores de la talla de Calasso, de Coetzee, de Vila-Matas (este último, por cierto, un autor walseriano de cabo a rabo, tanto en sus preocupaciones como a veces en su dicción, que incluso se ha valido de Walser como “héroe moral” para construir una novela quizá demasiado propensa a la celebridad, ahora también premiada, lo que no deja de ser extraño tratándose de una defensa de la desaparición y de los personajes que gustan de avanzar en el vacío).

El prestigio de Walser –un prestigio moderado y sombrío, que es el único que podría convenirle– se debe a sus primeras y aparentes novelas: Los hermanos Tanner, El ayudante y en especial a Jakob von Gunten. Soy de la opinión, sin embargo, de que sus textos misceláneos, muchos de ellos pertenecientes a su última etapa creativa, redactados antes de ingresar en el sanatorio mental de Waldau, a ese exilio quién sabe qué tan involuntario al interior de sí mismo, son más entrañables, más sobrecogedores, acaso porque en ellos la libertad de su prosa se ha desatado hasta el punto de casi perder la coherencia y aproximarse, como quien coquetea despreocupadamente con el abismo, al parloteo y al sinsentido.

Constituida en su mayor parte por relatos breves, diálogos e impresiones, borradores de novelas y hasta ejercicios casi de tipo escolar, las piezas “menores” de ese escritor que se esforzó en ser un escritor menor han sido reunidas en volúmenes como La rosa, Vida de poeta y recientemente Escrito a lápiz, la primera entrega de sus microgramas; volúmenes sin esqueleto que aun en su desfachatado desorden, en sus asuntos del todo peregrinos, comparten una misma agilidad, una misma predilección por los detalles en apariencia insignificantes; en ellos, como quizá en ningún otro libro de la historia de la literatura, el deseo de no llegar a ninguna parte constituye su fuente más rica de inflexiones y salidas de tono. Con una ironía constante –más valdría decir, con desparpajo–, Walser se interesa por las cosas sencillas, ordinarias, fugaces; por esa concatenación imprevista de minucias que a causa de su fluir y evanescencia invocan una mirada igualmente inestable y contraria a toda pedantería; una mirada que las haga brillar por unos segundos para dejarlas después perderse, irremediablemente, abismadas en su futilidad, hundiéndose en la corriente del hábito que todo lo enmohece y degrada. Paseos dominicales y excursiones sin propósito, periódicos extranjeros, cartas, libros mediocres, animales, personajes entre los que destacan los vagabundos, los bandidos y los despreocupados, cafeterías bulliciosas, miradas que se cruzan por casualidad, amantes, toda una galería móvil de sucesos al parecer carentes de relieve desfilan ante la esponja mental de Robert Walser (una esponja que después sabrá destilar un jugo hilarante, con unas cuantas gotas de acidez), para desprenderse de cualquier significación consabida y cubrirse entonces con la luz de lo irrepetible.

Walser es un autor que sólo se siente a gusto en medio de lo inferior y lo minúsculo. “Su profunda e instintiva aversión por cualquier tipo de altura –escribió acerca de él Canetti–, de elevación o de pretensión lo convierte en uno de los poetas esenciales de nuestra época henchida de poder”. Resguardado al ras de lo inadvertido, astuto a su manera gris y reservada, Walser deja que su prosa se extravíe entre las minucias –incluso entre las bajezas y la humillación–, sólo para reaparecer más tarde, sentencioso y jovial, dueño absoluto de la narración, e incluso de las aparentes vacilaciones de la narración; y aunque sus obsesiones bien pudieran resultarnos demasiado caprichosas o delirantes (brotes benignos, quizá, de su extraña o acaso imaginaria enfermedad mental), una vez que nos dejamos arrastrar por el ritmo de sus divagaciones y nos perdemos en alguno de sus paréntesis a menudo interminables, difícilmente podremos sustraernos al poder de su arbitrio, en particular cuando nos percatamos de que esa falta de propósito es lo que constituye su fuerza, y que son motivos puramente hedonistas los que lo mueven hacia esas regiones marginales y hacia esa forma de entender la escritura que, como las cosas sobre las cuales trata, simplemente sucede.

El signo de la poesía de Walser es la fugacidad. Pocas veces se habrán visto unidas por un hilo a veces imperceptible tal variedad de frases luminosas, apuntes y parodias que, como si se trataran de meras acotaciones circunstanciales lanzadas al aire de la caminata, revelan matices insospechados en los objetos, incluso en aquellos que creíamos más familiares y conocidos. Por más pegajosos que puedan ser nuestros prejuicios y nuestra inercia asociativa, Walser dota a las cosas cotidianas de cierta cualidad críptica, desconcertante, las envuelve en una atmósfera sensitiva y banal que en algo se asemeja a esos momentos en que nos encontramos en un lugar donde tal vez ya estuvimos, pero no sabemos cuándo, o si fue sólo en sueños. Después de todo, lo anodino y lo insignificante son términos engañosos, que más bien remiten a un estado mental y poco o nada tienen que ver con las cosas a las cuales queremos aplicarlos. Para Walser, que elevó este simple aforismo a la condición de arte poética: “No hace falta ver nada extraordinario. Ya es mucho lo que se ve”, cualquier guiño es un mensaje cifrado y toda partícula de polvo está cargada magnéticamente y puede ser un detonante, un punto de partida, no importa hacia dónde. Un apoyo, tan firme y transitorio como todos, desde el cual impulsarse de nuevo.

En su afán de no desear nada y simplemente desaparecer, Walser sobrevivía a duras penas gracias a trabajillos menores e improbables –como su participación en la Cámara de Escritura para Desocupados de Zúrich–, reservándose la felicidad de un burócrata o un criado. Fue mayordomo e instructor, y al parecer la idea del Instituto Benjamenta –que es el tema central de Jakob von Gunten, una escuela dedicada a la formación de perfectos ceros a la izquierda–, surgió de un curso para sirvientes que él mismo tomó durante su estancia en Berlín. Al igual que Kafka, probó suerte en un banco; al igual que Bartleby, en su faceta de amanuense se dio el lujo de decir que prefería no hacerlo. Su actividad predilecta era pasear, y aun encerrado en el manicomio de Herisau se le consintió que realizara largas caminatas por los alrededores, a sabiendas de que tenía talento para el vagabundaje y de que no podía ser dañino para su salud. Sibarita del paseo reflexivo, de pocas cosas se jactaba más que de sus hazañas ambulatorias.

Como quien abandona una torre de marfil cuyo aire se encuentra intoxicado por el peso de la responsabilidad y la carga de las labores incumplidas, el acto ideal de Walser consistía en salir de su habitación en busca de los acontecimientos minúsculos que la calle o el camino rural le prometían. Divagante y elástico, ligero y feliz, se enfilaba entonces hacia donde sus pasos lo llevaran, sin otra preocupación que consagrarse al ritmo impredecible de las cosas en el instante de chocar contra su mente. A su vuelta, mientras la leña chisporroteaba bucólicamente en un rincón, quizá cogería un lápiz y, con idéntica naturalidad, con esa desenvoltura que sólo podría calificarse de campante o saltarina, narraría las aventuras sencillas que había encontrado.

Se cuenta que Walser nunca corregía lo escrito, que rara vez despegaba el lápiz del papel –tan ininterrumpidamente avanzaba–, como si cada imagen, cada oración, tuvieran el cometido de llevar a la siguiente, y ésta a su vez a la siguiente, para perderse como la voz o las impresiones se extinguen mientras caminamos, dejando tras de sí sólo una estela de asociaciones y de estados de ánimo. Y es que hablar de la escritura de Walser invita, en primer lugar, a una mención de su ritmo mental, consagrado a su propio decurso y abandono; a destacar la risueña despreocupación de su prosa, tan semejante en ciertos momentos a la cháchara –con su espontaneidad y también sus destellos y agudezas–, que en todo momento comparte con sus caminatas una voluntad errabunda. Esa sencillez de expresión de la que frecuentemente hace gala, próxima en ocasiones al infantilismo, la lírica y aun la majadería y el despropósito, indica, en palabras de Walter Benjamin, “la compenetración perfecta de la falta de intención y de la intención suma”; dictamen que –no es casualidad– bastaría igualmente para la caracterización del arte del paseo.

Sumergidos en su cauce, llevados por la extraña resonancia de sus asociaciones (una resonancia lo suficientemente apegada a la superficie del mundo como para resultar misteriosa y exultante), descubrimos que una de las cualidades de Walser consiste en hacernos cómplices de su receptividad y su atención agudizada, de esa receptividad itinerante, llevada hasta el límite de sus posibilidades en un libro como El paseo, para la cual no hay circunstancia, rostro o fragmento del paisaje desprovisto de interés: “La naturaleza no tiene que esforzarse por ser importante. Lo es”.

Guiados por la fluidez de su curiosidad, por la seriedad de su bufonería, pronto nos sentimos contagiados del inconfundible temple de la vagancia, como si la mente se hubiera transportado de golpe a una calle apacible y se entregara, confundida pero feliz, a la sencilla y antigua delicia de caminar. Y es que en las páginas de Walser el pensamiento parece haberse liberado de sus amarres consabidos por obra y gracia del trote solitario de los pies (cuya disponibilidad y arbitrio influyen benéficamente en el ánimo y fomentan una creciente locuacidad reflexiva, así como un poderoso sentimiento que se puede comparar con un ademán de universal bienvenida), hasta que los detalles de escasa gravedad y cercanos a cero con los que se cruza descubren sus perfiles más remotos y al mismo tiempo más familiares; ante sus ojos, cada esquina o perro vagabundo se erigen en caleidoscopio y en enigma, mostrando sus distintas facetas en una simultaneidad insólita que algunos llamarían estado de gracia y otros simple y llana perplejidad.

Al paseante [escribe Walser] le acompaña siempre algo curioso, reflexivo y fantástico, y sería tonto si no lo tuviera en cuenta o incluso lo apartara de sí; pero no lo hace; más bien le da la bienvenida a toda clase de extrañas y peculiares manifestaciones, hace amistad y confraterniza con ellas, porque le encantan, las convierte en cuerpos con esencia y configuración, les da forma y ánima, mientras ellas por su parte lo animan y forman.

Robert Walser murió en 1956, el día de Navidad, a la mitad de uno de sus incontables paseos. El hecho de que la muerte lo sorprendiera durante su caminata, en medio de la nada, me hace suponer que para él no significó más –ni menos– que cualquier otro incidente de los tantos que llegaron a inquietarlo, y que presenció con ese talante de quien siempre está de paso, a la vez maravillado y suspicaz. Durante esos paseos, Walser supo encontrar, justamente por no habérselo propuesto nunca, las aventuras más simples y jubilosas a las que puede conducir la amistad con toda clase de sucesos, seres y manifestaciones, y hacer su exaltación y encomio sin caer por ello en la desmesura de entenderlas como epifanías.

De manera semejante a la muerte en la nieve de uno de los personajes de Los hermanos Tanner, Walser hubiera querido que la naturaleza constituyera su tumba, que la tapa de su féretro no fuera otra que el cielo estrellado. Los niños que hicieron el hallazgo de su cadáver describieron a un hombre congelado a orillas de un campo cubierto de nieve, con un largo abrigo negro, botas gruesas y los ojos abiertos. Su sombrero se encontraba a un par de pasos y en su rostro se dibujaba una mueca terrible. No sonreía. Pero cada vez que proyecto esa imagen de tonos contratantes en la pantalla de mi cabeza me gusta imaginar que en el momento de encontrarse con la muerte, solitario y vagaroso, Walser quiso pedirle a su corazón que se sometiera de buen grado a lo inevitable con una sonrisa –una sonrisa oblicua, al fin y al cabo también de bienvenida–, con lo cual no hacía sino sellar una de las más singulares alianzas entre los motivos para escribir y las razones para la vida: la alianza entre la literatura, entendida como paseo, y el paseo como única forma de vida. ~

Bibliografía - Wikipedia en alemán
Blancanieves (Schneewittchen, 1901)
Los cuadernos de Fritz Kocher (Fritz Kochers Aufsätze, 1904)
El ayudante (Der Gehülfe, 1908)
Los hermanos Tanner (Geschwister Tanner, 1907)
Jakob Von Gunten - 1909
Kleist en Thun (Kleist imm Thun, 1913
El paseo (Der Spaziergang, 1917)
El bandido (Der Räuber, 1925 (1978)
Ante la pintura (Vor Bildern: Geschichten und Gedichte)
Desde la oficina. Sobre la vida de los empleados (Im Bureau. Aus dem Leben der Angestellten)

-Poemas

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az681
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Mensaje por az681 »

El suizo Robert Walser (1878-1956) es un escritor excepcional en el sentido literal del término. O sea, es excepción, con todos los antagonismos que la idea lleva dentro. Vagabundeó a lo largo de su vida por oficios y domicilios de tercera hasta dar voluntariamente con sus huesos en las clínicas de Waldau y Herisau (que suenan a Lager que te mueres) cumplidos los cincuenta, sin un duro y con el corazón en plan cazador solitario y sin pieza. Aunque en las biografías se insiste en que se internó por decisión propia, Walser caminaba por el filo de la navaja como poco, y sus escritos tienen ese eco de los Hölderlin, Swedenborg o Strindberg.

Estos microgramas titulados ‘Escrito a lápiz’, que ahora publica Siruela, son un montón de hojas escritas originalmente en letra microscópica, en cuadriláteros perfectos, en perfecto alineamiento, y que el autor llevaba en una maleta de acá para allá en las vísperas y primeros años de su ingreso en el psiquiátrico. Para que no falte de nada, están escritos a lápiz para librarse del "tedio de la pluma", que lo sumía en un "decaimiento que, por así decir, se reflejaba en la escritura a mano, en la disolución de la misma". Cuando ingresó voluntariamente en Waldau estaba encantado, como Hölderlin, de "poder soñar en mi modesto rincón".

Las novelas que le valieron el reconocimiento (después de muerto, como no podía ser de otra manera), ‘Jakob von Gunten’ y ‘Los hermanos Tanner’, escritas en las primeras décadas del siglo pasado y veinte años antes de su reclusión, tienen un fondo enigmático, una oscuridad que les nace del suelo que pisan. Son grandes novelas y a la vez textos sobre el límite: la transparencia había sido perdida en origen. Estos microgramas son más inquietantes, la voz ya está desmelenada, el acierto linda con la alucinación.

"A veces me comporto de manera algo frívola, como ayer, cuando me presenté en la imponente mansión de una gran dama. La casa merece el título de hotel. Pregunté por la señora y, cuando la tuve enfrente, le pedí un mendrugo de pan. Estaba hambriento".

"Pero ¿acaso es sensato expresarse con claridad? ¡Oh, cómo me tortura el sol en su cénit! Ella lleva ahora un sombrero de paja y camina algo inclinada, con paso indeciso. La gente insegura puede desconcertar a la gente segura. Es decir, la gente segura convierte en segura a la gente insegura. ¿Tiene de veras el arte la misión de hacer flaquear con las flaquezas? ¡San Sebastián!".

"Al suave viento del Este, colgado de la robusta rama de un roble, un gran duque que se había ahorcado agitaba los pies luchando por abandonar el reino de la absoluta certidumbre. Los idealistas descansaban tiesos en sus tumbas, implacable realidad. Qué cruel y afilada es mi pluma".

Instrucciones de uso. Si lee este libro de corrido y en plena Navidad, no le garantizo la armonía. Mejor, utilice el sistema de buceo sin bombona, inmersión y luego aire. Así disfrutará de las dos cosas: del pozo y de la superficie. En todo caso, una experiencia.

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az681
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Mensaje por az681 »

Las notas de Carl Seelig sobre sus Paseos con Robert Walser no tienen parangón en la historia de la literatura. Retratan a alguien que ha enmudecido, un poeta que «tuvo el tacto suficiente como para apearse de la vida». Al cumplir los cincuenta años, Walser deja de escribir y se contenta con su vida de paciente de un sanatorio mental. Carl Seelig, que quería ayudarle a él y a su obra, en apariencia condenada al fracaso, visita regularmente a Walser en el sanatorio, y durante veinte años «se les autoriza a salir a pasear». Las notas relativas a estos paseos son inusuales, pues Seelig pone su escritura al servicio de la transmisión de las auténticas palabras de Robert Walser. Nadie sabe si este paciente está enfermo, pero, en cualquier caso, es sabio. Sus conocimientos de literatura son inmensos; sus manifestaciones dan como resultado la poética de su propia obra; sus juicios políticos son certeros y enigmáticos. Walser pasea con Seelig por el paisaje de Appenzell y por la noche regresa al manicomio. Pero de esta tragedia brota el consuelo de este libro: «Sin amor el hombre está perdido».
La edición reproduce seis fotografías realizadas por Carl Seelig a Robert Walser.
Siruela ha publicado de Robert Walser las novelas Jakob von Gunten, Los hermanos Tanner y El ayudante, así como las prosas breves El paseo y La rosa.
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madison
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Mensaje por madison »

Es un libro genial, raro, magnífico, extraño, único.....Walser sí que me ha hehco ver el mundo de una forma distinta, ha influido muchísimo en mi
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az681
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Mensaje por az681 »

Hay que reconocer que para el la literatura,mejor dicho,el arte de escribir lo era todo.Incluso superior a pasar hambre.
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madison
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Mensaje por madison »

En ocasiones pienso que se sentía culpable por haber nacido burgués cosa que a él no le hacía muy feliz
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az681
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Mensaje por az681 »

Es un autor único.Siferente a todos los demás que he leido.Sigue la tradición de Höllderlin y Keist:Primero la literatura,escribir,después el resto.
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madison
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Mensaje por madison »

Pero era mas excentrico o loco que Höllderlin no?
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az681
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Mensaje por az681 »

Digamos que vivieron en épocas diferentes con necesidades diferentes,pero unidos por su pasión por escribir.

Escribia a lápiz porque odiaba el contacto de la pluma.
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Richar Elis
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Mensaje por Richar Elis »

az681 escribió:Escribia a lápiz porque odiaba el contacto de la pluma.


No había visto este hilo, gracias az681 por abrirlo, y por tu apasionado comentario


En su ensayo sobre Walter Benjamin, Susang Sontag relaciona a Walser y a Benjamin: “La calle, el pasaje, la arcada, el laberinto, son temas iterativos en sus ensayos literarios y, especialmente, en el proyectado libro sobre el París decimonónico, así como en sus piezas de viaje y sus reminiscencias. Robert Walser, para quien andar fue el centro de su recluida vida y sus maravillosos libros, es un escritor a quien habríamos deseado que Benjamin hubiese dedicado un ensayo más largo...”. ‘Bajo el signo de Saturno’ (Edhasa)

Quizá, tanto o más que las conversaciones, los paseos eran el centro de los libros de Walser, pero también de su soledad. Apego a la deriva, rebotando de una ciudad a otra, de un empleo a otro –copio toda la idea de Belén Gache, de su ensayo ‘Literaturas nómadas, ciudades, textos y derivas’-; mientras lo hacía, “miraba todo desde la perspectiva del que se encuentra fuera, con la fragmentación propia del que contempla las cosas sólo de paso. Durante sus paseos, pasaban ante su mirada tanto las absurdas convenciones sociales como las maravillas que la vida le ofrecía. (…) en Walser el texto mismo se presenta como un deambular dentro de la página, sus hojas cubiertas por completo con minúsculas letras trazadas a lápiz, continuas, ininterrumpidas y prácticamente ilegibles: los Microgramas”.

En los Microgramas encontramos varios asuntos importantes, la herramienta, el soporte, y el código.

La herramienta para Walser no es indiferente, le gustaba escribir con pluma, a la que en alguna ocasión se dirige, “Pluma, si no me asistes, no sé cómo avanzar”, pero en una carta fechada en 1927 reconoce que ha empezado a utilizar el lápiz para librarse del “tedio de la pluma”, que lo había sumido en un decaimiento que se reflejaba en la disolución de la escritura, para liberarse de esa “espantosa aversión hacia la pluma”, y el tedio que ésta le producía, empezó “a lapicear, a esbozar, a garabatear. A mi juicio, con la ayuda del lápiz, podía jugar, componer mejor; me pareció que, de este modo, renacía el placer de escribir”.

El uso del lápiz y la miniaturización de su escritura parece que datan de 1924, año de los primeros microgramos. Aunque hay quien, como Sylvie Le Poulichet, conjetura que puede existir una producción micrográfica anterior, quizá perdida, dado que Walser sufre lo que él llama ‘crisis de la pluma’, en 1912.

El soporte de estos textos escritos a lápiz en letra minúscula, no sólo son hojas en blanco, también hay formatos minúsculos y papeles ya cargados de un pasado: publicidades de revistas, telegramas, cartas de editores, sobres, y otros papeles por el estilo, como las 156 hojas de un calendario de 1926.

Afirma Juan Malpartida que “su método consistía en escribir columnas de escritura muy apretada, casi ilegible, cuyo sistema espacial corresponde a su poética narrativa: literaturizarlo todo, como quien escribe sin levantar la palabra de las cosas y sus procesos, «Sin derrochar atención a lo pequeño, a lo nimio incluso, la gruesa novela de la vida es imposible», afirma., porque Walser es un consumado maestro de la poética de las pequeñas cosas, de lo mínimo que, sin proponérselo, se vuelve inmenso”.

En el año 1929, a los 51 años, el escritor fue internado en un hospicio de Waldau.

El lápiz debe trazar letras góticas, tras lo cual él comprimirá al extremo esta escritura copiada y a medida que pasan los años la escritura se empequeñece más y más, con letras abigarradas que no superan el milímetro, y los tiempos empleados para realizarla son cada vez más y más lentos.

1933 es el año en que es trasladado a un psiquiátrico de Herisau, Appenzell, y en que cesa para él toda actividad literaria: “No he venido aquí a escribir, sino a enloquecer”, dijo Robert Walser sobre su estancia en el manicomio de Herisau, y no escribió una línea más.

De su última escritura sólo quedaron aquellos 526 papeles de todo tipo, ilegibles, considerados durante muchos años como simples garabatos, y por supuesto a nadie se le hubiera ocurrido intentar descifrarlos si no se tratara de los últimos escritos de Robert Walser. Durante mucho tiempo se siguió pensando que estos textos estaban redactados en un tipo de escritura indescifrable inventada por Walser, hasta que en 1967 Bernard Echte y Werner Morlang descubrieron que se trataba simplemente de cursiva alemana corriente –escondida, eso sí, detrás de la pequeñez del trazo–. Así comenzó la tarea de desciframiento (que duró quince años y de cuya dificultad Echte nos ilustra en el prólogo de ‘Microgramas I’) que permitió agregar a la obra del suizo una nueva novela, aunque inconclusa, ‘El bandido’ (Siruela) y un montón de relatos breves cuya primera entrega tenemos ya en castellano.

En los 'microgramas' aparecen los grandes pequeños temas de Walser: el gusto por el paseo y la divagación, la pasión por los detalles y lo efímero, la dificultad de no ser nadie o la absurdidad del amor, que se concentra por ejemplo en la siguiente frase: “En el asunto del amor, todo fracaso es casi una dicha”.

Francisco Solano señala que su obra rebosa de frases tan deslumbrantes como impredecibles, y que “no hay ningún lector de Walser que, bajo los efectos de su estilo, que actúa como una música, no se sienta reconfortado y tal vez mejor persona”.

El siguiente párrafo está sacado del micrograma titulado ‘¡Si yo fuera acompañado de mi chica como ése!’:


"La gente satisfecha es tan graciosamente ingrata. La ingratitud es tan graciosa. También un servidor es bastante ingrato, y tal vez sea ésa la razón por la que tengo un aspecto aceptable. Les sonará a chanza, pero les aseguro que es simple y llanamente la verdad. Una vez lo elogié, y él va y dice que yo lo amaba. Qué mal gusto por su parte. Si queremos ser bien educados, no podemos creer jamás en los atractivos que tenemos, sino que debemos desear adquirir otros. Pues no hay nadie que quiera quedarse estancado o aun empobrecer. Por fuera, él está mucho mejor que yo, pero a mí me va mucho mejor por dentro. Soy la causa de una guerra perpetua conmigo, lucho permanentemente conmigo y permanentemente sello la paz, y vivo sin descanso en la tensión más agradable. Soy a todas luces mi único maestro, mi educador, tal vez sea por eso que ansío que me eduquen. Qué divertido me resultaría. Vaya un sainete. Los disparates son a veces una maravilla. Mentirse a sí mismo y a los demás alarga la vida porque resulta entretenido a ambas partes, esto es, tanto a mí como a los demás. Nada deseo con más franqueza que la insinceridad, y nunca soy mejor persona que cuando finjo que soy malo. Si me muestro como soy, adiós muy buenas a mi encanto. No os podéis imaginar cómo he sufrido con esta circunstancia mía, cómo me ha atormentado ‘ser algo’. Cuando no soy ‘nada’, soy mucho".


Para Malpartida, la suya es “una prosa que observa y se observa, pero que sobre todo trata de convertirse en piel del mundo, en una sola respiración que abarca el signo y lo designado. (…) partiendo del realismo alcanza sus límites: un hiperrealismo que al fragmentarse incesantemente nos muestra mundos preciosos y aislados. El sentido común que tanto pretendió como meta, adopta sin embargo, la forma de lo extraordinario y la alucinación”.
Walser es un escritor de culto, uno de los escritores más irrepetibles, que te zambulle en el otro plano de las cosas. Como ha planteado Volker Michels, “creó una obra que se puede entender como una grande y única declaración de amor”. Y supongo que en ningún comentario sobre su obra puede faltar la mención a su hijo-discípulo Kafka, quien reía hasta las lágrimas delante de Max Brod cuando le leía a Walser.
Para quienes aún no hayan leído nada de Walser, les recomiendo comenzar por su novela ‘Jakob von Gunten’, joya entre las joyas, que arranca como sigue:


Aquí se aprende muy poco, falta personal docente y nosotros, los muchachos del Instituto Benjamenta, jamás llegaremos a nada; es decir, que el día de mañana seremos todos gente muy modesta y subordinada. La enseñanza que nos imparten consiste básicamente en inculcarnos paciencia y obediencia, dos cualidades que prometen escaso o ningún éxito. Éxitos interiores, eso sí. Pero ¿qué ventaja se obtiene de ellos? ¿A quién dan de comer las conquistas interiores? A mi me encantaría ser rico, pasear en berlina y malgastar dinero. Una vez comenté esto con mi condiscípulo Kraus, pero él se limitó a encogerse de hombros despectivamente, sin concederme una sola palabra. Kraus tiene principios…


En sus conversaciones con Seelig, habla de esta novela: “...Es una fantasía poética. Algo temeraria, ¿verdad? Entre mis libros de mayor extensión, es mi favorito... Cuanto menos acción hay y más pequeño es el entorno que precisa un poeta, tanto mayor suele ser su talento. Desconfío de antemano de los escritores que se exceden en la acción y necesitan el mundo entero para sus personajes. Las cosas cotidianas son bastante bellas y ricas como para poder sacar de ellas chispazos poéticos...”

La pueden encontrar en Alfaguara o en Siruela. Ambas editoriales han publicado casi todo lo que hay de Walser en castellano. Una muestra de su poesía, para mí magnífica, la tienen en la editorial Icaria, de ese libro copio el poema ‘Cansancio’:


Llévame tal cual estoy,
mira, mi razón perdida
aparta de sí este mundo,
que ya no lo alumbra más.
Ven, me quedaré obediente,
felizmente sosegado
en tu denso resplandor,
oh, dulce y bendito sueño.
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Richar Elis
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Mensaje por Richar Elis »

madison escribió:Pero era mas excentrico o loco que Höllderlin no?



Apreciada Madison:

Es un autor que a muchos, además de por su obra, nos fascina por su ingreso voluntario en un sanatorio psiquiátrico en 1929, el manicomio de Waldau. De allí será transferido al de Herisau en 1933. Hasta su muerte, un día de la navidad de 1956 en que como tenía por costumbre salió a pasear por los alrededores y poco después unos niños lo encontraron muerto entre en la nieve, sólo habló con dos personas, su hermana, a la que siempre estuvo muy unido, y Carl Seelig.

Enrique Vila-Matas es otro apasionado de Walser, y sospecho que uno de los que más ha contribuido a divulgarlo en nuestro país. Así describe su novela 'Doctor Pasavento' el porpio Vila-Matas: “Un narrador español, que está interesado por la desaparición del sujeto moderno y estudia a fondo la historia de la subjetividad de Montaigne a Blanchot, ve cómo un desconocido lo suplanta ante un taxista en la estación de tren de Santa Justa de Sevilla. Aunque sorprendido, decide aprovechar la circunstancia para no acudir a la Cartuja, donde lo esperaban para un acto cultural con Bernardo Atxaga esa noche. Desaparece en Sevilla con la idea de permanecer oculto como mínimo once días, como hiciera en su momento Agatha Christie, que fue buscada por medio mundo. Espera que, como a la escritora inglesa, lo busquen; pero empieza pronto a sospechar que nadie va a echarlo en falta, que a nadie le interesa la suerte que corra su existencia. Comienza entonces la fuga sin fin del escritor desaparecido (…). El eje central de ese crepúsculo es la figura de Robert Walser, mi héroe moral desde hace décadas. Admiro de este escritor suizo –precedente obvio de Kafka– la extrema repugnancia que le producía todo tipo de poder y su temprana renuncia a toda esperanza de éxito, de grandeza. Admiro de él también su extraña decisión de querer ser como todo el mundo, cuando en realidad no podía ser igual a nadie, porque no deseaba ser nadie, y eso era algo que sin duda le dificultaba aún más querer ser como todo el mundo. Admiro y envidio esa caligrafía suya que, en el último período de su actividad literaria (cuando se volcó en esos textos de letra minúscula conocidos como microgramas), se fue haciendo cada vez más pequeña hasta llevarlo a sustituir el trazo de la pluma por el del lápiz, porque sentía que éste se encontraba ‘más cerca de la desaparición, del eclipse’. Admiro y envidio su lento pero firme deslizamiento hacia el silencio. En realidad, todo el mundo cree que Doctor Pasavento habla del tema de la desaparición y de la soledad. Es una interpretación aceptable del libro, pero yo diría que de lo que realmente habla mi última novela es de la dificultad de no ser nadie. Al ciclo Bartleby-Montano-Pasavento lo ha bautizado mi editor Jorge Herralde como La Catedral Metaliteraria. Creo que está bien pensado ese título general. Es más, me gustaría que en el futuro pudieran leerse esas tres novelas en un solo tomo, que hablaran de ellas diciendo las del ciclo catedralicio...”

Un saludo
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Blanche
Lector ocasional
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Mensaje por Blanche »

Qué joya, este hilo sobe Walser. El suizo está en el pequeño Olimpo de mis escritores favoritos, pero poco puedo decir después de las estupendas aportaciones de az681 y Richar Elis.

Me gustó especialmente Jakob von Gunten y su Instituto Benjumenta, esa institución dedicada a convertir en nada a sus alumnos, una auténtica academia para aprender a hundirse en la nada. Y los paseos con Carl Seelig, donde se aprecia casi con ternura esa humildad patológica del escritor, su deseo de no tener un nombre, de no ser un Thomas Mann para decir: “Donde estoy yo está Alemania”, un nuevo Goethe en su corte de Weimar. Me conmueve esa humildad, ese deseo de pequeñez cuando su espíritu era tan grande. Y esa búsqueda deliberada del silencio como un último refugio para la autenticidad. Eso es algo que no sé si podré explicar hasta qué punto me despierta simpatía.

No he leído todavía sus microgramas, pero espero hacerlo pronto. De momento me han impresionado estas palabras: “Mentirse a sí mismo y a los demás alarga la vida porque resulta entretenido a ambas partes, esto es, tanto a mí como a los demás. Nada deseo con más franqueza que la insinceridad, y nunca soy mejor persona que cuando finjo que soy malo. Si me muestro como soy, adiós muy buenas a mi encanto. No os podéis imaginar cómo he sufrido con esta circunstancia mía, cómo me ha atormentado ‘ser algo’. Cuando no soy ‘nada’, soy mucho". Ahí está ese asco por la persona, en el sentido de la etimología griega, de la máscara que tenemos que ser ante nosotros mismos y ante los demás. Y las palabras son la materia prima de que está hecha esa máscara. ¿Hablar? ¿Escribir? ¿Y quién es el sujeto de esa escritura? ¿Yo? ¿Quién soy yo? Tal vez quien era hace un año, o hace cinco minutos, o quien podré ser mañana. O alguien entre la multitud que soy en este momento, compuesta de muertos, de heridos, de niños, de jóvenes y viejos, y de los que aún no han nacido. ¿Cuál de esas voces mías es auténtica? Son infinitas. Y sólo un término es comparable al infinito: la nada. Por ello sólo en el silencio hay autenticidad.

A veces me encuentro, por ejemplo, en una cena rodeada de muchas personas que—supongo que como yo—cumplen con un compromiso social. Como cualquier persona educada, hablo con el vecino, con el de enfrente. Hablo, hablo y hablo. Pero no soy yo quien habla. Yo me quedo callada, cruzada de brazos mientras otra habla, diciendo cosas que son hojas sin raíces. Miro a la máscara que habla y soy implacable con ella: me río de su estupidez, de su falsedad, de sus trucos baratos que me conozco bien, de lo que dice e incluso de lo que no dice, de la parte de la máscara que se le descascarilla ante la agresión o la indiferencia de los demás. O experimento vergüenza ante el placer que le provocan los halagos. Siento que sólo soy yo la que está en silencio. Y en esos momentos me acuerdo de Walser y de su silencio voluntario.

Por eso me siento bien como lectora. Alguien que lee, calla y escucha la voz de otro, aunque el otro sea una máscara. Pero leer y callar son dos formas auténticas de ser. Escribir no. Por eso ni siquiera creo que pudiera decir como el poema “Borges y yo” que no sé quién de las dos escribe esto. La que no soy yo, sin duda.
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madison
La dama misteriosa
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Mensaje por madison »

Cómo te comprendo Blanche :wink: lo ahs expuesto de una forma genial :wink:
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julia
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Mensaje por julia »

Que reflexion mas genial Blanche, que bien analizas esos gestos cotianos......ese desdoblamiento en un entorno que tantas veces siento hostil.....
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Fiorella
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Mensaje por Fiorella »

Blanche, me encanta como lo describes.
El hombre y la gente, su felicidad y su desgracia.

Por ello sólo en el silencio hay autenticidad

A veces (raras) ocurren milagros, y aunque no haya silencio hay tanta autenticidad que no puedes creer lo que estás experimentando. Cuando hay una verdadera conexión con el prójimo. Cuando no sientes tus palabras vacías, todo lo contrario cada una se esfuerza por significar un todo. Cuando alguien te escucha, y tú le escuchas, porque te interesa, porque reconoces su humanidad. Perfecta o imperfecta, pero en cierta forma similar a ti. Es como si se surfeara sobre una misma ola, al mismo ritmo.
Finite to fail, but infinite to venture E. Dickinson
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