Editorial: PLANETA 1ª Edición Agosto 1960
Portada: Herreros
Nº de Cuentos: 13 (y Epílogo)
Páginas: 132
Fragmento del tercer cuento: Dos pájaros en el balcónColección de relatos cortos humorísticos, con los animalitos como protagonistas —o como excusa argumental.
...
El canario tenía frío, y saltaba sin parar de un palitroque a otro de su jaula para entrar en calor. Tenía cuatro palitroques colocados a diferentes alturas, lo cual le permitía hacer muchas combinaciones para dar variedad a sus saltos. De vez en cuando lanzaba un trino corto y monótono, porque ya se sabe que todos los canarios cantan, pero sólo unos pocos lo hacen bien y pueden asistir a los concursos.
El pájaro continuó haciendo sus ejercicios gimnásticos sin parar, consumiendo en saltitos y aleteos la energía que no podía gastar en un largo vuelo.
El segundo «pájaro» apareció poco después en el balcón contiguo, que pertenecía al piso de al lado. Era un muchacho de veintipocos años, con cara simpática, y su salida al exterior fue bastante precipitada. Tanto que iba en mangas de camisa, con la americana al brazo y la corbata sin anudar colgando del cuello desabrochado.
Cuando estuvo fuera, una mano femenina se apresuró a cerrar de nuevo las puertas encristaladas. Y el joven se arrimó a un costado del balcón, para impedir que le vieran desde el interior del cuarto.
Una vez allí, procurando no salirse del rincón, se puso la americana. Tuvo que hacer algunas contorsiones con los brazos, bastante grotescas y complicadas, porque no disponía de mucho espacio. Pero al fin consiguió entrar en la prenda, con lo cual estuvo en condiciones de resistir más cómodamente el fresquete matinal. Después, siempre en los límites de la zona que le servía de escondite, procedió a hacerse el nudo de la corbata.
En el balcón inmediato, el canario seguía trinando y brincando en sus palitroques.
El joven echó un vistazo a su alrededor y comprobó satisfecho que no había nadie en los balcones de la casa de enfrente. Es desagradable esconderse en un balcón y observar que los vecinos se asoman a contemplarnos con extrañeza.
«Dentro de la gravedad, ha habido suertecilla», pensó el muchacho terminando de anudarse la corbata.
Y pegándose al rincón cuanto pudo, se dispuso a esperar pacientemente todo lo que fuera necesario.
Pero no tardó en producirse un pequeño acontecimiento que distrajo su atención.
Alguien acababa de abrir el balcón del canario, inmediato al que él ocupaba. Oyó claramente el ruido metálico de la falleba y el temblor de los cristales al abrirse los batientes. Tras estos ruidos anunciadores, entró en el balcón una mujer.
Era tan joven por lo menos como el muchacho, o quizás un poco más. Tenía los ojos…
Pero pensándolo mejor decido suprimir la descripción de tan encantadora criatura, dejando a los lectores que se la imaginen a su gusto. ¿No es una impertinencia bastante notable que el escritor se empeñe en describir minuciosamente a todos los personajes, como si el lector fuese un tontaina incapaz de imaginárselos? Creo firmemente que el público no se chupa el dedo y que entiende de chicas estupendas lo mismo que yo. Le dejo, por lo tanto, que él ponga ojos a la muchacha del balcón, y labios, y etcéteras… Todos los accesorios, en fin, que constituyen la estupendez de una señorita.
La intención de la muchacha era cuidarse del canario; porque los pájaros, a pesar de lo chiquitajos que son, dan muchísimo que hacer: que si comen, que si beben, que si ensucian… Pero al volverse hacia la jaula, vio al joven en su escondite. Ella no pudo reprimir un gesto de sorpresa ni él otro de admiración. Los balcones, separados por un metro de fachada, les permitían verse con todo detalle. Esta misma proximidad hacía imposible simular que no se habían visto.
Y a él le pareció mejor decir algo, pues comprendía que su situación era violenta y su postura bastante desairada.
—Buenos días —fue la única vulgaridad que se le ocurrió; y la dijo adornándola con una sonrisa.
La chica le miró con cierta curiosidad; pero al comprobar que no le conocía, empezó a cuidarse del pájaro sin molestarse en contestarle. No obstante, al sacar el bebedero de la jaula, le dirigió una mirada con el rabillo del ojo.
—Hace una mañana espléndida, ¿verdad? —insistió él.
Ella, fingiendo no haber oído, entró en la casa con el pequeño recipiente de porcelana. El joven aprovechó esta pausa para mejorar en lo posible la incomodidad de su postura, maldiciendo en su fuero interno al arquitecto que había diseñado unos balcones tan estrechos.
La chica volvió a asomarse después de renovar el agua del minúsculo abrevadero, y lo colocó en la jaula. Pero sus ojos, curiosos, se escaparon hacia el refugiado en el balcón vecino. Y esta ojeada la aprovechó él para añadir:
—Tiene usted un pájaro precioso. ¿De qué marca es?
A ella le dio risa la pregunta. Y como en el fondo deseaba entablar conversación para saber qué diablos hacía allí aquel desconocido, contestó:
—Los pájaros no tienen marca, sino raza.
—Perdóneme —se excusó el joven—. Como siempre he vivido en la ciudad, no entiendo nada de bichos campestres. ¿A qué raza pertenece su pajarito?
—¿A qué raza puede pertenecer siendo tan pequeño y amarillo? —preguntó ella a su vez, metiendo la mano en la jaula para sacar el cacharrito del alpiste—. No irá usted a decirme que nunca ha visto un canario.
—Tan bonito como el suyo, no —dijo él mirándola intensamente, para que captara la indirecta que contenía el piropo—. ¿Le gustan los animales?
—Sólo los muy pequeños, que pueden meterse en jaulas para que no molesten — replicó ella, devolviéndole la mirada y la indirecta.
—Pues yo tengo una tía —continuó él sin darse por aludido— a la que también le gustan mucho los pájaros. Pero fritos. Y se los come.
—No creo que haya ninguna mujer capaz de hacer esa barbaridad.
—Es que mi tía es una bruja. En vez de un canario en el balcón, tiene una lechuza.
—¡Qué gracioso! —dijo la muchacha sin reírse. Y abriendo un paquetito que llevaba en la mano, llenó con su contenido el comedero del pájaro mientras decía:
— ¿Usted gusta?
—Depende de lo que sea.
—Es alpiste.
—Gracias, ya me he desayunado.
—¿Y qué hace usted ahí? —preguntó ella sin poder contenerse.
...