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Y TE LLAMARÁN…
© Ralph Barby
El hombre investido de severidad suspiró. El niño, cinco o seis años a lo sumo, sentado en la pesada butaca al otro lado de la gran mesa, le sostuvo la mirada. Parecía querer entender sin comprender nada, sólo sabía que su madre había llorado mucho aquella mañana.
—¿Qué le vamos a hacer Billy? Tu padre fue un estúpido que se llegó a creer más inteligente de lo que fue. –Los labios de la mujer sentada en la otra butaca situada frente a la mesa, temblaron, era impredecible que pudiera ponerse a gritar o a llorar convulsivamente, era una mujer vencida, derrotada hasta lo más profundo de su espíritu—. Tu padre ha dejado una deuda de diecisiete mil dólares y tú, pequeño Billy, eres su heredero.
—Es un niño, sólo un niño, no sabe nada —objetó trémula la madre—. Ya le quitaron la casa a mi marido por la deuda hipotecaria.
—Sí, sí —admitió aquel hombre que tenía aires de magistrado o director bancario—. Y se tiró por la ventana, un cobarde, no se solucionan así las cosas, ha dejado una deuda y alguien tiene que pagarla.
—Si no tenemos nada, ni piso, ni para comer... Nos ayudan los vecinos —objetó trémula, como buscando algo de piedad.
—Yo lo siento mucho —volvió a suspirar como si aquella resolución le estuviera resultando demasiado pesada—, pero la deuda está ahí, no se puede ignorar. Antes de tirarse por la ventana, su marido debió haber pensado mejor las consecuencias de su acción, en que iba a repercutir en su familia. En fin, Billy es el heredero, claro está que ahora es sólo un niño y sufragar la deuda es cosa de futuro. Usted, como es su madre, me firmará un documento, cosa sencilla, luego le daré una dirección para que usted tenga un trabajo.
—¿Y ese documento, para qué es?
—Nada, cosas de rutina. En el futuro, su hijo pagará la deuda con unos intereses y ya está, de momento se harán cargo de él los servicios sociales, le educarán y le darán estudios. Señora, su hijo tendrá la comida diaria asegurada, ¿puede usted ofrecerle lo mismo?
Con miedo, siempre con el silencio del niño llenando el espacio que separaba la mesa de aquel hombre imperturbable y madre e hijo, la mujer preguntó:
—¿Y si no quiero firmar?
—Pues, alguien comprará esa deuda y seguro muy seguro que se la van a cobrar, no me pregunte usted cómo, no quiero saberlo. Vamos, señora, firme ese documento y todo quedará solucionado, yo le voy a dar una dirección y podrá rehacer su vida.
A la madre la cabeza le dio vueltas, temió lo peor, había oído contar cosas horribles y ella se sentía indefensa ante quienes hacían las leyes para su propio beneficio. Goteando sus ojos lágrimas de amargura y miedo, se inclinó sobre la mesa y firmó un documento por triplicado. Sabía que con aquellas firmas, perdía a Billy y quiso saber si algún día podría recuperarlo.
—¿Cuál será el trabajo que me van a dar?
Aquel hombre se hizo con los documentos con manos rápidas y sin mirarla a los ojos, con más sarcasmo que ironía, la quiso tranquilizar.
—No se preocupe. Vaya a la dirección que le darán, luego se acostumbrará, sí, se acostumbrará todas termináis por acostumbraros.
—¿Y el niño?
—Cuando usted salga del despacho, ya se encargarán de él, no tiene que preocuparse de nada.
Billy no había pronunciado ni una sola palabra, la madre le cogió de la mano y ambos salieron del despacho. En la antesala, había otras personas que les observaron de reojo, la madre llevó al niño a un rincón discreto para despedirse de él. De su bolso sacó un bolígrafo, cogió el bracito derecho del niño, le arremangó la manga y escribió sobre la piel un nombre. Al oído, sin dejar de llorar, susurró después: “No olvides este nombre. Cuando seas mayor, búscalo y mátalo”.
La madre se incorporó incapaz de decir nada más y se alejó con paso rápido sin mirar atrás.
