Cazadores de recuerdos

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rockeroyrojo
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Registrado: 30 Jul 2011 03:33

Cazadores de recuerdos

Mensaje por rockeroyrojo »

¿Cuántas veces caminamos sin rumbo, en una

ciudad donde todos saben donde ir?



Estoy completamente seguro de que hoy será un día difícil y es que todos han sido iguales desde aquella tarde, los miércoles se han convertido en días cargados de tristeza desde entonces. Durante la mañana el tiempo parece no avanzar, como si se detuviese, sin embargo, mi sufrimiento continúa destruyéndome con la misma intensidad. Y esa hora que espero para volver a verla (aunque sea con los ojos empañados en lágrimas) en vez de acercarse parece huir de mí, como si no me quisiera, como si disfrutara haciéndome esperar. Después del almuerzo, como todos los miércoles y cuando queda menos de una hora, todo se complica más aun, las llaves no aparecen y el bus tarda más de lo normal en pasar.

Llovía y ella esperaba paciente con su paraguas bajo la luz del antiguo farol que por mucho tiempo había sido su punto de encuentro, tranquila de saber que él siempre llegaba tarde. Amaban ese farol, porque era un rastro de vejez en medio de la moderna ciudad, entre el ensordecedor ruido de la congestionada metrópolis y sus amplias avenidas repletas de autos que iban y venían tocando sus bocinas con furia, era ese el último rastro de los tiempos perdidos, los que pasaron llevándose la calma de lo que había sido años atrás, una ciudad mucho más pequeña y silenciosa. Cuando él llegaba, ella olvidaba la lluvia, dejaba caer el paraguas que se convertía más en un estorbo que en una protección y se lanzaba a sus brazos.

Subirme a un bus era por sobre todo lo que más me costaba, y es que luego del accidente aunque solo haya terminado con un insignificante moretón en la pierna, me he vuelto estúpidamente más sensible a un montón de cosas que antes resultaban cotidianas e inofensivas. Esperé por cerca de 20 minutos en la parada de autobuses y me di cuenta que en esos momentos cuando no quieres llegar atrasado a algún lugar, mirar el reloj de pulsera se vuelve tan cotidiano como respirar. En mi mente la idea de llegar tarde otra vez me acongojaba horriblemente. Las horas parecían no avanzar, pero en tan solo un segundo, todo eso cambia, el tiempo que antes transcurría a paso de tortuga, comenzaba a correr a toda velocidad y yo terminaba por salir de mi casa a la hora en que debía estar en el farol, pero no solo cuando me reunía con ella era así, mis amigos ya se aburrían de esperarme y se iban sin mí, pero no me importaba, porque ella siempre estaba ahí esperándome, sin importarle mi irresponsabilidad, ella era capaz de entender aquello que para mí resultaba tan difícil, como el simple hecho de no saber porque diablos en un segundo el tiempo avanzaba tan rápido sin dejarme ni siquiera un instante para reaccionar. Estaba solo a la espera de un bus que perfectamente podría pasar indiferente a mi mano alzada y continuar a toda velocidad por la avenida, pero esta vez no fue así, me tranquilicé al verlo disminuir la velocidad y abrir las puertas frente a mí. Siempre era igual, un autobús viejo, conducido por un hombre con la camisa remangaba y la clásica mancha de sudor en sus axilas, mirándome con cara de pocos amigos. Luego de que le tendía las monedas comenzaba la travesía de caminar en busca de un asiento mientras el destartalado bus se movía como gelatina. En su interior era imposible no sentirse sofocado por el rostro apagado de los demás pasajeros, hombres y mujeres con el sudor en la frente miraban despreocupados por las sucias ventanillas. Al cabo de un rato yo era uno más, buscando en los árboles que se esfumaban ante mí, el deseo de hacer desaparecer por un segundo todo lo que me recordaba eso que deseaba olvidar.
Nunca sabían dónde ir una vez que se reunían bajo el farol, odiaban los destinos premeditados y las citas que para los demás resultaban tan románticas. Bajo el farol se encargaban juntos de buscar un destino, caminaban por la ciudad en busca de lo desconocido que proclamaba ser descubierto. Viejas calles con enormes casas del siglo pasado y parques olvidados por la administración ciudadana eran sus destinos favoritos. Se llamaban a sí mismos cazadores de recuerdos y es que su trabajo una vez que emprendía el paso era buscar en la ciudad todo aquello perteneciente al periodo previo a la modernidad.

Mientras miraba como se desvanecían tras la ventanilla aquellos postes cargados de cables, añoraba aun más el viejo farol. Por un segundo todo lo que veía me recordaba a ella, desde el autobús que saltaba cruzando la ciudad a toda velocidad, hasta las parejas tomadas de la mano buscando eso que nosotros también buscábamos, pero todo era sin duda un recuerdo amargo, como cuando se extraña aquello que nos hacía feliz y que nunca más lo hará.

Hace días que no se veían, esta vez habían optado por subir el cerro que se ubicaba justo en el centro de la ciudad, no usarían el ascensor, se perdía la magia, decían ellos emocionados por vivir cada segundo que pudieran entre verdes y robustos árboles y caminos sin pavimentar.

La subida terminó por cansarlos, sentados sobre el colchón verde de pasto comenzaban a volar sus pensamientos que se fundían en la imagen irreal y onírica de ellos mismos al margen de aquella ciudad congestionada, ellos construían su propia realidad al margen de la civilización, de la presión y del reloj de pulsera.

Él siempre pedía permiso para prender un cigarro, aunque sabía que pese a que a ella no le gustaba que fumara, nunca le negaría el permiso. Caminaban juntos, conversando de todo lo que les rodeaba; sus amistades, vergüenzas y alegrías, lo que les gustaba y aquello que no. No se preocupaban de mirar el reloj y ver cuánto se demoraban en subir a la sima, ellos ya estaban insertos en el mundo que habían construido, esa quimera que comenzaba a materializarse bajo sus pies, pero un mundo que como todo lo que resulta perfecto, se esfumaría poco a poco al retomar el camino de regreso a la ciudad.

En la sima se encontraba de todo, turistas, ancianos leyendo el periódico y jóvenes absortos en las canciones de guitarra y tambores. Uno incluso les ofreció cantarles por una moneda o un cigarro, y ahí estaban envueltos en las notas de una perfectamente afinada guitarra acompañada de una voz que no lo era tanto pero con ganas de ser mejor. A ella le gustaba eso, lo espontáneo y no planificado, siempre había pensado que lo que se planifica termina por arruinarse y que los mejores momentos de la vida se disfrutan siempre que nacen de la nada, del momento, como sus paseos y destinos que siempre partían del farol pero sin ninguna premeditación. Arriba había asientos pero sentados sobre el manto de hierba se sentían más poderosos y cerca del cielo, mucho más que aquellos que caminaban por las calles y de vez en cuando miraban hacia arriba observándolo tan lejano. Así permanecían horas, en silencio, mirando el movimiento lento de la tierra y las nubes que conformaban un universo paralelo de formas esponjosas y puras. Limitándose a hablar únicamente lo necesario para no romper el delicado y hermoso momento. Bajar siempre les resultaba más sencillo y rápido, nuevamente estaban en la ciudad, parados frente a la calle principal esperando el semáforo para cruzar y separarse nuevamente.

Una anciana con rostro impenetrable me pidió el asiento y tuve que pararme, aunque por dentro estuviese mucho más destruido que ella. De pie tuve que aguantar el olor a la ausencia de baño de un hombre a mi lado y el tufo a alcohol de otro que parecía dormir de pie. Ya no podía ver por la ventana pero poco importaba por que debía bajarme en la siguiente parada para tomar el metro.

Se fundieron entre la gente que recorría una de las calles más transitadas del centro de la ciudad, el calor sofocante del verano hacía todo más difícil por lo que decidieron comprar un helado en una de las tantas tienda de dulces que adornaban las calles, él quería pagar, pero ella se lo impidió.

- Siempre pagas tú, pues ahora me toca a mí –dijo ella mirándolo con un rostro severo- no tienes por qué preocuparte.

Él se mostró apenado, pero no quería molestarla y aceptó el helado con un poco de vergüenza, en el último instante ella cambió de opinión, el vendedor le había tendido el cono cubierto de chocolate, pero a ella ahora se le antojaba otra cosa.

- Pensándolo mejor quiero un café helado, pagaré la diferencia.

El rostro del vendedor se puso rojo de cólera, pero ella estaba en todo su derecho de cambiar el pedido aunque ya estuviera hecho. Él la observaba de lejos, era una niña despreocupada totalmente del que dirán. Se acercó y la besó mientras ella recibía de manos del enojado vendedor su nuevo pedido. Caminaron durante minutos, él ya había terminado su helado, mientras ella aún seguía degustando lentamente el café que comenzaba a entibiarse. Se empezaban a aburrir de caminar junto a las demás personas presurosas que cargaban carpetas y maletines. No deseaban ser como ellos, entonces decidieron caminar por calles más pequeñas alejándose así de todo aquello que les molestaba de la ciudad. Luego de unos minutos se fueron adentrando en lo que parecía ser un pequeño pueblo en el interior de la urbe, un pueblo que parecía no haber evolucionado en lo más mínimo durante los últimos años, buscaron un viejo asiento ubicado en el centro de una plaza descuidada y seca para sentarse, ella terminó su café, mientras el gozaba estar en aquel lugar que resultaba ser un oasis en el desierto.

El paradero de la micro estaba a tan solo pasos de la estación del metro, por primera vez no importaría si llegaba atrasado, porque ella no me estaría esperando. Quería creer que ella estaba consiente de mis visitas, pero prefería no ilusionarme en vano y aceptar la idea de que ni siquiera era capaz de escucharme. Bajé las escaleras y me encontré con un mar de gente, que viajaba en el vagón como sardinas enlatadas. En segundos yo fui una más.

Otro de sus gustos era buscar ferias de antigüedades, libros o artesanías y llevarse muchas cosas olvidadas por el tiempo con poco dinero. Se sorprendieron como luego de mucho caminar se toparon con una larga fila de comerciantes tendidos en el piso que intercambiaban recuerdos a quienes caminaban con mirada curiosa. Siempre encontraban cosas, desde antiguos libros llenos de polvo que leían juntos en algún parque también olvidado, hasta monedas, estampillas o juguetes de antaño. Ella siempre buscaba muñecas de porcelana que le recordaran su infancia, él por otro lado además de libros buscaba viejos periódicos ya que dentro de sus placeres de soledad estaba leer noticias antiguas, avisos económicos ofreciendo cosas pretéritas a precios impensables para la época actual, viejos triunfos deportivos y la programación de canales desaparecidos. Al final del trayecto habían adquirido tres libros que les llamaron la atención, ella había logrado conseguir una muñeca de porcelana con cabello rubio y vestido color carmesí, además entre montones de artefactos viejos, encontraron una vieja lámpara que por lo menos tendría 20 años de antigüedad. Antes de terminar el trayecto una colección de latas de bebida le robo su atención al igual que un cuadro pintado en óleo por algún pintor nacional que seguramente habría muerto sin conseguir un mínimo de reconocimiento a su trabajo.

El doctor me había dicho que aun en el estado en que se encontraba era capaz de escuchar mis palabras, pero me costaba creerlo ya que desde el accidente es como si ella realmente hubiese muerto, solo estaba su cuerpo inmóvil sobre las sábanas blancas de la camilla, y aquella actitud que me había enamorado terminó por desaparecer en aquel terrible sueño mortal. Ya no podríamos salir y cumplir con nuestro trabajo de buscar recuerdos. Finalmente decidí que le hablaría, aunque no me conteste, tal vez el doctor estaba en lo correcto y escuchar mi voz la alegraría. Aunque si yo estuviese en su lugar, no me gustaría escuchar una voz que me recuerde todo aquello que extraño y que quizás nunca podré volver a disfrutar. El metro se acercaba a mi estación de destino y yo continuaba consternado por no saber si hablarle o simplemente callar como lo había hecho en otras ocasiones producto del miedo a herirla.

Caminaban hasta la entrada principal del parque donde la imagen de una playa en medio de la ciudad se dibujaba frente a sus ojos. Al interior de la pileta un gran número de niños acudía diariamente a bañarse para olvidar el calor del verano, sentadas en el borde sus madres con lentes de sol y cargando toallas ayudaban a construir ese ambiente que llamaba la atención de todos quienes pasaban a su lado disimulando una sonrisa. Se adentraron por los múltiples senderos en busca de la tranquilidad que necesitaban para conversar de eso que se les hacía tan necesario. Una pelota rodó hasta sus pies, ella se sacó los zapatos y se puso a jugar con los niños que la reclamaban. Eso era lo que a él le fascinaba, como nunca sabía que iba a ser, vivía encantado por su semejanza a una caja de sorpresas.

- ¿Por qué no me has dado una respuesta? –Dijo él mirándola directamente a los ojos.

- Porque tengo miedo de perder todo esto.

- ¿Por qué crees que el compromiso es capaz de eso y no de lo contrario?

- Porque yo soy el problema, no lo sé, únicamente creo que cuando las cosas funcionan es mejor dejarlas así. Sabes que nunca te dejaré y tengo plena confianza de que tú tampoco lo harás. No todas las parejas tienen la confianza por el otro que nosotros tenemos y eso que nos hace casi únicos es mucho más fuerte que los compromisos y toda esa palabrería sin sentimientos.

El desvió la mirada de sus ojos color avellana para fijarse en la inmensidad del cielo. Quizás tenía razón. No era necesario, como quien lanza una piedra y deshace la calma de una laguna, acabar con esa magia que se apoderaba de ellos a penas se reunía en el farol a buscar nuevos rumbos. Ella jugaba distraída con una pequeña pelota de goma que guardaba en su bolso, mientras él seguía mirando el cielo. Se levantaron y siguieron caminando, recorrieron cada rincón del parque mientras ella saludaba a todos a su paso y dejaba ver su cándida personalidad.

El olor a los hospitales siempre me ha causado escalofríos, desde que era pequeño, cuando me operaron y tuve que pasar la noche solo por primera vez alejado de mi familia. Aún ahora muchos años después ese olor me hace viajar en el tiempo para verme tendido sobre una camilla con toda la fragilidad de los primeros años de vida. Las puertas se abrieron y caminé hasta el mesón de informaciones, ahí una señora baja y arrugada me indicó el piso de la sala que buscaba, debía subir hasta el séptimo piso, podría haber usado el ascensor, pero preferí las escaleras, al hacerlo recordé como a ella, le encantaba subir corriendo pese a las advertencias de seguridad que lo prohibían. Algunas veces jugábamos a adivinar el número de escalones, otras nos deteníamos y nos besábamos en cada uno, pero ahora que ella no estaba solo eran simples escaleras, Finalmente me cambié al frío ascensor. Al llegar a la habitación 306, la vi nuevamente, pensaba que habían pasados meses desde la última visita, cuando en realidad solo había sido una semana, pero indudablemente estaba más pálida que la última vez. Me extrañaba y yo a ella.

Sentaba en el pasto de la universidad bajo la sombra de un árbol, con su block de dibujo apoyado en las piernas, ella dibujaba todo lo que podía ver; la vieja facultad de humanidades, los estudiantes cargando libros a la salida y algún perro hambriento buscando comida en los basureros. Él salía de la facultad con un grupo de compañeros y sin siquiera percatarse se convirtió en cuestión de minutos en un dibujo más de aquel block de promesas artísticas. Ella al verlo supo que no podía dejarlo ir, comenzó a seguirlo sigilosamente como si de una misión secreta se tratase, por toda la universidad. Dónde él iba ella lo seguía; en la biblioteca, en el casino o sentada en el banco fuera de su sala esperando el término de las clases para verlo aunque fuera solo por unos segundos. Luego de días de observarlo y analizarlo únicamente con la mirada, deseaba algo más, sacarlo de su mente como una imagen irreal y situarlo frente a sí misma. Ya sabía su nombre, que estudiaba literatura, que estaba trabajando en una novela, que tenía 19 años y que era uno de los más jóvenes de su carrera, pero quería existir para él, como desde hace mucho él ya existía para ella. Caminaba con sus amigas por el campus cuando lo vio a lo lejos, sentado en un banco mirando el cielo quizás en busca de inspiración que necesitaba para continuar lo que estaba escribiendo. Inmediatamente ella consciente de la oportunidad que se le daba, se acercó disimuladamente para sentarse cerca de él. Como dos jóvenes artistas que se buscan con la mirada, terminaron por encontrarse, ella se acercó siempre con la misma actitud, mezcla indescriptible de ternura e inocencia de quien no sabe lo que hace e inauguró sus primeras palabras.

- Hola señor escritor. Me gustaría algún estar en una página de tu novela.

- Lo estarás. Eres muy simpática ¿Qué estudias?

- ¿Qué parece? –se puso a reír- Artes. Y así como yo estaré en tu novela, desde hace mucho tú ya estás en mis dibujos. Me gusta dibujar lo que veo, tratar de darle un enfoque distinto a eso que todos ven de igual forma.

- Suena espectacular, es en parte lo que yo busco cuando escribo, lo hago por que como todos los hombres deseamos tener poder.

- No entiendo –Dijo mientras con confianza se sentaba a su lado y lo tomaba del brazo- ¿A qué te refieres con poder?

- Poder, el hombre siempre quiere poder, aunque trate de ocultarlo, pero mi poder es más sutil, con el lápiz y el papel soy el dueño de todo lo que creo, del destino de mis personajes.

- A veces pienso que somos como personajes de novela, con un destino en la vida determinado por un escritor que vive en otro mundo sobre nuestras cabezas, un mundo muy similar al nuestro, pero real.

- ¿Crees en el destino?

- En algo hay que creer supongo.

- Yo no, me parece muy raro y poco creíble que una fuerza superior condiciona nuestras existencias ¿Qué sentido tendría de ser así?

- ¿Y desde cuando la vida tiene sentido?

Él se quedó en silencio, maravillado por la personalidad de quien tenía en frente y que había permanecido durante tanto tiempo invisible a sus ojos. Nunca antes hasta ahora se había fijado en una mujer de la manera en que se fijaba ahora, con un enorme deseo de tenerla a su lado, descubrirse juntos y descubrir aquello que los demás han olvidado, recordar el olvido de quienes viven en un mundo diferente al que ellos desean formar. No quería que el silencio se apoderara de ellos y terminara por romper la pequeña confianza que habían logrado, iba a decir algo, cuando ella lo interrumpió.

- ¿Salgamos?

- ¿A dónde?

- Que importa, caminemos, la ciudad es grande.

Era lo que él desde hace mucho deseaba hacer, desde que era un adolecente salía a caminar sin destino fijo, pero caminar solo le empezó a aburrir, siempre había querido alguien que compartiera sus extraños gustos. Luego de muchos años la había encontrado. Tomaron el primer bus que vieron, sin importar su recorrido y se dejaron llevar, se bajaron cuando ella terminó de contar hasta 300, simplemente le gustaba ese número, y se vieron frente a un antiguo farol, estaban cerca del centro de la ciudad y desde ahí comenzaron a caminar. No dejaron de hablar, al cabo del día, mucho sabían del otro y se consideraban amigos, pero esa clase de amigo, que siempre busca algo más.

Cuando la vi conectada a esos cables, el artificial sonido de la máquina que la mantenía con vida se había apoderado de mí y me impedía pensar correctamente. Me senté en el sillón de cuero negro que estaba a su lado. No me había dado cuenta lo mucho que extrañaba tomar su mano, esa mano delgada y frágil, aún existía sobre su frente esa cicatriz que se marcaban como tinta roja en su piel de papel. Ella estaba inmóvil, sin poder decir palabra alguna por mucho que hubiese querido.

- No sabía si hablarte o no, tenía miedo a que escucharme se convirtiera en una tortura para ti, que oigas mi voz sin poder responder. A veces pienso que te has resignado y que escucharme solo significa para ti la falsa esperanza de una mejoría que podría no llegar.

Su voz sonaba entre cortada, acompañada de ligeros sollozos que terminaron por convertirse en un llanto interrogativo.

- ¿Me extrañas? Lo sé, y yo mucho más. Extraño salir contigo a coleccionar recuerdos, extraño esos encuentros bajo el farol en busca de un rumbo que nunca existe, eres parte de mi vida y claramente me siento vacío sin ti, horriblemente vacío y hasta miserable porque yo estoy bien y tu no. Ayer, sentía unas ganas horribles de beber, hace mucho que no lo hacía, bebí solo, como un miserable alcohólico, que busca aquello que desea, que algún momento tuvo, pero que ahora es tan lejano, en una botella, en el bar más barato y oscuro que pude encontrar.

Ella claramente se sentía incomoda, al igual que él cuando conoció a sus amigas, estaban entre personas desconocidas que por muy cordiales que fueran siempre serían lejanas, los amigos del otro nunca fueron amigos propios. Ambos comprendieron entonces que su felicidad consistía justamente en estar lejos de esas personas que no formaban parte de su vínculo único. Aun así, ella se sentía feliz porque él deseaba compartir parte de su mundo, conocer a sus amigos y luego quizás a sus padres.

- No tiene sentido pedirle a Dios que te ayude, cuando siempre fui tan lejano a estas ideas de ayuda divina, pero existe algo, un algo indescriptible, que me dice que volveremos a caminar juntos. Descubriendo nuevos lugares, podremos salir de la ciudad, ir al puerto quizás, o incluso a otro país y buscar tesoros en otras latitudes. Sería maravilloso. Aún es demasiado pronto para que me dejes, aun debemos ir al museo.

Una enfermera llegó a interrumpir su monólogo para anotar algo en la hoja que se encontraba sobre el escritorio al otro lado de la camilla. Luego salió de la sala arrepentida de haber interrumpido lo que claramente era un momento personal entre ambos, despidiéndose con un avergonzado saludo cordial.

- Quiero viajar en tren. El lugar de destino no importa, solo quiero subirme a un tren y ver como todo se desvanece por la ventana. –Dijo ella al pie del farol.

Él se sorprendió porque por primera vez tenían un destino, caminaron hasta la estación de ferrocarriles e inmediatamente ella se maravilló al escuchar el sonido de los trenes, ver las vías extenderse a los lejos, algunas personas despidiéndose de quienes estaban arriba, todos viajaban, algunos en el mismo tren, otros en trenes diferentes, todos con distintos destinos, ninguno sabiendo donde iría el otro, algunos quizás igual que ellos viajaban sin destino. Él se acercó a comprar los pasajes mientras ella permanecía embobada por todo a su alrededor.

- ¿Lugar de destino?

Preguntó amable la vendedora dentro de la caseta.

- El que usted quiera –Dijo mientras la vendedora lo miraba desconcertado- No importa cuál sea, tampoco el precio.

En ese momento, antes de que la vendedora pudiera replicar algo, ella se acercó a la ventanilla de la caseta.

- Quiero viajar en ese tren – Dijo con voz cándida- ¿A dónde va?

- No importa – Dijo él otra vez antes de que la vendedora pudiera decir palabra alguna- Lo descubriremos nosotros.

La vendedora tendió los boletos, el tren saldría en 25 minutos, se sentaron en un asiento a esperar, mientras ella miraba aún alrededor, como quien llega del campo a la ciudad y se sorprende por toda la modernidad. Se levantó y compró un algodón de azúcar que se puso a comer con extrema paciencia.

- ¡oye! ¿Quieres un poco?

- No gracias.

Y sin previo aviso le puso la bola de algodón rosado en la cara, dejando rastros de azúcar en sus labios que luego se dedicó a limpiar con un largo beso, solo interrumpido por el sonido del timbre que indicaba el arranque del tren que debían abordar.

- Nunca hemos ido a un museo.

Dijo ella mientras abordaba el tren con el algodón de azúcar aún en su mano. Sacaba pequeños trozos y jugaba con ellos antes de llevarlo a la boca.

- Mañana podremos ir. Conozco uno ideal para nosotros. Nunca he ido.

- De acuerdo, mañana iremos. Juntémonos a las 3 en el farol.

- Así será.

El tren comenzó a llenarse de gente muy distinta una de otra, niños rubios y morenos, ancianos gruñones y otros más amables, tres parejas iguales a ellos en simple apariencia, pero seguramente demasiado distintas en gustos, un hombre solo que leía el diario y una mujer que cargaba un pequeño perro. Inmediatamente ella se sentó al lado de la ventana.

- Luego te cambias, solo quiero ver un rato, luego todo se vuelve más monótono y resulta más divertido mirar a la gente.

Dijo mientras se acomodaba y ponía su rostro contra la ventana del tren que comenzaba a moverse. Estaba absorta en el paisaje, mientras él se dedicaba a escuchar lo que decía la pareja de al lado, descubrió entonces que el tren iba hasta Puente Viejo, la ciudad industrial más importante del país. No quiso decírselo, solo apoyó la cabeza en su hombro y sintió el ligero olor a azúcar impregnado en su rostro.

- ¿Me quieres?

- Claro, que sí, no hace falta preguntármelo.

- ¿Me amas?

- He dicho que no hace falta ese tipo de preguntas, tú sabes perfectamente lo que pienso. ¿Por qué crees que nunca te pregunto yo eso? Al menos que me quieras decir aquí mismo que me equivoco – dijo riendo- ya sabes a lo que me refiero.

- Nunca te equivocas.

- Cuando era pequeña adoraba viajar en tren, recuerdo que a mitad del viaje siempre se subía un hombre a cantar con su guitarra y los pasajeros terminaban por darle monedas y alimentos, el hombre siempre se bajaba agradecido, yo lo veía por la ventana como caminaba devolviéndose por las vías del tren con los zapatos rotos, nunca me olvidaré de esos zapatos. Recuerdo también que siempre viajaba con mi abuela y mis primos, íbamos a la playa, y mi abuela siempre sacaba algo para comer mientras viajaba, nosotros por supuesto, antes que el pan con pollo preferíamos los dulces.

- No has cambiado mucho

Dijo mientras señalaba el algodón de azúcar aún a medio terminar. Ella se puso a reír y le sacó un trozo para pegárselo en la frente.

- Así te vez bien – Y continuó riendo- me quiero cambiar de asiento.

- Pero si apenas han pasado unos minutos ¿Ya no quieres seguir viendo el paisaje?

- Tú quieres verlo más que yo. Cuando era chica y me tocaba sentarme a la orilla me entretenía mirando a la gente, viendo que es lo que hacía, muchas veces me concentraba en una sola persona y trataba de adivinar lo que iba a hacer y debo decir que casi siempre acertaba, desde sacar el periódico para ponerse a leer, hasta cerrar los ojos y dormir en silencio, las personas son muy predecibles.

Se cambiaron nuevamente de puesto, mientras ella conscientemente había vuelto a pasar el algodón de azúcar por su cara, aunque después de eso sintiera las pestañas pegajosas, no le importaba, de hecho disfrutaba esa actitud que terminaba por ser tan indescriptible como única.

Todo sucedió en un segundo, ella trataba de adivinar si el niño moreno de dos asientos más adelante, jugaría con su auto o si leería las historietas que guardaba a su lado, él miraba descuidado por la ventana como a lo lejos entre lo que aparentemente no era más que campo dos vacas miraban el paso de los trenes. La tranquilidad dentro del vagón se destruyó con el brusco movimiento que terminó en uno mucho más fuerte, todo se remeció y desde arriba comenzaban a caer las pesadas maletas de los pasajeros, una de las más pesadas llegó a impactar la frente de ella, que cayó hacia adelante como quien se agacha repentinamente a atarse los zapatos, él aún aturdido por el golpe que se dio en la cabeza se apresuró a ver si se encontraba bien, pero ella estaba inconsciente y con un profundo corte en su frente del cual brotaba sangre espesa que terminó por cubrir su cara, cuello y parte de su polera rosada. Todo se vino abajo, todo su mundo pareció destruido luego de verla inconsciente, comenzó a gritar por ayuda, una mujer que decía ser enfermera puso un pañuelo blanco en la herida esperando que dejara de brotar sangre, el tren solo se detuvo minutos después cuando fueron hasta la cabina un grupo de hombres enojados a solicitárselo personalmente al maquinista y cuando el pañuelo se hubo teñido de rojo. Aún faltaba mucho para llegar a la siguiente parada, pero debido a la emergencia no quedó otra opción, el maquinista enseguida alertó a la central y a una ambulancia para que viniera a socorrer a la pasajera que había perdido ya una buena cantidad de sangre. Siempre a su lado permaneció él, acariciando sus manos y besando sus labios, el azúcar se había terminado por mezclar con el extraño sabor de la sangre. Lloró, lloró y lloró.

Al llegar al hospital, luego de 30 minutos de viaje, el doctor dijo que el tiempo era primordial y debido a la gran cantidad de sangre perdida y el fuerte impacto que le hizo perder la conciencia, no tenía certeza de cuán difícil sería la recuperación. Nunca dejó de estar inconsciente, luego de unas horas en el hospital, fue puesta en coma.

Él se resignaba a creer que eso era el destino, ¿Qué ser tan poderoso y tan cruel sería capaz de arrebatarle de sus manos, en tan solo un segundo, a quien amaba profundamente? Eso nos pasó por tener un lugar donde ir, pensó culpando incluso al farol. Estaba molesto, molestó contra quien sabe qué, él tampoco lo sabía. Su mundo, su mundo que había sido desde que la conoció nadie más que ella ahora se derrumbaba, existía solo en sus recuerdos como un ser mudo e indefenso que quería levantarse, volver al farol y caminar sin rumbo nuevamente.
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lucia
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Re: Cazadores de recuerdos.

Mensaje por lucia »

Se me ha hecho largo y a ratos eterno. De hecho, si la historia no hubiese pegado el salto al hospital, probablemente hubiese dejado de leer, pues a partir de ahí pasa de ser una mera historia bonita para tener algo de vida.
Nuestra editorial: www.osapolar.es

Si cedes una libertad por egoísmo, acabarás perdiéndolas todas.

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