Una clase de oficial One kind of officer I De las buenas maneras Of The Uses Of Civility —Capitán Ransome, no se le permite saber nada en absoluto. Es suficiente con que obedezca mi orden. Y permítame que la repita. Si percibe algún movimiento de tropas a su frente, debe abrir fuego, y si lo atacan debe defender esta posición todo el tiempo que le sea posible. ¿Me he expresado con claridad, señor? —No puede haber nada más claro. Teniente Price —estas palabras iban dirigidas a un oficial de su misma batería que había llegado a caballo a tiempo de oír la orden—, lo que ha dicho el general es perfectamente claro, ¿no es así? El teniente siguió a ocupar su puesto. Durante un momento el general Cameron y el comandante de la batería quedaron sentados sobre sus caballos, mirándose en silencio. No había más que decir; aparentemente ya se había dicho demasiado. Luego el oficial superior saludó fríamente con la cabeza y giró su caballo para alejarse. El artillero saludó lenta, gravemente y con extrema formalidad. Quien conociera bien las delicadezas de la etiqueta militar habría dicho que con su actitud acusaba recibo de la reprimenda de que había sido objeto. Uno de los usos importantes que se da al urbanismo es el de expresar resentimiento. Cuando el general se reunió con su estado mayor y con su escolta que lo esperaba muy cerca de allí, toda la cabalgata se desplazó hacia la derecha de los cañones y desapareció en la niebla. El capitán Ransome estaba solo, silencioso, inmóvil como una estatua ecuestre. La niebla gris, cada vez más densa, se cerró alrededor suyo como un visible hado nefasto. II Bajo qué circunstancias los hombres no desean morir de un balazo Under what circumstances men do not wish to be shot La lucha del día anterior había sido desganada e indecisa. En los puntos donde se luchaba, el humo de la batalla se había colgado en azules cortinas entre las ramas de los árboles hasta que la lluvia que caía lo golpeó disolviéndolo en la nada. En la tierra ablandada las medas de los cañones y de los vagones con las municiones cortaban surcos hondos y dentados, y los movimientos de la infantería parecían ralentizarse por el barro que se pegaba a los pies de los soldados. Con sus ropas mojadas y con rifles mal protegidos por las capas, éstos se arrastraban en líneas sinuosas aquí y allá a través de bosques que goteaban y terrenos empapados. Los oficiales de a caballo, con sus cabezas que sobresalían de los relucientes ponchos de caucho como armaduras negras, iban buscando el camino individualmente o en grupos desorganizados, entre los soldados, yendo y viniendo sin aparente razón y sin llamar la atención de nadie sino de ellos mismos. Aquí y allá, un muerto con la ropa manchada de tierra, el rostro cubierto por una frazada o descubierto y arcilloso bajo la lluvia, agregaba su influencia desalentadora a los otros rasgos deprimentes de la escena y aumentaba la inquietud general con una depresión especial. Estos cadáveres parecían muy repulsivos, para nada heroicos, y nadie se encontraba accesible a su ejemplo patriótico. Muertos en el campo del honor, sí; ¡pero el campo del honor estaba mojado! El choque general que todos esperaban no se daba; ninguno de los encuentros aislados y accidentales que se producían dando ventajas ora a un bando, ora al otro, proseguía. Los ataques desganados motivaban una resistencia malhumorada que se satisfacía con el mero rechazo. Las órdenes eran cumplidas con fidelidad mecánica; nadie hacía más que su deber. —El ejército está asustado hoy —dijo el general Cameron, comandante de una brigada federal, a su lugarteniente. —El ejército está frío —replicó el oficial— y, sí, no quisiera estar de esa forma. Señaló a uno de los cadáveres que yacía en un pequeño charco de agua amarilla, con la ropa y el rostro salpicados por los cascos y las ruedas. Las armas del ejército parecían compartir la delincuencia militar. El golpeteo de los rifles sonaba sordo y despreciable. No tenía significado y apenas despertaba la atención o la expectativa de los que se encontraban fuera de la lucha, en las reservas. Oídas a alguna distancia, las explosiones de los cañones poseían poco volumen y timbre: les faltaba agudeza y resonancia. Los cañones parecían disparados con cargas menguadas. De esa manera el día inútil llegó a su lóbrego final, y a la incómoda noche sucedió un día de temor. Un ejército tiene personalidad. Por debajo de los pensamientos y emociones individuales piensa y siente como unidad. Y en este sentido de las cosas, amplio y comprensivo, yace una sabiduría más sabia que la mera suma de todo lo que sabe. En aquella mañana decepcionante, esta gran fuerza bruta que tropezaba en el fondo de un blanco océano de niebla entre los árboles que se asemejaban a algas marinas, tenía una vaga noción de que algo andaba mal, de que todo un día de maniobras había tenido como resultado una equivocada disposición de sus partes, una ciega dispersión de su fuerza. Los hombres se sentían inseguros y hablaban entre ellos de aquellos errores tácticos que su reducido vocabulario les permitía comentar. Los oficiales de línea y de campo se reunían en grupos y hablaban con propiedad de lo que no comprendían muy claramente. Los comandantes de brigada y de división miraban a derecha e izquierda, hacia sus líneas de comunicación, enviaban a los oficiales de sus estados mayores a hacer averiguaciones, y a los exploradores los hacían adelantarse, silenciosa y cautamente, en la dudosa región que se encontraba entre lo conocido y lo desconocido. En algunos puntos de la línea, con aparente espontaneidad, las tropas construían las escasas defensas que podían excavar sin la pala silenciosa y la ruidosa hacha. Uno de estos puntos era defendido por la batería del capitán Ransome, que constaba de seis piezas de artillería. Siempre provistos de herramientas de trinchera, sus hombres habían trabajado diligentemente toda la noche y ahora los cañones asomaban sus hocicos negros entre las troneras de una muralla de tierra verdaderamente formidable. Coronaba una pequeña elevación exenta de matorrales que permitiría disparar sin obstáculos hasta una distancia indefinida. Difícilmente podría haberse elegido una posición mejor. Tenía esta peculiaridad que el capitán Ransome, adicto al uso de la brújula, no había dejado de observar: enfrentaba al norte, en tanto que sabía que la alineación general del ejército debía enfrentar al este. En realidad, esa parte de la línea estaba «rechazada», es decir, doblada hacia atrás, alejada del enemigo. Esto implicaba que la batería del capitán Ransome estaba cerca del flanco izquierdo del ejército, ya que un ejército formado para la batalla retira sus flancos si la naturaleza del terreno se lo permite; son sus puntos vulnerables. El capitán Ransome parecía defender el extremo izquierdo de la línea, ya que más allá de las suyas no había tropas visibles en aquella dirección. La conversación mantenida por él y por su comandante de brigada, cuya pintoresca parte final hemos reproducido más arriba, había tenido lugar inmediatamente detrás de los cañones. III Cómo tomar el cañón sin partitura How to play the cannon without notes El capitán Ransome montaba su caballo, inmóvil y silencioso. A unas pocas yardas de distancia los hombres formaban alrededor de sus piezas. En algún lado —en todas partes dentro de un radio de pocas millas— había cien mil hombres, amigos y enemigos. Pero él estaba solo. La niebla lo había aislado tan completamente como si se hubiera encontrado en el corazón de un desierto. Su mundo consistía en unas pocas yardas cuadradas de tierra empapada y pisoteada por las patas de su caballo. Sus camaradas en aquel dominio fantasmagórico eran invisibles y no se oían. Estas condiciones favorecían la meditación y él se puso a pensar. Sus rasgos agradables y bien definidos no dejaban traslucir la naturaleza de sus pensamientos. Tenía la expresión tan inescrutable como la de una esfinge. ¿Para qué había de registrar lo que nadie observaría? Al oír una pisada, sólo giró sus ojos hacia la dirección de donde procedía; uno de sus sargentos, semejante a un gigante en la falsa perspectiva de la niebla, se acercó, y al quedar claramente definido y reducido a sus dimensiones reales por la cercanía, saludó y quedó firme. —Hola, Morris —dijo el oficial saludando a su vez a su subordinado. —El teniente Price me ordenó que le informara que la mayor parte de la infantería ha sido retirada. No tenemos suficiente apoyo. —Sí, lo sé. —Debo decirle que algunos de nuestros hombres han salido de las defensas adelantándose unos cien metros, e informan que nuestro frente no está vigilado por nuestras propias fuerzas. —Sí. —Se adelantaron tanto que pudieron oír al enemigo. —Sí. —Escucharon el traqueteo de las ruedas de la artillería y las órdenes de los oficiales. —Sí. —El enemigo está avanzando hacia nosotros. El capitán Ransome, que había estado mirando hacía la retaguardia de su línea —hacia el punto donde el comandante de brigada había sido tragado por la niebla—, hizo girar a su caballo y se puso a mirar en la dirección contraria. Después de esto quedó otra vez inmóvil. —¿Quiénes son los hombres que hicieron esa afirmación? —preguntó sin mirar al sargento; sus ojos se dirigían hacia la niebla, por sobre la cabeza de su caballo. —El cabo Hassman y el artillero Manning. El capitán Ransome quedó silencioso por un instante. Una leve palidez inundó su cara, una tenue compresión afectó las líneas de sus labios, pero se requería un observador más agudo que el sargento Morris para notar el cambio. No hubo tal cambio en su voz. —Sargento, envíe mis saludos al teniente Price y ordénele que abra fuego con todos los cañones. Metralla. El sargento saludó y se desvaneció en la niebla. IV Presentación del general Masterson To introduce General Masterson Buscando al comandante de su división, el general Cameron y su escolta habían seguido la línea de batalla durante casi una milla hacia la derecha de la batería de Ransome, para enterarse de que el comandante de división había salido a buscar al comandante del cuerpo. Parecía que todos andaban en busca de su superior inmediato, lo cual era un hecho ominoso. Esto significaba que nadie se encontraba tranquilo. Así fue que el general Cameron siguió cabalgando otra media milla y encontró por fortuna al general Masterson que regresaba. —Ah, Cameron —dijo el oficial superior, deteniendo a su caballo y cruzando su pierna derecha a través de su montura con un estilo por demás poco militar—. ¿Alguna novedad? Espero que haya encontrado una buena posición para su batería, si es que se puede hablar de un lugar mejor que otro en la niebla. —Sí, general —dijo el otro con la máxima dignidad apropiada a su rango menor. Mi batería está muy bien emplazada. Quisiera poder decir que está igualmente bien comandada. —Eh, ¿cómo es eso? ¿Ransome? Creo que es una excelente persona. En el ejército debiéramos estar orgullosos de él. Era costumbre de los oficiales del ejército regular hablar del mismo refiriéndose a «el ejército». De la misma manera que las mayores ciudades son provincianas, la complacencia propia de las aristocracias es francamente plebeya. —Es muy cerrado en sus opiniones. A propósito, para ocupar la colina que él defiende tuve que extender peligrosamente mi línea. La colina está a mi izquierda, lo cual es decir el flanco izquierdo del ejército. —Oh, no, la brigada de Hart está más allá. La enviaron desde Drytown anoche y le ordenaron que se uniera a sus fuerzas. Más vale que vaya y... La frase quedó sin terminar. Una cerrada descarga de artillería había estallado hacia la izquierda, y ambos oficiales, seguidos por sus séquitos de ayudantes y ordenanzas, con gran ruido de sables, se alejaron rápidamente hacia aquel lugar. Pero pronto hubieron de detenerse, porque se vieron obligados por la niebla a no perder de vista la línea de fuego, detrás de la cual enjambres de hombres en movimiento se les atravesaban. Por todas partes las filas se definían más nítidamente al tomar los hombres sus armas y organizarse con sus oficiales que blandían los sables. Los abanderados desplegaron sus banderas, los clarines llamaban a cerrar filas y los enfermeros aparecían con las camillas. Los oficiales de línea montaban y enviaban su impedimenta hacia la retaguardia para que los sirvientes negros se ocuparan de ella. Más atrás, en los claros fantasmagóricos del bosque, se escuchaba el murmullo de las reservas que se reunían. Todas estas preparaciones no eran vanas, porque no habían pasado cinco minutos desde que los cañones del capitán Ransome rompieran la tregua de la duda, cuando toda la región estallaba. El enemigo atacaba por todas partes. V Cómo los sonidos pueden luchar contra las sombras How sounds can fight shadows El capitán Ransome caminaba detrás de los cañones que disparaban rápida y firmemente. Los artilleros trabajaban con atención pero sin apuro y, aparentemente, sin ansiedad. Es que no había realmente por qué entusiasmarse; cuesta poco apuntar un cañón y dispararlo contra la niebla. Cualquiera puede hacerlo. Los hombres sonreían ante el ruido de su obra, llevándola a cabo cada vez con menor velocidad. Echaban miradas llenas de curiosidad hacia su capitán, quien se había subido sobre el terraplén y miraba a través del parapeto como si observara el efecto de sus disparos. Pero el único efecto visible era la sustitución de anchas y bajas cortinas de humo por su volumen en niebla. Repentinamente estalló desde la oscuridad una tremenda gritería que llenaba los intervalos entre las explosiones de los cañones con sobresaltadora nitidez. Para los pocos que tenían tiempo y oportunidad de observar el sonido, era inefablemente extraño, tan fuerte, tan cercano, tan amenazante, y sin embargo nada se veía. Los hombres que habían sonreído dejaron de hacerlo y siguieron su trabajo con seria y febril actividad. Desde su puesto sobre el parapeto el capitán Ransome pudo ver ahora una multitud de opacas figuras grises que tomaban forma en la niebla y trepaban en enjambre la colina. Pero la obra de los cañones era ahora rápida y furiosa. Barría la colina con ráfagas de metralla cuyo zumbido se dejaba oír a través del trueno de las explosiones. En esta horrible tempestad de hierro los asaltantes se esforzaban paso a paso por sobre sus muertos, disparando dentro de las troneras, recargando, disparando otra vez y cayendo finalmente, un poco más adelante que los que habían caído antes. Pronto el humo fue lo suficientemente denso como para cubrirlo todo. Cayó sobre el ataque y volviendo hacia atrás envolvió a la defensa. Los artilleros apenas podían hacer funcionar sus piezas, y cuando algunas pocas figuras del enemigo aparecían sobre el parapeto, habiendo tenido la buena suerte de acercársele lo suficiente entre dos troneras como para quedar protegidas de los cañones, parecían tan etéreas que apenas valía la pena que unos pocos integrantes de la infantería se dedicaran a echarlos hacia atrás con sus bayonetas sobre la zanja. Dado que el comandante de una batería en plena acción tiene cosas más importantes que hacer que dedicarse a quebrar cráneos, el capitán Ransome se había retirado del parapeto al lugar que le correspondía detrás de sus cañones, donde quedó de pie, con los brazos cruzados, y el corneta a su lado. En ese lugar, en lo más encarnizado de la lucha, se le acercó el teniente Price, quien acababa de atravesar con su espada a uno de los asaltantes más audaces. Un diálogo fogoso se entabló entre los dos oficiales, fogoso por lo menos por parte del teniente, quien gesticulaba con energía y gritaba una y otra vez en la oreja de su comandante, como tratando de hacerse oír por sobre el estruendo infernal de los cañones. Si sus gestos hubieran sido observados fríamente por un actor, se habrían dicho de protesta: se diría que se oponía a la acción que estaba desarrollándose. ¿Deseaba rendirse? El capitán Ransome escuchó sin que su semblante ni su actitud reflejaran cambio alguno, y cuando el otro hombre terminó su arenga lo miró fríamente a los ojos, durante un oportuno silencio, diciéndole: —Teniente Price, no se le permite saber nada en absoluto; es suficiente que obedezca mis órdenes. El teniente volvió a su puesto; estando el parapeto aparentemente despejado, el capitán Ransome regresó a él para mirar del otro lado. Cuando se subía al terraplén un hombre que agitaba una brillante bandera, se lanzó desde arriba. El capitán desenfundó una pistola del cinto y lo mató de un balazo. El cuerpo, al caer, quedó colgando del borde del terraplén, con sus brazos hacia abajo y las manos aún estrechando la bandera. Los pocos seguidores de este hombre se volvieron y huyeron ladera abajo. Mirando por sobre el parapeto el capitán no vio ser viviente alguno. Observó también que ya no llegaban balas hasta su posición. Hizo un gesto al corneta, quien tocó la orden para que cesara el fuego. En todos los otros puntos la acción ya había finalizado con el rechazo del ataque confederado; con el cese de este cañoneo el silencio fue absoluto. VI Por qué, cuando se es insultado por A, no conviene insultar a B. Why, being affronted by A, it is not best to affront B El general Masterson entró a caballo en el reducto. Los hombres, reunidos en grupos, hablaban en voz alta y gesticulaban. Señalaban hacia los muertos, corriendo de un cuerpo al otro. Descuidaban sus hediondas y recalentadas piezas y olvidaban vestirse nuevamente. Corrían hacia el parapeto mirando del otro lado, y se lanzaban algunos de ellos dentro de la zanja. Una veintena de hombres se había reunido alrededor de una bandera rígidamente sostenida por un muerto. —Bien, mis hombres —dijo el general alegremente—, han hecho una excelente pelea. Se quedaron mirándolo fijamente. Nadie contestó; la presencia del gran hombre los alarmaba y avergonzaba. Al no recibir respuesta a su amable condescendencia, el joven oficial silbó un compás o dos de una melodía popular y adelantándose con su caballo hasta el parapeto observó a los muertos. En un instante había hecho girar a su caballo y lo espoleaba hacia los cañones, mirando simultáneamente en todas direcciones. Un oficial se encontraba sentado sobre el carro de uno de los cañones, fumando un cigarro. Al acercarse el general como una tromba, se puso de pie y saludó con tranquilidad. —¡Capitán Ransome! —las palabras cayeron agudas y duras como el choque de hojas de acero—. Ha estado combatiendo a nuestros propios hombres, señor. ¿Me oye? ¡La brigada de Han! —General, ya lo sé. —¿Lo sabe, lo sabe y se queda ahí sentado, fumando? ¡Oh! ¡Maldito sea! Hamilton, estoy perdiendo la paciencia —estas últimas palabras dirigidas a su preboste marcial—. Señor capitán Ransome, tenga la amabilidad de decir, de decir, por qué combatió contra nuestros hombres. —No sabría decírselo. Esa información no fue incluida entre mis órdenes. El general no comprendió. —¿Quién fue el agresor? —Yo. —¿Y no pudo haber sabido, no podía ver, señor, que estaba atacando a nuestros propios hombres? La respuesta fue sorprendente: —Lo sabía, general. Pero no parecía ser asunto mío. Entonces, rompiendo el absoluto silencio que siguió, dijo: —Debo rogarle que se lo pregunte al general Cameron. —El general Cameron está muerto, señor, tan muerto como puede estarlo cualquier hombre de este ejército. Yace allí bajo un árbol. ¿Quiere usted decir que él tuvo algo que ver con este espantoso asunto? El capitán Ransome no contestó. Observando el altercado sus hombres se habían acercado para enterarse del desenlace. Estaban muy excitados. La niebla, que los disparos habían disipado parcialmente, había vuelto a cerrarse alrededor tan oscuramente que se apretujaron hasta que el juez de a caballo y el acusado de pie tenían apenas un reducido espacio libre de intrusos. Era la corte marcial más informal, pero todos sentían que la más formal que la seguiría no haría más que afirmar su juicio. No tenía jurisdicción, pero tenía el valor de una profecía. —Capitán Ransome —gritó impetuosamente el general con algo en su voz que era casi una súplica—, si puede decir algo que arroje una luz más favorable sobre su incomprensible conducta le ruego que lo haga. Habiendo recuperado su ecuanimidad, este generoso soldado buscaba algo que justificara su natural actitud de simpatía para con un hombre valiente ante la inminencia de una muerte deshonrosa. —¿Dónde está el teniente Price? —dijo el capitán. Aquel oficial se adelantó, su rostro oscuro y melancólico un tanto imponente bajo el pañuelo sanguinolento que envolvía una de sus cejas. Comprendió el significado de la citación y no necesitaba que se lo invitara a hablar. No miró al capitán y se dirigió al general. —Durante la batalla descubrí lo que estaba sucediendo, y lo trasmití al comandante de la batería. Me atreví a urgirlo a que hiciera detener el fuego. Fui insultado y se me ordenó que regresara a mi puesto. —¿No sabe usted nada de las órdenes que se me habían impartido? —preguntó el capitán. —De las órdenes bajo las cuales actuaba el comandante de la batería —prosiguió el teniente, aún dirigiéndose al general— no sé nada en absoluto. El capitán Ransome sintió que el mundo se hundía bajo sus pies. En aquellas crueles palabras oyó el murmullo de los siglos que rompían sobre la orilla de la eternidad. Escuchó la voz del destino fatal; decía con tono frío, mecánico y mesurado: «¡Prontos, listos, fuego!», y sintió las balas que desgarraban su corazón. Oyó el sonido de la tierra que caía sobre su ataúd y (si el buen Dios tuviera tanta piedad) el canto de un pájaro sobre su olvidada tumba. Sacando silenciosamente su sable de sus arreajes se lo entregó al preboste marcial.