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El hecho de que la hubiera dejado era una canallada. Nunca debió hacerlo, pero así son las cosas, decía ella aún entre lágrimas. Yo la veía y callaba.
Mientras la contemplaba sentada en el porche del chalet adosado, al atardecer, con el teléfono todavía entre los dedos, sin atreverse a colgarlo por miedo a perderlo para siempre, por temor a que el simple hecho de colgar significase el adiós definitivo; mientras en su rostro se iban dibujando las marcas del dolor, yo la veía y guardaba un silencio respetuoso.
Su figura se recortaba contra los árboles que a lo lejos formaban un pequeño bosque; la tenía cerca de mis ojos, cerca de mis dedos pero no podía hablarle porque ella no soportaría ver alterado su dolor con frases demasiado oportunas y racionales. No podía tocarla porque, seguramente, en ese instante estaría recordando alguna caricia perdida, quizá la última, antes del adiós cobarde a través del teléfono.
Nunca debió hacerlo, pero así son las cosas, repitió casi en un susurro y yo no necesitaba preguntar a qué se refería, pero mi derecho era escucharla y mi deber dejar transcurrir el tiempo al ritmo que ella necesitase vivirlo. Por eso, mientras la contemplaba encogerse, recluirse en su interior como un feto abrazado al cable umbilical del teléfono, mi memoria viajó en busca de preguntas, o de respuestas. Quizá viajó sin querer recibir respuestas pero sentía cómo una hilera de imágenes en penumbra se abría hueco en algún lugar perdido de mi cerebro.
Nunca debió hacerlo
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takeo
- GANADOR del III Concurso de relatos
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Re: NUNCA DEBIO HACERLO (I y II)
II
Ella lo descubrió por el azar del tedio, por las horas muertas de una vida con demasiadas fronteras a su alrededor. El paisaje abierto que en su juventud había soñado se había ido convirtiendo en un pequeño universo cerrado, en el que cada cosa ocupaba su lugar predeterminado. Ninguna novedad, ninguna sorpresa, ¿dónde la ilusión de un amanecer diferente, de una noche con truenos, de un grito desajustado, de una caricia inesperada?
Fue tan sencillo como pasear después de un breve y casual encuentro, descubrir dos palabras nuevas, inéditas en su vocabulario, un pálpito del corazón que se perdió en un segundo de distracción. Fue un nuevo encuentro, tres frases inocentes y la primera sonrisa. ¿Desde cuando existía la sonrisa?, se preguntó antes de olvidar la pregunta. Pero las noches despiertan a la imaginación que durante el día duerme y ya no le hacía falta dudar porque en su interior comenzaba a florecer un sentimiento antiguo que rompía barreras, que ampliaba un espacio que le agobiaba, que necesitaba violentar para empezar a respirar de nuevo.
Y los encuentros se convirtieron en esencia, en materia, en física y química, sin pensar que había tenido una vida anterior pues acababa de nacer y el nacimiento es descubrir el futuro, un futuro de manos, besos, paseos y posibilidades.
La veía feliz, eran tardes de contemplarla sentada en el porche del chalet con los ojos soñadores, con la sonrisa privada de un recuerdo íntimo, meciéndose en el balancín al compás de una música que ella sola podía escuchar pues era la música de su propia vida.
Pero quizá sea difícil marcar el ritmo del tiempo, tabular el espacio, enmarcar los deseos en un plazo limitado, por eso, cuando el tiempo se acaba nos coge de sorpresa.
Y ahora. Ahora debía añorar pero yo ya no la escuchaba, yo sentía rabia y no quería perderla y la necesitaba viva, feliz, con la mirada brillante porque mi cariño por ella era el de un campo cerrado a sensaciones nuestras, el de momentos íntimos que solo nuestros eran y mi vida con ella había trascendido los años, las dudas, su amor por aquel hombre que ahora la abandonaba por teléfono y yo solo podía mirarla, seguir amándola respetando su dolor y su silencio, haciendo mías sus palabras que ella ya no se atrevía a pronunciar:
“Nunca debió hacerlo...”.
Ella lo descubrió por el azar del tedio, por las horas muertas de una vida con demasiadas fronteras a su alrededor. El paisaje abierto que en su juventud había soñado se había ido convirtiendo en un pequeño universo cerrado, en el que cada cosa ocupaba su lugar predeterminado. Ninguna novedad, ninguna sorpresa, ¿dónde la ilusión de un amanecer diferente, de una noche con truenos, de un grito desajustado, de una caricia inesperada?
Fue tan sencillo como pasear después de un breve y casual encuentro, descubrir dos palabras nuevas, inéditas en su vocabulario, un pálpito del corazón que se perdió en un segundo de distracción. Fue un nuevo encuentro, tres frases inocentes y la primera sonrisa. ¿Desde cuando existía la sonrisa?, se preguntó antes de olvidar la pregunta. Pero las noches despiertan a la imaginación que durante el día duerme y ya no le hacía falta dudar porque en su interior comenzaba a florecer un sentimiento antiguo que rompía barreras, que ampliaba un espacio que le agobiaba, que necesitaba violentar para empezar a respirar de nuevo.
Y los encuentros se convirtieron en esencia, en materia, en física y química, sin pensar que había tenido una vida anterior pues acababa de nacer y el nacimiento es descubrir el futuro, un futuro de manos, besos, paseos y posibilidades.
La veía feliz, eran tardes de contemplarla sentada en el porche del chalet con los ojos soñadores, con la sonrisa privada de un recuerdo íntimo, meciéndose en el balancín al compás de una música que ella sola podía escuchar pues era la música de su propia vida.
Pero quizá sea difícil marcar el ritmo del tiempo, tabular el espacio, enmarcar los deseos en un plazo limitado, por eso, cuando el tiempo se acaba nos coge de sorpresa.
Y ahora. Ahora debía añorar pero yo ya no la escuchaba, yo sentía rabia y no quería perderla y la necesitaba viva, feliz, con la mirada brillante porque mi cariño por ella era el de un campo cerrado a sensaciones nuestras, el de momentos íntimos que solo nuestros eran y mi vida con ella había trascendido los años, las dudas, su amor por aquel hombre que ahora la abandonaba por teléfono y yo solo podía mirarla, seguir amándola respetando su dolor y su silencio, haciendo mías sus palabras que ella ya no se atrevía a pronunciar:
“Nunca debió hacerlo...”.
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