Kleist en Thun - Robert Walser

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Kleist en Thun - Robert Walser

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Susan Sontag ha dicho de Kleist en Thun, de 1913, que "es a la vez un autorretrato y un tour autorizado del paisaje mental del genio romántico destinado al suicidio, y describe el precipicio sobre cuyo borde vivía Walser. El último párrafo, con sus atroces modulaciones, sella una explicación de la ruina mental tan grandiosa como cualquier cosa que yo haya conocido en la literatura".
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triste
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Re: Kleist en Thun - Robert Walser

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A menudo se sienta a la ventana. Serán alrededor de las diez de la mañana. Se encuentra tan solo. Desearía tener una voz junto a él; ¿qué tipo de voz? Una mano; bueno, ¿y qué? ¿Un cuerpo? ¿Para qué?

A veces, especialmente en noches hermosas, siente que este lugar es el fin del mundo.

En cuanto a él, su posición está un poquito más complicada. Es demasiado sensible para ser feliz, está demasiado abrumado por todos sus sentimientos irresolutos, cautos, desconfiados. Desearía gritar fuerte, llorar.

A Kleist le gustan los domingos, y también los días de feria, cuando ondean y pululan las batas azules y las vestimentas de las paisanas en el camino y en la estrecha avenida principal.

Un sueño. No hay nada allí. No quiero sueños. Al final se dice a sí mismo que vive demasiado solo. Se estremece, obligado a admitir qué falta de sentimientos es su relación con el mundo que lo rodea.

Está tan tristemente feliz, demasiado feliz, y de ahí su sofocación, su aridez, su tristeza. Tan solo. ¿Por qué los muertos no pueden emerger y conversar media hora con el hombre solitario?

En una noche de verano uno debería realmente tener una mujer para amar.

Desea abandonarse a la catástrofe total de ser un poeta: lo mejor para mí es ser destruído lo más rápido posible.

Los versos que resuenan en su cerebro le parecen como graznidos de cuervos; desearía erradicar su memoria. Desearía derramar su vida, pero antes quiere desintegrar las cáscaras de su vida.

Eso sería el máximo mal, que tuviera que explicar cuál era su mal.

En el piso de su habitación yacen sus manuscritos, como niños horriblemente abandonados por su padre y su madre.

Kleist frunce los labios, y desearía sonreírle un poco. Lo consigue, pero con un esfuerzo. Es como si tuviera que levantar una gran piedra en su boca antes de sonreír.

A decir verdad, si lo admite con toda franqueza, se siente muy bien ahora; siente dolor, pero se siente bien al mismo tiempo. Algo le molesta, sí, realmente, es correcto, pero no en el pecho, no en los pulmones tampoco, ni en la cabeza, ¿qué? ¿En ninguna parte?
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Re: Kleist en Thun - Robert Walser

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Una historia de Robert Walser sobre Kleist. No sé si reír o llorar. Qué cosas. Tiene algunos errores, ya qué.

KLEIST EN THUN

Kleist encontró cama y comida en una villa cerca de Thun, en una isla en el río Aare. Se puede decir hoy, después de más de cien años, sin ninguna certidumbre por supuesto, pero pienso que debe cruzado un puentecito, de diez metros de longitud, y haber tirado de la cuerda de una campana. Entonces alguien habrá bajado las escaleras interiores deslizándose como un lagarto, para ver quién era. "¿Tiene una pieza para alquilar?". A poco Kleist se puso cómodo en las tres habitaciones que le asignaron, a un precio increíblemente bajo. "Una chica encantadora local de Berna hace el trabajo de la casa". Un poema hermoso, una criatura, una acción heroica; estas tres cosas ocupan su mente. Además, no se siente muy bien. "Dios sabe qué anda mal. ¿Qué me pasa? Es tan hermoso este lugar". Escribe, por supuesto. De vez en cuando toma un coche hasta Berna, se reúne con amigos literatos y les lee algo que ha escrito. Naturalmente lo ponen por los cielos, aunque toda su persona les parece algo peculiar. Escribe El cántaro roto. Pero ¿porqué tanto lío? Ha llegado la primavera. En los alrededores de Thun los campos están repletos de flores, hay fragancias por todas partes, zumbido de abejas, trabajo, sonidos que caen, uno vagabundea; al calor del sol uno podría enloquecer. Es como si unas ondas rojas radiantes y estupefacientes se alzaran en su mente cada vez que se sienta a su mesa e intenta escribir. Maldice su arte. Se había hecho el propósito de hacerse granjero cuando vino a Suiza. Linda idea. Fácil de pensar en Potsdam. De todos modos los poetas piensan esas cosas con bastante facilidad. A menudo se sienta a la ventana. Serán alrededor de las diez de la mañana. Se encuentra tan solo. Desearía tener una voz junto a él; ¿qué tipo de voz? Una mano; bueno, ¿y qué? ¿Un cuerpo? ¿Para qué? Allá enfrente está el lago, esfumado y perdido en una blanca fragancia, enmarcado por las montañas hechiceras e innaturales. Todo esto deslumbra y perturba. Todo el entorno campestre hasta el agua es un puro jardín, parece hervir y combarse en el aire azul con puentes llenos de flores y terrazas llenas de fragancias. Los pájaros cantan muy suavemente bajo todo este sol y toda esta luz. Está en un estado de deleite y de ensoñación. Con el codo sobre el alféizar, Kleist apoya la cabeza sobre la mano, mira y mira y quiere olvidarse de sí mismo. La imagen de su distante hogar norteño le viene a la mente, y puede ver claramente el rostro de su madre, viejas voces... ¡Maldición! Ha saltado y salido corriendo al jardín. Allí se sube a un esquife y empieza a remar sobre el lago, en la clara mañana. El beso del sol es indivisible, implacable. Ni un aliento, casi nada se agita. Las montañas son el artificio de un hábil pintor de paisajes, o lo asemejan; es como si toda la región fuera un álbum, las montañas dibujadas sobre una página en blanco por un diletante muy diestro para la dama propietaria del álbum, como recuerdo, con una línea en verso. El álbum tiene tapas verde pálido. Lo cual es apropiado. Las faldas de las colinas a orillas del lago son de un verde tan perfecto, tan altas, tan fragantes. ¡La, la, la! Se ha desvestido y se zambulle en el agua. Esto es para él inexpresablemente lindo... Nada y oye la risa de una mujeres en la costa. El bote se desliza perezosamente en el agua verdosa y azulina. El mundo circundante es como un vasto abrazo. ¡Qué arrobamiento, pero qué agonía puede ser también! A veces, especialmente en noches hermosas, siente que este lugar es el fin del mundo. Los Alpes le parecen las puertas inalcanzables de un paraíso que estuviera en lo alto de las cumbres. Camina en su pequeña isla andando despacio, hacia aquí y hacia allá. La chica cuelga la ropa lavada entre los arbustos, en los que brilla luz melodiosa, amarilla, mórbidamente hermosa. Las paredes rocosas de las montañas coronadas de nieve son tan pálidas; dominante en todas las cosas hay una belleza intangible y final. Los cisnes que navegan de aquí para allá entre los juncos parecen atrapados en el encanto de la belleza y de la luz del crepúsculo. El aire es enfermizo. Kleist quiere una guerra brutal, luchar en una batalla; para sí mismo le parece ser una especie de persona miserable y superflua. Sale a caminar. ¿Por qué, se pregunta con una sonrisa, por qué debe ser él que no tiene nada que hacer, nada que atacar, nada que derribar? Siente la savia y la fuerza de su cuerpo que se quejan suavemente. Su alma entera se agita por actividad física. Entre altas paredes antiguas trepa y baja por laderas pedregosas en las que se enrosca apasionadamente la oscura hierba verde, y sube la colina del castillo. La luz crepuscular resplandece en todas las ventanas. Al borde de la pared rocosa se halla un delicioso pabellón, se sienta allí y deja su alma volar abarcando la brillante perspectiva santa y silenciosa. Se sorprendería si ahora se sintiera bien. ¿Leer un diario? ¿Cómo podría ser? ¿Conducir un debate idiota, político o de utilidad general con algún funcionario respetado y mediocre? ¿Sí? No es desdichado. Secretamente considera feliz sólo al hombre que es inconsolable, natural y poderosamente inconsolable. En cuanto a él, su posición está un poquito más complicada. Es demasiado sensible para ser feliz, está demasiado abrumado por todos sus sentimientos irresolutos, cautos, desconfiados. Desearía gritar fuerte, llorar. Dios del Cielo, ¿Qué me pasa? Y se precipita por la colina que se oscurece. La noche lo calma. De regreso a su habitación se sienta, decidido a trabajar hasta que llegue el frenesí a su mesa de escribir. La luz de la lámpara elimina su imagen a su alrededor, y le aclara la mente y ahora escribe. Los días lluviosos son terriblemente fríos y vacíos. El lugar lo hace tiritar. Los verdes arbustos se quejan y gimen y lloran lágrimas de lluvia pidiendo al sol. Sobre los picos de las montañas se deslizan sucias nubes como si fueran grandes manos insolentes y asesinas sobre la frente. La campiña parece querer huir y esconderse de este tiempo maligno, secarse. El lago está plomizo y sombrío, el lenguaje de las olas es impiadoso. El viento tormentoso, lamentándose como una admonición fantasmal, no encuentra salida, choca de una escarpa a la otra. Está oscuro aquí, y todo es pequeño, pequeño. Todo parece apretarse directamente contra la nariz de uno. Un querría agarrar un mazo y abrir camino para salir. ¡Escapar, escapar! El sol brilla otra vez, y es domingo. Suenan las campanas. La gente está saliendo de la iglesia de la colina. Las niñas y mujeres con negros corpiños ajustados de encaje con lentejuelas de plata, los hombres vestidos con estilo simple y sobrio. Llevan los libros de oraciones en las manos, y los rostros son hermosos y apacibles, como si se hubiera desvanecido toda la ansiedad, y todas las arrugas de la preocupación y el conflicto se hubieran alisado, y estuvieran olvidados todos los problemas. Y las campanas. Como tañen, brincan, con repiques y ondas de sonido. ¡Cómo brilla y reluce con tonos azules y argentinos sobre todo el pueblito dominguero bañado por el sol! La gente se dispersa. Kleist se queda presa de extraños sentimientos, en la escalinata de la iglesia y sus ojos siguen los movimientos de la gente que desciende. Ve muchos hijos de granjeros que descienden los escalones como una princesa de nacimiento, que lleva en los huesos la majestad y la libertad. Ve a hombres jóvenes musculosos del campo, -y qué campo, no tierra llana, no jóvenes de la llanura, sino muchachos que han brotado de valles profundos como curiosas cavernas de las montañas, a menudo angostas, como el brazo de un hombre alto y algo monstruoso. Son los muchachos de las montañas donde los sembrados de máiz y las pasturas descienden abruptos hacia las grietas, donde crecen los fragantes y cálidos pastos en manchones pequeños y chatos sobre las paredes de gargantas horribles, donde las casas están encajadas como motas en los prados cuando uno se detiene allá abajo en el ancho camino campestre y mira hacia arriba, para ver si pueden haber todavía allá arriba casas con gente. A Kleist le gustan los domingos, y también los días de feria, cuando ondean y pululan las batas azules y las vestimentas de las paisanas en el camino y en la estrecha avenida principal. Allí, en esta calle angosta, junto a la vereda, junto al pavimento, se almacenan mercaderías en las bóvedas de piedra, y en puestos frágiles. Los verduleros anuncian sus tesoros baratos con gimeintes gritos campestres. Y en esos días de feria suele brillar el sol más ardiente, más cálido, más tonto. A Kleist le gusta que lo empujen aquí y allá la muchedumbre brillante y blanda del pueblo. Por todas partes se siente el olor del queso. Las campesinas serias y a veces hermosas entran a las mejores tiendas, cautelosamente, para hacer sus compras. Muchos de los hombres tienen pipas en sus bocas. Pasan conducidos cerdos, terneros y vacas. Un hombre está parado allá riéndose y obligando a andar a su cerdito rosado golpeándolo con una vara. Éste rehúsa y entonces lo toma bajo el brazo y sigue adelante. Los olores de los cuerpos humanos se filtran a través de sus ropas y de las posadas emergen los sonidos de los que beben, bailan y comen. ¡Todo este tumulto, toda la libertad de los sonidos! A veces los coches no pueden pasar. Los caballos están completamente rodeados por los hombres que negocian y chismosean. Y el sol brilla ardiente con tanta exactitud sobre los objetos, los rostros, las telas, los cestos y las mercancías. Todo está en movimiento y el resplandor del sol por supuesto debe moverse en armonía con todo lo demás. Kleist desearía rezar. Siente que no hay música majestuosa tan hermosa, no hay alma tan sutil como la música y el alma de toda esta actividad humana. Desearía sentarse en uno de los escalones que abren paso a la estrecha calle. Sigue caminando, viendo a mujeres con la pollera recogida, niñas que llevan cestos sobre la cabeza, calmas, casi nobles, como las mujeres italianas que llevan cántaros que él ha visto en pinturas, hombres gritones y borrachos, policías, escolares que se mueven en sus andanzas propias, las arcadas sombreadas que huelen a fresco, sogas, palos, productos alimenticios, joyas de imitación, mandíbulas, narices, sombreros, caballos, velos, mantas, medias de lana, salchichas, paquetes de manteca y planchas de queso, que brotan del tumulto hacia un puente sobre el Aare, donde se detiene y se inclina sobre la balaustrada para mirar a la profunda agua azul que fluye maravillosamente. Más arriba las torrecillas del castillo brillan y resplandecen como fuego líquido parduzco. Esto casi podría ser Italia. De vez en cuando en días de semana toda la pequeña población le parece hechizada por el sol y la quietud. Se detiene inmóvil ante el extraño y antiguo edificio municipal, con los números de su fecha recortados con bordes agudos sobre la brillante pared blanca. Todo es tan irrecuperable, como la forma de una canción popular que la gente ha olvidado. Apenas vivo, no, para nada vivo. Sube la escalera de madera cercada que va al castillo donde vivían los antiguos nobles, y la madera despide el olor de la edad y de los destinos humanos desvanecidos. Una vez arriba se sienta sobre un banco verde ancho y curvo para gozar con la vista, pero cierra los ojos. Todo parece tan terrible, como dormido, sepultado en el polvo, como si se le hubiera ido la vida. El objeto más próximo se ve como si estuviera en una lejanía de ensueño, como velada. Todo está enfundado en una nube calurosa. Verano. ¿Pero qué clase de verano? No estoy vivo, grita, y no sabe adónde volver la mirada, las manos, las piernas, y el aliento. Un sueño. No hay nada allí. No quiero sueños. Al final se dice a sí mismo que vive demasiado solo. Se estremece, obligado a admitir qué falta de sentimientos es su relación con el mundo que lo rodea. Luego vienen las tardecitas del verano. Kleist se sienta sobre la alta pared del cementerio. Todo está húmedo, y sin embargo también asfixiante. Se abre la camisa para respirar con libertad. Allá abajo está el lago, como si lo hubiera arrojado la gran mano de un dios, incandescente, con matices de amarillo y rojo, toda su incandescencia parece un arrebol brotado de las profundidades del agua. Es como un lago de fuego. Los Alpes han cobrado vida y con gestos fabulosos sumergen sus frentes en el agua. Sus cisnes allá lejos circundan su tranquila isla, y las crestas de los árboles, con gozo flagrante y cantarín flotan sobre -¿sobre qué? Nada, nada. Kleist bebe todo esto. Para él todo el oscuro lago centelleante es un racimo de diamantes sobre un cuerpo femenino inmenso, somnoliento y desconocido. Los tilos y los pinos y las flores exhalan sus perfumes. Hay en el lugar un sonido suave, apenas perceptible; lo puede oír, pero también verlo. Esto es algo nuevo. Busca lo intangible, lo incomprensible. Allá en el lago se mece un bote; Kleist no lo ve, pero ve las linternas que lo guían, que se balancean de uno a otro lado. Allí está sentado, con la cara hacia adelante, como si debiera estar listo para el salto mortal hacia la imagen de esa atractiva profundidad. Desearía perecer en esa profundidad. Quiere sólo ojos, para ser un único ojo. No, algo totalmente diferente. El aire debería ser un puente, y la imagen toda del paisaje una silla para relajarse, sensual, feliz, fatigado. Llega la noche, pero no desea descender, se arroja sobre una tumba oculta bajo unos arbustos, los murciélagos silban a su alrededor, los árboles puntiagudos susurran cuando los aires suaves pasan sobre ellos. El pasto huele tan delicioso, sirviendo de sudario a los esqueletos de los hombres enterrados. Está tan tristemente feliz, demasiado feliz, y de ahí su sofocación, su aridez, su tristeza. Tan solo. ¿Por qué los muertos no pueden emerger y conversar media hora con el hombre solitario? En una noche de verano uno debería realmente tener una mujer para amar. El pensamiento de blancos senos lustrosos y labios impulsa a Kleist a bajar la colina hacia la orilla del lago y meterse en el agua, completamente vestido, riendo, llorando. Pasan las semanas. Kleist ha destruido una, dos, tres obras. Quiere la máxima maestría, bueno, bueno... ¿Qué es eso? ¿Inseguro? Rómpelo. Algo nuevo, más fantástico, más hermoso. Comienza La Batalla de Sempach, en el centro la figura de Leopoldo de Austria, cuyo extraño destino lo atrae. Mientras tanto, recuerda su Robert Guiscard. Quiere que sea espléndido. Ve deshacerse en fragmentos, estallar y tabletear como cantos rodados que se precipitan por la vertiente de su vida la buena suerte de un hombre equilibrado con sentimientos simples. Sin embargo lo ayuda, ahora que está resuelto. Desea abandonarse a la catástrofe total de ser un poeta: lo mejor para mí es ser destruído lo más rápido posible. Lo que escribe le hace hacer muecas: sus creaciones pierden el sendero. Al llegar el otoño se enferma. Se asombra de la dulzura que ahora le sobreviene. Su hermana viaja a Thun para llevarlo a su casa. Hay profundos surcos en sus mejillas. Su rostro tiene la expresión y el color de un hombre cuya alma se ha consumido. Sus ojos tienen menos vida que las cejas situadas sobre ellos. Sus cabellos cuelgan rígidos como pesadas madejas puntiagudas sobre sus sienes, que están contorsionadas por todos los pensamientos que él imagina que lo han arrastrado a pozos mugrientos e infiernos. Los versos que resuenan en su cerebro le parecen como graznidos de cuervos; desearía erradicar su memoria. Desearía derramar su vida, pero antes quiere desintegrar las cáscaras de su vida. Su furia arde en el colmo de su agonía, su rencor hacia el colmo de la miseria. Querido, qué te pasa, su hermana lo abraza. Nada, nada. Eso sería el máximo mal, que tuviera que explicar cuál era su mal. En el piso de su habitación yacen sus manuscritos, como niños horriblemente abandonados por su padre y su madre. Apoya su mano en la de su hermana, y se contenta con mirarla, largo y en silencio. Ya parece la mirada vacía de una calavera y la chica se estremece. Entonces parten. la niña que cuidó la casa le dice adiós. Es una brillante mañana otoñal, y el coche rueda sobre puentes, pasando a la gente, por calles de rústico pavimento, la gente mira por las ventanas, arriba está el cielo, bajo los árboles hay un follaje amarillento, todo está limpio, otoñal, ¿qué más? Y el cochero tiene la pipa en la boca. Todo está como era antes. Kleist está sentado deprimido en un rincón del coche. Las torres del castillo de Thun desaparecen tras una loma. Más tarde, a lo lejos, la hermana de Kleist puede ver una vez más el hermoso lago. Está haciendo mucho frío. Aparecen casas de campo. Bueno, bueno, ¿fincas tan grandes en zona tan montañosa? El viaje continúa. Las cosas vuelan cuando se mira al costado y quedan atrás, bailan, giran, se desvanecen. Muchas están ya ocultas por los velos del otoño y todo tiene algo de dorado a la poca luz del sol que atraviesa las nubes. Ese dorado, cómo reluce, cómo se lo encuentra sólo en el polvo. Colinas, escarpas, valles, iglesias, pueblos, gente que mira, niños, árboles, viento, nubes, sustancia e insustancia. ¿Tiene todo esto algo especial? ¿No es todo basura, sustancias cotidianas? Kleist no ve nada. Sueña con nubes e imágenes y vagamente con manos humanas cariñosas, consoladoras, acariciantes. ¿Cómo te sientes?, pregunta su hermana. Kleist frunce los labios, y desearía sonreírle un poco. Lo consigue, pero con un esfuerzo. Es como si tuviera que levantar una gran piedra en su boca antes de sonreír. Con cautela su hermana reúne el coraje para hablarle de que inicie alguna actividad práctica muy pronto. Él asiente; él también tiene la misma opinión. Tiene en los sentidos algo de música y rayos de luz radiantes. A decir verdad, si lo admite con toda franqueza, se siente muy bien ahora; siente dolor, pero se siente bien al mismo tiempo. Algo le molesta, sí, realmente, es correcto, pero no en el pecho, no en los pulmones tampoco, ni en la cabeza, ¿qué? ¿En ninguna parte? Bueno, no tanto, un poco, en alguna parte, de modo que no puede decir exactamente dónde es. Lo que significa que no es nada importante. Dice algo, y entonces vienen momentos en que está simplemente feliz como un niño, entonces la niña asume una expresión severa, amenazante, para mostrarle un poco en qué forma tan extraña él juega con su vida. La niña es una Kleist y ha recibido una educación, exactamente lo que su hermano ha querido tirar por la borda. Interiormente está naturalmente contenta de que él se sienta mejor. El viaje continúa bueno, bueno, qué viaje es éste. Pero finalmente hay que dejarlo pasar, esta diligencia, y por último uno se puede permitir la observación de que en el frente de la casa donde vivió Kleist hay una placa de mármol que indica quién vivió y trabajó allí. Los viajeros que van a hacer un tour por los Alpes la pueden leer, los niños de Thun la leen y la deletrean, letra por letra, y entonces se miran a los ojos interrogantes. La puede leer un judío, y también un cristiano, si tiene tiempo, y si su tren no sale en ese mismo instante, un turco, una golondrina, siempre que le interese. También yo, puedo leerla de nuevo si quiero. Thun está situada a la entrada del Oberland de Berna y cada año la visitan miles de extranjeros. Conozco un poco la región tal vez, porque trabajé como empleado en una destilería de cerveza allí. La región es considerablemente más hermosa que lo que he podido describir aquí, el lago es dos veces más azul, el cielo tres veces más hermoso. En Thun se realizó una feria de productos, no puedo decir exactamente, pero creo que hace cuatro años.
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madison
La dama misteriosa
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Registrado: 15 May 2005 21:51

Re: Kleist en Thun - Robert Walser

Mensaje por madison »

Ah, pues no sabía de este libro. Tomo nota.
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