AYESHA El retorno de Ella H. Rider Haggard Digitalizado por http://www.librodot.com INTRODUCCIÓN Rápido e imprevisto es como se presenta siempre lo inesperado. Si alguna persona había de quien el editor de este libro no se acordara ni creyese volver a saber más de ella, era seguramente de Ludovico Horacio Holly, sencillamente porque creía que éste había muerto hacía varios años. Cuando recibí la última carta de Holly, muchísimos años antes, con el manuscrito que la acompañaba y que no era otro que la interesantísima narración de ELLA, me anunciaba que él y su ahijado Leo Vincey, el bienamado de la divina Ayesha, partían para el Asia Central con la esperanza, según creo, de que allí se les volvería a aparecer ELLA, llena de dulces promesas. Muchas veces he pensado sobre la suerte que ambos corrieran. Después de tantos años llegué a suponer que habrían muerto o ingresado en alguna de las comunidades de monjes tibetanos, o tal vez se hallasen estudiando y practicando la magia o la nigromancia, bajo la tutela de algún maestro oriental, esperando encontrar algún medio de acercarse a la adorada inmortal. Ahora, cuando ya ni me acordaba de ellos ni pensaba. volver a saber más, hete aquí que de improviso vuelven a aparecer en mi vida. Me encontré con un montón de manuscritos, sucios y medio quemados, acompañados de dos cartas. A pesar del tiempo transcurrido y de los muchos eventos que han trastornado mi cabeza en estos últimos años, conocí, en seguida, la escritura. Rompí el sobre' y, efectivamente, al pie de la carta estaba la firma tan conocida para mí de Ludovico H. Holly. Ni qué decir que devoré su contenido. Decía así: «Mi distinguido amigo: "Tengo la seguridad de que usted todavía vive, y aunque le parezca extraño, también vivo yo, si bien mi fin se acerca. "Tan pronto como entré nuevamente en contacto con la civilización, cayó en mis manos su libro ELLA, o mejor dicho, mi libro. Volví a leerlo con verdadera admiración. La primera vez lo leí en una traducción a la lengua indostánica. Mi anfitrión, ministro de una secta religiosa, hombre de talento natural pero de prosaica inteligencia, se extrañaba de que una "historia vulgar" absorbiera mi atención en esa forma. Le contesté que a menudo los hombres que han tenido una ruda experiencia de la vida se interesan por las aventuras que pueden ocurrir en una "historia vulgar". No sé qué hubiera pensado si llega a saber que el protagonista de esa "historia vulgar" era yo. "He visto que ha hecho usted una fiel transcripción de los hechos; por eso a usted, a quien hace veinte años confié el principio de esta sin igual aventura, quiero confiarle también el fin. Fue usted el primero en saber de ELLA, quien debe ser obedecida, la que por centurias y centurias vivió sin perder nada de su belleza eterna en los sepulcros de Kor, esperando que su perdido amor reencarnara de nuevo en el mundo y que el Destino se lo devolviera para siempre; y es usted también el primero en saber fue Ayesha, Hesea y el Espíritu del Monte del Fuego, la sacerdotisa que desde el tiempo de Alejandro Magno reinó entre las llamas del Santuario de la Montaña del Fuego, era la encarnación terrenal de la diosa Isis, venerada por los egipcios, y también es usted el primero entre los hombres a quien revelo el místico desarrollo de esta tragedia, que comenzó en las cavernas de Kor. "Siento próximo mi fin. He consumido mis últimas fuerzas en llegar a mi antigua casa, en la que deseo morir. He rogado al médico que me asiste, que cuando todo haya acabado, le envíe estas cuartillas, que milagrosamente se han salvado del fuego. Mi primera intención fue quemarlas. Si llegan a sus manos, recibirá también una caja conteniendo algunos croquis que creo pueden serle de alguna utilidad y un sistro1, el instrumento usado en el culto de la Diosa Natura, por los egipcios. Se lo regalo por dos razones: una, como prueba de amistad y cariño, y otra, como evidencia de que lo que en el manuscrito se cuenta es la estricta verdad. Fue ELLA quien me lo regaló en el Santuario del Monte del Fuego. Tiene también sus virtudes. Encierra una parte del poder de Ayesha. Si llega a descubrirlas, tenga cuidado del uso que haga de ellas. "Las fuerzas me faltan para seguir escribiendo. Mis memorias hablarán por mí mismo. Haga con ellas lo que quiera, créalas o no, según su sentido le dicte. "¿Quién es Ayesha? ¿Quién fue Ayesha? ¿Una esencia encarnada? ¿Lo soñado? ¿Lo cruel? ¿Lo inmortal? ¿Lo desconocido? ¿Lo redimible únicamente por la Humanidad y su piadoso sacrificio? ¡Quién sabe! Le deseo buena suerte y toda clase de venturas. Adiós, y hasta la otra vida. LUDOVICO HORACIO HOLLY." Dejé la carta. Diversas emociones paralizaron por completo mi. pensamiento. Maquinalmente abrí el segundo sobre, que contenía la carta que transcribo, si bien tacho algunos párrafos, a ruego de la persona que me la dirigió. "Muy señor mío: Como médico que ha asistido al señor Holly durante su enfermedad, cumplo con la promesa que hiciera a éste, antes de morir, de servir de intermediario entre él y usted, en la confianza de que mi nombre no ha de figurar para nada, como tampoco la localidad en la cual actualmente ejerzo mi profesión. "Hace unos diez días fui llamado para visitar al señor Holly, en una antigua casa de las afueras, cerca del Cliff, y que por muchos años había estado deshabitada, al cuidado solamente de los caseros que atendían la limpieza. Esta casa pertenecía al señor Holly, habiendo pasado a su propiedad a través de generación en generación. La casera, que fue la que me llamó, me informó que su señor, que había regresado hacía poco tiempo de un largo viaje por Asia, se hallaba muy enfermo, moribundo. "Encontré al señor Holly sentado en la cama. Era un hombre de fisonomía extraña, y si yo hubiera sido artista y hubiese deseado pintar un espíritu superior y bueno, pero grotesco al mismo tiempo, lo hubiera tomado como modelo. "El señor Holly mostró su descontento por haber sido yo llamado sin su consentimiento, pero pronto nos franqueamos lo bastante para darme muestras de gratitud por el interés que le demostraba. En diferentes ocasiones charlamos largos ratos sobre los países por los cuales había viajado durante mucho tiempo, envuelto en cierta extraña aventura, de la que nunca me habló claramente. "Varias veces se vio acometido por delirios. Hablaba mucho, casi siempre en una lengua desconocida para mí; no obstante, creo recordar haber oído frases de griego antiguo y árabe. Sólo una vez habló en inglés, dirigiéndose, al parecer, a algún ser imaginario que era objeto de su veneración. Lo que dijo, sin embargo, prefiero no repetirlo, pues entra en el secreto profesional. Un día en que se encontraba bastante animado, me señaló esa caja construida en una madera desconocida para mí, que le envío, y dándome su nombre y dirección, me hizo prometerle que sin falta se la remitiera, después de su muerte, junto con el manuscrito adjunto. Enseñándome las últimas páginas que aparecen medio quemadas, me dijo textualmente: "En verdad, nada puede hacerse contra lo que está escrito. Intenté destruir estas memorias por el fuego, cuando recibí el mandato terminante de quien debe ser obedecida, dándome apenas tiempo para librarlo de las llamas... "Lo que el señor Holly quería decir con este mandato no lo sé, pues no me volvió a hablar del particular. "Paso, por último, a los postreros momentos de su vida. Una noche, cerca de las once, y sabiendo que el fin del enfermo estaba próximo, fui a verlo. Antes de llegar me encontré a la casera, que, muy excitada, salía a mi encuentro. Preguntéle si su señor había muerto, y me contestó que no; pero que se había marchado de casa. Había saltado del lecho, saliendo por la puerta del jardín, perdiéndose en la oscuridad. "Rogué a la casera que fuese a buscar a su marido para ayudarme, si algo desagradable hubiera ocurrido, mientras yo comenzaba la búsqueda del señor Holly. "La noche estaba iluminada por una brillante luna; la nieve caída horas antes reflejaba sus rayos, dando una claridad poética. Comencé a buscar entre las rocas las huellas del señor Holly, y no tardé mucho en encontrar sus pasos. Éstos se extendían en la colina situada detrás de la casa. En lo alto de ella existe un antiguo monumento, formado por erectos monolitos, construido por los primitivos pobladores del país. Este lugar es vulgarmente conocido por el nombre de "Anillo del Diablo". En realidad, es un "Stonehenge"2 en miniatura. Yo lo conocía ya, pues no hace mucho tiempo se habló y se discutió sobre él, en la conferencia de una sociedad arqueológica. Todavía recuerdo que un erudito y excéntrico conferenciante, aseguraba que la piedra grande y vertical, de forma plana en la parte superior, del centro del Anillo, era una representación de Isis, asegurando a su vez que en este lugar había existido un templo de veneración y culto a la diosa Natura. Ni qué decir que esta versión fue acogida por los oyentes como ridícula y absurda. Aseguraban que Isis no llegó a venerarse nunca en Inglaterra, aunque en mi humilde opinión no creo extraño que si los fenicios o los romanos adoptaron su culto en algunas de sus colonias, bien pudieron traer su veneración hasta aquí. Recordé que el señor Holly conocía este lugar, pues el día anterior me habló sobre él, preguntándome si las piedras estaban todavía igual que en los lejanos tiempos de su juventud, asegurándome que con mucho gusto moriría entre aquellas piedras. El recuerdo de esta conversación fue para mí la clave, y sin preocuparme de seguir sus huellas, me dirigí al Anillo, todavía distante como una milla. Cuando llegué, efectivamente allí estaba, de pie, descubierto y descalzo, vestido con su ropa de dormir solamente. Entre las piedras y en medio de la nieve presentaba la más extraña figura que he visto en mi vida. "El círculo formado por las toscas piedras, de punta, semejando cuchillos emergiendo del suelo, la claridad de la noche, el cielo estrellado, el silencio, todo, todo contribuía a dar un aspecto solemne y tétrico. El gran menhir, erecto en el Centro del círculo, proyectaba en la parte posterior una gigantesca sombra al recibir de lleno la luz de la luna; junto a él pude distinguir la figura blanca del señor Holly. Su cara, intensamente pálida, reflejaba su próximo fin. Parecía estar bajo el influjo de cierta evocación. De vez en cuando movía sus largos brazos, y en su mano derecha empuñaba el sistro, que por expreso deseo suyo le envío a usted. "De lo que a continuación aconteció, no quisiera que creyese que soy supersticioso al tomar por natural una cosa que es completamente absurda y sobrenatural, y la razón por la cual quiero ocultar mi identidad. De un dolmen central fue emergiendo una sombra que lentamente fue tomando la forma de una mujer, en cuya cabeza brillaba una luz, rodeada por un nimbo glorioso y brillante. Este espejismo, visión, o lo que fuera, .me dejó sobrecogido y sin fuerzas para moverme del sitio en que me encontraba. Me di cuenta perfecta de que el señor Holly también lo veía. De repente lanzó un grito salvaje de alegría, y dando unos pasos vacilantes, cayó de bruces, al intentar estrechar al fantasma entre sus brazos. Cuando ya dueño de mí, corrí hacia él, la visión había desaparecido. Éste había muerto. Tenía los brazos fuertemente apretados y en la mano todavía empuñaba el sistro, mientras el tintineo de sus cascabeles se perdía lúgubremente en el silencio de la noche." El resto de la carta del médico se refiere a varios detalles complementarios: del transporte del cuerpo del señor Holly y de los trabajos que le costó convencer a la policía de que no era necesario investigación alguna, pues la muerte había sido natural. La caja de la que me hablaba, llegó satisfactoriamente. De los dibujos no debo decir nada, y del sistro unas pocas palabras solamente. Tenía la forma de crux ansata, o sea el emblema de la Vida, tan común entre los egipcios. La empuñadura y la cruz estaban combinadas en forma caprichosa; de los lados de la cruz caían alambres de oro, y engarzados en ellos había gemas, diamantes, zafiros azul mar y rubíes rojos como la sangre; de uno de ellos pendían cuatro cascabeles de oro, de suave y penetrante sonido. Cuando lo tuve entre mis manos y lo sacudí ligeramente, lleno de extraña emoción, los cascabeles produjeron una música agradable y suave, parecida a la de las campanas oídas .a lo lejos en el silencio de la noche. Creí sentir, pero no quiero asegurarlo, pues bien pudo ser ilusión, que una extraña sensación se apoderó de mí; recordé las misteriosas virtudes que en el manuscrito se aluden, pero no he de hacer ningún comentario; los dejo al criterio de los lectores. Lo único claro para mí es que si Holly y Leo Vincey dicen verdad acerca de lo acontecido, todas las explicaciones sobre Ayesha y su personalidad no dan ninguna clave capaz de aclarar el misterio que la rodea. Yo, sin embargo, me inclino a creer, como el señor Holly, que ELLA, si así la seguimos llamando todavía, coloca algunas de sus personalidades, tal como el vago mito de Isis y la admirable historia de la sacerdotisa de la Montaña del Fuego, como velos que ocultan la verdad, que sólo la revela a aquellos que emprenden el viaje a las regiones eternas. EL AUTOR CAPÍTULO 1 EL DOBLE MENSAJE DECÍA así el manuscrito de Holly: Veinte años han pasado desde la noche en que Leo recibió el mensaje de la Inmortal. Quizá los más arduos y rudos que ser humano haya pasado en el mundo. Veinte años de busca y rebusca por el Asia en pos del ideal soñado. Mi muerte está próxima. La siento llegar; pero no importa; me alegro, porque quizá en la otra vida hallaré lo que me está prometido. Deseo conocer el fin de este drama espiritual, cuyas primeras páginas han sido escritas sobre la tierra. Yo, Ludovico Horacio Holly, he estado muy enfermo. He luchado entre la vida y la muerte. Las montañas que veo desde las ventanas de esta casa, en el norte de la India Inglesa, en vez de haberme dado salud y vida, han contribuido a ni¡ próximo fin. Otro hombre, en mis circunstancias, hubiera muerto ya; pero quizá el destino reservó mi vida para que pudiera escribir estas memorias. Mi enfermedad todavía me retendrá aquí uno o dos meses, hasta que esté lo suficientemente fuerte para poder emprender el regreso a la madre patria. Quiero morir donde nací. Mientras tanto, todavía tengo fuerzas para escribir esta historia, o, al menos, las partes más importantes de ella, a excepción, claro está, de aquellas que nadie debe saber. No es mi idea hacer un libro extenso, si bien en mis notas hay materia para llenar varios tomos. Pero pasemos a explicar el mensaje que recibió Leo. Después que él y yo regresamos de África, en 1885, ansiosos de soledad y descanso, moralmente conmovidos por el terrible choque que habíamos experimentado, nos dirigimos a una antigua casa del Cumberland, que perteneció a mi familia durante varias generaciones. Esta casa, si alguien no se la ha apropiado creyéndome muerto, es aún mía y es allí donde pienso morir. Algunos de los que esto lean, preguntarán: "¿Qué choque?" Como he dicho antes, soy Ludovico Horacio Holly, y mi compañero es mi entrañable amigo, mi hijo adoptivo Leo Vincey. Nosotros somos aquellos viajeros que en el África Central descubrimos en las cavernas de Kor a Aquella a quien buscábamos, a la Inmortal, a ELLA, a "quien debe ser obedecida". ELLA encontró en Leo su amor reencarnado, al espíritu de Kalikrates, el sacerdote griego de Isis, a quien unos dos mil años antes diera muerte en un arrebato de celos. En ELLA encontré yo el ser soñado, la mujer amada, el ideal sublime. La divinidad suprema a quien adorar. En las cavernas de Kor encontramos a la mujer inmortal. Allí, ante los flamígeros destellos y vapores de la Fuente de la Vida, declaró su místico amor por Leo, y ante nuestros ojos desapareció entre las llamas, no sin antes decirnos: "¡No olvidarme; tened piedad de mí! ¡Yo no muero, yo volveré, y volveré más bella aún! ¡Yo volveré, os lo juro!.. ." Pero no es cosa de volver a describir las escenas que ya saben ustedes, y que se han publicado ya. En la actualidad son conocidas por el mundo entero. Yo las he leído, primero, en una traducción indostánica y después en inglés, a mi llegada a Inglaterra. En nuestra casa de Cumberland pasamos un año en espera de algún acontecimiento que nos pusiera en contacto con nuestra adorada Inmortal. Allí recobramos nuestras fuerzas y nuestra salud. Los cabellos de Leo, que se habían blanqueado de horror en las cavernas de Kor, crecían ahora dorados v abundantes. Su varonil belleza volvió a ser lo que fue, dejando impreso en su cara los pasados horrores un gesto de energía y voluntad. Todavía recuerdo aquella noche. Estábamos descorazonados y sin esperanzas. La ausente permanecía muerta para nosotros, sin que ninguna contestación obtuviéramos a nuestras llamadas. Era una noche de agosto. Después de comer dimos un paseo por la playa. Paseábamos en silencio. De repente, Leo, tomándome del brazo, me dijo: -¡Esto no puede prolongarse más, Horacio! -así me llamaba ahora-. Mi vida es un tormento: el deseo de ver a Ayesha martillea mi cerebro. Voy a volverme loco. Mi vida así no puede ser. Deseo la muerte y todavía soy joven. ¡Tengo que vivir aún otros cincuenta años! -¿Qué piensas hacer entonces? -pregunté. -Voy a tomar el camino más corto para conocerlo todo o para no saber nada -me contestó sordamente-. No soy inmortal, y moriré, moriré esta misma noche. Me volví rápidamente hacia él. Sus palabras me daban miedo. -¿Sabes lo que te digo, Leo? ¡Que si tal haces eres, un cobarde! ¿Es que no comparto yo todas tus penas? -Tú no sufres tanto como yo. ¡Sabes que la amo y que sin ella no puedo vivir! Además, tú eres más fuerte que yo, has vivido más. ¡No! ¡No puedo, no quiero vivir más! -¡Pero eso es un crimen! Es el insulto mayor que puedes hacer al Poder Divino que te ha creado. Es un crimen que te hará acreedor al mayor castigo que cerebro humano pueda imaginar. ¡Quizá la separación eterna de ELLA! -Pero, ¿tan gran delito es para un hombre torturado por el dolor, el que tome un cuchillo y con él se separe de una vida que ya no tiene objeto, con ansia loca de buscar el olvido? ¿Es que no hallará merced tal ser humano? ¡Yo te repito, Horacio, que moriré esta noche! ELLA está muerta, y quizá en la muerte estaré más cerca de ELLA. -Pero, ¿por qué crees eso, Leo? ¡Quizá Ayesha viva! -¡No! Si viviera, estoy seguro que me hubiera enviado algún mensaje. Pero dejemos esta cuestión. No hablemos más de ello. Dimos la vuelta, y nos dirigimos hacia casa, en silencio. Tenía la seguridad de que Leo estaba loco. Aquel terrible choque moral había destruido su razón. De otra forma no comprendía su manía del suicidio. Leo era un hombre muy religioso, y en su trato había tenido ocasiones de conocer sus estrictas opiniones en tal materia. Me volví, y le dije: -Leo, ¿será posible que hayas perdido el corazón hasta tal punto que no te importe dejarme solo? ¿Es así como pagas todo el cariño que siempre te he demostrado? ¡Quieres mi .muerte! ¡Haz esa locura, y mi sangre caerá sobre tu cabeza! -¿Tu sangre? ¿Por qué tu sangre, Horacio? -Porque el camino es ancho, y por él pueden caminar dos personas juntas. Juntos hemos vivido, y juntos moriremos. Si te matas, ten la seguridad de que moriré, y serás tú quien me haya matado. Leo exclamó: -Está bien. Te prometo que no me mataré esta noche. Daremos otra oportunidad a la vida. Llegábamos a la casa. Le contesté solamente: -Está bien. Y sin cruzar palabra, me fui a mi cuarto, lleno de congoja, porque estaba seguro de que, una vez poseído del deseo del suicidio, éste llega a convertirse en una. obsesión tan fuerte, que la vida se hace imposible, acabando por matarse. En mi desesperación, dirigí mi alma a Ayesha, exclamando: "¡Si tienes algún poder, si de alguna forma puedes hacerlo, da una muestra de que todavía vives, y no permitas que muera tu amado! ¡Ten piedad de su pobre corazón dolorido! Sin esperanza, Leo no puede vivir, y sin él yo moriré." Cansado ya, me dormí. De repente, me despertó la voz de Leo, hablándome muy bajo, pero en tono muy excitado, a través de la oscuridad. -¡Horacio -me dijo-, Horacio, amigo mío, escucha! ... Me incorporé en la cama, con todas las fibras de mi cuerpo en tensión. Por el tono de su voz, comprendí que alguna cosa había ocurrido, que iba a cambiar el destino de nuestra vida. -Déjame encender una luz, primero -contesté. -¡Sin luz es mejor, Horacio; escucha! Me acosté, y ya dormido, he tenido el sueño más extraño y más emocionante que imaginar se puede. Me parece que estaba en el cielo, entre las nubes. El cielo estaba muy negro y no había una estrella que brillara en él. Un gran estremecimiento se apoderó de todo mi ser. De repente, subí disparado millas y millas hacia el espacio. Vi entonces una pequeña luz, y pensé que sería una estrella que venía hacia mí. La luz se agrandó lentamente, como si fuera un globo de fuego. Descendía y descendía hasta que llegó a posarse sobre mi cabeza, tomando la forma de una lengua de fuego. A la altura de mi cabeza se detuvo y permaneció extática, y a la luz que irradiaba, pude ver la figura de una mujer envuelta en la llama. El resplandor se atenuó, y pude entonces ver claramente a la mujer. Y Horacio, amigo mío, ¡era Ayesha! Ayesha misma, sus ojos, su cara, su cabello. Me miraba con reproche, como diciendo: "¿Por qué dudaste?" "Intenté hablar, pero mis labios permanecieron mudos; traté de avanzar y abrazarla, pero mis brazos permanecieron quietos. Había una barrera entre nosotros. ELLA, con la mano, me hizo seña de que la siguiera. "La seguí. Mi espíritu parecía haber huido de mi cuerpo, pero volvió a mí para poder seguirla. Nos dirigimos velozmente hacia el oeste, pasando tierras y mares. En un punto se detuvo. A nuestros pies, brillando a la luz de la luna, aparecieron las ruinas del Palacio de Kor. Más lejos se veía la cabeza del Etíope, y entre las marismas vi a los árabes, nuestros compañeros de antaño. Job estaba también entre ellos; levantó la cabeza y me vio. "Cruzamos los mares de nuevo y los arenosos desiertos. Cruzamos más mares. Vimos las costas de la India a nuestros pies. Y hacia el norte, siempre hacia el norte, vimos enormes macizos de montañas cubiertos de nieves eternas. Pasamos por encima de ellas y nos detuvimos un instante sobre una meseta. Había un monasterio, vimos a los monjes orando sobre su terraza. Si lo volviera a ver, lo reconocería. Tenía la forma de media luna, y, lo que es más, a poca distancia se elevaba una gigantesca estatua de algún dios venerado en los desiertos. Yo creo que conocería esto. ¿Cómo? No lo sé. Estoy seguro que aquellas montañas pertenecían al Tibet. Más montañas y un desierto. Más montañas y picos nevados. "Cerca del monasterio se elevaba una montaña de roca, solitaria y más alta que las de sus contornos. Nos detuvimos sobre su nevada cresta. De repente, en otras montañas de los alrededores surgió una luz semejante a las que se cruzan los marinos en el mar. Nos dirigimos hacia allí, atravesando una gran llanura, en la que había varias aldeas y una ciudad situada sobre un despeñadero.. Cuando llegamos al abrupto pico, vi que éste tenía la forma de crux ansata, símbolo de la Vida en el pueblo egipcio, y que estaba formada por la superposición de capas de lava, hasta alcanzar cerca de cien pies de altura. Vi también que el fuego que brillaba y que habíamos visto desde lejos, procedía del cráter de un volcán. Sobre la cresta de este pico permanecimos largo rato, hasta que la sombra de Ayesha, señalándome con la mano hacia el cráter, desapareció de mi vista. Entonces desperté. "¡Horacio! No hay duda, es un mensaje que me envía Ayesha. Su voz calló en la oscuridad, pero yo permanecí absorto por la extraña revelación. Entonces, Leo, sacudiéndome por un brazo, me dijo: -¿Duermes? ¡Habla, por Dios, habla! -No -le contesté-; nunca he estado más despierto; pero deja que reflexione. Me levanté y me dirigí hacia la ventana abierta, y descorriendo la cortina me puse a contemplar el cielo. Éste era de un gris perla oscuro, teñido de los primeros colores del amanecer. Leo vino hacia mí, apoyándose en el alféizar. Tan junto estaba, que sentía su cuerpo temblar, como si estuviera aterido. -¿Crees que es un mensaje? -le pregunté-. Yo creo que se trata simplemente de una pesadilla ... -¡No; estoy seguro! Fue un mensaje. Lo que he visto es lo que haré. ¡Tú, haz lo que quieras! Mañana salgo para la India. Contigo, si quieres; si no, solo. -¿Por qué hablas así, Leo? -le dije-. Yo no he recibido ningún mensaje; pero, a pesar de ello, no puedo dejar solo a un hombre que hace unos momentos quería suicidarse, para que sea víctima de los peligros del Asia Central. Todo lo que nos queda por hacer es buscar una montaña que tenga la cúspide en forma de crux ansata. ¿Pero tú crees que Ayesha estará reencarnada en el Asia Central como sacerdotisa Gran Lama o algo así? -No he pensado en eso; pero, ¿por qué no? Acuérdate que en cierta escena de la caverna de Kor nos dijo que la Muerte y la Vida, y la Vida y la Muerte, eran lo mismo. Acuérdate también que nos prometió que vendría de nuevo a este mundo. ¿Y, cómo puede ser eso, sino por la reencarnación, o, lo que es lo mismo, por la transmigración de las almas? No supe qué contestar a este argumento; una terrible lucha interior se desarrollaba en mí. -Ningún mensaje he recibido -dije-; y, sin embargo, he jugado un papel importantísimo en vuestro drama, y, lo que es más, presiento que mi parte no ha acabado todavía. Quedamos en silencio, sin saber qué decir, con los ojos fijos en la inmensidad del cielo. Amaneció. Las nubes, en fantásticas masas, avanzaban negras, presagiando un día de tormenta. Una de ellas, enorme, tenía la forma de una formidable montaña; la mirábamos sin fijeza, cómo lentamente, a impulso del viento, cambiaba de apariencia; su cresta tomó la forma de un cráter, haciendo después los jirones de nubes un pilar sobre él. Los débiles rayos del sol dejaron pasar su luz, y el cráter y el pilar quedaron blancos, como si fueran de nieve; entonces un trozo de nube, negra como el humo, salió por detrás de lo que figuraba el cráter, como una enorme masa de humo... -Mira, Horacio -dijo Leo con voz temblorosa-. Esa es la forma de la montaña que vi en mi visión. Allí está el pilar, y tras él el fuego... ¡Horacio! ¡Horacio! ¡El mensaje es para los dos, Horacio! Miré, como queriendo grabar su forma y sus contornos en mi cerebro, hasta que el viento lentamente continuó su obra, cambiando la forma de las nubes. -¡Leo, hijo mío -exclamé-; voy contigo al Asia Central! CAPÍTULO 2 EL MONASTERIO DIECISÉIS años han pasado desde la noche en que recibimos el mensaje de la adorada Inmortal en nuestra casa de Cumberland, y desde entonces Leo y yo seguimos incansables viajando, y viajando con la esperanza de encontrar la montaña que tiene la cumbre igual a la de la visión de Leo. Nos encontramos ahora en un país que, según mis informes, no ha sido hollado todavía por pie de europeo alguno. Es una parte del enorme Turquestán. A orillas del lago Balkash, a unas doscientas millas hacia el oeste del macizo de montañas señalado en los mapas con el nombre de ArkartyTau, en las cuales estuvimos un año, y a unas quinientas millas al este de las montañas llamadas Chergas, de donde acabámos de regresar, después de haber explorado las del Tau. Aquí es donde comienzan nuestras verdaderas aventuras. En uno de los picos de las imponentes Chergas, que no están señaladas en los mapas, estuvimos a punto de morir de inanición. El último viajero que encontramos, cien millas al sur, nos dijo que entre estas montañas existía un monasterio habitado por lamas, de reconocido grado de santidad, que para alcanzar méritos moraban en esta tierra salvaje sin más compañía que la de sus oraciones. No sólo estábamos hambrientos, sino que en este áspero terreno ni abrojos pudimos encontrar con los que hacer un fuego para reconfortar nuestros ateridos cuerpos. Viajábamos día y noche, llevando entre los dos al pobre yak, el último que nos quedaba de la caravana. Era una noble bestia, y de la constitución más hermosa que he visto entre los de su especie. Cruzábamos a través de una meseta de nieve, dejando a nuestra derecha los picos de las Chergas, cuando el yak se detuvo. Nosotros nos detuvimos también, y arrojando nuestras pieles, nos sentamos sobre ellas en la nieve, a esperar la luz del día. -Tendremos que matar a este animal si no queremos morir de hambre -dije, compadeciendo al pobre yak, que se tumbó pacientemente a nuestro lado. -Quizá podamos encontrar caza mañana -dijo Leo con esperanza. -Y quizá no; en cuyo caso deberemos morir. -Bien; moriremos -contestó-. Éste es el último recurso del fracaso; hemos hecho cuanto hemos podido. -Ciertamente, Leo: Hemos hecho cuanto hemos podido, si así se puede llamar a nuestros diecisiete años de vida azarosa, persiguiendo la realización de aquel sueño de Cumberland. -¡Sabes que lo creo firmemente! -contestó Leo. El silencio sé hizo entre nosotros, porque contra esta razón todos los argumentos fracasaban. El día llegó, y con él su luz. Ansiosamente nos miramos el uno al otro, tratando de descubrir las fuerzas que nos quedaban. Al alumbrar los rayos del sol con su brillante luz los picos nevados, vi que los ojos de Leo expresaban admiración. De repente se volvió hacia mí y me mostró el confín del desierto. -Mira allí -me dijo, señalándome una cima de enorme altura. Era una montaña a no más de diez kilómetros de donde nos encontrábamos. De pronto, volviendo la espalda al desierto trepó por una pequeña colina que se elevaba a nuestras espaldas, y por la cual habíamos pasado la noche anterior. El sol seguía elevándose sobre nuestras cabezas, iluminando alegremente a su paso las desiertas llanuras. Al extremo de la colina, solamente en la inmensidad del desierto, se veían las ruinas de un Buda de colosal tamaño, y a sus espaldas, en piedra amarilla, la imponente masa de un monasterio budista. -¡Por fin! -gritó Leo-. ¡Gran Dios, por fin! Hincando las rodillas en tierra, murmuró una oración de gracias, y estoy seguro de que lo que dijo no hubiera querido que nadie en el mundo lo supiera. Le dejé que diera rienda suelta a los impulsos de su corazón; yo también me encontraba emocionado; pero, reaccionando, me dirigí al pobre yak que no hacía más que mirar aquí y allá con hambrientos ojos. Cargué las pieles sobre su lomo, y, tomando de la mano a Leo, le dije, procurando dar a mi voz el mayor aplomo posible: -Ven; si en ese lugar vive gente, encontraremos comida y agua. Ven; la tormenta no tardará muchas horas en estallar. Sin decir una palabra, se levantó, sacudiéndose la nieve de la cara y de la ropa, ayudándome a levantar el yak, pues tan débil estaba el animal, que no podía hacerlo por sí mismo. En la cara de Leo se había operado una transformación: una gran calma se había apoderado de su espíritu. Descendimos por la ladera de las montañas hasta el plano donde el monasterio estaba construido. Nadie parecía habitarlo; no había ni una huella que nos pudiera indicar tal cosa. ¿Serían solamente unas ruinas? ¡Habíamos encontrado tantos de esta forma! Esta tierra tan antigua está llena de antiguos monumentos que sirvieron de hogar y retiro a lamas, por cientos y miles de años, antes de que la civilización occidental llegara aquí. Mi corazón, o, mejor dicho, mi estómago, que desfallecía, se sobresaltó de gozo al contemplar una pequeña columna de humo que se elevaba débilmente por una chimenea. En el centro del edificio se elevaba una cúpula, perteneciente, sin duda, al templo; y, enfrente de nosotros se veía una pequeña puerta. A ésta fue a la que llamamos, diciendo en voz alta: "¡Abrid, abrid, santos lamas! ¡Extranjeros necesitan de vuestra caridad!" Detrás de la puerta oímos pasos y a poco giró la puerta sobre sus goznes, apareciendo en su marco un hombre muy viejo, vestido con un traje amarillo. -¿Quiénes sois? -dijo-. ¿Quiénes sois, que venís a tan apartados lugares a turbar la paz de los santos lamas de la Montaña? -Viajeros, sagrado lama, que se encuentran demasiado solos -le contesté en su propio dialecto, que en nuestra ruda marcha por el Tibet había tenido ocasión de conocer a fondo-. Viajeros que morirán de hambre sin vuestra caridad -y añadí-: Las leyes sagradas no os permiten negar hospitalidad. Nos miró a través de sus anteojos, y, sin duda, nuestras caras nada le decían, pues paseó su vista por nuestras ropas, que estaban destrozadas, y que en sus buenos tiempos debieron ser de la misma forma que las suyas. Eran como aquellas que usan los monjes tibetanos. Las adoptamos porque en aquellas regiones no era posible encontrarlas en otra forma. Dándose cuenta de ello, nos preguntó con duda: -¿Sois lamas? ¿De qué monasterio? -Lamas somos -contesté-, de un monasterio que se llama el Mundo, lo que no quita que estemos hambrientos. La contestación pareció complacerle, porque, después de un momento de duda, sacudiendo ligeramente la cabeza, contestó: -No es nuestra costumbre admitir en esta casa a extranjeros que no pertenecen a nuestra fe, y estoy seguro que vosotros no pertenecéis... -¿Es quizá contra vuestras leyes, santo Khubilgham -pues así se llaman los abades tibetanos-, dejar morir de hambre a los extranjeros? Le recité un pasaje de las doctrinas de Buda, que se refería a este punto. -Veo que habéis leído los libros sagrados -exclamó con admiración-. No puedo negaros asilo. Entrad, lamas del monasterio del Mundo; entrad, así como vuestro yak, que también necesita caridad. Y dando un golpe en un gong, apareció otro hombre, más viejo aún que él, que nos contempló estupefacto. -Hermano -dijo el abad-; cerrad vuestra boca asombrada, no se introduzca un espíritu maligno. Llevad a ese pobre yak al establo, y dadle de comer. Tomamos nuestros bártulos del lomo del yak, y el viejo lama, cuyo retumbante título era de "Maestro del ganado", salió arrastrando el yak. Cuando se marchó, no sin haberle costado trabajo separar el animal de nuestro lado, pues se había encariñado con nosotros, el abad, cuyo nombre era Kou-en, nos llevó al interior de la habitación general, o, mejor dicho, de la cocina, pues para ambas cosas servía. Allí estaba el resto de la comunidad. Eran unos doce. Estaban sentados alrededor del fuego, cuyo humo habíamos visto. Uno de ellos preparaba la comida matinal, mientras el resto se calentaba a su alrededor. Todos eran viejos. El más joven no tendría menos de sesenta y cinco años. Kou-en nos presentó a ellos como "hermanos del monasterio llamado el Mundo, que morían de hambre". El viejo abad no se dio cuenta de la pequeña sátira que encerraban mis palabras. Nos tendieron sus arrugadas manos, expresándonos el contento que nuestra llegada les producía. No era extraño, pues éramos las primeras caras nuevas que veían desde hacía muchísimos años. No se pararon en palabras; nos dieron en seguida agua caliente, con lo que nos lavamos, mientras dos de ellos nos preparaban una habitación y nos proporcionaban nuevos vestidos y nuevo calzado. Nos condujeron a la habitación de honor, donde nuestros deseos se vieron colmados por un reconfortante fuego encendido, dos blandos lechos y unos viejos vestidos, incluyendo ropa interior, que en aquella ocasión nos parecieron flamantes. Ya lavados y mudados, dimos un golpe al gong que había en nuestra habitación, apareciendo un monje, que nos condujo otra vez a la cocina, donde una frugal comida estaba servida. Terminada ésta, recitamos una oración de gracias budista, lo que impresionó grandemente a nuestros anfitriones. -¡Sus vidas van por la Senda! ¡Sus vidas van por la Senda! -replicaron ellos al unísono. -Sí, santos lamas; por ella van nuestras vidas, desde hace dieciséis años de nuestra presente encarnación. Pero nosotros somos neófitos. Vosotros, sagrados lamas, conocéis cuán ancha y cuán larga es esta senda, máxime cuando no se está instruido en la forma recta de marchar por ella. Dirigidos por un sueño, hemos venido a turbar vuestra paz; vosotros, los más piadosos, los más santos, y más sabios lamas de estos lugares. -Ciertamente -respondió el abad-, si se tiene en cuenta que no se encuentra otro monasterio en cinco meses de jornada a la redonda. Desgraciadamente, somos muy pocos... Después de esta escena, pedimos permiso para retirarnos a nuestra habitación a descansar; y dormimos veinticuatro horas seguidas, despertándonos fuertes y frescos como si nada hubiera pasado. Tal fue la forma como nos introducimos en el Monasterio de las Montañas, pues no tenía otro nombre, y donde estábamos destinados a pasar seis meses de nuestra historia. Según parece, muchísimos años antes existió en este lugar un monasterio en el cual vivían varios cientos de lamas. Así debió ser, pues de otra forma no se comprendía las enormes dimensiones del edificio, la mayor parte ruinoso, y, como demostraba la estatua del Buda, antiquísimo. La historia decía, según el viejo abad, que los monjes, unos doscientos años antes, fueron pasados a cuchillo por cierta tribu salvaje que vivía al otro lado del desierto, detrás de las montañas, y los cuales suponían eran adoradores del Fuego. Únicamente se salvaron unos cuantos lamas, llevando la infausta nueva a otros monasterios. Durante cinco generaciones este lugar estuvo deshabitado. Por fin, le fue revelado a nuestro amigo Kou-en, cuando joven, que él era la reencarnación de un viejo monje que habitó el monasterio, que se llamaba también Kou-en, y que era su misión en esta nueva vida volver a habitar el abandonado monasterio, ganando así méritos y recibiendo interesantes revelaciones. Así, pues, reuniendo unos cuantos de sus compañeros, y con permiso de sus superiores, después de seis meses de búsqueda ardua e infatigable, tomaron posesión del monasterio, reparándolo lo suficiente para sus necesidades. Poco después de nuestra llegada al monasterio, comenzó el invierno con sus helados fríos y sus tormentas de nieve. Pronto nos convencimos de que debíamos permanecer allí hasta la primavera. Hubiera sido una locura salir en cualquier dirección, con riesgo de perecer. Con alguna reserva le expusimos nuestra situación al viejo abad, añadiendo que, para no ser gravosos, arreglaríamos algunas de las habitaciones de la parte ruinosa, subviniendo a nuestras necesidades con pescado del vecino lago, y alguna caza que cayera en nuestras trampas, cortando el hielo del primero y colocando lazos en el pequeño bosque de pinos y abetos que crecía a sus orillas. El buen abad ni nos quiso escuchar. -Habéis sido enviados para ser nuestros huéspedes, y podéis permanecer cuanto tiempo queráis. Nosotros estamos muy complacidos en oír hablar del gran monasterio llamado del Mundo, donde los monjes están tan harapientos de cuerpo como de alma. Aunque el tiempo transcurría en una situación bastante confortable para nosotros, si la comparamos con las angustias pasadas, nuestros corazones se consumían en la impaciencia del deseo de proseguir nuestra busca. Sabíamos que estábamos en la ruta verdadera; lo presentíamos, y, sin embargo, estábamos imposibilitados de salir. En el desierto la nieve caía sin cesar y frecuentemente se desataban fuertes vientos que arrastraban la nieve como si fuera polvo, formando montañas. No obstante nuestra impaciencia, encontramos algo que la mitigó. En una derruida habitación del monasterio existía una biblioteca, compuesta de numerosos volúmenes, y obtuvimos permiso para examinarlos libremente. Era verdaderamente la más extraña colección y de valor más inapreciable que figurarse puede. Lo más interesante que hallamos fue una especie de diario, en muchos tomos, a cargo de los "Khubilgham" o abades del antiguo monasterio, y en los cuales, acontecimientos de gran importancia estaban expuestos con todo detalle. Pasando las páginas de uno de los tomos más recientes, escrito, según las apariencias, hacía unos doscientos años, encontramos unos pasajes interesantísimos, de los cuales no puedo acordarme de memoria. En substancia decía así: "En el verano de este año, después de una gran tormenta de arena, uno de nuestros hermanos (el nombre estaba, pero lo he olvidado) encontró en el desierto a un hombre, habitante del país por detrás de las montañas. El hombre vivía, pero cerca de él encontramos los cuerpos de dos de sus compañeros, que habían muerto asfixiados por la sed y el polvo. El hombre no quiso decirnos cómo llegó al desierto, manifestándonos solamente que siguió el camino conocido por los ancianos de antes de que nuestras relaciones con el mundo cesasen. Después nos dijo que sus compañeros, los muertos, habían cometido un crimen, por lo que fueron condenados a muerte, y que él los había acompañado en su huida. Nos dijo que existía un delicioso país detrás de las montañas, fértil, pero lleno de ruidos y terremotos. Más tarde éstos tuvieron lugar por nuestros contornos. La gente de aquel país era guerrera, pero también cultivaba la tierra. Siempre habían vivido gobernados por Khanes, que eran descendientes de un griego llamado Alejandro, el cual conquistó muchos territorios al sudoeste de la región. Esto puede que fuera verdad, pues nuestro diario nos cuenta que unos dos mil años antes un ejército invasor penetró por aquellas tierras, aunque de nuestras relaciones con ellos nada se dice. "El extranjero nos dijo que aquel país adoraba a una sacerdotisa llamada Hes o Hesea, que reinaba eternamente, de generación en generación. Ella vivía en una gran montaña aislada; era obedecida y acatada por todos, pero que no era la reina del país, en el gobierno del cual no intervenía. Era a ella, sin embargo, a quien se ofrecían los sacrificios, y quien incurría en su desagrado moría sin remedio. "Le contestamos que mentía, cuando dijo que era una mujer inmortal, pues creo que era eso lo que quería decir. ¡Nada hay inmortal! ¡Nosotros nos reímos de su poder! "Esto indignó a nuestro hombre. Dijo que nuestro Buda no era tan poderoso como su sacerdotisa, y que ella lo demostraría castigándonos a nosotros. "Le dimos de comer, y se fue, no sin antes decirnos que cuando, volviera, veríamos quién decía la verdad. "No sabemos qué fue de él, y no nos quiso decir cuál era el camino para llegar a aquel país que se extiende tras las montañas. "Yo creo que era un espíritu maligno, enviado para tentarnos y hacernos pecar, pero se vio fracasado" Un día, después de este descubrimiento, rogamos al abad Kou-en que nos acompañara a la biblioteca, y leyéndole el pasaje que he expuesto, le preguntamos si conocía algo sobre este asunto. Sacudió su inteligente cabeza, que siempre me recordaba la de una tortuga, y contestó: -Un poco, muy poco, casi nada; y lo que sé, se refiere al ejército del rey griego a quien ese escrito se refiere. Sorprendidos, le preguntamos cómo era que supiera algo de tan antiguos acontecimientos, a lo que Kou-en contestó con calma. -En aquellos días, cuando la fe en Buda era todavía joven, yo, que vivía como un humilde hermano en este monasterio, que fue uno de los primeros que se construyeron, vi el paso del ejército del rey griego; eso es todo -pero añadió inmediatamente-: Eso pasó... en mi quincuagésima encarnación. ¡No!, estoy equivocado con otro ejército: fue en mi septuagésima tercera encarnación3. Al oír esto, Leo no pudo menos de esbozar una carcajada, que evité a tiempo, haciéndole una seña con el pie por debajo de la mesa. De otra forma hubiera sido incurrir en la irritación terrible del fanático viejo. Me extrañó esto en Leo, pues nunca se río de la gente que acepta la teoría de la reencarnación, que es el primer artículo de fe entre casi las tres cuartas partes de la raza humana. -¿Cómo puede ser esto? -pregunté más dueño de mí-. Quiero saberlo para mi progreso, sagrado lama. Siempre creí que la memoria desaparecía con la muerte. -¡Ah! -contestó-: así es, en efecto. Pero, hermano Holly, muchas veces ésta vuelve otra vez para aquellos que están avanzados en la senda que conduce a la Verdad. Por ejemplo, hasta que vosotros no leísteis este pasaje del diario, no se despertó en mi mente el recuerdo del paso de este ejército. Ahora los veo pasar, estando yo entre otros monjes, al pie de la estatua de Buda, contemplando su marcha. No era un gran ejército; se encontraba muy diezmado; la mayor parte de sus soldados habían muerto o habían sido pasados a cuchillo por las tribus salvajes que los perseguían. Su general tenía gran prisa en poner el desierto entre ellos. Era un hombre de altiva apostura. Quisiera recordar su nombre, pero no puedo. Llegó hasta nosotros y nos pidió una habitación donde pudieran pasar la noche su mujer y sus hijos. Nos pidió provisiones, medicinas y guías. El abad de aquel entonces le contestó que no era permitido por las leyes de las comunidades lamitas que ninguna mujer entrara bajo nuestro techo. Él, soberbiamente, nos contestó que si tal no hacíamos, no necesitaríamos ya nuestro techo, pues cortaría nuestras cabezas a golpes de su yatagán. Para nosotros, los lamas, morir de muerte violenta representa reencarnar varias veces en el cuerpo de un animal, lo que es horrible; escogimos el menor mal, accediendo a los deseos del bárbaro, obteniendo después perdón para nuestra culpa, del gran Lama. Yo no llegué a ver a esta mujer, pero, sin embargo, vi a la sacerdotisa a quien estos extranjeros adoraban. Kou-en movió su cabeza tristemente, y calló. -¿Qué pasa? -le pregunté, pues esta historia nos interesaba grandemente. -¡Oh! ¡He podido olvidar al ejército, pero a la sacerdotisa, no! Y ha sido para mí la rémora que me ha hecho caminar lentamente a través de muchas encarnaciones, retardando mi marcha hacia el Otro Lado, a la Orilla de Salvación. Yo era un humilde lama, y se me encargó de preparar las habitaciones que había de ocupar. Cuando esto hacía, ella entró en la habitación, despojándose de sus velos. Dándose cuenta de que era un adolescente, me hizo muchas preguntas, entre ellas, si me gustaba ver una mujer de su hermosura. -¿Cómo, cómo era ella? -preguntó Leo, ansiosamente. -¿Que cómo era ella? ¡Oh! Era la beldad en conjunto, era como la aurora sobre las nieves, como la estrella de la tarde; como la primera flor de la primavera. Hermanos, no preguntarme cómo era. No lo sabría decir. ¡Es mi pecado, mi pecado! Su recuerdo dormía en mi mente, y vosotros lo habéis traído para avergonzarme a la luz del día. Pero no, debo confesaros cuán vil y malvado soy. Yo, a quien vosotros creíais un santo, soy pecador como vosotros. Aquella mujer, si mujer era, encendió un fuego en mi corazón que no se apagará nunca, ¡nunca! Kou-en se sentó en el banco, llorando. Sus lágrimas de contrición le empañaban los anteojos, mientras decía, lentamente: -¡Me hizo adorarla! Me hizo preguntas acerca de mi religión. Yo le contesté, esperando que la Luz se hiciera en su corazón con mis palabras. Mas ella dijo: "-Vuestra Senda es la renunciación, y vuestro Nirvana, la nada. En llegar hasta él empleáis toda vuestra vida de sacrificios. Yo os enseñaré una senda más agradable y una diosa más poderosa a quien adorar. "-¿Qué senda y qué diosa? "-La Senda del Amor y de la Vida -contestó-. Ella es la que ha hecho al mundo, y es la que os ha hecho a vosotros. La diosa soy yo. ¡Adórame y ríndeme homenaje! "Pobre de mí, hermanos míos. Me postré de hinojos y besé sus pies. Después, avergonzado de mí mismo, salí con el corazón destrozado. Al ver que me alejaba, me dijo entre risas: "-Acuérdate de mí cuando alcances tu Devachan, siervo del Santo Buda. Yo no cambio, yo no muero, y siempre estoy con aquellos que me han rendido una vez homenaje. "Y así es, hermanos; aunque obtuve la absolución para mi culpa y he sufrido mucho, hasta mi próxima encarnación no podré olvidarla... Kou-en sollozaba con la cabeza entre las manos. Cuando se calmo, tratamos de obtener nuevos informes, pero nuestras preguntas se estrellaron, en lo que a la sacerdotisa se refería. Nos dijo solamente que no conocía a qué religión pertenecía; que se fue a la mañana siguiente con el ejército: que no volvió a oír hablar nunca más de ella, y que estuvo durante ocho días encerrado en su celda, para no seguirla. Únicamente le dijo el abad, que la sacerdotisa era el verdadero jefe del ejército. Era por su voluntad por lo que marchaban hacia el norte, a través del desierto, en busca de cierto país tras las montañas, donde deseaba establecer el culto a su persona. Preguntamos si realmente existía algún país tras las montañas, a lo que Kou-en nos contesto que así lo creía. Recordaba haber oído en ésta, o en vidas anteriores, que estaba habitado por gente de fieras costumbres. Hacía unos treinta años, un lama que llegó hasta el pico más alto, para pasar allí varios días de solitaria meditación, volvió diciendo que había visto un espectáculo maravilloso: una columna de fuego ardiendo más allá de aquellas montañas, sin poder precisar si fue una visión o qué. Nos hizo observar que por aquel entonces se dejaron sentir por el país fuertes terremotos. El recuerdo de toda esta aventura llegó hasta herir al afligido corazón del inocente Kou-en de tal forma, que salió de la habitación llorando de dolor, y no se le volvió a ver por una semana. Nunca nos volvió a hablar más de ello. Sin embargo, hubo algo poderoso que se clavó en nuestra imaginación, y era que debíamos ascender inmediatamente la montaña donde medito aquel lama. CAPÍTULO 3 LA CRUX ANSATA UNA semana después encontramos la oportunidad de efectuar la deseada ascensión. Estábamos a la mitad del invierno, y la tormenta había cesado. Aprovechamos esta ocasión para decir a los monjes que íbamos a cazar. Nos excusamos diciendo que necesitábamos hacer ejercicios, pues no podíamos soportar por más tiempo el confinamiento físico a que durante todo el invierno habíamos estado sometidos. Nuestros anfitriones nos dijeron que la aventura era peligrosa ya que el tiempo podía cambiar de un momento a otro, y que en las laderas de esa montaña existía una caverna natural, donde podíamos refugiarnos en caso de necesidad. Uno de los monjes, el más joven y más activo de la comunidad, se ofreció a acompañarnos. Cargando nuestro yak, ahora en las mejores condiciones, con provisiones y pertrechos y la tienda de pieles que habíamos hecho durante nuestros ocios, partimos un buen día al amanecer. Bajo la guía del monje, llegamos a la ladera norte de la montaña cerca del mediodía. Allí hallamos la caverna cuya entrada estaba protegida por una roca. En ciertas ocasiones del año estaba habitada por pájaros, que con sus excrementos cubrían el suelo de una suave capa de estiércol formando una alfombra que protegía contra el riguroso frío. El resto del día lo pasamos en levantar nuestra tienda en el interior de la caverna, en encender un agradable fuego, y en dar un pequeño paseo de exploración por la ladera de la montaña. Cuando volvíamos hacia la caverna, pasamos junto a un pequeño rebaño de rebecos ocultos en un valle. Tuvimos la suerte de matar a dos, con gran alegría por nuestra parte, pues como la carne en aquellas temperaturas se conserva indefinidamente, con este nuevo concurso podíamos extender nuestro viaje hasta quince días o más sin temor a quedarnos sin provisiones. Después de cenar nos metimos en la tienda, durmiendo todos juntos y bien apretados para conservar el calor natural, pues la temperatura debía de ser de varios grados bajo cero. El monje al poco rato se quedó dormido, pero ni Leo ni yo pudimos cerrar los ojos pensando en la misteriosa luz que se veía desde la cumbre de la montaña. Al amanecer siguiente, había calmado la tormenta de la noche, lo que aprovechó el monje para volver al monasterio, asegurándole, al despedirnos, que dentro de uno o dos días estaríamos de regreso. En cuanto estuvimos solos, sin perder un minuto comenzamos nuestra ascensión a la cumbre. Estaba ésta a unos ochocientos metros de altura. En algunos sitios era completamente inaccesible, pero después de varias tentativas, encontramos un camino bastante favorable, y sin grandes dificultades, al mediodía alcanzábamos la cúspide. La vista desde allí era soberbia. A nuestros pies se estrechaba el desierto empequeñecido, y tras él una enorme cadena de montañas coronadas de nieve se perdía en el horizonte; todo, todo lo que nuestra vista podía abarcar, eran montañas y montañas... -Este es el mismo lugar que vi en mi sueño hace varios años -dijo Leo. -¿Y dónde está la luz misteriosa? -pregunté. -Allí, me parece -dijo, señalando el norte. -Pues allí no se ve nada -le respondí-, y la verdad, este lugar es bastante frío para contemplar el panorama. Como el descenso hubiera sido peligroso en la oscuridad, descendimos a la caverna antes que se hiciera de noche. Los cuatro días siguientes los empleamos en la misma forma. Todas las mañanas subíamos a la cumbre, para volver a descender a la puesta del sol. La cuarta noche de nuestra llegada, Leo, en vez de retirarse al interior de la tienda como habitualmente hacía, salió y se sentó a la entrada de la caverna. Le pregunté por qué hacía eso, a pesar del fuerte frío reinante, y me contestó que deseaba estar solo; así que lo dejé. A medianoche, despertándome, me dijo: -Ven, Horacio, tengo que enseñarte algo interesante. Salí de la tienda al momento, pues dormíamos con todos nuestros vestidos encima. Llevándome a la puerta de la caverna, me señaló un punto en el horizonte norte. Miré. La noche era muy oscura, pero a pesar de eso, lejos, muy lejos, se veía una luz como el reflejo de un fuego distante. -¿Qué piensas de eso? -me preguntó, ansiosamente. -Nada de particular; puede ser..., quizá la luna; no, no hay luna; quizá la aurora, pero no, es demasiado al norte, y no comienza hasta dentro de tres horas. Es algo que está ardiendo, puede que sea una cosa que se queme, o una pira funeraria..., ¿qué puede ser aquí? -Creo que es un reflejo, y si estuviéramos en la cumbre, veríamos -de dónde procede esta luz -replicó Leo, con calma., -Sí, pero en la oscuridad no podemos hacer tal cosa. -Entonces, Horacio, debemos pasar una noche allí. -Que será, seguramente, la última de nuestra presente encarnación -respondí, riéndome-; moriríamos congelados. -Debemos arriesgarnos, o si no, me arriesgaré yo solo; pero mira, la luz ha desaparecido. Tenía razón, la luz ya no estaba, y la oscuridad era completa en la noche. Volviendo hacia la tienda, pues tenía mucho sueño y me dominaba la incredulidad, dije a Leo: -Déjalo, ya hablaremos mañana sobre esto; vamos a dormir. Pero Leo, no obstante, se sentó en la entrada de la caverna… Al amanecer, cuando me desperté, encontré el desayuno preparado. -Date prisa -me dijo-; debo partir en seguida. -¿Pero estás loco? -le dije-. ¿Crees que podemos vivaquear en ese lugar? -No sé; debo ir, e iré, Horacio. -Lo que quiere decir que debemos ir los dos. Pero, ¿qué hacemos del yak? -Por donde vayamos nosotros podrá ir él también -contestó. Inmediatamente comenzamos a recoger los pertrechos, la tienda y buena provisión de carne cocida, y cargando todo sobre el lomo del yak comenzamos el ascenso. Fue difícil, sobre todo porque nos veíamos obligados a hacer grandes desviaciones para evitar las laderas heladas, con objeto de que pudiera subir el animal. Llegados a la cumbre, comenzamos a excavar la nieve con objeto de instalar la tienda, apilándola a los lados, de forma que nos protegiera contra el aire y el frío. La oscuridad se iba haciendo rápidamente; nos metimos con el yak en la tienda, y devorando nuestra comida, esperamos. Hacía un frío horrible. El cierzo soplaba fuertemente, e introduciéndose por los resquicios de la tienda, nos quemaba las caras como hierros candentes. Afortunadamente, teníamos el yak con nosotros, y el calor de su sucio cuerpo nos confortaba. Pasaron largas horas de vigilancia y espera: el sueño se apoderaba de nosotros, y teníamos que luchar contra él, pues el dormirse equivalía a morir. En el horizonte no se veía más que el resplandor de las estrellas. El silencio era completo, pues el aire no hacía ruido al deslizarse sobre la nieve. A pesar de estar acostumbrado a esta vida de montaña, mis sentidos comenzaban a embotarse, cuando de pronto Leo me dijo: -Mira tras esa estrella roja. Miré, y en el cielo vi un vivo resplandor, y en él una masa oscura. El fuego creció e hizo como una explosión para volver al mismo mortecino reflejo anterior. A la luz de sus llamas pudimos ver la misteriosa masa oscura, que se hizo perfectamente visible. Era un enorme pilar coronado por una especie de cruz. Sí, no había duda. Se vio perfectamente, era la crux ansata, el símbolo de la Vida entre los egipcios. Al desaparecer el resplandor de la explosión, se desvaneció la oscura masa. Nuevamente otra explosión, produciendo los mismos efectos anteriores. A la tercera, el fuego brilló con tal intensidad, que-ni un relámpago podía aventajarlo en res-' plandor. Todo el firmamento, de negro se convirtió en rojo, así como las cimas de las montañas vecinas. En la cumbre de la nuestra, todo se vio repentinamente iluminado, como si un enorme faro pasara su haz de rayos por bu cúspide. A su luz nos contemplamos las caras, pálidas por la emoción, y un zorro salvaje, que al olor de las provisiones se había acercado a nuestra tienda, huyó aterrado. Lo mismo que los anteriores, i-u duración fue solamente de unos segundos. Al desaparecer su resplandor, quedó sumido en las sombras el picacho que llamamos del `.'Símbolo de la Vida". Permanecíamos en silencio. Leo lo interrumpió, diciendo: -¿Te acuerdas, Horacio, cuando ELLA dijo, en la PeñaRocosa, dirigiéndose a mí, que un rayo de luz nos sería enviado para mostrarnos el camino, para huir de la senda que conduce a la muerte? Ahora, después de esto, creo que esta luz es el rayo que nos indica dónde vive Ayesha y cuál es el camino que debemos seguir para llegar al lugar de la Vida, que es donde ELLA habita. -Puede que sea así -contesté, brevemente. Con la aurora se levantó una fuerte brisa que nos azotó horriblemente mientras descendíamos por las laderas. Cada paso que dábamos en medio de aquella tempestad de nieve, para otros hubiera sido un paso de muerte, pero para nosotros, que teníamos la confianza de que nuestras vidas eran sagradas, era un paso más que nos conducía al objeto deseado. La tempestad azotaba con furia, arrastrando al yak; ciegos y sin poder ni hablarnos, llegamos después de dura marcha, guiados solamente por nuestro instinto, a las puertas del monasterio. El viejo abad nos abrazó lleno de júbilo, y los monjes elevaron sus plegarias de gracias. Hacía poco habían cesado sus rezos de difuntos, pues nos creían ya muertos después de la tempestad que se había desarrollado, y que, a su juicio, no había persona humana que hubiera podido resistir. Todavía era mediado el invierno. No teníamos más remedio que esperar en el monasterio, educando nuestros corazones en la paciencia, hasta que la nieve se deshiciera a los primeros rayos del sol primaveral. Por fin cesaron los rudos fríos del Asia y la primavera llegó. Una tarde, el aire fue cálido, y por la noche el frío descendió notablemente. La siguiente, las espesas nubes se deshicieron en lluvia que lentamente fundían la nieve, convirtiendo los declives en sonoros torrentes. Los monjes comenzaron a, preparar sus aperos de labranza, pues la estación del trabajo había llegado. Tres días estuvo lloviendo torrencialmente. Al cuarto, el desierto, antes blanco, era ahora de un color tierra, pero esto no fue por largo tiempo, pues en una semana estaba cubierto de flores. Entonces llegó para nosotros la hora de la gran partida. -Pero, ¿por qué os marcháis? ¿A dónde vais? -nos preguntó el abad-. ¿Es que no estáis contentos aquí? ¿Creéis que no progresáis en la Senda con nuestras oraciones y nuestras piadosas meditaciones? Todo lo que hay aquí, ¿no es vuestro también? ¡Oh! ¿Por qué nos dejáis? -Santo abad -le dije-; no hace mucho tiempo en la biblioteca nos hicisteis cierta confesión.. . -¡Oh, no me recordéis esto! -exclamó, alzando sus manos-. ¿Por qué queréis atormentarme? -Lejos eso de nosotros, querido y virtuoso amigo -contesté-; pero da la casualidad que vuestra historia es la nuestra, en lo que se refiere a la divina sacerdotisa. -¡Hablad! -exclamó, intrigado. A grandes rasgos le conté nuestra historia. En todo el tiempo que duró ésta, no hizo más que mover con pesadumbre su cabeza, sin que una palabra despegase sus labios... -Ahora -añadí-, alumbrad con la luz de vuestra sabiduría la oscuridad de nuestro entendimiento. ¿No encontráis esta historia maravillosa, o creéis que somos vulgares mistificadores?... -Hermanos del gran monasterio llamado el Mundo -contestó el abad, con su acostumbrado latiguillo-; ¿por qué he de dudar de las palabras de quienes desde el primer momento he creído personas honradas? Además, ¿por qué ha de ser vuestra historia maravillosa? ¿Encontráis la maravilla en conocer una verdad que nosotros conocemos hace miles de años? Porque en una visión os enseñó este monasterio, y señalándoos un punto en el horizonte desapareció, ¿creéis que esté reencarnada después de verla morir? ¿Por qué no? En esto no hay nada de asombroso para aquellos -que están al tanto de la Verdad, aunque solamente la duración de su última reencarnación es contrario a lo que las experiencias nos dicen. Sin duda alguna la encontraréis otra vez y, sin duda, su Rhama, o identidad, será la misma que en la que en otra reencarnación me hizo pecar para que arrastrara mi culpa a través de muchas reencarnaciones. -El amor es la ley de la vida -contestó Leo-; sin amor la vida no existe. Yo busco el amor para poder vivir. Yo creo que todos estos acontecimientos nos llevarán a un fin que desconozco, pero no temo; cumpliré mi misión. -No es mi deseo apartaros del camino que habéis trazado. Cada uno es dueño de su libre albedrío; pero escuchadme: esa mujer, esa sacerdotisa, ¿ha intervenido en tus anteriores reencarnaciones? ¡Sí! Una vez según creo haberos oído, en la persona de cierta diosa llamada Isis, a quien no quisisteis escuchar. La mujer os tentó, pero supisteis resistir. ¿Qué encontrásteis en ella? Una loca diosa vengadora que os asesinó, y si no una diosa, una mujer que fue el instrumento de su venganza. Ahora bien; este instrumento, mujer o diablesa, se dio cuenta de que os amaba, y se negó a morir, esperando que en vuestra próxima reencarnación os encontraría de nuevo. ELLA os encontró, y murió o aparentó morir; ahora está reencarnada de nuevo, y con toda seguridad la encontraréis, y otra vez volverá a morir. Creedme, hermanos míos: renunciad a la aventura, no crucéis las montañas, quedaos conmigo, lamentando vuestro sino. -No -contestó Leo-; hemos hecho una promesa y no faltaremos a nuestra palabra. -Entonces, hermano, id; cumplid vuestra promesa; pero cuando meditéis sobre mis palabras, éstas arrojarán la luz en vuestra mente y comprenderéis la inmensa verdad que ellas encierran. ¡Ah!, no me queréis creer; sacudís vuestras cabezas y dudáis; ya vendrá un día, después de muchas encarnaciones, en que, revolcándoos en el polvo y el fango, exclamaréis: "Hermano Kou-en, vuestras palabras eran las de la prudencia y sabiduría; las nuestras, las de la locura y la muerte". El viejo abad, con los ojos llenos de lágrimas, salió de la estancia. Nosotros nos dirigimos a nuestra habitación, pues era ya bastante tarde, y nos acostamos. No pude dormir aquella noche. Las palabras de aquel hombre bueno, prudente y lleno de experiencia, con clara visión del futuro, me oprimían el alma impidiéndome el sueño. CAPÍTULO 4 EL ALUD Dos días después, la salida del sol nos sorprendió en nuestra marcha por el desierto. Todavía veíamos la ruinosa estatua del Buda, y, a través del nítido amanecer, la figura del viejo abad contemplándonos hasta que nos perdimos de vista. Por la tarde, cazamos un antílope y, haciendo un alto, levantamos nuestra tienda. Recogimos abrojos secos, con los que encendimos fuego. Nos faltaba agua. Sin embargo, excavamos el suelo haciendo un pequeño pozo, al que afluyó gota a gota la humedad de la tierra. Al poco rato y mezclada ton la nieve derretida, teníamos agua de calidad excelente. Aquella noche comimos opíparamente. La carne del antílope era superior, y el té que aún quedaba de nuestras agotadas provisiones, completó el banquete. La mañana siguiente determinamos nuestra situación geográfica por los medios más rudimentarios, y pudimos estimar, que habíamos cruzado la cuarta parte del desierto. Según nuestros cálculos, para la tarde del cuarto día esperábamos encontrarnos al pie de las montañas. Como decía Leo, las cosas "marchaban a la hora". pero siempre pesimista, le recordé que un buen principio es, a menudo, presagio de un mal fin. No estaba equivocado. Era allí donde, verdaderamente, fueron erróneos, pues al cuarto día estábamos al pie de las montañas. Éstas eran terriblemente altas, y necesitábamos dos días para alcanzar sus laderas más bajas. El calor del sol, provocando el deshielo, hacía nuestra marcha trabajosa, pues nuestras piernas se hundían en la nieve hasta la rodilla, y aun acostumbrados como estábamos a marchas en estas condiciones, el reflejo de la sabana nos hería los ojos, haciendo más dura nuestra jornada. La mañana del séptimo día nos encontramos a la boca de un desfiladero que se extendía atravesando el corazón de las montañas. Como nos pareció la mejor ruta, nos internamos en él. A poco andar, descubrimos que allí debió haber existido un gran camino, ancho como una carretera ordinaria, pues a través de la marcha veíamos la roca cortada, dejando ancho paso sobre el borde de los precipicios; el camino era todo plano. y dado aquel terreno tan abrupto, era imposible tal cualidad sin la intervención de la mano del hombre. Sí; así era. En trozos no cubiertos por la nieve, aún se veían huellas de herramientas que trabajaron aquellas rocas... Al llegar al décimo día, nos encontrábamos al final del desfiladero, mas como la noche estaba encima, nos vimos obligados a acampar a la intemperie, en medio del frío más espantoso. ;Siempre recordaré aquellas horas terribles! No había ni abrojos para encender un fuego con que preparar un miserable té para satisfacer nuestra sed. Nuestros ojos estaban tan hinchados que no podíamos cerrarlos ni para dormir. El frío era tan intenso, que ni el calor del yak que metimos con nosotros en la tienda, podía impedir que nuestros dientes castañetearan sin cesar. Por fin llegó el amanecer, y con él el sol. Salimos de la tienda, y recogiéndolo todo, nos pusimos en marcha hasta alcanzar una revuelta del camino, que, por su posición geográfica, recibía de lleno los débiles rayos del sol. Leo, que marchaba a la cabeza, se detuvo, lanzando una exclamación. Me dirigí hacia él, por si algún accidente desagradable le había ocurrido, y, ¡loado sea Dios!, a nuestros pies se extendía la Tierra de Promisión ... Al fondo, a unos diez mil pies cuando menos, veíamos una inmensa planicie bastante llana, formada por terrenos de aluvión y que, a nuestro juicio, en alguna remota edad fue el fondo de alguno de '.os numerosos lagos que existen en el Asia Central, y la mayoría de los cuales están hoy día en proceso de disecación. Lo único que alteraba la monotonía de aquella vasta planicie era una gigantesca y singular montaña coronada de nieve, que, aunque a gran distancia de nosotros, podían verse sus contornos claramente detallados en el horizonte. Es más, podíamos ver su cresta engalanada por un espeso penacho de humo que se elevaba lentamente y que, sin duda alguna, procedía de un cráter situado en la cúspide de aquel coloso de roca. Al borde del cráter había un enorme pilar, que recordaba la forma del Símbolo de la Vida, tan venerado por los egipcios. Desde allí divisábamos también una ciudad de blancos tejados situada sobre una loma y rodeada de árboles. A su lado se deslizaba un ancho río, extendiéndose a lo largo de la llanura. Con la ayuda de unos anteojos, uno de los restos más queridos de nuestro primitivo equipo, comprobamos que aquel país debía tener una extensa población, dedicada a la agricultura, pues se veían canales y líneas de árboles que marcaban los límites de las propiedades. Sí, ésa era, sin duda, la Tierra Prometida, y solamente teníamos que deslizarnos por la ladera para llegar hasta allí. Repusimos nuestras mermadas fuerzas con un poco de nuestras provisiones secas, que ablandamos entre la nieve, y sin reposar siquiera, cargamos al yak y nos pusimos en marcha. El camino estaba marcado ahora por pilares de piedra, situados formando calle. En la ruta no se veían trazas del paso de seres humanos, pero sí de los rebaños de carneros salvajes y zorros de los muchos que pueblan aquellas montañas. Sus laderas eran más penosas de lo que a primera vista creímos. A pesar de la rapidez de nuestra marcha, cuando las sombras de la noche se cernieron, aún no habíamos llegado al pie de la montaña. Tuvimos que interrumpir el descenso, viéndonos obligados a pasar otra noche entre la nieve. Armamos nuestra tienda al abrigo de una roca, y nos dispusimos a descansar. Como habíamos descendido varios millares de pies, el frío, afortunadamente para nosotros, había disminuido bastante. También aquí el calor del sol había fundido la nieve en algunos sitios, dejando al descubierto los abrojos, lo cual nos permitió hacer un reconfortante té. El pobre yak tuvo suerte esta vez. A poca distancia había una pequeña pradera de musgo, que, a juzgar por la fruición con que lo comía, era un excelente manjar para su pobre estómago. Pasó la noche y vino la aurora con su rosado nimbo. Como teníamos prisa en descender, comimos, y nos pusimos en marcha inmediatamente. A medida que descendíamos, la planicie y el volcán quedaban ocultos por una gigantesca roca, que parecía cortada a pico por una estrecha garganta, hacia la cual nos dirigimos, pues hacia allí, según marcaban los pilares, continuaba el camino. Al mediodía, la roca parecía próxima a nosotros, y espoleados por la curiosidad, forzamos la marcha. En realidad, no era necesaria tal prisa, y una hora después sabíamos por qué. Entre nosotros y el otro lado de la ladera se abría un profundo precipicio que a primera vista tendría trescientos o cuatrocientos pies de profundidad. Desde el fondo llegaba hasta nosotros el sonido del agua, al deslizarse entre las rocas. En el otro extremo, y frente a nosotros, continuaba el camino, como así lo demostraba uno de los pilares situados sobre el borde del abismo. ¿Cómo era posible la comunicación entre los dos lados? -¿No crees -dijo Leo- que este precipicio se haya abierto después de jalonado el camino? Pero no importa; hallaremos otro. -Esa es toda la dificultad: ¡encontrarlo! -respondí yo-. Y debemos buscarlo pronto, si no queremos detenernos aquí para siempre. Volvimos hacia la derecha y marchamos a lo largo del precipicio más o menos una milla, hasta que encontramos un pequeño glaciar. Este glaciar era la única posibilidad de paso hacia el otro lado, por cuanto el precipicio se hacía cada vez más profundo. La mayor dificultad estribaba en que a nuestros pies la vertiente era completamente vertical, sin que hubiera medio humano de llegar hasta el fondo donde se encontraba el glaciar. Volvimos sobre nuestros pasos, y buscamos una nueva ruta hacia la izquierda. Aquí la montaña se elevaba enormemente, extendiéndose siempre ante nosotros la boca del horrible precipicio. Cuando el crepúsculo llegó, divisamos como a una milla o más de distancia, una enorme roca que se elevaba al borde del precipicio. Hacia ella nos dirigimos, con la intención de ver si desde su cumbre podíamos vislumbrar algún paso. Cuando después de rudo escalo alcanzamos lo alto de la. roca, que estaba a unos ciento cincuenta pies, nos convencimos que lo mismo aquí que tras el glaciar, el precipicio era infinitamente más profundo que donde se cortaba el camino, tan profundo, que era imposible distinguir el fondo. Mientras buscábamos el medio de continuar nuestra ruta, la noche se nos echó encima. La ascensión había sido bastante ruda, dado lo abrupto de la gigantesca roca. Así, pues, como estábamos bastante fatigados, resolvimos pasar la noche en un abrigo natural que existía en la parte superior de la superficie rocosa, ya que la diferencia de temperatura no era muy grande. Fue así como salvamos nuestras vidas, según se verá a continuación. Descargamos el yak y levantamos nuestra tienda, acabando aquella jornada con una ración de pescado seco, acompañado de un trozo de pan negro de centeno. Esto era lo último que nos quedaba de las provisiones que trajimos del monasterio, y nos dábamos cuenta, con el natural dolor, que si no teníamos la suerte de cazar algo, nuestros recursos quedaban reducidos al pobre yak. Desechamos estos negros pensamientos, con la esperanza de un día mejor, y envolviéndonos en las pieles, procuramos olvidar nuestras miserias en el sueño. No faltaría mucho para el amanecer, cuando nos despertamos sobresaltados por un ruido espantoso, como el producido por la descarga de un cañón de gran calibre, acompañado de otro de fusilería. -¡Gran Dios! ¿Qué pasa? -exclamé. De un salto estábamos fuera de la tienda, pero nada pudimos ver, pues todo, estaba envuelto en tinieblas. El yak mugía aterrado, intentando escapar, presa del pánico. Nada pudimos ver, pero sí oír el ruido producido por los hielos al resquebrajarse como cristal. Este ruido cesó por un momento, pero fue seguido por un sordo murmullo que crecía en intensidad y que, sin saber por qué, nos hizo sobrecoger de terror. La intuición nos decía que un secreto peligro nos amenazaba. El tiempo que durante la noche había sido de una gran calma, ahora se veía interrumpido por una ventisca que nos azotaba con una violencia como pocas veces habíamos sentido. No duró largo rato la incógnita. La aurora apareció, y con ella la luz del nuevo día rasgó las sombras, mostrándonos el más terrorífico y admirable espectáculo que puede verse en las regiones heladas. La ladera de la montaña se deslizaba sobre sí misma, en forma de un gigantesco alud, y lo que era más terrible, se dirigía a estrellarse contra la roca donde estábamos acampados. Como hipnotizados, contemplábamos paralizados por el terror este espectáculo, cuando la primera ola de nieve chocó contra nuestra roca, e hizo vacilar a la enorme mole, como lo hubiera hecho una ola marina con una ligera embarcación. Nuestro terror fue grande, pues por un momento pensamos vernos precipitados en el abismo al mismo tiempo que la roca. Segundos después, el alud se precipitaba contra nuestro reducto. Gracias a Dios, la roca era sólida y resistió a la enorme masa que, detenida en su curso, se apiló sobre sí misma, alcanzando una altura de cerca de cincuenta pies sobre nuestras cabezas. A un lado y a otro de nosotros, la nieve, en millones y millones de toneladas, venía a acabar su Ioca carrera en la boca del precipicio, por donde desaparecía, yendo a engrosar el caudal del torrente. Las rocas que, desplazadas de su punto de apoyo habían perdido la estabilidad, venían a estrellarse al pie de la nuestra, atravesando la nieve con la fuerza de un ariete. La. primera la movió ligeramente, quedando enterrada en la nieve; pero otras, con la velocidad de una bala, remontaban por la fuerza de la inercia el pequeño talud formado contra nuestra roca, y saltando por encima de él, venían a caer sobre nosotros; aquello parecía un bombardeo, ¡pero qué bombardeo! No sabíamos qué hacer, replegados, reduciendo nuestros cuerpos a la mínima expresión, procurábamos adosarnos a las salientes de la roca, para protegernos de las piedras fatales. De vez en cuando, éstas pasaban sobre nosotros, extrañándonos a cada momento de hallarnos con vida. A esta escena tan rápida y fragorosa, sucedió una calma completa. Parecía como si la naturaleza, después de haber puesto en juego todos sus recursos destructivos contra nosotros, quisiera la paz. Nos levantamos. El cielo era azul y el paisaje, en conjunto, alegre. Parecía imposible que la naturaleza se pudiese mostrar de tan diferentes aspectos. Dimos gracias al cielo por conservarnos la vida, pues de otra manera, sin intervención divina, no era posible que hubiéramos salido indemnes de una catástrofe semejante. Pero en lo que se refería al orden económico, habíamos salido maltrechos. Nuestra tienda había desaparecido, así como los pertrechos que constituían los últimos restos de nuestro equipaje, y que para nosotros representaban pequeños tesoros. Lo que más dolor nos produjo, fue encontrar tras una brecha de la roca a nuestro fiel compañero, el pobre yak, muerto y con la cabeza destrozada. Contra nuestro refugio se había formado, por la nieve detenida en su marcha al abismo, un enorme promontorio que alcanzaba muchos metros de altura sobre nosotros. Semejaba una enorme torre de nieve comprimida y moteada por los trozos de piedra incrustados en ella. El abismo, del que antes no veíamos el fin, mostraba ahora, a muy poca distancia de su boca, un fondo formado por la nieve y lo.: detritus resbalados por la ladera de la montaña. Estábamos bloqueados, no podíamos intentar el descenso de donde nos encontrábamos, pues equivalía a enterrarnos vivos en la nieve. Además, a lo largo del abismo, y con menos intensidad, se deslizaban masas de nieve faltas de cohesión que, si bien no eran de gran tamaño, cualquiera de ellas hubiera podido enterrar un centenar de hombres. Estábamos prisioneros. No podíamos salir hasta que cambiara el tiempo, lo cual equivalía a esperar la muerte con toda paciencia en aquella isla de granito rodeada de un mar de nieve. La situación no podía ser más desconsoladora. Hambrientos, ateridos, agotadas nuestras provisiones y sin poder encontrar unos tristes rastrojos con que poder calentarnos. Dirigimos nuestras miradas al pobre yak, que a pocos pasos yacía con la cabeza destrozada. -Le sacaremos la piel -dijo Leo-; nos será necesaria, quizá, esta misma noche. Así lo hicimos, no sin gran dolor, aunque más doloroso hubiera sido para nosotros haber tenido que sacrificarlo. Lo cortamos en trozos, y lavándolos en la nieve, nos los comimos sin más condimento. Era una carne de sabor desagradable, pero ¿qué otra cosa podíamos hacer en tales circunstancias? CAPÍTULO 5 EL GLACIAR LLEGÓ la noche de aquel aciago día, y después de unos cuantos biftecs crudos, pasamos la noche envueltos en la piel de nuestro pobre yak, pues nuestra tienda había desaparecido. Esta vez dormimos con cierta tranquilidad, pues sabíamos que por el momento no habría más aludes que temer. La noche era de un frío riguroso, y a no ser por la piel del yak estoy seguro que hubiéramos muerto de frío. Al despuntar el nuevo día, Leo me dijo, resueltamente: -Horacio, tenemos que salir de aquí. Si hemos de morir, prefiero que sea luchando. -Bien -le dije-; marchemos. Hicimos dos paquetes con las pieles y la carne que -teníamos enterrada en la nieve, comenzando el descenso. Aunque la roca no tenía más que unos sesenta metros de altura, su base, afortunadamente para nosotros, era bastante ancha, apilándose una colosal cantidad de nieve entre la cúspide y el nivel del suelo. Como nada se ganaba esperando, nos decidimos a salir de nuestros resguardos, marchando Leo a la cabeza, probando la resistencia del piso de nieve paso a paso, y yo tras él. Con gran alegría descubrimos que el frío de la noche había endurecido aquella nieve, que nosotros supusimos blanda, lo suficiente para que, andando por su superficie, pudiera soportarnos. A medida que descendíamos, el camino se hacía mucho más blando, hasta el punto que nos vimos obligados a tumbarnos sobre la nieve, para que el peso de nuestro cuerpo se repartiera por una superficie mayor, y de esta forma, poco a poco, tratar de llegar al pie del promontorio. Todo fue bien hasta que estuvimos a unos cincuenta pasos de la base. Debíamos cruzar una pequeña elevación de nieve, o mejor dicho, de polvo de nieve, pues no podía llamarse de otra forma, aquello casi impalpable. Leo, comprendiendo el peligro que encerraba su paso, de un ágil salto evitó el peligro con maestría; pero yo, que le seguía a un par de metros, al intentar tomar impulso para saltar, debido, sin duda, a la pesadez de mi cuerpo, crujió la nieve, haciéndome erizar los cabellos. No tuve tiempo ni de proferir un grito. Me vi enterrado por completo en la blanca masa. Cualquier persona que se haya visto sumergida en agua fría a bastante profundidad, sabe que la sensación que se experimenta no es de las más agradables. Descendiendo entre la nieve, mis pies tropezaron contra algo duro, que debía ser una roca; en ella me apoyé desesperadamente, y fue lo que me salvó de desaparecer para siempre. De pronto, todo fue tinieblas a mi alrededor. La nieve, sin consistencia, había cerrado el boquete que mi cuerpo hiciera al pasar por su superficie, e inmediatamente comencé a sentir los primeros síntomas de asfixia. Reuniendo toda mi sangre fría y toda mi calma, fui moviendo lentamente los brazos para no perder mi punto de apoyo, hasta llevarlos sobre mis hombros, procurando abrir un pequeño agujero sobre mi cabeza para que entrara el aire. Siempre he tenido fama de tener los brazos excesivamente largos; esta vez traté de que me sirvieran para algo. Los saqué, y pude comprobar que no tenía más que un par de palmos de nieve sobre mi cabeza. Sacándolos aún más, traté de agarrarme a un cuerpo duro con que mis brazos tropezaron, y, asiéndome a él, procuré elevarme a pulso. Tarea inútil; la cantidad de nieve que tenía sobre mis hombros, hacía imposible la salida de aquel agujero. Todo esto fue cuestión de segundos. Viendo mis esperanzas fallidas de salir de aquel sitio, me preparé a morir. Los sentidos me abandonaban, y poco a poco perdí la noción de mi ser. De nuevo volví a ver la luz. La voz de Leo me gritó: -¡Horacio; pronto, agárrate a la culata de mi rifle! Algo rozó contra mi mano aterida; me agarré desesperadamente, y noté que tiraban de mí. Me vi izado, y mi cabeza salió de aquel maldito agujero. Al verme salir, Leo tiró de mí. Yo, como pude, me agarré de él, y traté de salir por completo. Tanto empuje pusimos, que no pudimos evitar que juntos cayéramos rodando por la vertiente, hasta casi el borde del precipicio. Por fin, respiré el aire puro. ¡Qué delicia tan incomparable, cuando se ha estado a punto de morir por asfixia! -¿Cuánto tiempo estuve allí? -pregunté a Leo, que, sentado a mi lado, enjugaba el sudor de su frente. -No sé, exactamente. Cerca de veinte minutos, me parece. -¡Veinte minutos! ¡Me han parecido veinte siglos! Pero, ¿cómo has podido sacarme? Te sería imposible sostenerte sobre ese polvo de nieve. -No; me he sostenido gracias a la piel de nuestro pobre yak. Al ver que no estabas junto a mí, comprendí lo que podía haber sucedido. Me dirigí hacia donde te había visto por última vez, y vi tus dedos, tan negros por el frío, que a los primeros momentos los tomé por trozos de piedra. Se me ocurrió entonces alcanzarte la culata del rifle, y, afortunadamente, todavía tuviste vida suficiente para poderla agarrar. Lo demás ya lo sabes. Si no hubiéramos sido los dos tan fuertes, nada hubiera podido hacerse. -Gracias, muchacho -le dije, simplemente. -,Por qué me das las gracias? ¿Crees que deseo continuar solo todo el resto del camino? Has estado durmiendo en una cama bastante fría. Vamos, necesitas ejercicio. Además, fíjate: estamos encantados de la vida, mi rifle se ha roto, y el tuyo se ha perdido en la nieve. Bien, esto nos ahorra el tener que llevar la carga de cartuchos. Diciendo esto, tiró los cartuchos, y se echó a reír jovialmente. Comenzamos nuestra marcha, dirigiéndonos hacia donde el camino se veía cortado por el precipicio, pues marchar en sentido contrario nos parecía completamente inútil. Llegamos al camino. Allí estaban nuestras huellas, así como las. del yak, impresas en la nieve. La vista de ellas me afectó profundamente, pues me parecía mentira que hubiéramos podido sobrevivir para verlas. Nos asomamos a la boca del precipicio. Era imposible intentar hacer nada por allí. Allí fuimos, descendimos un poco su vertiente y examinamos el terreno. Apreciamos, como en el primer momento, que su profundidad era de unos trescientos pies, si bien no lo podíamos determinar exactamente, pues la conformación del terreno era tal, que a unos dos tercios la vertiente se metía hacia dentro tomando forma cóncava. Además, las rocas que sobresalían nos impedían la posibilidad de apreciar su profundidad. Era imposible intentar el paso por allí. Subimos, y la más negra desesperación se apoderó de nosotros. -¿Qué vamos a hacer? -pregunté-. Frente a nosotros la muerte; tras de nosotros, la muerte también; no podemos cruzar de nuevo esas montañas, sin víveres o rifles con qué poder proporcionárnoslos. Aquí está la muerte; esperémosla con resignación. Hermano Leo, hemos luchado y hemos fracasado. Nuestro fin ha llegado. ¡Únicamente un milagro puede salvarnos! -¡Un milagro! ¿Qué otra cosa puede llamarse a lo que nos forzó a permanecer en la cumbre del peñasco, y que nos salvó de morir aplastados por la avalancha? ¿Qué otra cosa puede llamarse a todo lo que nos ha preservado durante diecisiete años de peligros de los que pocos hombres hubieran podido salir indemnes? Ten la seguridad de que una fuerza oculta nos protege, y no moriremos hasta que nuestro destino se haya cumplido. ¿Por qué creer de que esta fuerza nos abandone en estos momentos? ¿Por qué pensar que nuestro destino es venir a morir en estas soledades? Hizo una pausa y añadió, resueltamente: -Te digo, Horacio, que aunque no tengamos rifles, provisiones ni yaks, no volveré hacia atrás sin considerarme un cobarde ante ELLA. ¡Iré adelante! -¿Cómo? -pregunté. -Por aquel camino -me contestó, señalándome el glaciar. -¡Ese es el camino de la muerte! -contesté. -Bien. Quizá sea así, Horacio; pero en estos países los hombres encuentran la vida en la muerte, o, al menos, así lo creen. Si morimos ahora, moriremos marchando hacia ELLA, y donde perezcamos será allí donde reencarnemos de nuevo y será más cerca de ELLA. Yo, por lo menos, así lo haré; tú puedes hacer lo que quieras. -Yo hace tiempo que he determinado lo que tengo que hacer. Juntos hemos comenzado esta aventura y juntos tenemos que llegar al fin. Quizá Ayesha sepa nuestra situación y venga a ayudarnos -dije con una sonrisa irónica. Después de hablar sobre las probabilidades de descenso, decidimos cortar la piel del yak en tiras, para hacer con ellas las veces de cuerdas. Después nos envolvimos las rodillas y la cara con trozos de piel hasta la altura de los ojos, con objeto de protegerlos contra las salientes de las rocas. Hecho esto, hicimos un paquete con nuestras provisiones y nuestras ropas pesadas, y envolviendo en ellas unas piedras, las arrojamos por el precipicio, pues si llegábamos al fondo con vida, allí las encontraríamos, y si perecíamos, ya no nos eran necesarias. Completos todos los preparativos, comenzamos uno de los más peligrosos descensos llevados a cabo por seres humanos, sin más ayuda que nuestra voluntad. Comenzamos el descenso. Cuando ya habíamos descendido la cuarta parte, nos detuvimos a descansar sobre una roca que sobresalía, y volviéndonos, miramos a nuestro alrededor. Verdaderamente, era un lugar horrible. Más profunda de lo que nosotros creímos, la vertiente se veía cortada por la cavidad que antes mencioné. Aquel lugar lúgubre y desolador no era el más a propósito para infundir ánimos a los que, como nosotros, descendíamos con tan pocos elementos de ayuda. Volvimos a emprender el descenso, concentrando nuestros sentidos en ello. Esta vez fue más difícil, pues las salientes eran cada vez menores, y dos o tres veces tuvimos que desviarnos para alcanzarlas y poder descansar. Las correas que echábamos por las salientes de las rocas, dejando los dos extremos en nuestra mano, nos salvaron más de una vez del desastre. Luego, para recobrarlas, no teníamos más que tirar de uno de ellos cuando llegábamos a otra saliente que nos servía de punto de apoyo. Llegamos por fin a la cavidad. Era enorme; formaría un arco de circunferencia de cerca de setenta y cinco metros de longitud. Aquí no había salientes. Únicamente algunas breñas, en las que no podíamos confiar nuestra seguridad. -Con cuidado -dijo Leo. Verdaderamente, era difícil intentar bajar más sin saber qué era lo que había en el fondo; lo mejor era descolgarse y explorar cuál era la mejor manera de efectuar el descenso. Leímos nuestros propios pensamientos, y sin necesidad de más palabras, hice los preparativos para bajar al fondo. -No -dijo Leo-. Yo soy más joven y más fuerte que tú. Ven; ayúdame. Y comenzó a fijar un extremo de la correa a una saliente de hielo. -Ahora, átame por las axilas. Parecía una locura, pero no se podía hacer otra cosa. Tomé las correas, y mientras Leo descendía, yo iba sosteniendo el extremo libre, hasta que, poco a poco, se desvaneció en la sombra. No necesitó Leo contarme lo que vio, porque yo lo vi momentos después. Lo que interesa es lo que sucedió, que fue tan rápido que no pude evitarlo. Seguramente que a Leo le fallaría el pie en alguna de las salientes, porque, de pronto, sentí todo el peso de su cuerpo en las manos. Tiré de él instintivamente cuanto pude, y al hacer el apoyo me falló el pie. ¡Quién sabe lo que pasó! En mi terror solté las correas, obedeciendo al instinto de conservación, que obliga a un hombre a cuidar egoístamente de su propia vida. Si fue así, sólo pido perdón. Las correas se quedaron tirantes y sujetas en la roca, próximas a romperse. El cuerpo de Leo debía de haber rodado por el abismo, destrozándose en las salientes. -¡Leo! -exclamé aterrorizado-. ¡Leo! Oí una voz, que creía decía: "¡Ven!" ¡Oh! ¡Leo vivía! ¡Me llamaba! Lo que realmente Leo quería decir era que no fuese, pero yo no oía nada. Yo solamente sabía que Leo estaba herido, quizá agonizante, que necesitaba mi auxilio, e iba a prestárselo donde estuviera. En dos segundos llegué. Para salvarle no tenía más remedio que pasar por un lado de la vertiente, donde había una franja de hielo y no podía agarrarme a las salientes. En mi loca carrera en busca de Leo, me dirigí hacia allí, pues la oscuridad en aquellos lugares era grande, y suponía que Leo habría caído hacia aquel lado. Era tanta mi ceguera que no me detuve a seguir la dirección de las correas. Llamando a Leo a gritos, me dirigí por la estrecha franja, agarrándome a las salientes. Mis ojos, poco a poco acostumbrados a la oscuridad, buscaban afanosos el cuerpo de mi amigo. De repente el suelo cedió a mis pies: el hielo se rompió como vidrio. Ansiosamente me agarré con las uñas a unas salientes, mientras mis pies se fijaron en un estrecho margen que dejó el hielo al romperse. Mi posición no podía ser más crítica. Mis uñas, incrustadas en las piedras, sostenían el peso de mi cuerpo, y mis pies, sin poder soportarlo para no romper el punto en que se apoyaban, me obligaba a conservar la posición de un crucificado. ;,Qué me importaba mi situación? Cuando verdaderamente me estremecí de terror fue cuando al levantar mis ojos vi el cuerpo de Leo balanceándose en el espacio. Sujeto bajo las axilas por las correas, se veía imposibilitado de desasirse del terrible lazo. Mientras tanto, su cuerpo suavemente giraba. .. , giraba... ; en mi horror llegué a creer que eso no era más que una terrible pesadilla. Una angustia horrible se apoderó de todo mi ser. Mi imprudencia me había conducido hasta el extremo, no sólo de destrozar mi vida, sino la de mi amigo. El sudor manaba copiosamente de mi frente en gruesas gotas. Ya mis ojos, acostumbrados a aquella oscuridad, veían hasta los más mínimos detalles. La cara de Leo, congestionada por la presión que en su cuerpo hacía la correa, me miró con unos ojos que helaron mi sangre. En su mano esgrimía el cuchillo, y difícilmente y al azar intentaba cortar el lazo que lo mantenía colgado sobre el abismo. Dos o tres veces, en sus ciegos golpes, su cuchillo hizo presa en la correa. Unos cuantos golpes más, y su cuerpo se precipitaría en el glaciar. Cada golpe que daba era un golpe que recibía yo en mi corazón, conmoviendo todo mi ser. No tenía ni fuerzas para gritar a Leo que no consumase su suicida obra; la voz se quedaba muda en mi garganta, sin salir de mis labios. El cuchillo cortó la última fibra que le sujetaba, y ¡horror! ... Un desfallecimiento se apoderó de mí. ¿Para qué quería ahora vivir? El único lazo que me retenía en la vida estaría convertido en una informe masa de carne. Sus brazos estarían rotos, sus piernas deshechas y su cabeza destrozada. ¡Horror!. ¡No, no! No quería vivir. Mi dignidad humana me gritó: "¡No debes vivir, pues tu compañero ha muerto destrozado por tu culpa; sigue su ruta ahora mismo, por tu propia voluntad!" Me solté de las salientes; este movimiento era el que me libertaba de todos mis remordimientos y de todas mis torturas. Por unos momentos me sostuve en equilibrio sobre mis pies. Fue un instante solamente, mientras murmuraba mi postrera oración, diciendo: -¡Ya voy, Leo, junto a ti! -y con un impulso me precipité en la negra profundidad del glaciar. CAPÍTULO 6 LA GRAN PUERTA ¡OH! ¡Qué descenso por el espacio! Vi el fondo del glaciar acercárseme rápidamente, como si se precipitase sobre mi cuerpo para aniquilarme con su poderoso empuje. Un crujido. ¿Qué ha pasado? Todavía vivo. Estoy en el agua; voy descendiendo poco a poco hasta las diferentes temperaturas de sus profundidades. Creo que no voy a subir jamás a la superficie. Pero voy subiendo, subiendo. Las ideas vienen a mi cerebro; recuerdo. Debo haber caído en el glaciar; el crujido fue, sin duda, la rotura de la superficie helada. Así, pues, ahora, cuando salga a flote, encontraré el hielo otra vez. ¡Oh, qué horror pensar que después de haber sobrevivido a esta caída voy a morir asfixiado bajo una transparente capa helada de varios milímetros! Mis manos tocaron el hielo. Estaba sobre mí. A través de él se veía la luz del día. Dios sea loado. Mi cabeza ha roto la cárcel que me aprisiona. Veo que no es sino una delgada capa, formada por el frío de la noche anterior. Rompo el hielo de mi alrededor, formando un espacio libre que me permita mantenerme a flote en la superficie. A unos siete u ocho metros más abajo, ¡albricias!, vi el rubio cabello de Leo. ¡Leo vivía! Rompiendo el hielo de su alrededor, intentaba llegar p tierra firme4. Al verme, sus ojos brillaron de alegría. Me gritó: -¡Vivos los dos, y salvado el precipicio! ¿No te decía que vamos guiados y que nuestras vidas son sagradas? -Sí. Pero ¿adónde? -dije mientras nos dirigíamos a la orilla próxima. En ella, dos figuras humanas estaban de pie contemplándonos: un hombre y una mujer. Él era muy viejo, pero en sus ojos brillaba un fuego juvenil. Sus cabellos blancos como la nieve, caían en mechones sobre sus hombros, y su cara, de sardónicos rasgos, era amarilla como la cera. Hubiérase dicho tallada en marfil. Sus vestiduras parecían ser las de un monje oriental. Permanecía inmóvil viéndonos luchar por llegar a la orilla. La mujer, de muy alta estatura y singular belleza, nos señaló con el dedo. En la orilla, o, mejor dicho, al borde de una de las rocas del torrente, no había hielo; pero sí remolinos que nos hicieron agarrarnos el uno al otro, para, los dos juntos, nadar con más facilidad y ayudarnos mutuamente. Esto era muy necesario, pues a la entrada del torrente la fuerza de los remolinos era grande, y, sobre todo, la frialdad del agua traspasaba mi cuerpo, produciéndome calambres. Leo, con muy buena idea, me quitó la pelliza de piel, para que pudiera nadar más fácilmente. Después añadió: -Toma el extremo de la correa. Así lo hice, pues ya me quedaban pocas fuerzas. Leo en una de sus magníficas proezas, nadaba vigorosamente, remolcándome. Otro hombre cualquiera en sus condiciones, hubiera perecido. La corriente, a medida que nos acercábamos a la orilla, se hacía más impetuosa. Nuestras agotadas fuerzas no nos permitían casi luchar contra ella. A una indicación que la bella desconocida hizo al anciano, éste, con una agilidad y fortaleza impropias de su edad, se dirigió a nosotros, y recogiendo del suelo un largo bastón en forma de báculo, saltó por las rocas que bordeaban la orilla del torrente, y esperándonos en una peña más saliente que las demás, no lejos de nosotros, nos hizo señas para que dirigiéramos nuestra marcha hacia aquel lugar, a favor de la corriente. Comprendimos aquellas mudas indicaciones y hacia allí fuimos. Al pasar Leo, se asió desesperadamente al bastón del viejo bienhechor, el cual tiró hacia él, hasta llevarnos a un pequeño remanso, donde, después de desesperados esfuerzos, pudimos salir a tierra. Antes nos había sucedido un pequeño contratiempo. Al llevarnos hasta el remanso, tuvimos que cruzar otro lugar, donde la corriente era bastante fuerte. El pobre viejo, a pesar de sus buenos deseos, era incapaz de dominar la tuerza que nuestros cuerpos hacían al ser arrastrados por las aguas. En este momento, la mujer de majestuosa apariencia desterró aquella extática contemplación, y en un noble gesto fue en auxilio del viejo para impedir nuestra segura muerte, pues el estado de agotamiento en que nos encontrábamos nos hubiera impedido luchar un momento más. Minutos después nos hallábamos sobre las rocas. La bella mujer, de pie ante nosotros, con los vestidos empapados, había recobrado su aire de grave majestad. Sus ojos miraban extrañamente la cara de Leo, desfigurado por la sangre que brotaba de una herida en la frente. Era una mujer verdaderamente hermosa. Su mirada era inteligente, y toda ella estaba envuelta en un aire de extraña superioridad. Después, diciendo algo a su compañero, se marchó sin dirigirnos la palabra. El viejo nos contemplaba, escrutándonos con sus vivos ojillos. Nos habló en una lengua extraña, que no comprendimos. Entendiéndolo así, se dirigió, al parecer, en otra lengua, aunque con el mismo resultado negativo. Trató nuevamente de hacerse entender, empleando una lengua que, con gran alegría, comprendimos: era el griego. Claro que un griego mezclado con palabras de otras lenguas; pero en el centro de Asia no era posible pedir mayor perfección. -¿De qué conjuro mágico os habéis valido para llegar a este país? -De ninguno -contesté, valiéndome de los conocimientos que adquirí de griego en la Universidad-. De cualquiera de las formas hubiéramos llegado aquí. No conocemos los obstáculos. -Conocen la antigua lengua. Todo es tal como se nos avisó desde la montaña -murmuró en voz baja. Levantando la voz, nos preguntó: -Extranjeros, ¿qué buscáis aquí? Yo, como viejo, más cauto, no contesté, pues instintivamente vi en aquel viejo un enemigo. Leo, más joven y embargado por la emoción, contestó en griego pésimo, mezclado con palabras de dialectos tibetanos. -Buscamos el país donde está la Montaña del Fuego, cuya cumbre está coronada con el símbolo de la Vida. El viejo exclamó: -Entonces. ¿vosotros conocéis?... -mas reponiéndose rápidamente, agregó desconfiado-: ¿A quién buscáis? Leo repitió, resueltamente: -A ELLA, a la reina. Creo que quería decir a la sacerdotisa; pero su escaso conocimiento del griego le impedía expresarse más claramente o quizá porque creía que la mujer a quien buscábamos debía de ser la reina del país. -;Oh! -dijo el viejo-. ¿Buscáis una reina? ¿Entonces sois vosotros los que tenemos encargo de esperar? ¿Cómo podéis demostrarlo? -No es ésta la ocasión de preguntar -respondí bruscamente. deseoso de aclarar la situación-. Decidme, ¿quién sois vos? -¿Yo? Extranjeros: yo soy el guardián de la Gran Puerta, y la mujer que estaba conmigo es la Khania de Kaloon. Leo, agotadas sus fuerzas, desfallecía. Notándolo, el viejo me dijo: -Este hombre está muy enfermo; veamos, ahora que habéis descansado, si entre los dos podemos llevarlo a mi recinto. Vamos. ¡ayudadme! Tomamos a Leo, que penosamente arrastraba sus pies, y nos pusimos en marcha. A unos doscientos pasos se veía la Gran Puerta, de la que el viejo era guardián. Era una enorme pared de roca, que se encontraba horadada en extensión suficiente para dejar pasar varias personas juntas. Por allí era por donde continuaba el camino interrumpido por el precipicio. Tras la puerta, a la derecha, existía una escalera toscamente tallada en la piedra, que comenzamos a subir. Las fuerzas de Leo lo habían abandonado por completo. Y yo, ¡pobre de mí!, sentía que poco a poco me iba debilitando. En lo alto de la escalera apareció la mujer que nos había salvado. Tras ella, dos servidores, vestidos con una especie de traje tártaro, permanecían inmóviles. Sus ojos diminutos y sus caras amarillas no parecían conmoverse lo más mínimo por la presencia de seres extraños. A unas palabras de su ama, bajaron hasta nosotros, recogiendo el cuerpo de Leo. Buena falta hacía, pues mis piernas se doblaban; agotadas mis fuerzas. Con ligereza subieron escaleras arriba, llevando la pesada carga. Apoyándome en el viejo, los seguí torpemente. Llegamos a tuna habitación hecha en la roca donde la mujer, a quien el viejo llamaba Khania, desapareció. Pasamos a través de varias habitaciones, hasta llegar a una que parecía una especie de cocina. Un confortable fuego la caldeaba; a ella seguía otra que debía servir de alcoba, a juzgar por los lechos y las pieles que allí había. En una cama depositaron el cuerpo de Leo. El viejo guardián, ayudado por uno de los servidores, despojó a Leo de los harapos que cubrían su -cuerpo. Con un signo me indicó que hiciera lo mismo. Lo hice con gran alegría, pues las ropas que llevaba, tras muchísimos días sin quitármelas de encima, no eran más que un montón de andrajos asquerosos. A nueva señal del viejo, el otro servidor apareció con una gran jarra de agua caliente, con la que me lavé y lavaron el cuerpo de Leo. Después nos untaron con una sustancia oleaginosa para curarnos las contusiones y heridas, y cubriéndonos con mantas y pieles nos acomodaron en los lechos. Desapareció el viejo, volviendo al poco rato con un tazón de barro, haciéndome beber parte de su contenido. Después, entreabriendo la boca de Leo, le hizo ingerir. el resto. Instantáneamente, un benéfico calor se dejó sentir por todo mi ser. Al mismo tiempo comencé a sudar copiosamente, y perdí la noción de todo lo que sucedió a mi alrededor. Así pasaron días, sin que mi cerebro se diera cuenta de nada, atormentado por la fiebre. Una noche la lucidez pareció aclarar mi inteligencia. No sé cuándo fue. Sólo recuerdo que era una noche plácida. La luna brillaba en un cielo limpio de nubes. Sus rayos, pasando por la ventana, caían sobre la cama de Leo. Vi aquella mujer desconocida que, sentada a su lado, velaba su sueño. Mi amigo, soñando, murmuraba palabras, ora en inglés, ora en árabe, sin ilación ni sentido alguno. Ella, interesada, no perdía ninguna de las palabras, tratando, quizá, de hallar en ellas algún significado. Como movida por un resorte, se levantó de su asiento, y de puntillas, llegó hasta mí. Viéndola venir, me hice el dormido para mejor observarla. Yo estaba verdaderamente intrigado. ¿Quién era esta mujer a quien el viejo guardián llamaba la Khania de Kaloon? ¿Sería la reencarnación de Ayesha? ¿Por qué no? No; no podía ser. Si hubiese sido ELLA, estoy seguro que la hubiera reconocido inmediatamente. No; por ese punto no había duda alguna. Me miró; y, al parecer, no hallando ninguna solución a su aparente duda, volvióse a sentar junto a Leo. Mi amigo, pasada su crisis, dormía profundamente. El silencio era completo, tanto, que hubieran podido oírse las palpitaciones de su corazón. Fue esta vez ella quien comenzó a monologar de manera extraña. Sus estancia me permitía oír, sin perder palabra. Se expresaba en el mismo griego bastardo con que antes nos entendimos con palabras eran apenas sordos murmullos; pero el silencio de la el viejo guardián, si bien mezclaba palabras mongólicas, como en casi todos los dialectos del Asia Central. Su extraño monólogo no dejó de inquietarme un poco. -Hombre soñado! -murmuraba-. ¿A qué has venido? ¿Quién eres? ¿Por qué Hesea me obligó a venir a tu encuentro? Guardó silencio. Nuevamente comenzó. -Duermes, estoy segura, aunque en el sueño los ojos están a veces abiertos. Pero, contéstame, te lo ruego, ¿qué extraño lazo nos une? ¿Por qué te he visto tantas veces en sueños? ¿Por qué te conozco, extranjero? ¿Por qué? La voz, que era dulce y melodiosa, se fue apagando dulcemente. Al inclinarse sobre Leo, sus bucles rozaron la cara de éste. Instintivamente se llevó las manos a la parte rozada, y, sujetando el mechón de cabellos, dijo en inglés: -¿Dónde estoy? ¡Oh! ¡Ya recuerdo! Sus ojos miraron cuanto lo rodeaba, como buscándome. De pronto, dijo, en su pésimo griego: -Ya recuerdo; vos sois la dama que nos salvó de las aguas. Decidme: ¿sois también esta reina a quien busco desde hace largo tiempo y a quien no puedo encontrar? -No sé -contestó ella, con una voz dulce como la miel y ligeramente emocionada-. No sé; pero yo soy la reina; sí, reina es una Khania de Kaloon. -Entonces, dime, reina: ¿te acuerdas de mí? -Te he visto en sueños -contestó-, y creo que nos hemos encontrado en un pasado que está muy lejos. Sí, lo presentí desde el primer momento que te vi en el río. Extranjero, dime, te lo ruego: ¿cuál es tu nombre? -Leo Vincey.. Ella movió su cabeza, con desaliento. -¡No os conozco!, pero, sin embargo, yo os he visto antes de ahora. -¿Que me conocéis? ¿Cómo podéis conocerme? -dijo Leo, agotando las últimas fuerzas que momentáneamente le reanimaban. Después, no pudiendo resistir más, su cabeza volvió a caer pesadamente. Ella lo miraba sin perder detalle. Sus ojos parecían como fascinados. La vi inclinarse sobre la cabeza de Leo, y dulcemente depositó un beso sobre sus labios. Entonces me descubrió. Atónito, mudo y electrizado por la singular escena que acababa de ver, sin saber lo que hacía, me había incorporado en el lecho. Sí, me vio espiando su acción y tal furia se apoderó de ella, que creí llegada mi última hora. -¡Maldito! ¡Me has espiado! --dijo, entre dientes. En su mano brillaba un cuchillo, que destinaba, sin duda, para mi corazón. En ese momento de peligro, mi sangre fría volvió hacia mí, y conforme avanzó, alargué mi mano implorando. -¡Oh!, por compasión, por piedad, dadme de beber; la fiebre me quema; me abraso -moví los ojos, como aquel que busca algo que no ve y volví a repetir-: Por piedad, dadme algo de beber. ¡Oh, amigo mío! Vos a quien llaman el guardián de la Gran Puerta, ¡dadme de beber! Reuniendo mis pocas dotes de actor, trágicamente me arrojé como extenuado sobre mi lecho. Ella quedó desarmada, por cuanto, tomando un jarro de leche que había sobre una mesa próxima, llevólo a mis labios, mientras sus llameantes ojos, en los que reflejaba la rabia y la pasión, escrutaban mi cara, tratando de encontrar algún signo delator. -¿Tembláis? -me dijo-. ¿Los sueños no os dejan reposar? -Sí, hermana -contesté-. Así es. Los sueños del maldito precipicio no me dejan dormir. -¿Queréis algo más? -preguntó. -No, nada más. ¡Oh, qué jornada más dura para encontrar una reina! -¿Para encontrar una reina? -replicó, intrigada-. ¿Qué queréis decir? ¿Estáis seguro? ¡Juradme que no soñáis! -¡Os lo juro! -dije-. Os lo juro por el símbolo de la Vida y la Montaña Sagrada, y hasta por vos misma, ¡oh reina de los tiempos remotos! Simulé entonces un desmayo, pues no me convenía decir ni hacer nada más. Cerré los ojos, y, entreabriéndolos un poco, pude ver que su cara, antes rosada; se volvía pálida como la cera. Parecía que mis palabras la habían afectado profundamente. No sé qué clase de pensamientos agitaban a aquella mujer pues, a pesar de esto, su mano empuñaba todavía la daga. Tras una pausa, hablando consigo misma, dijo: -Me alegro que sueñe, pues si algo hubiera oído, seria lo bastante para dictar su sentencia de muerte, y no quiero que un viajero que tanto ha pasado, que tanto ha luchado por llegar hasta aquí, tenga como todo funeral que servir de carnaza a los Mastines de la Muerte. Además, aunque parece viejo y repugnante, tiene el aire de hombre prudente y discreto. Aunque mucha satisfacción me produjo su concepto, no dejé de pensar en los Mastines de la Muerte. Oí los pasos del guardián en la escalera, y a los pocos momentos entró éste en la habitación. -¿Cómo van esos enfermos, sobrina? -preguntó. -Están desmayados los dos. -¿Es verdad? Yo creía que iban mejorando, me pareció haberlos oído hablar. -¿Qué es lo que has oído, Mago? -preguntó como picada por una víbora. -¿Yo? ¡Nada! He oído solamente el ruido de una daga al salir de su funda y los lejanos aullidos de los Mastines de la Muerte. -¿Y qué es lo que has visto? -preguntó de nuevo. -Extrañas cosas, Khania, sobrina mía; pero cuidado; estos hombres vuelven en sí de su letargo. -Escucha -dijo ella-. Mientras éste duerme, lleva al viejo a otra habitación, pues es conveniente este cambio. Además, el más joven necesita más espacio y más aire. El guardián, a quien ella llamó Mago, sostenía una lámpara en su mano. La luz daba de lleno en su cara, y pude observarla con el rabillo del ojo. Puso una expresión tan extraña, que no dejó de alarmarme. Desde el principio desconfié de este hombre, que me pareció vengativo y rastrero. Ahora le tenía miedo. -¿A qué aposento, Khania? -preguntó con cierto retintín. -Llévale -dijo ella, lentamente- a uno donde pronto recobre la salud. Este hombre debe ser prudente. Además, conoce la existencia de la Montaña, y causarle algún daño podría ser peligroso. Pero ¿por qué preguntáis eso? -Te dije antes que oí aullar a los Mastines de la Muerte. Haces bien: la abeja que busca el polen, debe libarlo antes de que las flores se marchiten; pero no olvides que hay mandatos contra los que es necio rebelarse, máxime si no podemos comprender nada de su significado. Yendo hacia la puerta, sopló un silbato, e instantáneamente se oyeron los pasos de los servidores. Les dio una orden, y tomándome entre los dos me llevaron a través de sombríos corredores, y, subiendo por unas escaleras, llegamos a una habitación de la misma forma casi que la anterior, aunque no tan grande, donde me dejaron sobre un lecho. El viejo me escrutaba para ver si volvía de mi desmayo. Me agarró una mano y me tomó el pulso. El resultado del examen pareció extrañarle, por cuanto no pudo evitar una exclamación. Después me dejó. Cuando aún oía sus pasos, me quedé completamente dormido, debilitado por las emociones del día. Cuando desperté, era un hermoso día. Mi imaginación estaba despejada. Estaba contento como nunca. Ahora recuerdo que todo lo que soñé no era sino la influencia de las emociones anteriores. Yo había visto y había oído demasiado. Estaba en peligro; lo sabía. Esta mujer llamada Khania sospechaba que yo la había visto y oído. Aunque le había hablado del Símbolo de la Vida y de la Montaña del Fuego, y desarmado con mi comedia, estoy seguro que me profesaba un odio tal que no dudaba que había ordenado al viejo guardián darme muerte de una forma o de otra. Pero no sé por qué me parecía que él no se mostraba muy propicio a obedecer la orden. Tengo la seguridad de que no me mató en aquellos instantes porque tenía miedo de hacerlo. Creo que también en algo influyó la curiosidad de saber qué era lo que yo sabía. Lo principal era que todavía vivía; luego, los acontecimientos se encargarían de hablar. Era necesario obrar con prudencia, y, si era preciso, fingir una ignorancia completa. Siguiendo todas estas consideraciones, llegué en ellas hasta la escena que había visto, y que tan a punto estuvo de ser la causa de mi muerte. ¿Era esta mujer verdaderamente Ayesha? ¿Quién, excepto Ayesha, podía conocer algo sobre la vida anterior de Leo? ¡Nadie! ¿Pero, por qué no? ¿Y si lo que Kou-en y sus monjes creían era verdad? Si las almas de los seres humanos son inmortales, y su paso sobre la tierra no es sino una sucesión de cuerpos físicos que cambian de forma, se reproducen y mueren, mientras el alma no muere, sino que reencarna nuevamente, y así, por millones y millones de años. ¿Por qué entonces no habría de conocer su existencia anterior más que Ayesha? Por ejemplo, aquella hija del Faraón, llamada Amenartas, que hizo presa en el corazón de cierto Kalikrates, sacerdote de la diosa Isis, a quien los dioses protegían y los demonios prestaban obediencia. ¡Oh! Ahora la luz parecía hacerse en mi cerebro. Amenartas y la Khania, esta mujer majestuosa, en la que la soberbia y el orgullo de estirpe parecía reflejarse en cada movimiento, ¿no serían una misma mujer? Aquella que fue maga, y que con sus artes consiguió hechizar al sacerdote hasta el punto de arrebatarlo del culto de la diosa, ¿no sería la reina de este país desconocido? Si esto era así, si ella era Amenartas reencarnada, ¿no intentaría otra vez hacerle renunciar a su extraño ideal? Solamente el pensar en el futuro me hizo estremecer de inquietud. La verdad la conoceríamos; pero, ¿cómo?... Sumido en estas reflexiones estaba, cuando la puerta se abrió. En el marco apareció la amarillenta cara del viejo, a quien la Khania había llamado mago. Avanzó unos pasos, y se paró ante mí. CAPÍTULO 7 LA PRIMERA PRUEBA CORTÉSMENTE, me preguntó cómo me encontraba. -Mejor -contesté-; bastante mejor. Pero decidme: ¿cual es vuestro nombre? -Simbrí -respondió-; y como os dije anteriormente, por herencia, soy el guardián de la Gran Puerta. Por profesión, soy el médico real. -¿Queréis decir médico, o mago? -pregunté, imprudentemente. -He dicho médico; y, gracias a mi arte, vos y vuestro compañero todavía vivís. De no ser así, no hubiérais resistido un solo día, dado el lastimoso estado en que os encontrábais. Pero decidme también: ¿cómo os llamáis? -Holly -dije, simplemente. -¡Oh; huésped Holly! Sois mi amigo, pues estáis en mi casa. -Perdonad mis anteriores palabras al tomaros por mago. Mas si la memoria no me es infiel, recuerdo varias palabras que me hacen creer que vos y la bella Khania no os encontrábais en aquellos lugares ciertamente por el placer de pescar. -Eso es, extranjero. Estábamos a la pesca de hombres, y pescamos dos -respondió, riendo. -¿Por capricho? -pregunté. -No, por designio. Mis estudios de medicina incluyen también el estudio de los hechos futuros, pues he leído vuestra llegada recientemente, os esperábamos con impaciencia. -Verdaderamente es extraño y curioso; ¿así que aquí el médico y el mago son una misma cosa? -Si así lo creéis... Pero decidme: ¿existe algún país en que los extranjeros no tengan que admirarse de algo? -¡Oh! -contesté-; quizá no sepáis que nosotros somos infatigables viajeros, y que también hemos estudiado medicina ... -Cierto es; así lo creo; de otra forma, no hubiera sido posible cruzar las montañas en busca de. .. Decidme, ¿qué es lo que buscáis? Vuestro compañero habló de una reina, allá en el torrente. -¿Qué habló? ¿Qué . es lo que habló? No. Seguramente, al ver una mujer bellísima que nos salvó de la muerte y a quien llamaban Khania, pensó que debía ser una reina. -En efecto: una reina es. En nuestro país, Khania quiere decir reina; aunque, amigo Holly, creo que un hombre de estudios como vos no podía ignorar estas cosas. Mas decidme, ¿cómo habéis llegado a aprender nuestra lengua? -Fácilmente. La lengua que habláis es antiquísima. En mi país he pasado muchos años aprendiéndola y enseñándola. Es el griego. Pero aunque todavía se habla en el mundo, no comprendo cómo ha podido llegar hasta estas apartadas regiones. -Yo os lo diré: hace muchos años, un gran conquistador, nacido en el país donde se habla esta lengua, llegó hasta las tierras que se extienden al sur, tras esas montañas. Cuando ya se retiraba, uno de sus generales, que pertenecía a otra raza, cruzó las montañas, y triunfando sobre los naturales del país, obligó a los habitantes a aceptar su lengua y su religión, sus costumbres y sus ciencias. Aquí estableció su dinastía, que todavía rige; pero nuestra situación geográfica en medio del desierto, y encerrados entre las montañas, nos impide comunicarnos con el resto del mundo... -Sí, conozco algo sobre esta historia. El conquistador se llamaba Alejandro, ¿no es eso? -¡Eso es! Y el general que llegó hasta aquí se llamaba Rassen, y era natural de Egipto, o, por lo menos, así lo dicen nuestros anales. Sus descendientes son los que siempre reinan, y la Khania lleva su sangre en las venas. -Así, pues, ¿la diosa a quien ellos adoraban se llamaba Isis? -dije, pasándome de listo. -No -contestó-. ¡Sé llamaba Hes! -¡Lo que es igual! -interrumpí-. Hes es uno de los nombres de Isis. Pero, decidme, ¿su culto se profesa todavía? Lo pregunto, porque en Egipto, que fue su cuna, se ha extinguido hace muchísimos años. -Existe un templo en la montaña -contestó, indiferentemente-. En él hay sacerdotes y sacerdotisas que practican el antiguo culto. Pero el verdadero dios de este pueblo, desde los días de Rassen, es el Fuego que arde en la misma montaña, que, de tiempo en tiempo, se enfurece y estalla, matando a muchos de sus adoradores. -¿Y es verdad que vive una diosa entre el Fuego? -pregunté, siempre imprudente. Me miró con sus ojillos, como queriendo sondear mi pensamiento, y me dijo: -Extranjero, no conozco nada acerca de esta diosa. La Montaña es sagrada. Pretender conocer sus secretos, es morir. ¿Por qué me lo preguntáis? -¡Por nada! Únicamente porque estudio las antiguas religiones. Viendo el Símbolo de la Vida sobre aquella cumbre, me intrigué. Llegué hasta aquí para, entre vosotros, estudiar vuestras tradiciones junto a los sabios del país. -Entonces, abandonad este estudio, amigo Holly: vuestro camino se extiende entre los colmillos de los Mastines de la Muerte y las flechas de los salvajes. Además, yo creo que realmente no haya nada que estudiar. -Mas decidme, amigo, ¿qué son los Mastines de la Muerte? -Cierta raza de perros monstruosos. De acuerdo con nuestras costumbres, todos los que faltan a la ley o a la voluntad del Khan, son condenados a ser despedazados por ellos. -¿La voluntad del Khan? ¿Vuestra Khania, entonces, es casada? -Efectivamente, con su primo, que reinaba en la mitad del país. Ahora los dos, unidos, han constituido uno solo, mayor y más poderoso. Pero habéis hablado demasiado. Vine solamente a deciros que vuestra comida estaba lista. Me voy. Volviéndome la espalda, marchó hacia la puerta. -Una pregunta solamente, amigo Simbrí. ¿Cómo vine a esta habitación? ¿Dónde está mi compañero? -Dormíais cuando os trasladaron; así convenía a vuestra salud, y veo que el cambio os ha mejorado. ¿No recordáis de nada? ... -De nada absolutamente -respondí, presto-. Pero, ¿y mi compañero? Decidme dónde está. -Va mejorando rápidamente; la Khania Atene cuida de él. -¿Atene? -dije-. Este es un antiguo nombre egipcio. Quiere decir Disco de Sol, una mujer que vivió hace muchos miles de años y fue famosa por su belleza, se llamó así. -Y bien; ¿es que mi sobrina Atene no es un dechado de belleza? -¿Cómo puedo yo decíroslo, amigo Simbrí, si apenas conozco a vuestra sobrina? Salió de la habitación, y los servidores, siempre silenciosos, me trajeron la comida. Más tarde la puerta se volvió a abrir, y ¡oh sorpresa!, dejó paso a la Khania Atene, que cerró y corrió el cerrojo tras de sí. Esta medida no me tranquilizó; pero, sin embargo, incorporándome, la saludé tan cortésmente como pude, aunque, a decir verdad, aquella mujer me daba miedo. Pareció leer mis pensamientos, por cuanto me dijo: -Tranquilizaos; no os mováis. No temáis. Decidme: ¿qué es de vos ese hombre a quien llamáis Leo? ¿Es vuestro hijo? No. No puede ser. Perdonadme: ¡la luz no nace de las tinieblas! -No es ésa mi opinión, Khania, pues siempre he pensado lo contrario; pero tenéis razón: no es sino mi hijo adoptivo, el hombre a quien más quiero en el mundo. -Decidme, ¿qué buscáis en mi país? -El camino que nos lleve hasta la montaña cuya cumbre está coronada por un nimbo de fuego. Su cara palideció al oír estas palabras; pero, reponiéndose, añadió con voz segura: -Allí no hallaréis sino la muerte. Es imposible llegar hasta la cumbre. Sus laderas están llenas de salvajes que la guardan, y no caminaréis largo 'trecho sin caer bajo sus mortíferas flechas. Allí se encuentra el templo de Hesea. Violar este santuario representa la muerte para cualquier persona, y la muerte más terrible que imaginarse puede: arrojados a las llamas del fuego que nunca se extingue en la cúspide de la Montaña Sagrada. -Y ¿quién es el sumo sacerdote de ese templo? -pregunté. -Una sacerdotisa a quien nunca he visto; es tan vieja que para evitar las miradas curiosas va siempre cubierta de espesos velos. La sangre circuló por mis venas con intensidad, y una extraña emoción se apoderó de mí. Recordé de otra sacerdotisa que era milenaria, y que se ocultaba con espesos velos de las miradas curiosas de los demás. -¿Sabéis lo que os digo, Khania? Que velada o descubierta, queremos visitarla; tengo -la seguridad de que seremos bien recibidos. -No. No lo haréis. Hacer eso, representa la muerte, y no quiero que vuestra sangre caiga sobre mi cabeza. -¿Quién es la más fuerte, Khania? ¿Vos o la sacerdotisa de la Montaña del Fuego? -Yo soy la más fuerte, Holly. Mirad; si yo quisiera, a una señal mía sesenta mil hombres se lanzarían como uno solo, en feroz guerra, mientras que la sacerdotisa no tiene más feudos que sus sacerdotes y unas cuantas tribus de salvajes que la rodean. -La fuerza no lo es todo en el mundo -contesté-; mas decidme, Khania, ¿visita frecuentemente la sacerdotisa el país de Kaloon? -¡Nunca! ¡Nunca! Existe un antiguo pacto, que se hizo después de una terrible guerra entre las tribus de la montaña y los moradores del llano, y se convino en que el solo lecho de que ella cruzara el río, significaría el fin de la paz y el principio de la guerra. De la misma manera, a excepción de los funerales de algún magnate o alguna ceremonia de alto relieve, ningún Khan o Khania de Kaloon subiría a la montaña. -Pero, decidme de una vez: ¿quién es el verdadero señor de este país? ¿El Khan de Kaloon, o la sacerdotisa del templo de Hesea? -En lo religioso, la sacerdotisa de Hesea, que es nuestro oráculo y la voz del cielo. En los asuntos materiales y políticos, el Khan de Kaloon. -¿El Khan? Vos estáis casada: ¿no es así? -Así es -contestó-, y yo os diré lo que pronto sabréis, si es que no lo sabéis ya. Soy la mujer de un loco, que al mismo tiempo es el hombre a quien más odio. -Lo último ya lo sabía yo, Khania. Me miró con los ojos relampagueando. -¿Qué? ¿Qué es lo que sabíais? ¿Os dijo algo mi tío, el Gran Mago de la Corte? No. Vos visteis. Como me figuré, me visteis. Hubiera sido mejor haberos dado muerte en el acto. ¡Oh! ¡Qué pensaréis de mí! No contesté, pues, en realidad, no había pensado sobre ella en este respecto. Ahora tenía miedo de que estallara su cólera y su venganza. -¡Yo! La que siempre odió a los hombres, la que, os juro, sus labios son tan puros como las nieves de la montaña; yo, la Khania de Kaloon, a quien llaman la del corazón de hielo, no soy sino una pobre mujer. Diciéndome esto, se echó a llorar amargamente cubriéndose la cara con las manos. -¡No! ¿Por qué? Habrá algunas razones. Explicadme. Quizá pueda seros útil -le dije, procurando consolarla. -Sí; existen motivos que me impulsan a obrar como obré. Ya que tanto sabéis, podéis ya también saberlo todo. Yo, como mi marido, debo haber perdido la razón. Desde el primer momento que vi la cara de vuestro compañero, la locura se apoderó de mí. Yo, yo... -Vos... lo amáis -le dije, tratando de acabar la frase-. Eso no tiene importancia; eso ha pasado también a otras personas, sin que hayan estado locas. -;Oh! Es algo más que amor. ¡Es pasión! Aquella noche no sé lo que hice. Una fuerza oculta me empujó, me obligó a ello. Sí; no puedo negarlo. Soy suya, toda_ suya. Y él será mío porque lo adoro, y de nadie más. Con esta brutal declaración, muy peligrosa en las circunstancias en que nos encontrábamos, salió de la habitación, sin decirme ni adiós. Tres días pasaron sin que volviera a ver a Khania. Simbrí, que me visitaba todos los días, me informó que Atene había regresado a la ciudad a preparar nuestro alojamiento. Traté de que me indicara la forma de poder ver a Leo, pero muy finamente me contestó que mi amigo mejoraba, y que no necesitaba mis cuidados. Sospeché que algo anormal pasaba, aunque no suponía lo que pudiera ser. En mi impaciencia de saber noticias suyas, traté de enviarle una carta escrita en una hoja de mi diario; pero el esclavo amarillo, hermético como siempre, no quiso ni tocarlo. Simbrí me preguntó luego qué quería yo que hiciera el pobre diablo con escritos que no podía leer. Por fin, la tercera noche, decidí arriesgarme y jugar el todo por el todo para encontrar a Leo. Estaba fuerte, y podía andar con soltura, sin necesidad de apoyo. A medianoche, alumbrándome con la luz de la luna, salté de mi lecho, me vestí, y, tomando un cuchillo, la única arma que poseía, salí de la habitación. Cuando me sacaron de la cámara donde me encontraba con Leo, procuré en lo que pude tomar nota del camino que hacíamos. Recordaba exactamente los detalles, y pronto me hallé frente a la habitación de Leo. Por la puerta entreabierta vi que había alguien allí. ¡Era Khania Atene! Mi primer pensamiento fue huir hacia mi cuarto, pero no lo hice; a pesar de que daba por seguro que sería descubierto. Determiné afrontarlo todo, y si ella me veía, le hablaría claramente y le diría que no podía estar más tiempo sin saber cómo se encontraba Leo. Me pegué a la pared, y esperé los acontecimientos, un tanto emocionado. La vi salir, cruzar el corredor, y comenzar a subir las escaleras. ¡Dios mío! ¿Qué hacer? Llegar hasta Leo era imposible; había cerrado la puerta con la llave que llevaba con ella. ¿Volver hacia atrás? No; ¡la seguiría hasta ver dónde iba, y si me descubría, le presentaría la misma excusa! Sabía que jugaba la vida; pero, ¿qué importa? ¡Adelante! Siguiéndola, me metí en un laberinto de corredores y de escaleras de caracol que daban vueltas y vueltas. Por fin llegó a un descansillo en el que había una puerta entreabierta. Era antiquísima; la luz se filtraba a través de sus agrietadas roturas. En la habitación se oía hablar a dos personas: a Simbrí y a la Khania. -¿Has sabido algo, sobrina mía? -le oí preguntar. -Poco, muy poco -contestó ella. Impulsado por la sed de conocer todo aquel misterio, y llevado por la osadía, me aventuré a mirar a través de una de las grietas de la puerta. Frente a mí, recibiendo de lleno la luz de la lámpara, ante la que Simbrí se encontraba sentado, estaba Atene, de pie. Estaba verdaderamente bella. Sus ropas eran riquísimas, y en la cabeza lucía una pequeña corona de oro, bajo la cual sus cabellos se deslizaban hasta las caderas. Viéndola, comprendí en seguida que aquello obedecía a algún fin secreto, pues se había arreglado con ese arte y gracia exquisita que sabe tener la mujer cuando trata de gustar a un hombre. Simbrí la contemplaba con curiosidad retratada en sus pequeños ojillos. -¿Qué pasó entre vosotros? -inquirió. -Le pedí que me dijera claramente cuáles eran las razones que le impulsaron a venir hasta aquí. Según pude deducir de sus vagas respuestas, vino en busca de cierta mujer de rara belleza... No me quiso decir nada más. Le pregunté si era más bella que yo. Muy cortésmente me respondió que sería difícil aventurar cuál de las dos era la más bella ... Entonces fue cuando le dije que, aunque no me gustaba hablar de estas cosas, no había en todo el país mujer que causara más admiración que yo. Además, que era la reina, y que yo y no otra había sido quien le había salvado la vida. Le dije también que mi corazón me decía que yo era la mujer a quien él buscaba... -¿Qué más? -preguntó Simbrí, impacientemente. -Me dijo que quizá fuera así; ya que esta mujer había reencarnado de nuevo; que me estudiaría. Me preguntó también si había pasado alguna vez a través del fuego. Le contesté que el único fuego en el que mi alma se había abrasado era en el que ardía mi pecho ahora. Me dijo: "Enseñadme vuestros cabellos"; puse en sus manos mis bucles. Él desató los suyos, que cayeron hasta sus hombros, como una cascada de oro. ¡Oh, Simbrí!; ¡eran los cabellos más hermosos que en mi vida he visto: suaves como la seda, y brillaban con reflejos metálicos! En mi vida vi unos cabellos tan hermosos y tan fragantes como aquéllos. "-Vuestros cabellos son hermosos -dijo-; pero ved, no son lo mismo que los míos. "-Sin embargo, no encontraréis una mujer con una cabellera comparable a la vuestra. "-Quizá tengáis razón; pero lo que yo busco es algo más que a una mujer. "Traté de sonsacarle algo más, pero no pude: sentía que un odio loco se apoderaba de mi corazón contra esta desconocida, y entonces, sin poder contenerme, me deshice en improperios que nunca debiera haber dicho. Ahora me arrepiento. Yo te ruego, Simbrí que busques entre los libros que sólo tu sabiduría puede descifrar, y me digas quién es esa mujer a quien busca, y dónde está. ¡Busca; busca pronto, que quiero encontrarla, y matarla si puedo! -Bien; ahora lo has dicho: ¡si puedes! -dijo Simbrí-, y si vive. Pero comencemos por el principio de esta extraña aventura: primero recibimos una carta del Templo de la Montaña, que el Sumo Pontífice, el sacerdote Oros, te envió hace algún tiempo; ¿no es eso? Veamos esta carta. Uniendo la acción a la palabra, tomó un legajo de entre un montón de pergaminos que había sobre una mesa y se lo mostró a la Khania. -Lee; prefiero oírlo de nuevo. Simbrí leyó: "-De Hesea, del Templo del Fuego, a Atene, Khania de Kaloon. "Hermana: He sido informada de que dos extranjeros de una raza occidental llegarán en breve a tu país, en busca de mi oráculo. El primer día de la próxima luna, te ordeno que tú y tu tío, el sabio Simbrí, guardián de la Gran Puerta, vigiléis el río, en el glaciar formado al pie del antiguo eamino, pues por el él vienen los dos extranjeros. Ayúdalos en todo, y tráelos sanos y salvos hasta la Montaña. De todo lo que les suceda, te exigiré estrecha cuenta. Yo no voy a su encuentro, porque si tal hiciéramos romperíamos el pacto acordado, el cual dice que Hesea, la del Santuario de Fuego, no debe pisar el país de Kaloon sin que se provoque la guerra." -Parece que no se trata de simples vagabundos -dijo Simbrí-. Hesea conoce su llegada, y los espera. -No serán vagabundos o aventureros, pero mi corazón esperaba a uno de ellos.. No creo que Hesea es la mujer que buscan... -Es que hay muchas mujeres en el santuario -dijo Simbrí, fríamente-. Si es que, en realidad, interviene alguna mujer. -No me importa quién les espere. El hombre que amo no irá a la Montaña. -Sobrina mía, no olvides que Hesea es poderosa; que bajo las suaves palabras de su escrito se esconde una amenaza. Tiene servidores en la tierra y en el aire que le dan cuenta de todo lo que sucede. A estas horas ya sabrá la llegada de estos hombres, y estará informada de que los retenemos en nuestro poder. Sabes que te odia a ti y a tu casta, los Rassen, desde hace muchas generaciones. Por eso no te aconsejo que te pongas frente a ella y desates su cólera, pues es un espíritu feroz y terrible. Si ella dice que estos hombres deben ir, déjalos marchar en buena hora... -¡No irá! ¡Él no irá! Dejaré marchar al otro, si quiere, ¡pero a él no! -Atene, reflexiona. ¿Qué vas a hacer con ese hombre a quien llamas Leo, si se enamorara de ti? -preguntó el mago. Mirándole duramente, le contestó con frialdad: -¡Lo haré mi marido! -Primero debe quererlo él, y segundo, ¿cómo una mujer de nuestra raza puede tener dos maridos? -¡No tengo marido! ¡Tú lo sabes tan bien como yo! Además, por los lazos de familia que nos unen, no puedes abandonarme en el momento que más necesito de ti para recobrar la libertad. -Así, pues, ¿pretendes estrechar estos lazos por medio de un asesinato? ¡No! ¡Atene, desecha esa idea! Ya tus culpas pesan demasiado sobre mi cabeza. Estás al borde del abismo. Consigue el amor de ese hombre por tus propios medios, o déjale marchar, que creo es lo mejor. -¡No! ¡No le dejaré marchar, o poco he de poder! Lo amo, y odio a la mujer a quien el ama, que endurece. su corazón ante la ventura de mi amor eterno. ¡Oh, Gran Mago! Tú que puedes leer el futuro y el pasado, dime por piedad, ¿qué has leído en las estrellas? -He sabido, Atene, que tienes razón. Que un estrecho lazo os unió en otra existencia a este hombre y a ti. Que hoy entre vosotros se alza un poderoso obstáculo, que mi ciencia no puede definir. .., y he sabido también que el fin de este hombre, de ti y de mí, está muy próximo. -¿Mi fin está próximo? -exclamó con soberbia-. ¡Entonces llevaré hasta el fin mis deseos! -¡Cálmate! Medita que el poder de quien te he hablado antes puede seguirnos hasta más allá de la muerte. -Mejor -contestó ella-. Los cegaremos con el polvo de la ilusión. Mañana, al amanecer, enviarás un mensajero, que llegará hasta el templo de la Montaña, y dirá a Hesea que dos ancianos extranjeros han llegado. Fíjate bien: he dicho ancianos. Le dirás que están muy enfermos, que sus miembros se rompieron al caer al río, y que cuando se repongan y estén fuertes se los enviaré para que consulten su oráculo. Esto será dentro de unas tres lunas. Ella lo creerá, y contenta, esperará su llegada. No hablemos más; voy a acostarme, pues mi cabeza arde de fiebre. Yo me deslicé escaleras abajo en la oscuridad, mientras sentía que otra puerta se abría y cerraba tras de mí. La Khania había entrado en su aposento. CAPÍTULO 8 LOS MASTINES DE LA MUERTE DEBÍAN ser como las once de la mañana del día siguiente, cuando Simbrí entró en mi habitación, preguntándome cómo había pasado la noche. -He dormido como un tronco -contesté. -Sin embargo, parecéis fatigado, amigo Holly. -¡Oh! Mis sueños me hacen pasar noches horribles; pero, amigo Simbrí, parece que vos no habéis dormido tampoco muy a gusto. Jamás os vi con un aire tan fatigado. -Estoy fatigado. Es verdad; he pasado la noche estudiando sobre la Puerta. -¿Sobre qué puerta? ¿Sobre la que pasamos cuando entramos en este país? ¿Esperáis algún viajero? -No os chancéis. He estudiado sobre la Puerta que abre paso al futuro y al pasado. Por un acaso, ¿no marcháis vos por un camino que es un pasado hacia un futuro que ignoráis? -¿Pero los dos interesan? ¿El pasado y el futuro? -inquirí. -¡Quién sabe! Pero he venido solamente a deciros que dentro de una hora nos pondremos en marcha hacia la ciudad. Justamente la Khania acaba de partir a preparar vuestro alojamiento. -Está bien. Salvo que eso mismo me dijisteis hace varios días; lo que me interesa es saber cómo se encuentra mi hijo adoptivo. -Mejora, mejora. Pronto lo veréis. Ésa es la voluntad de Khanía. Aquí vienen los esclavos con vuestra ropa. Yo os dejo. Hasta luego. Cuando estuve listo, los servidores me llevaron a través de aquel laberinto hasta la puerta que daba al camino. Con gran alegría encontré a Leo, que, aunque pálido y desmejorado, se encontraba bastante repuesto de su enfermedad. Sus vestiduras eran de mejor calidad que las mías y le sentaban muy bien; ya que no le daban el aspecto grotesco que me daban a mí. Me abrazó y me hizo mil preguntas sobre lo que pudiera haberme sucedido desde nuestra separación. Lo informé superficialmente, y le dije que más tarde hablaríamos. Ahora estábamos juntos, que era lo principal. Los criados llegaron trayendo palanquines, cada uno de los cuales era transportado por dos caballitos de raza pequeña, tan comunes en el Asia. Uno de los palanquines estaba suspendido entre dos largos palos y fue en él donde nos acomodamos Leo y yo. A una señal de Simbrí, los esclavos pusieron en marcha a los caballos, llevándolos de la brida. Tras de nosotros quedaba la vieja Gran Puerta, por la cual habíamos sido los primeros extranjeros, desde cientos de años ha, que habían pasado bajo su arco milenario. El camino se deslizaba a lo largo de una estrecha garganta que daba vueltas y revueltas. En una de éstas, la vista quedó libre, y ante nosotros se extendió el país de Kaloon en toda su belleza. A nuestros pies se extendía la fértil llanura de Kaloon, cubierta de esplendorosa verdura. Hacia el norte, y emergiendo del llano, con suaves declives a sus pies, se alzaba la montaña que nos había servido de guía durante nuestra peregrinación, y donde se hallaba el Templo del Fuego. Al ver nuevamente la cumbre donde había brillado la luz de nuestras esperanzas, nuestro corazón palpitó con fuerza, máxime cuando sabíamos que la solución y el fin de nuestra peregrinación se encontraba a unas cuantas millas de nosotros. A su vista, todos los servidores reverenciaron su presencia inclinando la cerviz, postrándose de hinojos o cruzando el primer dedo de la mano derecha con el primero de la izquierda. Según supe después, para conjurar los malos espíritus. Hasta Simbrí, tan indiferente a todo lo que se refería a la Montaña, inclinaba su cabeza con una superstición que no hubiera sospechado en él. ¿Habéis estado alguna vez en el santuario? -preguntó Leo. El viejo levantó la cabeza, contestando evasivamente: -La gente del llano no sube nunca a la Montaña. Entre sus laderas y tras el río que baña sus pies, se esconden hordas salvajes con las cuales sostenemos frecuentes guerras, pues viven hambrientas y se dedican al pillaje, roban nuestro ganado y devastan nuestros sembrados. Además, a menudo se deslizan por las laderas rojas masas de lava ardiente, que deshacen al que se aventura a escalar su cumbre. -Y cuando tal acontece -preguntó Leo-, ¿la ardiente lava cae sobre vuestro país? -Así es. ¡Cuando el espíritu de la Montaña está ofendido! . -¿Quién es el espíritu de la Montaña? -inquirió Leo, interrumpiéndole. -No lo sé, señor. ¿Puede acaso un hombre ver un espíritu? -No sería extraño; vos veis más de lo que realmente de biérais -le contestó Leo, con una mirada muy significativa. La cara del viejo perdió la fría calma que hasta entonces había aparentado. Comprendí que las palabras de Leo traían a su memoria alguna acción de la que tuviera que arrepentirse. -Me hacéis un gran honor, señor mío; pero mi ciencia en la visión de los hechos futuros no llega a tal perfección. Pero ved; las barcazas llegan al embarcadero. El resto del viaje debemos hacerlo a lo largo del río. Las barcazas eran grandes y cómodas. Sus quillas eran planas, y sus proas chatas. así como sus popas. Aunque no tenía gran experiencia en materia náutica, comprendí que estas barcazas estaban hechas para ser remolcadas y no para ser impulsadas a fuerza de remo. Leo y yo embarcamos en la más grande de todas, dejándonos solos. Tras de nosotros se deslizaban por el río otras barcazas, conduciendo los esclavos, servidores y algunos hombres que por su apariencia parecían soldados. Los palanquines fueron desmontados y los caballos embarcados y prestos para volver a transportarnos a nuestra llegada. Unos caballejos enganchados a los extremos de unos cabos, a un lado y a otro del río, remolcaban nuestra caravana, cruzando puentes de madera, cuando canales o ríos tributarios cortaban la uniformidad de la ribera. -¡Gracias a Dios que podemos estar juntos y solos! ¿Te acuerdas, Horacio, cuando llegamos al país de Kor? Fue también en barco. Ya ves: los hechos parece que se vuelven a repetir idénticos. -Lo que tú quieras, puedo creer lo que gustes; pero la realidad es que somos dos mosquitos cazados en una tela de araña. Khania es la araña y el viejo Simbrí guarda el nido. Pero no hablemos de cosas tristes. Cuéntame qué ha sido de tu vida. Date prisa, porque no sabemos cuánto tiempo estaremos juntos. -Te acordarás de nuestra llegada a la Gran Puerta después de ser salvados por Khania y el viejo, de las aguas del glaciar. Pero, ¿dónde estabas cuando me dejaste caer? Te llamé y no me respondiste. Creí que, colgado de aquella correa, iba a volverme loco, y antes que eso prefería morir estrellado; por eso la corté. ¿Dónde estabas tú? -Tan pronto como caíste, salté tras de ti. Si acabábamos juntos, quizá juntos podríamos comenzar de nuevo. -Gracias, Holly, gracias -dijo, emocionado. -Bueno; no importa; lo pasado, pasado; tenías razón al decir que llegaríamos hasta aquí. Cuéntame lo que te haya sucedido. -Pues verás. Al despertarme, después de uno de mis sueños febriles, vi a una bellísima mujer que me miraba, y que, inclinándose sobre mí, me besó. ¿Sabes de quién se trata? No sé; quizá todo fuera un sueño. -No, no era sueño -contesté yo-. Yo lo vi. -Siento mucho lo sucedido, lo siento. La Khania, pues era ella, vino varias veces después a mi habitación, hablándome en griego. Pero, oye, ¿no es curioso que Ayesha hablase también el griego? -No sólo hablaba el griego, sino que conocía varias lenguas orientales; pero lo mismo que ella pueden conocerlas otras personas. Sigue. -Me cuidó cariñosamente durante mi enfermedad; pero hasta la última noche no ocurrió nada que me hiciera sentir desconfianza o prevención contra ella: siempre tenía el buen cuidado de no hablarle de nuestro pasado, que tanto la intrigaba. Siempre le contesté que éramos exploradores, no sin dejar de preguntarle dónde te encontrabas, pues me había olvidado de decirte que me di perfecta cuenta de nuestra separación. Todo marchó bien hasta el otro día, en que la volví a ver de nuevo. Después que el viejo Simbrí me trajo la comida, la Khania entró sola en mi habitación. Venía hermosísima, y vestida como una reina. Parecía sacada de un cuento de hadas, con su corona de oro y con sus negros cabellos sueltos sobre la espalda. Comenzó de manera refinada y discreta, empezando por decir que desde que me vio comprendió que nuestras vidas se habían conocido en un pasado lejano, y suplicándome que no la abandonara y que no le negara su amistad. Traté de convencerla como pude de que sus temores eran infundados. Pero un hombre que como tal se tenga, ¿puede permitir que una mujer bella le esté halagando y haciéndole toda clase de cumplimientos? "Así, pues, puse fin. a esta escena, diciéndole claramente que venía en busca de mi esposa, a quien había perdido hacía años, pues después de todo Ayesha es mi esposa. Contra lo que me suponía, sonrió, contestándome que no era necesario buscar muy lejos para encontrarla de nuevo, pues era ella, que había venido a salvarme de la muerte, sacándome del río. "Verdaderamente hablaba con tal convencimiento que casi me incliné a creerla, pues realmente Ayesha podía haber cambiado en su actual reencarnación. "Ya estaba casi convencido, cuando me acordé de la prueba del pelo, que es todo lo que ELLA nos dejó. Desaté mi pela, que cayó sobre mi espalda, y a su vista, la Khania no pudo evitar una mirada envidiosa; supongo sería porque era más largo que el suyo, no comprendo otra cosa. No se pudo contener, y tomó un mechón con sus manos para probar, sin duda, su finura y suavidad. El contacto con mi pelo pareció actuar sobre su naturaleza como los ácidos sobre los metales falsos. Todo su mal instinto y su maldad se puso de manifiesto: su voz se tornó bronca, y su vista se nubló, tomando toda ella una expresión de ira vulgar y ruin, sin aquella terrible majestuosidad con que lo hacía Ayesha cuando algún evento hacía iracunda su plácida calma. "Quedé convencido de que la Khania no había sido nunca Ayesha. Eran tan diferentes, que nunca podía haber sido la misma persona en otra reencarnación. Permanecí callado, y la dejé hablar, amenazar y hasta blasfemar; cansada y rabiosa contra mi hermética y tranquila indiferencia, salió de la habitación, cerrando la puerta con llave tras de sí. "Esto es todo lo que tengo que contarte, y, lo que es más todavía, hablando sinceramente, no estoy tranquilo; no :é lo que esta endiablada mujer quiere hacer conmigo. Le tengo miedo". -Sí, es verdad; pero no te excites y hables demasiado alto; quizá el timonel sea un espía; he visto a Simbrí varias veces con los ojos clavados en nosotros. Ahora escucha lo que voy a contarte, y no me interrumpas, pues el tiempo que nos queda de estar solos puede ser poco. Le conté todo lo que sabía. Leo me escuchaba atónito. Cuando acabé me dijo: -¡Gran Dios, qué historia! Pero dime: ¿quién crees tú que será esa Hesea que escribió la carta desde la Montaña Sagrada? ¿Quién será la Khania entonces? -¿Quién te dice el instinto que pueda ser? -¿Amenartas? -dijo como dudando-. ¿La mujer que fue mi esposa hace dos mil años? ¿Amenartas reencarnada? -¿Por. qué no? Acuérdate que siempre te aseguré que si llegábamos al fin de esta aventura encontraríamos de nuevo a Amenartas o al espíritu de Amenartas reencarnado. Ya ves cómo estaba en lo cierto. Si el viejo Kou-en y miles de monjes budistas recuerdan su pasado y juran que es verdad, ¿por qué esta mujer, ayudada por la magia de su tío Simbrí, no ha de poder recordar su pasado? ¿Te extrañará entonces que esta mujer se vuelva loca de amor a la vista del hombre a quien no ha dejado de amar nunca? -Me convences. Si es así, sólo siento el daño que mis palabras hayan podido haberle causado. De haberlo sabido... Nuestra conversación se deslizó sobre el temor y la esperanza que nos infundía aquella misteriosa Hesea que escribió el mensaje desde el Santuario de la Montaña, ordenando a la Khania y al viejo Simbrí salir a nuestro encuentro y "que tenía servidores en el aire y la tierra". . . Enfrascados en nuestros mutuos pensamientos, no nos dimos cuenta de que la barcaza había atracado junto a la ribera, y que el viejo Simbrí, saltando de la suya, se disponía a embarcar en la nuestra. Así lo hizo, sentándose frente a nosotros, diciéndonos fríamente que como la noche caía, deseaba hacernos compañía para protegernos en la oscuridad... -Éste tiene miedo que nos escapemos saltando al agua -murmuró Leo. A una señal, los conductores fustigaron los caballos, y la náutica caravana púsose en marcha nuevamente. -Mirad -dijo el mago-; mirad la ciudad en la que dormiréis esta noche. Miramos hacia donde nos señalaba el viejo, y vimos una gran ciudad, formada por casas de tejados planos. Su posición era bastante buena, pues, como supimos después, estaba situada sobre una isla que formaba el río al dividirse en dos ramas. A excepción de un edificio con columnas y minaretes, y rodeado de jardines, no se veían grandes construcciones. -¿Cómo se llama la ciudad? -preguntó Leo. -Kaloon -contestó el mago-; así se llamaban estas tierras cuando nuestros antecesores, hace dos mil años, conquistaron este país, y así llamaron a la ciudad que fundaron. Al territorio en que se extiende la Montaña lo llamaron Hes, porque, según decían, la configuración de su cumbre representa el símbolo de una diosa de este nombre, a quien adoraban. -¿Es verdad que viven sacerdotisas todavía en ese templo? -preguntó Leo aprovechando la expansión del viejo, para sonsacarle la verdad. -Sí, y sacerdotes también. Un colegio de éstos establecieron los conquistadores, que más tarde fue reemplazado por otro de adoradores del Fuego Sagrado de la Montaña. Éstos consagraron a este culto el templo y el Santuario, y esta religión es la que profesa hoy día. el pueblo de Kaloon. -Así, pues, ¿a quién adoráis ahora? -A la diosa Hesea, os he dicho; pero sabemos poco sobre la Montaña, pues sus habitantes son nuestros enemigos de raza. Nos asesinan, y pagamos con la misma moneda, asesinándolos también. Son demasiados celosos en su deber de custodiar la Montaña Sagrada, y nadie puede subir sin permiso a consultar el Oráculo, a ofrecer plegarias y diezmos en tiempos de sequía, o cuando un Khan muere, o cuando el granizo o las desbordadas aguas del río devastan nuestros sembrados, o mientras el hambre y la miseria azotan el país. Nosotros, si no somos atacados, no violamos la paz, aunque, en general, todos los hombres del país van armados y están dispuestos a luchar cuando sea necesario. A medida que iba cerrando la noche, el humo que coronaba la cumbre de la Montaña Sagrada se tornaba de negro en rojo. Al poco rato se convertía en un penacho de llamas, que iluminaba el cielo varios kilómetros a la redonda. El enorme arco de la cumbre resaltaba como un fanal gigantesco, iluminando las cumbres vecinas. Un resplandor rojizo cubría de una rosada pátina los chatos tejados de la ciudad, coloreando sus torres y minaretes. El reflejo del paisaje y de la atmósfera era altamente pintoresco e impresionante. Los conductores de los caballos en la ribera y el timonel de nuestra barcaza comenzaron a lanzar en voz alta sus plegarias, dando muestras de un temor extraño. -¿Qué hacen estos hombres? -preguntó Leo a Simbrí. -Rezan, porque dicen que el espíritu de la Montaña está ofendido, y como pasan bajo el haz de luz que por el arco se filtra, llamado el camino de Hes, piden a la diosa su protección. -¿Es que no brilla siempre el fuego como ahora? -inquirió Leo. -No. La última vez fue hace tres meses; hasta entonces no había brillado desde hacía años. Roguemos que no sea la señal del comienzo de una era de calamidades para Kaloon. Por algunos minutos continuó la iluminación. Poco a poco, la intensidad fue cediendo, desapareciendo el resplandor con la misma lentitud que había venido, quedando únicamente un pequeño reflejo rojizo en lo alto de la Montaña. La luna brillaba, blanca como una enorme esfera; a sus rayos vimos cómo poco a poco nos acercábamos a la ciudad. Pero aún nos deparaba el Destino algo que ver antes de entrar en ella. En el silencio de la noche rasgaron el aire los salvajes aullidos de una loca jauría. Los aullidos se acercaban más y más, creciendo de volumen hasta que llegaron a oírse a pocos metros de nosotros. En un altozano, sobre los diques, apareció un jinete galopando furiosamente sobre un blanco caballo. Pasó frente a nosotros como una flecha, pero al pasar, volvió la cabeza, y a la luz de la luna que le daba en la cara, pudimos ver el terror y la agonía en sus facciones. Se hundió entre las sombras, seguido de la escalofriante música. Un enorme perro apareció, monstruoso, rojo, de alta talla y feroces movimientos. Paróse un momento para orientarse, sin duda perturbado por nuestra presencia; pero pronto se rehizo, pues dando un aullido, se perdió en las sombras. Tras él aparecieron más, una docena, más. Ciento, todos horribles y espantosos, ¡aullando sin cesar! ... -¡Los Mastines de la Muerte! -murmuró Leo, impresionado, tomándome del brazo. -Sí; parece que van a la caza de ese pobre diablo. Pero, mira: aquí viene el cazador. Apareció un segundo personaje, esgrimiendo un látigo, que restallaba secamente, en medio de la algarabía de los perros. Lo mismo que el anterior, al pasar frente a nosotros, volvió la cabeza, mostrando en la cara la viva expresión de una locura demoníaca. No había duda, aquella expresión salvaje ante la captura de un semejante, que había de ser despedazado por aquellas fieras, no podía reflejarse en la cara de un hombre que gozara la plenitud de sus sentidos. Pasó ante nosotros al galope del caballo, con los ojos inyectados y profiriendo exclamaciones y denuestos, ante la perspectiva de que el pobre fugitivo escapase con vida. -¡El Khan! ¡El Khan! -dijo Simbrí, estremecido por el terror. Tras él, seguían sus servidores. Serían unos ocho, llevando látigos, con los que fustigaban a sus caballos exigiendo una veloz carrera que les permitiera seguir la loca marcha de su señor. -¿Qué quiere decir esto, amigo Simbrí? -pregunté, así que el ruido de los cascos se apagó en la distancia. -Quiere decir, amigo Holly -contestó el viejo-, que el Khan hace sentir el peso de su justicia. Caza a muerte a aquel que ofendió su dignidad de Khan. -¿Qué crimen cometió? ¿Quién es ese pobre hombre? -Es un gran señor de este país. Su crimen es el haber confesado su amor a la Khania, prometiéndole levantar el país en guerra y dar muerte a su marido, y hacerla su esposa. Esto le costará el morir en las fauces de la hambrienta jauría, pues la Khania, que odia a los hombres, se lo dijo al Khan, para hacer con él castigo ejemplar. ¡Esta es la historia! -¡Feliz este príncipe, que posee una esposa tan virtuosa! Me miró el mago, y meditando un momento sobre mis palabras, sacudió su cabeza como queriendo darles un alcance que estaba bien lejos de mí. Al poco rato, volviéronse a oír los aullidos de la furiosa jauría. Nuevamente, el primer jinete reapareció en escena. Él y el caballo parecían agotados por la fatiga. El jinete, viendo que era imposible todo escape, se dirigió hacia la ribera, con ánimo, sin duda, de encontrar en el río una muerte menos horrible que la que le esperaba. El rojo mastín, que parecía ser el guía de la feroz manada, le cortó el camino, arrojándose sobre los flancos del caballo. Encabritóse el pobre animal y relinchando de dolor cayó al suelo. Antes de lo que se tarda en contarlo, la jauría entera había hecho presa al jinete y caballo, muriendo ambos despedazados ante la salvaje y endemoniada carcajada del Khan. CAPÍTULO 9 LA CORTE DE KALOON HORRORIZADOS por lo que habíamos visto, continuamos la marcha. Ahora no me extrañaba que la Khania odiara a aquel loco despótico que era su marido. Si el Khan era un pobre desequilibrado, atormentado por los celos, la perspectiva que se- nos presentaba, si llegase a saber que la Khania estaba enamorada de mi amigo Leo, no era de las más halagüeñas. Bueno era saberlo para precaverse en el futuro. Llegamos, por fin, al término de nuestra jornada. En una parte de la isla había un desembarcadero, donde atracaron las barcazas, y saltamos a tierra. Una guardia de hombres armados, al mando de un intendente del palacio, nos esperaba para recibirnos. Nos condujo a lo largo de estrechas callejuelas, cuyo pavimento estaba formado por piedras planas, y cuya estrechez nos obligaba a marchar en fila. Aunque era de noche, observé que las casas no tenían estilo arquitectónico definido. Nuestra llegada, según pude juzgar, era esperada, e intrigaba a los moradores de aquella tierra feliz. La gente, a nuestro paso, salía a los balcones, ventanas y puertas para vernos pasar. Cruzamos la calle, llegando a una especie de plaza. La cruzamos, y me di cuenta entonces que nuestra compañía había engrosado con gran número de curiosos, que nos contemplaban y hacían comentarios sobre nuestras personas. Llegamos a una puerta, en la muralla de una fortificación interior. El paso estaba cerrado, pero a una palabra de Simbrí, se abrieron las puertas, encontrándonos en unos grandes jardines. Seguimos el camino central hasta llegar a una gran construcción que semejaba un palacio muy sólidamente construido, de un deplorable estilo egipcio. Tras la puerta principal, encontramos una amplia sala. A esta cámara llegaban corredores, a través de uno de los cuales nos condujo el oficial hasta un departamento, compuesto de una sala y dos dormitorios. Sus paredes estaban adornadas con trofeos y motivos egipcios. Unas as primitivas lámparas de aceite alumbraban la estancia. Simbrí nos dejó, diciéndonos que el oficial esperaría en la habitación inmediata para conducirnos hasta el comedor tan pronto como estuviéramos dispuestos. Entramos en las alcobas, donde encontramos los mismos esclavos, siempre herméticos, pero complacientes, que nos ayudaron a desnudarnos. Nos vestimos y salimos, avisando al intendente que ya estábamos dispuestos. Nos condujo a través de varias habitaciones, grandes y deshabitadas, hasta una gran cámara, donde grandes lámparas colgadas de la pared y techo esparcían una gran claridad. "Un fuego caldeaba la habitación, haciéndola grata y confortable. En uno de los extremos había una mesa larga y estrecha, cubierta con un tapiz y ostentando un rico servicio de repujada orfebrería. Esperamos aquí hasta que unos servidores aparecieron para levantar las pesadas cortinas, abriendo paso a un personaje que golpeaba una campana de plata. Tras de él seguían una docena o más de cortesanos, vestidos con trajes blancos, y acompañados de damas, algunas de ellas jóvenes y hermosas. Nos hicieron una reverencia, y correspondimos a ella, a manera de presentación y saludo. .Hubo una pausa mientras nos observábamos mutuamente. Apareció nuevamente la figura de aquel que podríamos llamar "maestro de ceremonias", y con su campana de plata señaló la entrada de algún nuevo personaje importante. Efectivamente, entre dos filas de esclavos, espléndidamente vestidos, avanzaban lentamente dos figuras de grave majestad, seguidas del mago Simbrí y de otros gentileshombres de palacio. La Khania y el Khan de Kaloon entraron en seguida. El Khan parecía ahora un hombre pacífico, sin apariencias de loco. Su mirada era serena y sin expresión, como la de un ser de oscura inteligencia; hubiérase dicho que aquel hombre era insensible a toda clase de emociones. La Khania estaba tan hermosa como cuando la vimos en el recinto de la Gran Puerta. Al vernos se turbó un poco, pero rehaciéndose, avanzó hacia nosotros, diciendo a su marido: -Señor; estos son los extranjeros de quienes te he hablado. Los ojos del Khan se fijaron primero en mí. Parecía divertirle con mi apariencia, porque, echándose a reír bárbaramente, habló en aquel griego mezclado con palabras del país. -¡Oh, qué animal más raro! ¡Ja, ja! Es la primera vez que nos vemos, ¿verdad? ¡Ja, ja! -Perdonad, Gran Khan. Pero os he visto esta noche, antes de ahora, distraído con vuestra caza. ¿Es ése vuestro deporte favorito? Se echó a reír, diciendo, mientras frotaba sus manos: -Sí, eso es. La caza de esta noche nos ha hecho correr un poco; pero al fin, mis perritos lo cazaron y ¡ham! ... Cerró la boca, e hizo ademán de comer. -Cesa ya tu brutal conversación -dijo la Khania con indignación, y dirigiéndose hacia Leo, hizo ademán de presentárselo. El Khan, a la vista de aquel buen mozo, pareció quedar sorprendido. Dirigiéndose a Leo, le dijo: -¿Sois vos el amigo de la Khania a quien fue a ver a la Gran Puerta de las Montañas? Ahora comprendo por qué se tomaba tanto interés; pero tened cuidado, no sea que tenga que cazaros a vos también. Leo, indignado, hizo ademán de contestarle, pero sujetándole por el brazo, le dije en inglés: -¡Calló, por Dios! ¿No ves que este hombre está loco? -Borracho, dirás. ¡Como me hable otra vez de la jauría, le rompo la nuca! La Khania interrumpió para invitar a Leo a sentarse junto a ella; al mismo tiempo que me indicaba sitio entre ella y su tío, el viejo Simbrí. El Khan sentóse en un sillón, a la cabecera de la mesa, entre dos de las más hermosas damas de la reunión. La comida fue abundante, compuestos la mayoría de los platos de pescado, carnero y confituras, todo ello presentado sobre bandejas de plata repujada. Como bebida, se sirvió una especie de alcohol destilado del grano del maíz, de la cual los comensales bebían más de la cuenta. Después de cruzar unas palabras conmigo respecto a nuestro viaje, la Khania se volvió hacia Leo, conversando con él casi todo el resto de la noche. Yo pasé la velada hablando con el viejo Simbrí. En sustancia, lo que supe de nuestra conversación fue lo siguiente: Que Kaloon se encontraba aislado del resto del mundo por estar rodeado de montañas y haberse roto el único puente que en la antigüedad lo unía al mundo exterior. Que el país no era muy grande, y tenía una población muy densa. Que aunque existían minas de metales preciosos, que se trabajaban y se convertían en artículos de útil uso, el dinero no se conocía. Todas las transacciones se efectuaban por medio del intercambio de productos. Entre los diez mil aborígenes del país de Kaloon, existían algunos que podríamos llamar de sangre azul, o sea los descendientes de Alejandro Magno. Su sangre, sin embargo, se encontraba mezclada con la de los primitivos pobladores del país. A juzgar por la apariencia de los descendientes, los antepasados debieron ser individuos pertenecientes a algunas de las ramas de la gran raza tártara. Que el gobierno, si así podíamos llamarlo, era de la más despótica constitución, residiendo todo el poder en las manos del Khan, cuyo título era hereditario, fuera mujer o varón el descendiente. Religiones existían dos: la del pueblo, que adoraba al espíritu de la Montaña, y la de los aristócratas, que creían en la magia, la astrología y la adivinación. La Khania era la última descendiente directa del primer conquistador, y su marido y primo era descendiente de una manera indirecta; por este motivo, la Khania contaba con casi todos los habitantes del país como partidarios suyos. Digo casi todos, porque había algunos descontentos por la falta de descendiente, lo cual, a la muerte del Khan, había de causar trastornos por la sucesión del trono. Por lo demás, la Khania era justa, equitativa y compasiva con los pobres, que eran numerosos en el país, debido a la densidad de población. -Verdaderamente. -dijo Simbrí, mirándome de soslayo-, sería una gran cosa, como dice el pueblo, que el Khan, que tanto nos oprime y a quien odiamos, muriera, pudiendo entonces la Khania tomar otro esposo ahora que todavía es joven y hermosa. Aunque está loco, él lo sabe, y por eso está siempre celoso de cualquier hombre que agrade a la Khania; eso, amigo Holly, ya lo habéis visto esta noche. Cualquiera que gozara de este favor, dice Rassen, gozaría también del de la muerte. -Quizá ame a su esposa -dije a Simbrí. -¡Quizá! Pero si es así, ella no le ama ni a él ni a ninguno de estos cortesanos -contestó, señalándome con la mirada a los que estaban en la sala. Ciertamente, ninguno de ellos era capaz de inspirar una pasión. A esa hora, en su mayoría estaban borrachos y hablaban entre sí a grandes voces y reían estrepitosamente. Las mujeres habían bebido más de lo suficiente, y ofrecían un lastimoso espectáculo. El Khan, tumbado en el sillón, comentaba, entre risas, los detalles de la lúgubre caza. Atene, en aquel momento, miró a su marido, y con un gesto de amargura retratado en el bello semblante, oí que decía a Leo: -¡Ved! ¡Ved el compañero de mis días! ¡No sabéis lo que sufre la Khania de Kaloon! Mas, perdonadme, me encuentro muy fatigada, y deseo descansar. Mañana nos veremos y hablaremos de nuevo. Llamó a un intendente, ordenándole que nos acompañara a nuestras habitaciones, donde nos dormimos profundamente, pues estábamos muy fatigados. Al amanecer nos despertaron los aullidos de la jauría de la muerte, que debía estar no muy lejos de nosotros. Al día siguiente de nuestra llegada, la Khania Atene nos envió dos magníficos caballos blancos, poniéndolos a nuestra disposición. Al mediodía salimos en su compañía escoltados por una guardia. Nos enseñó, primero, la jaula donde se guardaban-los Mastines de la Muerte. Era grande y con. gruesos barrotes entrecruzados. Unas pequeñas puertas daban salida a los mastines cuando fatalmente era necesario. Nunca había visto animales de tanta fiereza y de tan gran tamaño. Los mastines vulgares del Tibet no eran sino simples falderos a su lado. El peló era corto y reluciente. Tan pronto como nos olfatearon, se arrojaron contra los barrotes, con furia, dando saltos y ladrando como desesperados. Estos perros estaban al cuidado de guardianes, cuyo cargo era trasmitido de padres a hijos desde hacía muchas generaciones. Los mastines obedecían ciegamente las órdenes de éstos, así como las del Khan, pero pobre del que se hubiera acercado a ellos. Estos feroces animales eran los verdugos del país; todos los malhechores y asesinos de la ciudad servían de pieza a cobrar por la jauría en una lúgubre caza, en la que el Khan era el montero mayor. Después de ver los perros, seguimos a lo largo de la muralla hasta una gran avenida, donde al caer la tarde, los habitantes paseaban en sus ratos de ocio. Luego, con gran contento por nuestra parte, cruzamos un primitivo puente de cuerdas y troncos, y nos lanzamos a través de los campos. Aquella noche no comimos en el comedor real, sino en la habitación que estaba junto a nuestros dormitorios. La Khania y su tío vinieron a acompañarnos, colmándonos de atenciones. Cuando le presentamos nuestros cumplimientos y le dimos las gracias por su atención, nos dijo que había dispuesto que comiéramos solos para no exponernos a recibir insultos y a presenciar espectáculos desagradables. Las noches siguientes tampoco comimos en el comedor regio. Pasábamos las veladas en nuestras habitaciones, acompañados por la Khania, que hacía que Leo le contase cosas de Inglaterra, ají como detalles y anécdotas de las costumbres y usos de los pueblos que había visitado. Yo le conté la historia del rey Alejandro, el jefe del ejército a quien pertenecía el general Rassen, su antepasado, el conquistador del país de Kaloon. Le hablé de Egipto, de sus curiosidades y de su vida, y así, gratamente charlando, estábamos hasta medianoche. Atene escuchándonos muy complacida y con los ojos puestos en Leo. Dos inquietudes atormentaban nuestras almas: el deseo de escapar y llegar al santuario, si era posible, y la Khania, aunque no había vuelto a insinuarse con Leo, llegaría un momento en que volvería a hablar de su amor, en cuyo caso no había más remedio que despejar la violenta situación con todas sus consecuencias. Estaba seguro que su pasión, en vez de amenguarse, aumentaba día por día, pues aunque los labios nada decían, los ojos eran más elocuentes que las palabras. CAPÍTULO 10 EN LA CÁMARA DEL MAGO UNA noche, Simbrí nos rogó que fuéramos a comer con él a su departamento, situado en la torre más alta del palacio. Era allí donde iba a tener lugar la escena decisiva de nuestra aventura en el país de Kaloon. Al terminar de comer, Leo, que había estado toda la velada pensativo y callado, dijo, de pronto: -Amigo Simbrí. Deseo pediros un especial favor: quisiera que rogáseis a la Khania nos permitiese seguir nuestro interrumpido camino. El mago, al oír la demanda de Leo, palideció. -Creo -dijo, reponiéndose- que sería mejor que vos mismo pidiérais eso a la Khania. A vos nada os sería negado. -Hablemos francamente, amigo Simbrí, seamos sinceros. Parece que la Khania Atene no es feliz con su marido. ¿No es cierto? -Veo que sois perspicaz. Pero eso no quiere decir que esté enamorada de vos -dijo el viejo, tratando de aplastar a Leo. -¡Tenéis razón! Pero, sin embargo, ha sido tan buena conmigo y he recibido tantas bondades de ella, que me han hecho creer... -Quizá queréis decir que no habéis olvidado lo, que un caballero debería no recordar... -¡No! Recuerdo cosas que atañen sólo a vos y a la Khania. -Está bien; ¡hablad! -Muy poco tengo que deciros. Solamente, que jamás pasó por mi imaginación avergonzar a la primera dama de vuestro país. -Habéis hablado noblemente, y esto os honra. Mas debo deciros que en este país no nos admiramos por ciertas cosas. Pero, ¿qué necesidad tenéis de dar escándalo? Si, por ejemplo, la Khania se decidiese a tomar nuevo esposo, el país entero se regocijaría, porque ella es la última descendiente de sangre real ... -¿Pero cómo puede casarse nuevamente una mujer cuyo marido vive todavía? -¡Desde luego! Es una cuestión que he tenido en cuenta, y creo que la solución más sencilla es que podría casarse si ese hombre, que es su marido, muriese. Nada tendría de extraño; el Khan ha bebido tanto en estos últimos años que.. . -¿Queréis decir, si este hombre fuera asesinado? -dijo Leo, iracundo-. Pues bien; desde este momento os digo que no. ¡No quiero saber nada de tal asesinato! ¿Me entendéis? Al decir esto Leo, oí un ligero ruido tras de mí; volví la cabeza, y la cortina que cerraba el paso al gabinete donde el mago guardaba sus instrumentos se descorrió, dejando ver a la Khania que nos contemplaba en pie. -¿Quién hablaba de asesinatos? -dijo, fríamente-. ¿Fuisteis vos, Leo? Levantándose de su asiento, Leo respondió serenamente. -Señora: me alegro de que hayáis oído mis palabras, aunque éstas hayan podido despertar vuestro enojo. -¿Por qué ha de enfadarme el saber que en mi corte hay hombres de honor que nada quieren saber de crímenes? ¡No! Estas palabras os honran. Pero sabed que jamás pasaron por mi mente esas ideas. Mas amigos míos: ¡lo que está escrito, está escrito! -Pero decidme, Khania: ¿qué es lo que está escrito? -preguntó Leo con ansiedad. -Simbrí: ¡díselo! Simbrí se dirigió a su gabinete; trajo un papiro y leyó: "Las estrellas han demostrado con sus signos infalibles que antes de la próxima luna nueva el Khan de Kaloon, Rassen, morirá a manos del extranjero de rubia cabellera que llegó a este país a través de las montañas". -¡Las estrellas mienten si tal cosa afirman! -gritó Leo fuera de sí. -Como queráis -dijo Atene-; pero sabedlo: el Khan debe morir, no a mis manos ni a las de mis cortesanos: debe morir a las vuestras. -¿Pero por qué a mis manos? ¿Por qué no a las de Horacio? ¡Si así fuese, debería sufrir el castigo que el pueblo me impusiera! -gritó Leo, desesperado. -¿Por qué os burláis de mí, Leo Vincey? ¿No comprendéis lo que para mí representa mi marido? -dijo la Khania, felinamente. Comprendí que habíamos llegado a la escena culminante, porque Leo, dominándose y mirándola cara a cara, le _dijo, fríamente: -¡Señora, hablad! ¡Hablad, por lo que más queráis; quizá será mejor para los dos! -Os obedeceré, señor. Del principio de este drama espiritual mío, nada os hablaré; lo que recuerdo se refiere a mi presente reencarnación, en la que desde mi niñez os he amado, sin conoceros en persona. La primera vez que os vi, en el río, cuando os salvamos de las aguas, vuestra cara no me fue desconocida. Ya os conocía por haberos visto en sueños. ¡Sí! ¡Cuando era una niña, me quedé dormida una mañana de primavera, entre un macizo de flores de mi jardín ... y os vi! ¡Os vi! Vuestra cara era la de un niño, pero érais vos. Preguntádselo a mi tío; él sabe que es verdad lo que os digo. Después os vi muchas veces. Siempre en sueños, y por ellos supe que vos érais mío, ¡mío! ¡Solamente mío! Pasaron largos años. Yo sabía que vos veníais hacia mí, poco a poco, yendo de un lado al otro, a través de los pueblos del Asia, cruzando las heladas montañas, los verdes llanos y los desiertos arenosos, donde los rayos del sol calcinan las blancas osamentas de las caravanas perdidas. ¡Siempre, siempre hacia mí! ¡Por fin llegásteis! Una noche, aún no hace tres lunas, mientras estaba con mi tío estudiando juntos la Senda que conduce al pasado y al presente, tuve una extraña revelación. Perdí el sentido en uno de esos dulces sueños en que parece que el espíritu se separa del cuerpo y toma fuerzas para ver aquello que ha de suceder. Vi entonces que vos y vuestro compañero descendíais por una saliente de hielo sobre el abismo. ¡No miento, no! ¡Está escrito aquí! Érais vos el hombre de mis ensueños hecho carne; ¡no podía ser otro! Como conocía el lugar, hacia allí nos dirigimos presurosos, temiendo que pudiérais caer y perderse vuestra preciosa vida. "Cuando llegamos vimos que era verdad. Dos pequeñas figuras se deslizaban por los hielos, por donde ningún hombre hubiera podido descender. Vimos cómo caísteis y quedásteis colgado sobre el glaciar; vi también cómo, valientemente, Holly saltaba tras de vos, y vimos cómo cortando la cuerda que os aprisionaba, os precipitábais en el abismo. Pero yo estaba allí, y fueron mis manos las que os salvaron de perecer en el torrente; de otra forma, hubiérais muerto sin remedio, vos que sois para mí la vida, mi sueño, el amor soñado y esperado desde hace tantos años. Vos y no otro, Leo Vincey. Fue este temor el que previó el peligro, y esta mano la que os salvó la vida. ¿Queréis rechazarlos ahora, cuando la Khania de Kaloon os los ofrece? Quedó callada, con los ojos fijos en el vacío, mientras sus labios temblaban ligeramente. -Señora -dijo Leo-. Me salvásteis la vida, y eso sólo basta para que mi gratitud sea eterna, ¡aun cuando quién sabe si hubiera sido mejor que me hubiéseis dejado morir! Pero si toda esta historia es verdad, ¿por qué os casasteis con el hombre que es hoy vuestro esposo? -¡Oh! No penséis mal de mí, mi bien amado: fue un acto político el que me obligó a unirme a ese loco déspota a quien siempre odié. ¡Tú lo sabes, tío! El viejo Simbrí movió afirmativamente la cabeza. -Este matrimonio fue necesario para poner fin a la guerra que ensangrentaba el país entre las legiones de Rassen y mis fieles súbditos. Yo era la última descendiente de la verdadera raza; además, siempre creí que mis sueños y visiones eran solamente fruto de mi cerebro enfermo. ¡Lo hice solamente por el bien de mi país! -Si así fuera, señora, vos seríais la más grande patriota y digna de admiración -dijo Leo en un tono rápido, en el que traslucía el deseo de poner fin a esta escena-. ¡No! No pienso mal de vos, Khania. Mas me extraña que deba ser yo el que tenga que cortar el yugo que os aprisiona a un marido que habéis escogido por vuestra voluntad. Además, me habéis contado la historia de la revelación de las estrellas como la que os anunció nuestra llegada al país, y debo deciros que es realmente falsa. Señora: ¡vos estábais en el río porque la poderosa Hesea, el Espíritu de la Montaña del Fuego, así os lo había mandado! -¿Cómo sabéis esto? -dijo Atene como mordida por una víbora, mientras Simbrí nos contemplaba estupefacto. -De la misma manera que conozco muchas cosas más. Se ñora: hubiera -sido mejor que hubiérais dicho toda la verdad. Atene, blanca como la cera, respondió: -¿Quién os lo dijo? ¿Fuiste tú, mago maldito? ¡Oh! Si es así, ten la seguridad de que lo sabré, y aunque llevas mi sangre en tus venas, la pisotearé cuando estés en la agonía. -¡Atene! ¡Atene! -dijo Simbrí, suplicante-. ¡Bien sabes que no puede ser verdad! -¿Entonces fuisteis vos, vagabundo apestado, mensajero del espíritu del mal? ¡Oh, por qué no os maté desde el primer momento! Pero ese olvido tiene pronto remedio. -Señora -respondí-, ¿creéis por ventura que soy adivino? -Sí; eso creo que sois... -Entonces, Khania, decidme: ¿qué respuesta habéis enviado a la poderosa Hesea sobre nuestra llegada al país de Kaloon? -Escuchad -interrumpió Leo antes de que pudiera contestar-. Quiero ir a la Montaña Sagrada a consultar al oráculo. Con vuestra complacencia o sin ella iré, y después podréis juzgar quién es más fuerte, si la Khania de Kaloon o Hesea, la del Santuario del Fuego. Atene permaneció en silencio durante algunos segundos, quizá por no saber qué contestar a la inesperada resolución de Leo. Después, con una pequeña sonrisa, añadió: =¿Es esta vuestra voluntad? Bien; pero creo que allí no está lo que buscáis... Como si un secreto pensamiento cruzase por su cerebro, un espasmo de pena se reflejó en su cara; luego añadió, con aquella frialdad tan particular en ella: -¡Viajero!, sabed que mientras yo viva no pondréis los pies en esa montaña. Sabed también, Leo Vincey, que os he abierto mi corazón, y por vuestros labios he sabido que la mujer que buscáis no soy yo, como en mi loca pasión llegué a creer. No os hago ningún ruego, ninguna súplica; pero no olvidéis que sabéis demasiado... Sin embargo, pensadlo bien esta noche, y mañana, a la puesta del sol, me contestaréis. No me desdigo de mi ofrecimiento; mañana me diréis si me queréis tomar por esposa cuando la ocasión llegue, y reinar en este tranquilo país, gozando de la felicidad de mi amor; o morir en compañía de vuestro amigo. De pronto vi que la llama de la luz que iluminaba la estancia se movió, haciendo sombras. Comprendí que algún cuerpo extraño había alterado la tranquilidad del ambiente, penetrando en la estancia; con un temor instintivo miré a mi alrededor, y vi la sombra de un hombre que avanzaba silenciosamente. Al llegar dentro del círculo iluminado por la lámpara, prorrumpió en una salvaje carcajada. Era el Khan. Atene lo vio. Su mirada no expresó miedo ni inquietud, como si lo que sucedía fuera una cosa que de antemano supiera había de suceder; sin embargo, lo que de esta nueva fase pudiera derivarse habría de ser fatal para Leo y para mí. -¿Qué buscas aquí, Rassen? -preguntó Atene-. Vuelve a tu corte, y sigue con tus borrachos y tus mujeres. Pero Rassen reía, y su risa, como la de las hienas, nos sacudió las espaldas con rudos escalofríos. -¿Qué has oído, que tanto te hace reír? -¿Que qué he oído?. -rugió Rassen-. ¡Oh! Que la Khania, por cuyas venas corre pura la sangre de los conquistadores, la primera dama del país de Kaloon, la princesa cuyas ropas se manchan al sólo contacto con las damas de la corte, mi esposa, sí, mi esposa, la que me rogó que me casara con ella, y sabedlo, extranjeros, porque era su rival en el gobierno de todo el país, pensando sólo con ello aumentar su poder 'y riqueza, la he oído ofrecerse a un vagabundo aventurero de rubios cabellos, y he oído también a éste rechazarla. ¡Ja, ja! He oído también, pero esto ya lo sabía yo, ¡que estoy loco; loco! ¡Ja, ja! Pero sabed, extranjeros, que estoy loco porque esa rata vieja -dijo señalando a Simbrí- me dio a beber un filtro en la fiesta de nuestros desposorios para reducirme al lamentable estado en que hoy me encuentro. Lo hizo bien, a fe mía; pero la culpable verdadera de todos mis males no es más que esa mujer, a quien odio con todas las fuerzas de mi alma, la Khania Atene. Solamente su contacto me pone enfermo; he intentado convivir con ella, pero envenena el aire el olor de embrujamiento que difunde. Todos estos rudos insultos, que en el fondo no debían quizá carecer de fundamento, los escuchó la Khania Atene sin despegar los labios. De pronto, volviéndose hacia nosotros con gran reverencia, nos dijo: -Señores, perdonad; habéis llegado a una tierra corrupta por el vicio y atacada por los malos espíritus, y aquí veis sus frutos. Khan Rassen: tu destino está escrito, y no he de hacer nada por impedirlo; durante el corto tiempo en que hemos estado juntos, no has sido para mí más que deshonra y corrupción. La próxima copa no será para enloquecerte, sino para hacer callar esa lengua vil que arroja todo el veneno de tu casta a la limpia y pura de la última descendiente de los conquistadores. ¡Tío! Ven conmigo; dame tu brazo, pues me siento desfallecer de vergüenza y de rabia. El mago avanzó unos pasos, y al pasar junto al Khan, y mirándole con sus ojillos, que brillaban como carbunclos, deteniéndose, le dijo: -¡Rassen! Os he visto nacer; sois el hijo de una mujer maldita; nadie sabe quién es vuestro padre, sino yo. Yo os he elevado; a mí me debéis el ser lo que sois, no olvidéis que puedo haceros caer. Ya os acordaréis de mí cuando llegue el último instante de vuestra vida. Sus pasos se apagaron en el corredor, y el Khan, mirando furtivamente a su alrededor, preguntó, mientras se secaba con la manga el sudor que le corría por la frente: -¿Se ha ido ya ese viejo hechicero? De sus ojos había desaparecido el brillo de la locura. Lo tranquilicé en seguida, contestándole que ya se había marchado. -Creeréis que soy un cobarde, y es verdad; tengo miedo de él y de ella, como vos lo tendréis, rubio galán, cuando os llegue la ocasión. -¡Quiero huir, Khan! -le dijo Leo-. Ellos me han dicho que yo debo mataros; estad tranquilo; no busco vuestra muerte. Creéis que intento robaros vuestra esposa, mas no son tales nuestros propósitos. Deseamos solamente escapar de esta ciudad, en la que estamos prisioneros, ya que sus puertas están cerradas y vigiladas noche y día. Escuchad; vos y sólo vois podéis librarnos de esta prisión. ¡Dadnos la libertad! El Khan nos miró sorprendido, exclamando: -Pero si os dejara libres, ¿adónde iríais? -Hacia la Montaña del Fuego. Rassen se quedó atónito. -Soy yo el que está loco, o sois vos; pero..., ¿queréis ir a la Montaña del Fuego? Sin embargo, no me importa hacia dónde os dirijáis; mas no creo que podáis llegar hasta allí... Pero si así fuera, podríais volver de nuevo con hombres para guerrear. ¡Ah! ¡Ya veo claro! ¡Tenéis la reina y deseáis conquistar este fértil país! ¡Sois ambiciosos! ¡No! ¡No iréis hacia allí! -Escuchad, Khan. Sed consciente. Vuestros temores son infundados. No deseo vuestra esposa, ni un acre del suelo de estas tierras. Ayudadnos, y no volveremos a molestaros ni a intervenir en la vida de vuestro país. El Khan permaneció pensativo, con sus largos brazos colgando a lo largo del cuerpo. De repente, alguna idea pasó por su cerebro, por cuanto, estallando en una de sus brutales carcajadas, dijo: -Estoy pensando qué diría Atene si mañana viese que sus pájaros habían volado. ¡Ja! ¡Ja! Pero... os buscaría, y entonces quizá se enfadase conmigo, y saldría en vuestra busca, no parando hasta encontraros... -dijo, poniéndose serio. -¿Más enojada de lo que está ahora? -repliqué-. Dejadnos marchar esta noche, favorecidos por la oscuridad, y mañana, por mucho que busque, no nos encontrará. -¿Olvidáis, extranjeros, que ella y su tío tienen ciertos poderes secretos de qué valerse? Aquellos que supieron dónde tenían que encontraros, bien pueden saber dónde tienen que buscaros si escapáis. Pero sería curioso ver su rabia al saber que habíais huido. ¡Oh, mi rubio doncel! ¿Dónde estás? -dijo, imitando cómicamente la voz de Khania-. ¡Volved, volved pronto; dejadme que derrita el hielo de vuestro corazón con la llama de mi amor! ¡Ja! ¡Ja! Súbitamente exclamó: -¿Cuándo podéis estar listos para marchar? -En media hora -contesté. -Ben. Id a vuestro cuarto y preparadlo todo. Dentro de unos segundos estaré con vosotros. CAPÍTULO 11 LA CAZA Y LA MUERTE LLEGAMOS a nuestras habitaciones sin encontrar a nadie en el camino. Cambiamos nuestras lujosas ropas por aquellas que trajimos en el viaje desde la Gran Puerta a la ciudad. Recogimos las vituallas y útiles que pudieran servirnos en nuestra nueva aventura. Recogimos nuestros fuertes cuchillos de caza, y nos armamos con unas pequeñas lanzas, que nos servirían para cazar o para defendernos, en caso necesario. -¡Quién sabe si ese loco no nos engaña o intenta matarnos! Pero nos defenderemos mientras nos quede un hálito de vida -dijo Leo. -Tienes razón; no confío gran cosa en esa bestia con forma de hombre; aunque su deseo de vernos lejos de su mujer, tal vez nos sirva de ayuda... -Sí; pero no olvides que dijo que quién sabe si podríamos volver para encender en guerra al país. Mientras vivamos, podemos volver; los que mueren no vuelven nunca. -Pues Atene no piensa así -contesté. -Y, sin embargo, esta noche habló de darnos muerte -contestó Leo. -Su propia pasión la volvió loca. Se abrió la puerta, dejando paso al Khan envuelto en un largo abrigo de viaje. -Si estáis ya listos, vamos -nos dijo. Viendo lo que llevábamos, añadió-: ¿Para qué necesitáis estas cosas? ¿Vamos, por ventura, a una cacería? -No -respondí-; pero, ¿quién nos puede decir que no podemos ser cazados? ... -Si creéis que es mejor, quedaos donde estáis hasta que la Khania quiera abriros sus puertas -respondió, mirándonos fijamente. -No; vamos. Nos pusimos en marcha, yendo él a la cabeza. Pasamos a través de varios cuartos hasta que llegamos al gran recibidor; de allí salimos al patio, donde, en voz baja, nos dijo que nos ocultásemos en la sombra. La luna brillaba aquella noche con tanta claridad, que a su pálida luz podía verse; recuerdo el musgo que crecía entre las losas del pavimento. Me preguntaba yo, en aquellos instantes, cómo nos las arreglaríamos para salir por la puerta principal, cuya guardia había sido doblada recientemente, por orden de Khania. Mas, con gran alegría mía, vi cómo la dejábamos a nuestra derecha y cómo Rassen nos conducía por un corredor hasta una puertecilla oculta tras un tapiz, y que abrió con una llave que llevaba encima. Nos encontramos al fin fuera del recinto del palacio, y en el amurallado jardín, bordeándolo, tuvimos que pasar por donde se encontraba la jaula de los mastines, que, siempre alerta y al olfatear nuestro paso, prorrumpieron en terroríficos ladridos. El Khan fue hacia ellos y consiguió tranquilizarlos. Cuando volvió a reunirse a nosotros, le expliqué los temores de que quizá hubiera alarmado a los guardianes. El Khan me tranquilizó, diciéndome: -No; no hay cuidado; sus guardianes saben que están hambrientos e inquietos porque mañana ciertos criminales deben morir a sus fauces. Llegamos a las puertas de la muralla; el Khan, llevándonos hasta un templete, nos dijo que esperásemos, pues volvía en seguida. Leo y yo nos miramos, pues el mismo pensamiento había cruzado por nuestra mente: el Khan debía haber ido a buscar a los asesinos que tenían que darnos muerte. Mas pensamos mal, por cuanto al poco rato oímos pisadas de caballos sobre el piso, y el Khan volvió conduciendo de las bridas a los dos caballos blancos que Atene nos había regalado. -Los ensillé con mis propias manos -dijo-. ¿Qué más se puede hacer para que partáis rápidamente? Ahora montad, y cubríos la cara con el cuello de vuestros abrigos, como hago yo. Montamos, y él corrió ante nosotros a pie, como hacían los maestros de ceremonias de Kaloon cuando acompañaban a sus amos. Dejando la calle principal a un lado, nos internamos por el barrio de peor reputación de la ciudad, cruzando y recruzando el dédalo de sus tortuosas y lóbregas callejas. Llegamos a la ribera; allí, en un pequeño embarcadero, saltamos al interior de una barcaza que había amarrada a uno de los pilotes. -Debéis embarcar vuestros caballos y cruzar el río -dijo Rassen-; los puentes están guardados, y tendría que descubrir mi personalidad a los soldados para que os dejaran pasar. Algo contrariados, embarcamos rápidamente a los caballos, sujetándolos yo de las bridas, en tanto Leo empuñaba los remos. -¡Adiós, errantes aventureros! -gritó el Khan, en cuanto nos separamos del muelle-. Rogad al espíritu de la Montaña que el viejo hechicero y su sobrina, vuestra amante, rubio doncel, no estén presenciando vuestra fuga reflejada en el espejo-mágico, porque entonces nos veremos de nuevo. La corriente tomó de lleno a nuestra barcaza, llevándola hasta el medio del río. Sobre el muelle, el Khan reía con aquella risa trágica que hacía estremecer a los que la oían. Llamándonos todavía, nos dijo: -¡Corred, corred, extranjeros, si queréis salvar vuestra vida! ¡La muerte os va siguiendo los pasos! Leo remó entonces con fuerza hacia la orilla, con ánimo de desembarcar, pero la corriente impetuosa hacía inútiles sus heroicos esfuerzos. -Haríamos mejor en desembarcar y matar a ese hombre, pues sus palabras encierran una amenaza. Me lo dijo en inglés; pero Rassen, por la modulación de las frases, o por 1t que fuera, debió comprender el significado, por cuanto, dando un salto, echó a correr; y parándose de pronto, gritó: -¡Demasiado tarde, locos! Con una carcajada se perdió en las oscuras sombras de la noche. -Crucemos; déjalo -dije a Leo. Seguimos remando y divisamos un pequeño golfo, y hacia él nos dirigimos. Desembarcamos los animales, y sin preocuparnos de la barcaza, montamos nuestros caballos y emprendimos la ascensión hacia la cumbre donde se encontraba el Santuario del Fuego. Poco tiempo después, la aurora tiñó con su púrpura las nieves de las vecinas montañas, al mismo tiempo que se extendía una densa niebla que nos obligó a refrenar el galope de nuestros caballos, decidiendo hacer alto en nuestra marcha, en un pequeño trigal, hasta que la atmósfera se aclarase un poco, al mismo tiempo que se refrescaban los caballos. El sol salió por fin tras la montaña cuya columna de humo era nuestra guía, convirtiendo en jirones la densa niebla que antes nos impedía el paso. Dimos de beber a nuestros caballos, y reemprendimos nuestra marcha hacia la cumbre. La maldita ciudad de Kaloon quedaba tras de nosotros, y con ella la Khania con toda su belleza y sus pasiones; con ella también quedaba su tío con sus brujerías y adivinaciones, tan viejo en años como en ocultos crímenes, y aquel Khan loco, mitad diablo mitad mártir, pero siempre cobarde y cruel. Frente a nosotros ardía el fuego en la nevada cumbre, con sus misterios que tantos años de infructuosa busca nos había costado. Ahora, o descubríamos éste, o moriríamos: ¡todo antes que retroceder! A mediodía la configuración del terreno había cambiado por completo: todo eran pequeñas laderas escalonadas, que hacían, por consiguiente, imposible el regadío artificial. Al anochecer nos pareció haber llegado al límite del país de Kaloon con el de las salvajes tribus. Altas y fuertes torres almenadas se elevaban, sin duda, para servir de refugio y defensa contra los ataques de los errantes invasores. Debían estar desmanteladas y sin soldados; por lo menos así nos pareció; probablemente eran vestigios de los días en que el país tenía que ser defendido de los ataques ambiciosos de conquistadores de otra raza predecesora de la del actual Khan. Dejamos esas torres tras de nosotros, y nos encontramos, ya bien anochecido, en una vasta llanura en la que no vimos ser viviente alguno. Decidimos dejar descansar nuestros caballos, para comenzar nuevamente la marcha a la luz de la luna. Sabiendo que la Khania quedaba atrás, toda la distancia entre nosotros y ella nos parecía poco. Nuestra fuga a estas horas ya se habría descubierto. Si queríamos estar a salvo, teníamos que correr mucho; seguramente a estas horas un mensajero estaría poniendo en guardia al país para capturarnos, y los soldados seguirían nuestros pasos. Desensillamos los caballos y los dejamos libremente solazarse, revolcándose entre la seca hierba que cubría el suelo. No había agua; pero no nos preocupamos, ya que nuestros caballos habían bebido poco antes en una charca encenagada. Acabamos con la escasa comida que con nosotros habíamos traído de palacio, y que sobriamente habíamos repartido en nuestra marcha, a pesar de la noche sin descanso y de la larga jornada anterior. Tendidos sobre la hierba estábamos, cuando mi caballo, que se revolcaba con las patas atadas, se enredó en tal forma, que le era imposible ponerse de pie; después de varias tentativas inútiles, en una de ellas dio toda una vuelta sobre sí mismo, quedando con las patas al aire, junto a nosotros, que contemplábamos, riendo, sus inútiles esfuerzos. -¿Por qué tiene los vasos tan rojos ese animal? ¿Se habrá herido? -dijo Leo, extrañado. Me fijé entonces en que, efectivamente, los vasos del animal estaban manchados de rojo, sin que en todo el día nos hubiéramos dado cuenta de ese detalle. Me levanté para verlo mejor, figurándome que serían manchas de barro rojo de algún fangal de los que habríamos cruzado. Efectivamente, era rojo; pero lo que me extrañó fue que aquello no era barro, sino una substancia aromática de olor penetrante y desagradable; hubiérase dicho que era sangre mezclada con pimienta u otras especias. -¡Qué extraño es todo esto! -dije-. Veamos tu caballo, Leo. Como suponía, el caballo de Leo tenía los vasos embadurnados con la misma extraña substancia. -Quien sabe si esto no es algún tratamiento del país para proteger los vasos -dijo Leo. Una terrible idea, fija, punzante, se clavó en mi cerebro, obligándome a exclamar: -No perdamos el tiempo en indagar las razones. Montemos, y escapemos a galope. -¿Por qué? -murmuró Leo. -Porque ese maldito Khan, que el diablo confunda, ha sido el que ha puesto así a nuestros caballos. -¿Para qué? ¿Para que no puedan correr? -inquirió Leo. -No, Leo, ¡para que dejen una huella de su paso sobre la tierra seca! Leo palideció; balbuciendo, me dijo: -Quieres decir entonces... ¡Los mastines!... Asentí. Sin perder un minuto en comentarios, ensillamos los caballos con el propósito de comenzar una carrera fantástica. Justamente cuando acababa de cerrar la última hebilla de mi montura percibí un ligero rumor que me hizo aguzar el oído. -Escucha, Leo. Nuevamente se dejó sentir el rumor, esta vez más claro, y sin dejar lugar a dudas respecto a su origen. ¡Eran los ladridos de los Mastines de la Muerte! -¡Gran Dios, los perros! -exclamó Leo. -Sí -contesté con tranquilidad. Ante este evento tan sospechado por mí, mis nervios se tornaron de acero y el temor desapareció por completo-. Parece que nuestro amigo el Khan va a hacer su deporte favorito a nuestra costa. ¡Por eso reía tanto! -¿Qué hacer, Horacio? -preguntó Leo-. ¿Abandonar los caballos? Miré hacia la cumbre; todavía se encontraban a muchas millas de nosotros sus laderas más cercanas. -Ya tendremos tiempo de hacerlo cuando nos veamos obligados a ello. No sé si podremos llegar al pie de la Montaña antes de que los perros nos den caza. Vamos, pues, a luchar desenfrenadamente, a ver si podemos escapar. Forcemos los caballos. Es nuestra única esperanza. Sujeté al mío, y le hice dar una vuelta para poder ver lo que tras de mí sucedía. A la incierta luz del crepúsculo pude ver una multitud de pequeñas figurillas que corrían, y entre las últimas, un hombre al galope, jinete sobre un soberbio corcel, llevando de su mano las riendas de otro caballo. -Toda la jauría está suelta -dijo Leo, estremeciéndose-. Rassen viene también; ¿pero para qué traerá otro caballo? Ya sé para qué nos servirán las lanzas, y ahora sí que vas a ver cómo se cumple de verdad la profecía del mago. ¡Al galope! Partimos en la oscuridad, con los ojos fijos en la cumbre, cuyo humo se tornaba rosado. Sólo teníamos la esperanza de poder alcanzar la vertiente de la Montaña, todavía muchas millas distante, con la jauría pisándonos los talones, teniendo la esperanza de que los perros, cansados, se negasen a continuar la caza. La oscuridad se hacía cada vez más densa, ocultando con sus sombras las montañas vecinas, mientras los mastines se acercaban cada vez más. Aunque marchábamos veloces, no podíamos forzar más nuestros caballos, pues podían caer y lastimarse, lo que sería fatal. De pronto el fuego de la Montaña brilló en una explosión como la que vimos cuando llegamos a la ciudad de Kaloon. Brilló intensamente, haciendo pasar un haz de luz por entre los arcos de la crux ansata, como si fuera un gigantesco faro. Nos. pareció que nos encontrábamos sumidos en una misteriosa luz fosforescente como aquella que irradia el mar en las noches calurosas del estío. Quizá esto fuera sólo una refracción de la luz al reflejar en las nubes y en las nieves de las cumbres vecinas. Este resplandor, aunque sólo duró unos segundos, nos ayudó bastante para orientarnos, máxime cuando el terreno era muy abrupto y rocoso. La luna se dejó ver entre las nubes, justamente cuando el extraño resplandor desaparecía. La jauría se nos acercaba cada vez más. En el silencio de la noche sus infernales armonías alcanzaban un volumen terrorífico. Pude distinguir entre ellas los tonos que la componían. Especialmente uno profundo y penetrante como el sonido de una campana. Recordé que había oído el sonido de este ladrido cuando, sentados en la barcaza sobre el río, vimos a aquel pobre noble de la corte morir por el crimen de amar a la Khania. Cuando pasó la jauría frente a nosotros, observé que el que así ladraba era una bestia enorme, roja y de negras orejas y patas como el ébano, y al que el Khan llamaba "El Amo". Le llamaba así porque no había perro en la jauría al que no hubiera vencido. Aseguraba que podía matar a un hombre armado, siempre que éste estuviera solo. Ahora sus ladridos sonaban trágicamente en mi cerebro. ¡"El Amo" no estaba ni a media milla de distancia! Galopamos tan veloces como pudimos, pues ahora el terreno había cambiado, y la luz de la luna favorecía nuestra fuga. Si el terreno continuaba así, quizá en dos horas de marcha podríamos escapar de la jauría. Las laderas de la Montaña quedaban todavía a unas diez millas, cuando menos; pero las fuerzas de nuestros caballos tocaban a su fin; hacían cuantos esfuerzos podían por salvarnos y salvarse; pero la fuerza tiene sus límites. Su galope se iba acortando poco a poco, y creí más de una vez que iban a caer reventados. Cruzábamos un terreno lleno de matorrales y rocas, situado en una colina, en donde unas millas más abajo nacía el río que regaba los enormes flancos de la Montaña del Fuego. A poco de marchar por esta colina, nos vimos obligados a dar vuelta para poder pasar entre dos masas rocosas que se abrían ante nosotros. Al llegar allí pudimos ver a la jauría. No eran muchos. Sin duda, algunos de ellos debían haber caído en la ruda marcha. No lejos, venía el Khan montado en el segundo caballo, que había llevado de repuesto para cuando se cansara el otro. Nuestros caballos también los vieron, y se estremecieron de terror, pues intuitivamente comprendieron que estaban destinados a saciar el hambre de aquellas fieras. Decidimos marchar unas cuatro millas más hacia el nacimiento del río, de cuyas aguas oímos el ruido, con objeto de poder refrescar los caballos. Apenas habíamos andado doscientos metros, cuando los animales comenzaron a enloquecerse, sin que nuestros esfuerzos pudieran dominarlos. -¡Salta de tu caballo y escondámonos en un matorral! -gritó Leo. Así lo hicimos, y al poco rato los perros pasaron resoplando como a unos treinta metros de nosotros. Corrían silenciosos. pues teniendo la presa ya cercana, creían inútil desperdiciar fuerzas. -¡Corramos! -dije a Leo, tan pronto como pasaron-. ¡No tardarán en volver! A unos ochenta metros de nosotros había una roca que, afortunadamente, nos daría tiempo para escalarla antes que la jauría estuviese de vuelta. Vimos a nuestros dos pobres caballos corriendo frenéticamente a través de la llanura, por el mismo camino que habíamos hecho anteriormente. Sin peso alguno, y espoleados por el terror, corrían, llevando la delantera a la jauría, aunque, desgraciadamente, sabíamos que esto no podía ser por largo tiempo. El Khan hacía esfuerzos desesperados para hacer abandonar a sus mastines la caza de los caballos; pero los perros, puestos ya sobre la presa y olfateando el festín en perspectiva, no obedecían. La juventud estaba ya lejos de mí y no podía correr tan rápidamente como las circunstancias requerían; además, con la tensión nerviosa de la loca carrera sobre los caballos, mis piernas se negaban a sostenerme. Un tobillo, torcido al dar un paso en falso, acabó de inutilizarme por completo, dejándome tendido en el suelo. Imploré a Leo que me levantara, pues a toda costa quería llegar al río; una vez en él, si lo vadeábamos o bien caminábamos por sus orillas con los pies en el agua, haríamos perder la pista a los perros; de cualquier manera, el río representaba para nosotros una oportunidad de escapar con vida. Los ladridos de los mastines, especialmente el de "El Amo", se volvieron a oír cercanos. Seguramente, el Khan había podido reorganizar la dispersa jauría, y volvía sobre nuestra pista. No teníamos más remedio que hacer frente al Destino. -¡Huye! ¡Escapa! -dije a Leo-. Puedo detenerlos por unos minutos, los necesarios para ponerte a salvo. Tu vida es sagrada: Ayesha te espera; mi vida es vieja y me pesa; el morir no me asusta. -Calla, o nos oirán -dijo Leo, mientras me ayudaba a llegar al río. Estábamos cerca; podía ver el reflejo de la luna en sus aguas trémulas. Pero los mastines se acercaban cada vez más sobre nosotros; tanto, que oímos claramente el ruido que hacían sus patas al correr sobre la seca tierra mezclado con el de .los cascos del caballo del Khan. Ya llegábamos a la orilla, cuando Leo dijo, de pronto: -Bien, no podemos ir más allá; hagamos frente; juguémonos el todo por el todo. Nos detuvimos, y nos dirigimos a una roca cercana, contra la que apoyamos nuestras espaldas y esperamos. A unos sesenta metros, los mastines avanzaban hacia nosotros; pero, ¡loado sea el cielo! ¡Sólo eran tres! El resto, seguramente, había seguido tras los caballos, y estarían cebándose en ellos. Únicamente tres y el Khan, cuya figura salvaje se destacaba claramente sobre su cabalgadura. Pero sólo tres: "El Amo" y dos más, muy semejantes a él en fiereza y tamaño. -Será mejor -dijo Leo- que hagas frente tú a los perros mientras yo me las entiendo con el Khan. Preparando las lanzas, aguardamos firmes la acometida de las bestias, la lanza en la derecha y el cuchillo en la izquierda secándonos las manos húmedas del sudor. Los perros nos habían visto y venían ladrando rabiosamente. No tengo reparo en decir que sentí miedo, pues los brutos parecían leones por su tamaño y furor. Uno de ellos, el más pequeño, separándose de los otros, se adelantó, viniendo derecho hacia mí. Por qué o cómo, no lo sé; quizá fue un impulso repentino; pero el caso es que punteé un poco la lanza; y el animal se arrojó con toda su fuerza contra ella. La lanza le entró por el pecho, entre las patas delanteras, y tan rudo fue el choque que me vi lanzado contra la roca. Cuando me pude dar cuenta, el perro rodaba muerto por el suelo con un trozo de lanza clavado en el pecho, pues aquélla se había partido en dos. Las otras dos bestias se habían lanzado sobre Leo, si bien no habían hecho presa, aunque uno de ellos llevaba en su boca un trozo de su abrigo. Nerviosamente tiró su lanza contra ellos; pero con tan mala fortuna, que pasó rozando a uno, yendo a clavarse contra el suelo. ¡Estábamos desarmados! La vista del compañero muerto detuvo un instante la furia de los mastines, que se retiraron a corta distancia de nosotros, aullando frenéticamente. El Khan había saltado de su caballo, y se dirigía hacia nosotros; su cara parecía la de un demonio; pensé que tendría miedo de luchar con nosotros; pero me bastó ver sus ojos para persuadirme de que no era así. Estaba loco de rabia y de celos, las peripecias de nuestra captura habían crispado sus nervios hasta el paroxismo; venía a matar o a morir. Desenvainó su daga, y llamando a los perros, me señaló con ella. Los vi saltar hacia mí, y él dirigirse hacia Leo. ¿Quién podría decir exactamente lo que sucedió? Mi cuchillo se enterró en el pecho de un mastín, que rodó por tierra, aullando de dolor. El otro. "El Amo", hizo presa de mi brazo derecho, por debajo del codo, produciéndome con sus colmillos un dolor tan agudo, que, enloquecido, dejé caer el cuchillo que sostenía con la mano izquierda. El perro me sacudía con fuerza, intentando arrastrarme para un lado y otro, a pesar de los puntapiés que le daba yo en el estómago. Caí al suelo, y al caer, mi mano izquierda tropezó con una gruesa piedra, que agarré desesperado, y poniéndome de rodillas, le golpeé la cabeza furiosamente con ella; pero ni aun así la feroz bestia me soltaba el brazo. Hoy creo fue mejor así, pues de otra forma la nueva dentellada me hubiera producido otra nueva herida. Rodamos por el suelo juntos hombre y perro. En una de las vueltas vi a Leo y al Khan que, abrazados, luchaban, rodando también sobre el suelo. A otra vi al Khan, no lejos, contemplando mi lucha con la bestia. Cruzó por mi imaginación la idea de que había matado a Leo, y que ahora contemplaba mi muerte. Cuando me parecía que todo se ponía negro, vi que algo se levantaba delante de mí, y que el perro soltaba su presa, dejando libre mi brazo ensangrentado. Era Leo, que, agarrando al perro con sus hercúleas fuerzas. lo levantaba como una pluma para estrellarlo contra el suelo. ¡Bravo! En una de estas sacudidas había estrellado los sesos del mastín contra la piedra, y su cabeza no era más que una masa informe negra y roja. Leo, reanimándome, pues me encontraba aplanado por el tremendo choque nervioso, me dijo: -Bien; se cumplió la profecía del mago; vamos a asegurarnos. Como un autómata me llevó hacia la roca donde estaba sentado el Khan, con vida, pero incapaz de moverse. La locura había desaparecido de su cara, y nos miraba melancólicamente, con ojos de chiquillo enfermo. -Sois valientes -dijo con voz apagada-, y sois fuertes; habéis matado a esos mastines, y me habéis roto la espalda; ha sido como profetizó el viejo Simbrí. Después de todo, yo a quien debía de haber matado era a Atene y no a vosotros; aunque vive ella y me vengará; no por mí, sino por su propia ofensa. Rubio galán, ella viene en vuestra persecución, con perros aún más feroces que los míos: los de su despechada pasión. Perdonadme, y huid a la Montaña, donde vive otra mujer más fuerte y poderosa que Atene. La cabeza le cayó sobre el pecho como tronchada. Estaba muerto. CAPÍTULO 12 EL EMISARIO -¡MUERTO! -murmuré-. ¡Bah! El mundo no ha perdido mucho con ello. -¡Pobre diablo! No hablemos más de él -dijo Leo cayendo exhausto en tierra-. ¡Quién sabe si no era un buen hombre antes de que lo volvieran loco! ¡Él ha tenido la culpa! ¡No hubiera querido matarle! -¿Cómo te las has arreglado? -Haciéndole caer la daga y agarrándole de tal forma que lo aplasté contra la roca. Eso fue todo. Muy cruel, es verdad; pero se trataba de mi vida y de la tuya. Pero, dime, Horacio, ¿estás muy herido? -Tengo el antebrazo completamente desgarrado; pero nada más, creo. Vamos hacia el río; tengo una sed abrasadora. Además, tenemos que huir del resto de la jauría... -No creo que éstos nos molesten por ahora; tienen nuestros caballos. ¡Pobres bestias! Espera un minuto; ahora vuelvo. Se levantó y tomó la daga del Khan, y de un solo golpe remató al perro que yo había herido con mi cuchillo. Después recogió las dos lanzas y mi cuchillo, diciendo que aún podrían sernos de gran utilidad. En seguida, sin ninguna dificultad, se apoderó del caballo del Khan, que, a poca distancia, rebuscaba algún musgo para comer, indiferente a la desesperada lucha que se había desarrollado. -Ahora -dijo Leo- monta, amigo mío; no te dejo que camines un paso más. Con su ayuda, monté sobre la soberbia silla del Khan, y tomando Leo las riendas, llevó al caballo hacia el río, que, aunque sólo estaba a unos trescientos metros de nosotros, me pareció un camino interminable, pues la fiebre me torturaba horriblemente. Por fin llegamos. Olvidando mis heridas, me tiré del caballo, arrastrándome hacia el agua, que bebí con ansia, y que ni por el más delicioso néctar hubiera cambiado. Cuando quedé ahito, metí la cabeza en el agua, así como el brazo herido; su frescura pareció aliviarme un poco; Leo hizo lo mismo, y cuando se levantó con la cabeza chorreando, me dijo: -¿Qué hacemos ahora? El río parece ser bastante ancho; unos ochenta metros. No debe ser profundo; ¿pero quién nos dice que en el centro no tenga más profundidad? ¿Qué hacemos? ¿Intentar cruzar el río, en cuyo caso estamos salvados, o esperar aquí a que lleguen los Mastines de la Muerte? -¡Si casi no puedo caminar! -murmuré-. ¿Cómo voy a intentar cruzar un río que no conozco? En el- centro, a unos treinta metros de la orilla, había una pequeña isla, cubierta de matorrales y césped. -Quizá podamos llegar hasta ella -dijo Leo-. ¡Vamos! Yo te llevaré a babuchas. Probemos. Obedecí con dificultad, y monté sobre él, mientras Leo usaba la lanza que nos quedaba entera como bastón y guía. El río era, felizmente, poco profundo. Llegamos hasta la isla sin ningún tropiezo. Leo me dejó en el suelo, mientras volvía de nuevo a la orilla a recoger el caballo y las armas que habíamos dejado. Lo desensilló y lo dejó pacer mientras él, agotadas las fuerzas, caía rendido sobre la hierba. No obstante, tuvo fuerzas aún para curarme las heridas. Aunque la manga de mi abrigo era bastante gruesa, no pudo evitar que la carne de mi antebrazo fuera destrozada por las dentelladas de "El Amo". Me pareció que el hueso también estaba roto. Leo recogió unas plantas acuáticas, y con un pañuelo me improvisó una cura un poco primitiva, que aliviara los crecientes dolores que sentía. Mientras esto hacía, supongo que me quedé dormido o desvanecido. De cualquier manera, fue el caso que no me di más cuenta de nada. Cuando los agudos dolores de mi brazo me despertaron, estaba amaneciendo. Una ligera niebla envolvía todo, y cerca de mí dormía Leo profundamente. A poca distancia descubrí al caballo que tranquilamente pacía en el verde. Estaba recordando nuestras aventuras del día anterior y las vicisitudes que tuvimos que pasar hasta llegar donde nos encontrábamos, cuando, dominando el ruido de las aguas corrientes, oí un murmullo que me estremeció; era un murmullo de voces. Me levanté, y miré entre el ramaje, y allá en la ribera, a través de la niebla, distinguí dos figuras a caballo: un hombre y una mujer. Señalaban al suelo, que examinaban con atención como escudriñando ciertas huellas en la arena. Oí al hombre decir algo sobre los mastines, que no querían entrar en el territorio de la Montaña. -Arriba, despierta! -dije a Leo, despertandolo- ¡Nos persiguen! Se puso de pie de un salto, restregándose los ojos, y agarrando una lanza, se preparó a la defensa. -Bajad vuestras armas, amigos míos --lijo la voz-; no venimos en son de guerra. Era la voz de la Khania Atene, y el hombre que la acompañaba «era el viejo Simbrí. -¿Qué hacemos ahora? -preguntó Leo con gesto amargo; pues si en el mundo había dos personas a quienes no quisiera volver a ver, eran ésas. -Nosotros nada -contesté-: es a ellos a quienes les corresponde hacer. -Venid -dijo la Khania desde la orilla-: os juro que no venimos como enemigos. ¿No véis que estamos solos? -No lo sé -respondió Leo-; pero no os molestéis: no nos moveremos de aquí, sino para continuar nuestra marcha. Atene dijo algo a Simbrí. Qué le decía no lo pude oír, pues hablaban en voz baja: por los gestos parecía persuadir al viejo de algo a que éste se oponía. Decidida al parecer la discusión, ambos metieron sus caballos en el agua, dirigiéndose a nuestra isla. Al llegar desmontaron, y nos miramos- los unos a los otros. El viejo parecía estar rendido por las fatigas del viaje; pero Atene estaba fresca y hermosa, sin que el cansancio ni las contrariedades hubieran dejado huella alguna en su resplandeciente belleza. Fue ella quien rompió el silencio diciendo: -Mucho habéis corrido, amigos míos; pero al fin os hemos encontrado. Allá, entre las rocas, hemos visto a un hombre muerto. Decidme cómo murió, si no tiene ninguna herida. -Así -dijo Leo, haciendo ademán, con sus manos, de partir algo. -Lo sé -dijo ella-: no os maldigo; estaba escrito que era a vuestras manos a las que tenía que morir. El Destino se ha cumplido. Sin embargo, existe alguien a quien tenéis que responder de vuestro acto; sólo yo puedo protegeros contra ellos. -Entregadme a ellos si queréis. ¿Khania, qué buscáis? -La respuesta que hace doce horas debíais haberme dado. Antes de contestarme, recordad que puedo salvar vuestra vida y ceñir a vuestras sienes la corona de ese pobre loco. -Encontraréis mi respuesta allá en la Montaña -dijo Leo señalando el pico, que se elevaba majestuoso entre las nubes-; donde yo busco la mía. Palideció la Khania y replicó: -Lo que allí encontraréis es la muerte. Como os dije, la Montaña está guardada por salvajes tribus que no conocen la piedad. -Quizá sea así; será entonces la muerte la respuesta que buscamos. Horacio, vamos; prosigamos nuestro camino. -;Os juro -dijo la Khania- que allá arriba no hay nada; que no está la mujer de vuestros ensueños! ¡Yo soy esa mujer! Tan cierto como que vois sois el hombre de mis amores. -Está bien, señora; probadlo en la Montaña -contestó Leo. -¡No existe ninguna mujer allá arriba! -gritó Atene fuera de sí-; sólo hay fuego y la voz del Oráculo. -¿Qué voz? -La del Oráculo, que habla desde el fuego: la voz del espíritu, a quien jamás hombre alguno vio ni logrará ver. -Vamos, Horacio -dijo Leo disponiéndose a ensillar el caballo. -Extranjeros -dijo el mago-. ¿Queréis escuchar la voz de la experiencia? Yo he visitado aquel lugar cuando, de acuerdo con nuestras costumbres, enterramos al padre de Atene, al anterior Khan, y os aconsejo, si no queréis morir, que jamás pongáis los pies en ninguno de sus templos. -Os agradecemos el consejo, señor -dijo Leo. Después, dirigiéndose a mí, añadió-: Horacio, vigílalos mientras ensillo el caballo; será mejor que estemos prevenidos. Tomé la lanza en la mano que tenía útil, y me puse en guardia; pero ellos no hicieron ningún movimiento sospechoso. Comenzaron a discutir en voz tan baja, que no podía oír sino el murmullo de sus palabras. Por los gestos, me pareció que nuestra decisión los contrariaba sobremanera. En unos cuantos minutos el caballo estuvo listo, y con la ayuda de Leo, monté sobre él. -Vamos adonde debemos ir, sea cuál sea la suerte que nos espera; pero antes de partir, quiero, Khania Atene, daros las gracias por vuestras bondades para conmigo y rogaros que me olvidéis. Volved a vuestro país, y gobernad sabiamente vuestro pueblo, y perdonadme si, involuntariamente, he turbado vuestra vida y la tranquilidad de vuestro país. ¡Adiós, hasta nunca! Atene lo escuchó 'con la frente baja, y cuando hubo terminado exclamó: -Agradezco vuestras palabras; pero, Leo Vincey, no nos podemos separar así tan fácilmente. Habéis dicho que vais a la Montaña, y hasta la Montaña os seguiré, pase lo que pase. Allí encontraré al Espíritu de la Montaña, y con él enfrentaré mi fuerza y mis poderes mágicos. Para la victoriosa será la corona por la que tantos años hemos luchado. Dando vuelta el caballo, se internó en el agua, seguida del viejo Simbrí. La parte del río comprendida entre la isla y la otra orilla era más peligrosa y de corriente más impetuosa que la que ya habíamos cruzado. A pesar de ello, llegamos sin ningún accidente. En aquella ribera se extendía una tierra sucia y cenagosa. Cruzamos aquellas marismas tan rápidamente como el terreno nos lo permitió, pues teníamos miedo de que Khania, habiendo ido a recoger su escolta, llegase de un momento a otro y nos hiciera prisioneros. Dejamos la marisma, llegamos a una ligera pendiente que conducía al primer pliegue de la Montaña, que estaba aún a unas cuatro millas de distancia. Después nos internamos en un valle desprovisto de vegetación, cuyo fondo estaba cubierto de lava y detritus provenientes de las lluvias y de las nieves derretidas en el verano. Este valle estaba en uno de sus lados limitado por una muralla natural de rocas cortadas a pico y de una altura de unos cincuenta metros, que veíamos imposible de escalar. Nos internamos más por el valle, con la esperanza de encontrar algún paso que nos permitiera salir de allí. Éste se hacía cada vez más angosto y oscuro, y a medida que nos internábamos, nos dimos cuenta que su fondo de lava se encontraba cubierto por multitud de objetos blancos. Vimos que uno de éstos era un esqueleto humano, y que los demás eran restos de brazos, huesos, calaveras, etcétera. Aquello era un verdadero valle de la muerte, había miles y miles de ellos. Fue entonces cuando experimentamos la primera extraña emoción en la Montaña. -Si no encontramos un camino para salir de este trágico valle creo que nuestros huesos van a hacerle compañía a los de los antiguos habitantes de Kaloon -dije, mirando a mi alrededor. Según hablaba me pareció ver con el rabillo del ojo que un bulto blanco se movía. Mis cabellos se erizaron. Sí; aquel bulto se movía y poco a poco se ponía de pie. Era una figura humana, aparentemente de mujer; de esto no podía estar seguro, pues iba cubierta de hombros a pies por un manto blanco y su cara velada por un lienzo, o, mejor dicho, por una máscara con agujeros para poder ver. Avanzó hacia nosotros, mientras estábamos mudos y como pegados al suelo. El caballo, cuando la vio, se espantó tan violentamente, que casi me echa al suelo. Cuando llegó a unos diez pasos de nosotros nos hizo un saludo con la mano, que también llevaba cubierta con un guante blanco. -¿Qué ser sois vos? -dijo Leo, y su voz sonó lúgubremente entre aquellas rocas. La blanca figura no respondió. Leo avanzó hacia ella con ánimo de asegurarse de si aquel fantasma era real o todo era una alucinación de nuestras mentes febriles. Tan pronto como Leo avanzó, el fantasma retrocedió, subiéndose sobre un montón de huesos y quedando allí de pie. Leo no se detuvo y continuó avanzando. Antes de que Leo llegase hasta él, la visión o realidad levantó su mano enguantada y señaló primero la cima de la Montaña o el cielo, v después a la muralla de roca que teníamos ante nosotros. Leo, volviéndose a mí, me preguntó: -¿Qué hacemos? -Seguirle, creo; debe ser un emisario enviado de arriba -dije, señalando la cima de la Montaña. -Está bien, pero te advierto que la presencia de este guía no es de las más agradables. Con un gesto indicó al fantasma que podía obrar. Aparentemente debió entenderle, por cuanto bajando de su altura avanzó entre las piedras y esqueletos sin hacer ruido. Le seguimos sin cruzar palabra hasta llegar a una profunda hendidura en la roca: Esta hendidura ya la habíamos visto anteriormente, pero creyendo que era una grieta sin comunicación alguna pasamos sin prestarle atención. El fantasma se internó por ella, desvaneciéndose. -Debe ser una visión -dijo Leo, dudando todavía. -Sea lo que sea, debemos seguirla. ¡Adelante! -dije. Hicimos internarse al caballo por la hendidura, y cuando ya parecía que no podía seguir más hondo, vimos que ésta hacía un recodo rápido y que el fantasma estaba esperándonos allí. Siguió adelante, y nosotros tras él por una estrecha garganta que hacía una pronunciada pendiente y que acababa en una caverna o galería trabajada en la roca. Aquí nuestro guía nos esperó, aparentemente, con la intención de agarrar al caballo por la rienda; pero éste, al notar la presencia de aquel extraño ser, si tal era, se encabritó de tal manera, que más de una vez creí que iba a caer de espaldas. La blanca figura señaló con su mano la cabeza del noble bruto, y éste comenzó a sudar copiosamente, aterrorizado, sin hacer ninguna tentativa de desobediencia o fuga. Entonces, tomando la brida por un lado con su enguantada mano, mientras Leo sostenía la otra, nos dispusimos a internarnos en el túnel. Salimos por fin del túnel, que, seguramente, nos había evitado un gran retraso en nuestra marcha, encontrándonos por fin en la primera estribación de la Montaña, que se elevaba millas y millas hacia arriba, hasta llegar a la blanca caperuza de nieve que coronaba la cumbre. Aquí encontramos señales de vida humana, pues la mayoría de los campos estaban cultivados en parcelas y numerosas vacas y corderos se veían pastar en los campos lejanos. Nos internamos en un estrecho valle, siguiendo una senda que se extendía a lo largo de un torrente que saltaba ruidoso entre las peñas del fondo. De pronto, oímos un estridente alarido, y nos vimos rodeados de un grupo como de cincuenta hombres de salvaje apariencia, rostro fiero y ademanes bravos y resueltos, dando gritos y alaridos, y con intenciones evidentes de hacernos blanco de sus lanzazos. La mayoría eran pelirrojos, aunque muchos de ellos eran de tez morena. Iban cubiertos con pieles y armados de lanzas y escudos. -¡Vamos a ellos! -gritó Leo sacando la daga-. ¡Adiós, Horacio! ¡Allá nos veremos! -¡Adiós, Leo! -contesté, comprendiendo la verdad de lo que Khania y el mago nos habían dicho respecto a las tribus de la Montaña. Mientras tanto, nuestro fantasmagórico guía se había desvanecido tras una roca. Sin duda, cumplida su misión, nos dejaba a merced de estos salvajes, que darían cuenta de nuestras miserables existencias. Pero fui injusto al pensar así; ,; pues cuando los salvajes estaban a unos cuantos metros de nosotros, apareció en lo alto de la roca, y levantando un brazo, sin pronunciar una sola palabra, paralizó por completo las ansias bélicas de nuestros atacantes. A su vista, todos aquellos hombres de fiera apariencia quedaron suspensos y mudos, mientras que el que debía ser el capitán de aquella horda se adelantó y, cayendo de rodillas, inclinó su cabeza con aire de sumisión, como si fuera un perro castigado. El fantasma le hizo un signo, señalándonos primero a nosotros y después a la alta cumbre, y cruzando y abriendo sus enfundados brazos, pero sin que pudiéramos oír una palabra que saliera de sus labios. El capitán debió entenderle rápidamente, pues, dirigiéndose a sus compañeros, les dijo algo en un lenguaje gutural, incomprensible para nosotros. Prorrumpieron en gritos de nuevo, y se alejaron a toda velocidad, sin darnos la más pequeña molestia. En unos minutos se desvanecieron tan rápidamente como habían aparecido. Nuestro guía nos hizo un signo para que le siguiésemos, y comenzamos a ascender por la cañada, como si nada hubiera sucedido. Cerca de dos horas duró aquella marcha, hasta desembocar en un suave declive cubierto de hierba y de apacible aspecto. Con gran sorpresa nuestra, encontramos un fuego ardiendo, y en él colgaba sobre un trípode una olla de barro, sin que aparentemente persona alguna cuidase de aquel fogón improvisado. Nuestro guía nos hizo seña de desmontar, y señalándonos el fuego, nos dio a entender que íbamos :i comer el contenido de la olla, que, sin duda alguna, nos había sido preparado de antemano, seguramente por los salvajes que horas antes se disponían a dar cuenta de nosotros. Nos pareció estar en el mejor de los mundos, y todo cambió de color, pues en aquellos momentos el hambre hincaba su ruda zarpa en nuestro estómago, y, ¡oh gente previsora!, el caballo también tenía preparado, a corta distancia, un montón de pasto verde que lo resarciría de su abstinencia forzosa. Mientras Leo desensillaba y daba el pienso al caballo, tomé un cuenco de barro que allí había, y dirigiéndome al torrente de la cañada, lo llené de agua fresca, al paso que sumergía en ella mi dolorido brazo, con la esperanza de amenguar un poco el ardor de la herida. Llené el cuenco, y me dirigí de nuevo adonde se encontraba Leo y nuestro portentoso guía. Al llegar al fogón se me ocurrió una idea que pudiera darnos a conocer quién era nuestro desconocido protector. Con la esperanza de que se descubriese al beber, le ofrecí un vaso de agua clara; pero, él, agradeciéndomelo con un gesto cortés, así lo interpreté, me volvió la espalda, dándome a entender que declinaba mi atención. No quería o no podía beber. Tampoco quiso comer, pues, igualmente, rechazó el ofrecimiento que Leo hizo cuando nos dispusimos a hacerlo. Tan pronto como sacamos la olla del fuego y dejamos enfriar su contenido, nos dispusimos a devorar la extraña comida que nos había sido preparada, pues estábamos materialmente desfallecidos por las largas jornadas y el escaso alimento. Después de comer, Leo volvió a curarme el brazo, tan bien como nuestros pobres medios nos permitían. Todo el resto del día caminamos sobre laderas cubiertas de verdura, sin que viéramos ningún ser humano, aun cuando algunas veces oíamos aquel salvaje alarido, tan particular entre 'los moradores de Ja Montaña. A la llegada de la noche habíamos dejado las vertientes bajas, y nos encontrábamos en el corazón de la Montaña. Pronto la ligera senda desapareció. Cruzamos por varios caminos intrincados, capaces de desorientar al mejor observador, hasta que por fin llegamos a un lugar que para mejor dar una idea podríamos semejarle a un anfiteatro hecho por la naturaleza en la roca viva. En un rincón de este anfiteatro natural se veían unas cuantas casuchas de- piedras, construidas contra la pared de roca. La luna daba de lleno en aquel sitio, iluminando una curiosa e interesante escena. Formados en semicírculo había unas ciento cincuenta personas entre niños, ancianos, hombres y mujeres, entregados, al parecer, a la celebración de algún extraño rito. Frente al semicírculo humano, un gigante pelirrojo, sin más vestido que un minúsculo taparrabos de piel, gesticulaba y gritaba en medio de las más raras contorsiones que persona puede imaginar, mientras sobre su cabeza, y con el lomo arqueado, se sostenía un gato completamente blanco. No lejos de donde los salvajes celebraban esa ceremonia, o lo que fuese, había una gruesa roca de unos dos metros de altura, tras la cual nos ocultamos mientras nuestro guía se internaba en un bosquecillo de pinos, indicándonos que lo esperásemos allí. Atravesó el bosquecillo, y se dirigió a un lugar donde, sin ser visto, podía perfectamente divisar lo que acontecía en el llano. Parecía perplejo y sorprendido por aquella escena, que parecía desconocer. Nuevamente nos hizo un signo indicándonos de que le esperásemos, al mismo tiempo que nos manifestaba con otro expresivo ademán que guardásemos silencio. De pronto desapareció, sin que nos diésemos cuenta de cómo. Sin saber qué hacer, esperamos allí, mientras poco a poco nos interesábamos por lo que sucedía en la plaza de aquel circo natural. Una vez que cesaron todas aquellas salvajes gesticulaciones y alaridos del gigante, siempre llevando el gato sobre su cabeza, una columna de humo se inició en la pira, indicando que ésta había sido encendida. A pocos pasos de distancia de ella había, en el suelo, siete personas con las manos atadas a la espalda. Los siete estaban colocados en línea, y todos parecían poseídos de un extraño temor, por cuanto las piernas les temblequeaban, y una de las mujeres lloraba desesperadamente. Todos permanecían indiferentes a ellos y- concentraban su atención -en el fuego, que en aquellos momentos tomaba toda su intensidad y fiereza, alumbrando todos los detalles de lo que a continuación sucedió. Cuando pareció que todo estaba listo, un hombre entregó al pelirrojo oficiante, que estaba sentado en un tosco asiento, una vara de madera, mientras depositaba el gato sobre sus rodillas. Tomó la vara con las dos manos, y a una palabra suya, el gato saltó sobre sus rodillas, yendo a quedar agarrado con el lomo en arco sobre la vara. En medio del más intenso silencio comenzó a entonar -una plegaria aparentemente al gato, mientras éste, sentado sobre la madera, lo miraba con sus ojos refulgentes. Después, llevando siempre al felino sobre la vara, comenzó a pasear por junto a la hilera formada por los prisioneros, aproximándose cada vez más a ellos. Cuando ya estuvo bastante cerca, el gato saltó sobre la espalda del último, comenzando a arquear el lomo en felinos movimientos; después pasó a los hombros del otro, haciendo el mismo juego; después al otro, hasta llegar al que hacía el quinto, y que era una muchacha; al llegar a ella, el gato comenzó a maullar, y con las orejas echadas hacia atrás y el pelo erizado, bufaba iracundo, mientras con sus pequeñas zarpas trataba de arañar la cara de la infeliz condenada, mientras ella exhalaba desesperados quejidos. Todos los espectadores prorrumpieron en una sola exclamación, que ya habíamos oído antes entre las gentes del país de Kaloon: ¡Bruja! ¡Bruja! ¡Bruja! Los verdugos se precipitaron sobre ella, arrastrándola hacia la pira, donde la muchacha estaba condenada a ser quemada. -No puedo permanecer impasible ante esto, Horacio -dijo Leo, desenvainando su daga. -Quizá será mejor dejarlos que se arreglen solos -dije, mintiendo, por cuanto la sangre me hervía en las venas. Si me oyó o no me oyó, no lo sé. En un segundo vi a Leo lanzarse como un huracán, daga en mano, en medio de aquella batahola. Siguiendo su ejemplo hinqué las espuelas en las costillas del caballo, precipitadamente tras él. En unos segundos estuve a su lado. Al verme a mí, los salvajes se quedaron de pronto silenciosos y suspensos, pues nos debieron tomar por apariciones. Los ejecutores del sacrificio estaban con su víctima bien sujeta, junto a la pira, donde los troncos resinosos elevaban enormes lenguas de fuego que iluminaban fantásticamente aquel aquelarre. Leo, con un "¡Atrás, asesinos!", se precipitó sobre los verdugos, hiriendo de un golpe de daga a uno de ellos, que sujetaba a la muchacha por la garganta. Con un grito de rabia y dolor, el hombre soltó a su víctima, mientras ésta se internaba en la oscuridad. Vi también al hechicero, sosteniendo aún al gato entre sus brazos, dirigirse a Leo y espetarle un torrente de palabras ininteligibles que, a juzgar por el tono, no eran de cortesía precisamente. Leo, a todo esto, contestaba con una jerga de inglés, griego y árabe, que ni él mismo entendía, creo yo. Entonces, el gato, enfureciéndose, saltó de los brazos del hechicero a la cara de Leo; pero, atrapándolo éste en el aire, le hizo dar tres o cuatro vueltas, sosteniéndolo por la cola y lanzándolo a las llamas de la pira. A la vista de aquel espantoso sacrilegio -pues, para ellos, que adoraban a ese animal, el acto de Leo tenía ese carácter- sonó un grito unánime, un grito de horror. Entonces, avanzó lentamente aquella ola humana hacia nosotros. Un hombre se interpuso entre Leo y yo; pero de un lanzazo lo derribé. En un instante estuve junto a él; la masa humana nos empujaba hacia la hoguera. Leo luchaba contra todos ellos, con titánico empuje; los hombres caían bajo sus puños como simples muñecos; Leo era hercúleo en sus fuerzas, y sus atacantes estaban medio muertos de miedo. -¿Por qué no dejaste al gato en paz? -le recriminé, estúpidamente, pues no sabía lo que decía-. ¿No ves que vamos a morir a manos de estos salvajes? Tanto empujaba la masa humana, que en unos segundos me encontré con el caballo casi encima del fuego; sentí chamuscarse mi pelo y el del caballo, y vi que las rojas cavernas de fuego me esperaban para apoderarse de mi dolorido cuerpo. ¡Triste fin a una vida de lucha y de ideal! De un brutal empujón de manos desconocidas caí del caballo y me encontré sentado sobre el suelo y... Frente al fuego, con su brazo levantado, estaba nuestro fantástico guía, apuntando con un índice • al gigantesco hechicero de la tribu. Pero no estaba solo: con él había un grupo de hombres vestidos de blancas ropas, armados de dagas, ojos rasgados y negros, gesto de ascetas y caras y cabezas afeitadas, que brillaban al reflejo de las llamas en la oscuridad. A la vista de estos nuevos personajes, los salvajes experimentaron un pánico indescriptible, emprendiendo una precipitada fuga en todas las direcciones.. El que parecía el jefe de aquellos monjes, un hombre alto, de apuesta presencia y de cara agradable, y ornada de una simpática sonrisa, dirigiéndose al hechicero le dijo algo que yo interpreté así: -Perro -dijo en voz suave, pero tras la cual se traducía una terrible inflexión-; ¡perro maldito! ¿Qué ibas a hacer con los protegidos de la poderosa Madre de la Montaña? ¿Es para eso para lo que se os ha concedido la merced de vivir, a ti y a los idólatras que te siguen? ... ¡Contesta, aborto del averno, contesta si tienes algo que decir, porque te queda poco tiempo que vivir! Con el terror retratado en su rostro, el gigantesco hechicero cayó de hinojos a los pies, no del jefe de los monjes, sino de nuestro fantástico guía, articulando, en guturales exclamaciones, demandas de piedad. -En vano -dijo el superior de los monjes-; ella es el Ministro que juzga y la Espada que ejecuta la sentencia. Yo soy el Oído y la Voz. Habla y dime. ¿Por qué ibais a matar a estos hombres, a quien habíais de dar hospitalidad y apoyo tal como se os estaba ordenado? Ibais a matarlos solamente porque arrancaron de vuestras manos. a esa pobre víctima y destruyeron el objeto de vuestra idolatría. Lo he visto todo. Y sabe que esto no ha sido sino una trampa puesta para probarte a ti, a quien tanta vida se te había concedido. El pobre diablo seguía postrado ante nuestro guía sin atreverse a levantar sus ojos del suelo. -Emisario -dijo el superior-: tú tienes la Justicia. Dicta tu veredicto. Entonces nuestro guía, levantando su mano lentamente, apuntó al fuego. De pronto, el hechicero palideció cayendo hacia atrás muerto, asesinado por su propio terror. La mayoría de los concurrentes al extraño rito había huido; no obstante, algunos curiosos quedaban contemplando atónitos la lúgubre escena. El Superior los mandó acercarse con autoritaria voz. Como perros temerosos se acercaron hasta llegar a pocos pasos de él. -Mirad -dijo, señalando al caído-; mirad y temblad ante la Justicia de Hesea, la Madre. Esta suerte seguiréis cada uno de vosotros que abandone su culto para dedicarse al crimen y a la idolatría. ¡Llevaos a ese perro apestado que fue vuestro jefe! Algunos de los más arriesgados se acercaron, levantando el cadáver del suelo. -Ahora arrojadlo al lecho que habíais preparado para sus víctimas. Los portadores de la fúnebre carga se dirigieron hacía la llameante pira, y arrojaron en ella el cuerpo del hechicero. -Escuchad -dijo el monje-, y sabréis por qué este hombre ha sido castigado. ¿Sabéis por qué quería matar a esta muchacha a quien los extranjeros han arrebatado de sus garras? Porque el gato idolatrado la señaló como bruja, pensaréis vosotros. ¡No! Yo os lo diré, y mi voz es la de la Verdad. No fue por eso: porque, siendo hermosa, la quería para sí, como ha hecho con muchas otras, aun siendo casada y amando a su marido. Como ella le rechazó, en venganza quería hoy su muerte. Pero el Ojo ve, la Voz habla y el Emisario emite su veredicto. Ha sido cazado en sus propias redes, y así os sucederá a cada uno de vosotros que se aparte del camino trazado para seguir el camino del mal. Tal es la justicia de Hesea, transmitida a mí desde su trono entre los fuegos de la Montaña Sagrada. CAPÍTULO 13 BAJO LAS ALAS PROTECTORAS DE LA DIVINIDAD UNO tras otro, los salvajes fueron abandonando el trágico lugar. Cuando el último hubo desaparecido, el Superior avanzó saludando a Leo, poniéndose una mano sobre la frente. -Señor -dijo en la misma jerga griega que usaban los habitantes del llano-. No os pregunto si os encontráis heridos, porque sé que, desde el momento en que habéis asentado vuestros pies en el río que baña este país, vos y vuestro compañero estáis protegidos por una fuerza invisible, de tal forma, que no hay hombre ni ser sobrenatural que pueda produciros el menor daño. Sin embargo, manos viles e indignas han osado tocaros e intentado poner fin a vuestra preciosa existencia, y es el deseo de la Poderosa Madre y Señora a quien sirvo que, si tal es vuestra voluntad, todos esos hombres que os ofendieron, morirán ante vuestros ojos. ¿Es éste vuestro deseo? -¡No! -dijo Leo-. Los perdono. No sabían lo que hacían; estaban ciegos y locos; no quiero derramar una gota de sangre. Es el único favor que os pido, amigo... -Me llamo Oros -contestó. -Amigo Oros; ahora, si es tal vuestra bondad, nos proporcionaríais una gran alegría indicándonos rápidamente el camino que conduce a la presencia de Aquella a quien llamáis Madre, y cuyo Oráculo hemos venido a consultar desde lejanas tierras. Con una inclinación de cabeza, contestó: -Vuestros alimentos y vuestros lechos están ya preparados, y cuando hayáis descansado, tengo orden de conduciros adonde deseáis llegar. ¿Queréis seguirme? Poniéndose en marcha, nos guió a un pequeño edificio, distante como unos cincuenta metros, construido contra la muralla de aquel anfiteatro natural. La casa ' estaba dividida en dos habitaciones: la primera era una especie de comedor, por el cual se llegaba a la segunda, que parecía ser un dormitorio. -Entrad -dijo-; necesitáis lavaros y cambiaros. Y después, dirigiéndose a mí, agregó: -Y vos, debéis curar ese brazo, al que las dentelladas del mastín han herido gravemente. -¿Cómo sabéis eso? -pregunté. -El cómo no os interesa, pero lo sé -respondió Oros, gravemente. Me ayudó a levantar el primitivo apósito, y me lavó la herida cuidadosamente con agua caliente, en la que había mezclado alguna sustancia, haciéndolo todo con la experiencia de un «profesional. -Los colmillos del animal han hecho heridas profundas; pero no tengáis cuidado; estaréis curado en pocos días. Así que me curó, me ayudó a lavarme y a despojarme de las ropas viejas, para sustituirlas por las limpias y nuevas que había sobre el lecho, poniéndome, una vez que estuve vestido, el brazo en cabestrillo. Mientras, Leo había hecho lo mismo, y al poco rato dejamos la habitación, completamente distintos a los astrosos y derrotados viajeros que entraron en el refugio momentos antes. En la otra habitación encontramos la comida preparada, atacándola con furia merecedora de más altas empresas; terminamos de comer sin haber cambiado una sola palabra. Después, y sumidos en el sopor que es de suponer tras tanta fatiga, volvimos a la otra cámara, arrojándonos sobre los lechos, y despojándonos tan sólo de nuestras prendas exteriores, caímos en pocos minutos en un sueño profundo y reparador. De pronto, en medio de la noche me desperté. Tenía esa secreta intuición que sobresalta el espíritu cuando sabemos que ha entrado alguien en nuestra habitación, sin que le hayamos visto ni oído. Agucé el oído cuanto pude, y percibí un ligero rumor, y entonces, a la claridad un poco difusa de la luna que entraba por la ventana, vi la figura de nuestro guía fantasma aproximarse a la puerta. Ahora más que nunca, aquella forma humana o espectral parecía un fantasma de los que describen las historias de aparecidos. Miraba hacia donde Leo se encontraba, o, al menos, así me pareció, pues hacia aquel lado tenía dirigida su cabeza. Hubo algo de humano entonces, algo que solamente puede salir de los seres que sienten y padecen. El fantasma suspiró, y aquel suspiro parecía salir de lo más hondo de un alma. Así, pues, no era tan fantasma como creíamos, pues sufría y expresaba su dolor de una manera completamente humana. Pero..., ¿qué hace? ... ¡Extiende las manos hacia Leo, en un ademán de ternura infinita! Parece que Leo siente también el influjo de la proximidad de aquel ser. Habla. Escucho. Habla tan bajo, que no puedo oír lo que dice..., pero parece que habla en árabe ... Ya oigo, dice: -;Ayesha! ¡Ayesha! La figura avanza y se detiene. Leo se sienta en el lecho, siempre bajo la influencia de su sueño, pues tiene los ojos cerrados. Extiende sus brazos como queriendo abrazar a alguien con quien sueña, diciendo con voz apasionada: -Ayesha: a través de la vida y la muerte te he buscado desde hace muchos años. ¡Ven, mi diosa! ¡Mi esperada! La blanca forma se acercó aún más, y pude ver que temblaba, y que sus brazos se extendían también en muda contestación a los de Leo. Se detuvo. Al mismo tiempo, Leo cayó sobre el lecho. Las frazadas que cubrían su cuerpo habían caído, dejando al descubierto su pecho, donde ocultaba el guardapelo de cuero que conservaba un rizo de Ayesha. Leo dormía profundamente, y los ojos de aquella extraña figura permanecían como atraídos por aquella reliquia..., pero aún hizo más; con agilidad sorprendente, sus dedos enguantados abrieron el guardapelo, sacando el largo rizo de sedosos y brillantes cabellos. Los contempló un momento, volviéndolos a colocar en su anterior lugar, que cerró cuidadosamente. Me pareció oírla llorar. Mientras, Leo, que continuaba soñando, sacó los brazos lo mismo que antes, diciendo con voz apasionada: -¡Ven, amada mía! ¡Ven a mí! ¡No me abandones! Al oír esto, como haciendo un esfuerzo sobre sí mismo, con un ágil movimiento salió de la estancia el fantástico guía. La mañana siguiente, los recuerdos eran más borrosos, y los temores se habían disipado. Cuando desperté, la luz del día entraba de lleno en la pieza, y Oros estaba de pie junto a mi cama. Me levanté de un salto, y le pregunté qué hora era. Con una sonrisa, y hablando en voz baja, me respondió que faltaban dos horas para el mediodía, añadiendo que había venido con objeto de curarme el brazo. Me di cuenta entonces de que hablaba tan bajo porque Leo continuaba todavía durmiendo. -Dejadlo descansar -dijo, mientras me desvendaba el brazo-. Ha sufrido mucho, y lo que es más -agregó significativamente- puede sufrir más todavía. -¿Qué queréis decir, amigo Oros? ¿No dijisteis que en la Montaña nos encontrábamos a salvo de todo peligro? -Os dije solamente, amigo... -Holly es mi nombre. -...amigo Holly, que vuestros cuerpos estaban a salvo, pero no dije nada de lo demás... El hombre es algo. más que una masa de sangre y carne, es alma y es sentimiento..., y ésos pueden sufrir también... -Pero, ¿quién puede hacerlos sufrir?. . . -Amigo -dijo, gravemente, el sacerdote-; vos y vuestro compañero habéis llegado a estas tierras, no como simples aventureros a quienes el azar condujo hasta aquí, pues de ser así, haría ya tiempo que habríais perecido, sino con el propósito de descorrer el velo que cubre un misterio desde los más remotos tiempos. ¡Quién sabe si, al fin, conseguiréis lograr vuestros propósitos! Pero, si lo conseguís, quizá lleguéis a conocer algo que hunda vuestras almas en la desesperación y la locura ... Decid. .. , ¿no teméis el futuro? ... -¡Algo! -contesté-. Pero, sin embargo, mi hijo adoptivo y yo hemos visto y vivido demasiado extrañas cosas para sentir miedo de lo desconocido. Hemos visto la Luz de la Vida, hemos sido los huéspedes de una mujer inmortal, y hemos visto a la muerte apoderarse de ella, mientras nosotros quedábamos inmunes. ¿Creéis que podemos sentirnos cobardes ahora? ¡No! ¡Llegaremos hasta el fin! Ante estas palabras, Oros no experimentó ni curiosidad ni sorpresa, como si lo que yo le decía lo conociera de antemano. -¡Bien! -respondió, sonriendo, al paso que hacía una cortés reverencia con su afeitada cabeza-. Dentro de una hora, marcharéis adonde os conduce vuestro destino. Si he herido vuestra susceptibilidad, perdonadme... Si es preciso, presentaré también mis excusas al señor... -dijo, mirando a Leo. -Leo Vincey -dije. -Leo Vincey; sí, Leo Vincey -dijo repitiendo, como si aquel nombre le fuera familiar, pero que por el momento se hubiera borrado de su memoria-. Pero no habéis contestado a mi pregunta: ¿Es necesario que le presente mis excusas? -No, pero si tenéis gran empeño, podéis hacerlo cuando despierte. -No; pienso como vos; además, sería malgastar el tiempo hablando inútilmente, y perdonad la comparación; de lo que el lobo viejo no huye, no huye tampoco el valeroso tigre. Pero mirad qué buen aspecto presentan las heridas de vuestro brazo; están ya cicatrizando. Ahora os vendaré de nuevo y dentro de unas semanas el brazo estará tan fuerte y sano como antes de encontrar al Khan Rassen cazando en el llano. Dentro de poco volveréis a verlo, así como a su bella esposa. -¿Verlos de nuevo? ¿Así que, una vez muerto, viene a vivir a la Montaña? -pregunté, sorprendido. -No; viene para ser enterrado; es un antiguo privilegio de los reyes de Kaloon; pero creo que la Khania tiene también algo que preguntar al Oráculo... -¿Qué es el Oráculo? -dije, intrigado. -El Oráculo -replicó, vagamente -es una voz. Lo que siempre ha sido... -Algo he oído sobre ello a Atene; pero una voz necesita alguien que la emita. ¿Es quizá por aquella a quien llamáis Madre? -Quizá, amigo Holly. -¿Y esta madre, es un espíritu? -Es éste un punto sobre el que se ha discutido mucho. Un espíritu os dijeron en el llano que era, ¿no es eso? Así lo creen también las tribus de la Montaña. Quizá sea razonable pensar así, puesto que todos los seres humanos son cuerpo y espíritu. Pero vosotros formaréis vuestra opinión, y después podremos discutir... Ved vuestro brazo; ya está listo. Tened cuidado con moverlo o llevarlo colgado. ¡Mirad! Vuestro compañero despierta. Una hora más tarde comenzábamos de nuevo la ascensión; yo en el caballo del Khan y Leo a pie precedidos siempre por nuestro guía, a la vista de cuya figura las gentes se postraban de hinojos y así permanecían hasta que nos perdíamos de vista. Uno de ellos, una mujer, levantándose y rompiendo nuestra escolta de sacerdotes, llegó hasta Leo, arrodillándose a sus pies y besando su mano. Era la muchacha cuya vida habíamos salvado; tras ella estaba su marido con los brazos heridos por los golpes de la noche anterior. Nuestro guía pareció fijarse en este incidente, e hizo un signo al Superior, que éste interpretó. Llamando a la muchacha le preguntó cómo se atrevía a manchar con sus labios viles al extranjero. La muchacha le dijo que sólo quería testimoniarle su gratitud eterna. Oros dijo que siendo ésa la causa era perdonada, y que en compensación a sus sufrimientos, quedaba nombrado su marido jefe de la tribu, según los deseos y la orden de la Madre. Dicho lo cual siguió su camino, sin escuchar las palabras de agradecimiento de la mujer y la aclamación de la tribu. Cuando hubimos salido de aquellos lugares y nos encaminábamos por el sendero abandonado la noche anterior, un murmullo de cánticos y oraciones se dejó oír. En una vuelta del camino nos encontramos con una procesión que avanzaba solemnemente- por el pequeño valle. A la cabeza marchaba la Khania, seguida de su tío Simbrí, el viejo mago, y tras ellos un gran número de rapados sacerdotes, vestidos de blanco, llevando unas parihuelas, en las que reposaba, con la cara descubierta, el cuerpo del difunto Khan. Iba cubierto de negros paños, y su cara, antes tan expresiva de maldad, había tomado con la muerte la serena y digna expresión que le faltó en vida. Pronto lo alcanzamos. A la vista de las blancas vestiduras de nuestro guía fantasma, el caballo de la Khania se encabritó en forma tan violenta, que más de una vez creí que iba a salir despedida de la montura. Pero buena amazona, dominó al caballo, y dirigiéndose a nosotros, gritó: -¿Quién es ese encubierto de blancas ropas que interrumpe la marcha por la montaña de la Khania Atene y su fallecido señor? ¡Amigos míos; os encuentro en mala compañía, pues me parece que sois conducidos por un espíritu . del mal hacia un fin peor! ¡Cómo será de horrible y repugnante que necesita taparse la cara! ¡Si fuera una mujer que nada tuviera que temer, descubriría su rostro a las miradas de sus semejantes! El mago, nervioso, tomó a la Khania por el brazo, mientras Oros, haciendo una discreta reverencia, le rogó que cesase en aquellas necias palabras que podían llegar a oídos de quien él no quisiera. Algún ser maligno actuaba sobre la Khania, pues, lejos de callar, se dirigió al guía, llamándole de "tú" tratamiento que era muy usual en la Montaña, pero raro entre los cortesanos de Kaloon. -Déjalas que el viento las lleve donde quiera -gritaba-. ¡Bruja! ¡Quítate esos trapos y enséñanos tu cara de vil gusano! ;Muéstranos cuáles son tus artes! ¿Crees que me vas a asustar con esas vestiduras de aparecido? -;Callad, señora, callad! -dijo Oros, perdiendo un poco su imperturbable calma-. ¡Ella es el Ministro y con ella va el Poder! -¡Pero ésta nada puede contra Atene, Khania de Kaloon! -gritó la Khania-. ¡Me río de su poder; déjala que nos lo muestre! Si algún poder tiene, no será de ella, sino de la hechicera de la Montaña, por quien quiere hacerse pasar. -¡Sobrina, calla, te lo ruego! -dijo el viejo Simbrí, cuya cara estaba blanca por el terror. Oros, mientras, había levantado las manos al cielo, como suplicando a alguna fuerza invisible, diciendo: --¡Oh, tú que todo lo ves y todo lo oyes! ¡Perdona la locura de esta mujer que así la hace hablar, y no hagas que la sangre de un forastero manche las manos de tus siervos ante la ofensa a tu sagrado culto! Así rogaba Oros; pero aunque sus manos estaban alzadas hacia el cielo, sus ojos estaban, como los nuestros, fijos en el guía. Mientras el sacerdote hablaba, vi que su mano se alzaba lentamente, lo mismo que cuando la levantó para sentenciar al hechicero de la tribu. Pareció reflexionar, y su mano se detuvo apuntando a la Khania. Casi no se movió, no hizo el menor' ruido, únicamente señaló, y los labios de Atene quedaron mudos, la furia desapareció de sus ojos y el color huyó de sus mejillas, quedando silenciosa y pálida como el cadáver que tras ella conducían. Como magnetizada por esta fuerza invisible, espoleó el caballo con tanta dureza que el animal, pegando un salto y un relincho, salió desbocado por el camino que conducía a la ciudad. Cuando Simbrí se disponía a seguir a la Khania, Oros, agarrando por las riendas al caballo que montaba, le dijo: -Mago; parece que no es ésta la primera vez que nos encontramos; por ejemplo, cuando el entierro del padre de vuestra señora actual. ¡Rogadle, pues, vos que conocéis algo acerca del Poder y de la Verdad, que hable más cortésmente sobre aquella que rige este país! Decidle, además, de mi parte, que de no haber sido nuestra huésped en esta fúnebre embajada, y por consiguiente inviolable, seguramente hubiera compartido las parihuelas de su esposo. Adiós; mañana hablaremos de nuevo. Soltando la brida, Oros siguió su camino. Tan pronto como dejamos atrás a aquella triste procesión, salimos del estrecho valle. Fue entonces cuando nos dimos cuenta de que nuestro guía había desaparecido. -¿Habrá ido a castigar a la Khania? -pregunté a Oros. -No -dijo con una ligera sonrisa-; creo más bien que se nos ha adelantado para prevenir a Hesea que sus huéspedes están por llegar. -Quizá -contesté, examinando el estrecho valle donde ni una mosca hubiera podido pasar sin que la hubiéramos visto. Quizá se nos habría adelantado, podría ser; pero lo que no podía comprender es cómo había desaparecido. Como aquella parte de la montaña semejaba una colmena llena de galerías y de cuevas, supuse que nuestro guía podría haber desaparecido por una de ellas. Todo el resto del día continuamos nuestra marcha ascensional acercándonos cada vez más a la blanca caperuza de nieve. Hacia el crepúsculo pasamos a través de campos cultivados como jardines, y llegamos a una pequeña ciudad construida en la lava. Era aquí donde vivían los monjes, y cuya entrada estaba prohibida para los comunes mortales de las tribus, o para los extranjeros. Siguiendo la calle principal nos hallamos frente a una enorme ojiva cerrada por unas gigantescas y macizas puertas de hierro, fantásticamente trabajadas. Al llegar aquí, los hombres de nuestra escolta se retiraron, llevándose mi caballo y dejándonos solos con Oros. Traspusimos esa puerta y nos hallamos en un pequeño pasadizo que acababa en otras grandes puertas de hierro. Éstas se abrieron al llegar nosotros frente a ellas, quedando medio ciegos por el resplandor brillante que de su interior salía. Imagínese el lector la nave de la catedral más grande que haya visto en su vida. Pues bien; figúrese otra el doble o el triple, y quizá tenga una idea de la magnitud del templo en el que nos encontrábamos. Quizá en los remotos tiempos había sido una caverna; pero ahora sus altas paredes se habían convertido en las más formidables obras de arte que jamás vieron los ojos de hombre al transformarse lentamente bajo el cincel de generaciones y generaciones de adoradores del fuego, desde miles de años atrás. Toda descripción resultaría pálida con la realidad. Era algo gigantesco, formidable, sobrehumano... Pero..., me preguntaréis quizá, ¿cómo estaba alumbrada una nave tan enorme? Seguramente no os lo podéis suponer...; estaba alumbrada por la luz que despedían ardientes llamas de fuego, que brotaban del suelo a intervalos regulares. Lo admirable era la carencia de humo u olor, supongo que debido a las grandes chimeneas de la bóveda, que establecían un fuerte tiraje, haciendo que las llamas adquiriesen la forma de inmensas columnas de fuego que se entraban en el techo. El templo estaba completamente desierto, y salvo el ligero murmullo de la combustión del oxígeno, reinaba en la, inmensa nave un absoluto silencio. -¿Pero no se apagan nunca estas admirables luminarias? -preguntó Leo, mientras se ponía una mano ante sus ojos, medio cegado por el resplandor. -¿Cómo podría ser? -dijo Oros, solemnemente- si proceden del eterno fuego que adoramos? Así brillan desde hace miles de años, y así brillarán por toda la eternidad, aunque si queremos, podemos apagarlas separadamente5. -¡Seguidme, tenéis que ver cosas más admirables aún! Lo seguimos en silencio. ¡Oh, cuán ínfimos y miserables nos sentíamos en medio de la grandiosidad sublime de aquel templo iluminado de tan fantástica y dantesca manera! Llegamos por fin al otro extremo del templo, de donde, a derecha e izquierda, se elevaban gigantescas escaleras. Oros nos hizo señas de que nos detuviéramos y prestáramos atención. Oímos un suave rumor de cánticos graves y melodiosos, mientras dos procesiones de blancas figuras se adelantaban solemnemente desde el otro extremo del templo. Avanzaban como fantasmas con movimientos pausados y majestuosos. La procesión de la derecha estaba compuesta por sacerdotes, y la de la izquierda por sacerdotisas. Serían como unos cien en total. Los hombres se colocaron frente a nosotros, mientras las mujeres se colocaban detrás, y a una señal de Oros, entonaron un exótico himno de modulaciones extrañas y salvajes, mientras nosotros atravesábamos, precedidos del Sumo Sacerdote, una estrecha galería, cerrada al final con dobles puertas de madera. Tan pronto como nuestra procesión llegó hasta allí, las puertas se abrieron, y ante nosotros quedó el paso franco a una gran habitación de forma elíptica, en la que se elevaba un pequeño altar, tras el cual había una cavidad que, según pudimos ver cuando nos acercamos más, tenía en su entrada pesadas cortinas de tisú de plata. Sobre el altar había una gran estatua de plata bruñida, que al recibir el reflejo de las llamas resaltaba como ascua sobre la negra roca que le servía de fondo. La estatua en toda su belleza, era algo imposible de describir. La figura representaba una mujer de edad madura. Era alada, y su rostro era de puras y graciosas formas. Como protegiendo con sus alas recogidas se veía la imagen de un niño recostado sobre su pecho y sostenido por su mano izquierda, mientras con la derecha le señalaba el cielo... ¿Cómo podría yo describir el alma de aquellas dos imágenes? ... La estatua en sí no representaba más que un niño atemorizado en los amorosos brazos de su madre... pero había algo tan sublime, tan real y fascinador en su ejecución, que la mente del observador como una quimera forjaba gestos y expresiones de aquella obra de algún genio desconocido, muerto puede ser hacía miles de años. Aun para el más profano, se veía claramente que aquello era el símbolo de la humanidad salvada por la divinidad. Mientras permanecíamos absortos en la contemplación de aquella maravillosa obra de arte, los sacerdotes y las sacerdotisas habíanse colocado en semicírculo, dejando en medio dos columnas de fuego que elevaban sus lenguas llameantes hasta la bóveda del recinto. Tan grandes eran las mangas de fuego, que los hombres y mujeres juntos tenían que estar bastante separados los unos de, los otros para no quemarse. A nuestros ojos parecían gnomos vestidos de blanco, dada la grandiosidad de todo lo que nos rodeaba y sus cánticos interminables nos parecían el lejano murmullo que se oye surgir del fondo de un torrente. La vista de todo este conjunto era imponente y soberbia, y nuestro ánimo estaba empequeñecido ante tanta magnificencia. Nos sentíamos anulados. Oros esperó a que el último sacerdote hubiese ocupado su lugar, y volviéndose hacia nosotros, nos dijo, siempre. en aquel tono tan cortés que le era particular: -¡Postraos de hinojos, oh, bienvenidos viajeros, y, ofreced vuestros respetos a la Madre! -Oros nos señalaba a la estatua. -¿Dónde está? -preguntó Leo en un susurro, pues la emoción anudaba su voz en la garganta-. No veo a nadie. -¡Hesea está allí detrás! -contestó Oros; después tomándonos de la mano, nos llevó a través de la inmensa nave, hasta cerca del altar. ¡Oh, qué emoción! Conforme avanzábamos hacia él, los sacerdotes entonaron de nuevo sus cánticos que ahora y desde otro lugar, con sus notas recogidas y ampliadas por la acústica de la gigantesca nave, se reproducían como una sola nota de vibrantes tonos, como un canto triunfal de vida y amor mientras nosotros nos acercábamos, sobrecogidos, hacia el altar donde nuestro corazón nos decía que debíamos encontrar el fin de nuestras aventuras. Al llegar junto al altar, Oros se puso de rodillas, inclinándose hasta tocar el suelo con la frente, en señal de sumisión y respeto. Después se levantó, colocándose tras de nosotros, con la cabeza baja y las manos entrecruzadas, quedando en silencio. Nosotros también quedamos suspensos y mudos, y el palpitar de nuestros corazones indicaba el temor y la esperanza, la alegría y la emoción que precede a lo desconocido... CAPÍTULO 14 EL TRIBUNAL DE LA MUERTE LAS cortinas se descorrieron dejando al descubierto la cavidad a que me he referido, en cuyo interior había un trono, y en él, una figura de blancas vestiduras que, cubriéndola de pies a cabeza, parecía, a las suaves tonalidades que recibía de las lenguas de fuego, una estatua de alabastro. Nada podíamos ver, a excepción del trono y de sus vestiduras, debido a la oscuridad de aquel agujero. Solamente percibimos que el Oráculo tenía en su mano un sistro en forma de crux ansata. Movidos por no sé qué secreto impulso, quizá imitando la acción de Oros, nos postramos de hinojos, y así permanecimos. Después oímos un suave tintineo de cascabeles, y levantando la cabeza vimos que la enguantada mano que sostenía el sistro nos señalaba con él. Entonces, una cálida voz, clara y suave nos habló (me pareció que temblaba un poco) en griego, pero en un griego más puro y correcto que el que habíamos oído hasta ese momento por aquellos lugares. -¡Yo os saludo, oh, viajeros, que de tan lejos venís a visitar el 'culto más antiguo y esplendoroso que seres humanos vieron, y aunque, sin duda alguna, profesáis otra fe distinta de la nuestra, no os avergonzáis de reverenciar a este humilde ser que inmerecidamente goza la dicha de ser Oráculo y guardián de sus misterios! Levantaos y no temáis ningún daño. ¿Acaso no he sido yo quien he enviado un Emisario y numerosos servidores para que os conduzcan a este Santuario? Nos levantamos lentamente, quedando en silencio, sin saber qué decir. -Bien venidos, ;oh viajeros! -repitió la voz-. Dime tú -y el sistro señaló a Leo-: ¿cómo te llamas? -Leo Vincey -contestó. -¡Leo Vincey! Bonito nombre. Y tú, compañero de Leo Vincey, ¿cómo te llamas? -Ludovico Horacio Holly. -Bien; decidme, Leo Vincey y Ludovico Horacio Holly, ¿qué venís a buscar desde tan remotos países? Nos miramos el uno al otro, emocionados; yo, reponiéndome, contesté: -La historia es larga y extraña. Mas, decidme, ¿cómo debemos llamaros? -Por el nombre con que aquí me llaman: Hesea. -¡Oh, Hesea!... -dije admirado al oír aquel nombre que tantas veces habíamos oído repetir. -Sin embargo -me interrumpió-, quisiera conocer esa historia -me pareció que la voz se había tornado ligeramente opaca-. Pero no toda esta noche, sólo únicamente algún pasaje de ella; comprendo que estaréis fatigados. Cuéntamela tú, Leo, tan breve como quieras, diciéndome la verdad, pues en presencia de la que Yo represento nada puede ocultarse. -Sacerdotisa -dijo Leo-; os obedeceré. Muchos años ha, cuando yo era un muchacho, mi padre adoptivo y yo, siguiendo las huellas del pasado, llegamos a una tierra salvaje donde encontramos a cierta mujer milenaria de peregrina belleza, que había conseguido detener la marcha del tiempo ... -Pero esa mujer debería ser viejísima y de horrible apariencia... -Os he dicho, sacerdotisa, que había conseguido detener la marcha del tiempo. Éste no ejercía la menor influencia sobre ella ni sobre su juventud. ¡Era inmortal! No, no era horrible, era la personificación de la belleza. -Pero tú no adorarías a esa mujer sólo. por su belleza como cualquier mísero mortal. -No, no la adoré. La amé, que es otra cosa parecida, pero distinta. Oros, el sacerdote, te adora a ti, a quien llama Madre. ¡Yo amé a aquella mujer inmortal! -Así, pues, ¿la amarás todavía? Bien, muchas veces el amor es también inmortal.. . -La amé y la amo ¡aun cuando murió! -¡Cómo! ¿Qué es eso? ¿No decíais que era inmortal? -Gracias al cielo, solamente fue una ficción de muerte; ella cambia solamente, no muere. La perdí, y lo que perdí es lo que juntos buscamos desde hace muchos años, día por día. -¿Por qué la buscáis en mi Montaña? -Una visión fue quien me aconsejó que viniera a consultar tu Oráculo, pues sólo aquí es donde espero encontrar indicios de mi perdido amor. -Y tú, Horacio, ¿amaste también a aquella mujer cuya vida parecía respetar la muerte? -¡Oh, señora! -contesté-. Yo no hago sino seguir a mi hijo adoptivo. Donde él va, con él voy, y él va tras su bella inmortal... -Y tú con él... Así, pues, los dos seguís a una mujer hermosa como hacen los hombres desde que el mundo es mundo, ciegos y locos tras de su ideal... -¡No! -le contesté-. No son los hombres tan ciegos desde el momento que pueden ver y admirar lo bello, y- tampoco locos, puesto que reconocen v aprecian la belleza. ¡El conocimiento y los sentidos son más propios de hombres prudentes que de ciegos y locos! -Me admira la precisión de tus respuestas, Holly ... Mas, dime, ¿os acogió hospitalariamente mi sierva la Khania de Kaloon, proporcionándoos en seguida los medios para llegar hasta aquí, como le ordené? -No sabíamos que fuera vuestra sierva -respondí-. Hospitalidad, sí nos proporcionó, aunque un poco interesada, y de la rapidez en ponernos en camino hacia tu Santuario se encargaron los Mastines de la Muerte, azuzados por el Khan, su esposo. Pero decidme, ¡oh Hesea! ¿Qué es lo que sabéis acerca de nuestros largos años de vagar incesante tras nuestro ideal? -Muy poco -contestó suavemente-. Hace unas tres lunas mis vigías os vieron sobre las lejanas montañas, y acercándose a vosotros escucharon vuestra conversación, enterándose así del objeto de vuestro viaje, lo que me fue comunicado inmediatamente. Al enterarme ordené a la Khania Atene y a su tío, el viejo mago, que es a la vez guardián de la Gran Puerta, ir al .antiguo camino de Kaloon a recibiros y conduciros con toda rapidez hasta aquí. Pero, sin embargo, para hombres que, como vosotros, ardíais en deseos de conocer mi Oráculo, la tardanza en llegar hasta aquí ha sido grande ... -Hemos venido tan rápidamente como nos ha sido posible, Hesea -dijo Leo-; y si vuestros guías han podido llegar hasta lugares inaccesibles para el hombre, ellos os podrán decir las circunstancias que nos impidieron llegar hasta aquí. ¡No nos lo preguntéis a nosotros! -No. Será Atene la que tendrá que contestar, la Khania misma. Oros, trae a mi presencia a la Khania. ¡Rápido, te lo ruego! -Ahora -dijo en inglés Leo, nerviosamente en el silencio que siguió al salir Oros-. Ahora me parece que es cuando van a comenzar las verdaderas aventuras. Daría cualquier cosa por no hallarme aquí. -Soy de tu opinión -contesté-, pero creo que es lo mejor que podía suceder, porque será la única manera de poner en claro la verdad... Como si fuera una respuesta a mi contestación a Leo, la voz dijo: -Eres prudente y discreto, Holly; tienes razón, es la mejor manera de poner en claro la verdad. La voz calló, quedando yo mudo de estupefacción. Las puertas se abrieron, dejando paso a una fúnebre procesión de enlutadas figuras, seguidas del mago Simbrí, que precedía a unas parihuelas, sostenidas por ocho sacerdotes, portadores del cadáver del Khan. Tras ellos iba Atene, cubierta de negros velos, y cerrando la marcha, un grupo de sacerdotes. Al llegar frente al altar, los portadores de la fúnebre carga se detuvieron, depositando las parihuelas en el suelo, y retirándose en seguida. Quedaron sólo junto a él, Atene y el mago. -¿Qué b sea mi vasalla la Khania de Kaloon? -preguntó Hesea, fríamente. Atene avanzó, arrodillándose en una forma que fácilmente demostraba cuánto disgusto le producía realizar esa muestra de respeto. -¡Madre del Todo; yo te reverencio y saludo, oh Santa y Venerada Madre, como han hecho todos mis antepasados de generación en generación! -Haciendo nuevas reverencias continuó-: Madre, el inanimado cuerpo de este hombre te pide por mi boca el derecho de sepultura en el eterno y sagrado fuego de la Montaña, tal como es costumbre hacer con los reales restos desde el principio de nuestra dinastía. -Cierto es -contestó Hesea-, y si esta costumbre ha sido respetada por las anteriores sacerdotisas, no seré yo quien la altere esta vez, negando sepultura a tu difunto esposo, como lo haré contigo cuando tu hora sea llegada, Atene. -¡Gracias, oh Hesea!, y yo te agradecería que esta merced fuera escrita en tus libros para recuerdo de las generaciones venideras, pues ya la nieve de los años deposita sus blancos copos sobre tu cabeza, y pronto nos dejarás para siempre. Yo te ruego, Hesea, que escribas esta merced, para que la sacerdotisa que te suceda pueda cumplir esta promesa a su debido tiempo. -¡Calla! -exclamó Hesea-. Cesa de arrojar tu veneno sobre aquella que te ordena acatamiento y reverencia. Pobre criatura loca, cesa en tu soberbia; ¿no sabes que el día de mañana el fuego destruirá esa arrogante belleza que es hoy tu orgullo y tu esplendor? ¡Calla de una vez tus odios, y dime cómo ha muerto ese hombre! -No es a mí a quien debes preguntar, sino a esos vagabundos que fueron mis huéspedes. La sangre de mi esposo ha manchado sus manos y heme aquí, Hesea, a tus pies, pidiendo venganza. -¡Yo lo maté en defensa propia, para salvar mi vida! -gritó Leo, fuera de sí-. Trató de despedazarnos con sus malditos perros; aquí están, palpables, las pruebas de sus dientes -añadió, señalando mi brazo-. Oros lo sabe bien, puesto que es él quien ha curado las heridas de mi amigo. -Mi esposo estaba loco -contestó, humildemente-, y ése era su deporte favorito. -¿Sí? ¿Y era celoso tu marido también? ¡No! ¡Calla esa mentira que va a salir de tus labios! Leo Vincey, contéstame tú. No, tampoco. No quiero obligarte a descubrir los secretos de una mujer que te ha ofrecido su amor. Habla tú, Holly, y dime toda la verdad. -Esta es la verdad, Hesea: hace tiempo, la Khania y su tío Simbrí nos salvaron de la muerte en las aguas del río que baña el país de Kaloon. Después estuvimos muy enfermos y fuimos tratados amablemente, pero la Khania se enamoró de Leo Vincey... Al llegar aquí, me pareció ver que la velada figura se estremecía bajo sus blancos vestidos. -¿Y correspondió Leo Vincey a ese amor? Siendo un hombre, bien pudo suceder, porque la Khania es hermosa, sin objeción alguna ... -Él puede contestar a eso, ¡oh Hesea! Todo lo que yo sé es que trató por todos los medios de huir de ella y que por último la Khania le dio a elegir entre la muerte y el matrimonio con ella, al morir su esposo. Ayudados un día por el Khan, que estaba celoso de él, huimos hacia estas montañas, que constituían el objeto de nuestro viaje. El Khan nos engañó, azuzando a sus perros contra nosotros en nuestra huida. Lo matamos y, a despecho de esta señora, su esposa, y de su tío, que querían evitar que llegáramos hasta aquí, encontramos en un valle, que más bien parecía un osario, un velado guía que nos condujo hasta el Santuario de la Montaña, salvándonos dos veces de la muerte. Ésta es toda la verdadera historia. -Mujer, ¿qué tienes que decir a eso? -preguntó Hesea con voz autoritaria. -Muy poco -contestó Atene, francamente-. Durante muchos años he estado ligada a un bruto, y si me he dejado llevar por mi inclinación hacia este hombre, no tengo la culpa. Después, la naturaleza habló por nosotros. Eso es todo ... Luego, parece que tuvo miedo de la venganza de Rassen, o quizá Holly, a quien los perros debían haber despedazado, le hizo tener miedo. Pudieron escapar y sin rumbo alguno llegaron hasta tu Montaña. Pero Hesea, estoy fatigada; ten compasión de mí, y no me preguntes más; déjame descansar hasta el ofi- cio de mañana. -Has dicho, Atene -dijo Hesea, sin hacer caso de la súplica-, que la naturaleza habló por vosotros y que, por consiguiente, su corazón correspondió al tuyo. Después, miedoso de la venganza de tu esposo, huyó de ti. No tengo la impresión de que sea un cobarde. Dime entonces: ¿es también, pues, tuyo el contenido de la bolsita que lleva en el pecho? -No sé nada de esa bolsa -respondió Atene-. Sin duda te ha contado nuestros secretos, cosa que ningún hombre que por tal se tuviese se hubiera dejado arrancar del pecho. -¡Nada dije, Khania! -gritó Leo, fuera de sí. -No; tú nada me dijiste, viajero; fueron mis espíritus guardianes quienes me lo dijeron. ;Oh, pobre Atene que cree que puede ocultar la verdad a Hesea, que todo lo ve desde su Santuario de la Montaña! No me digas nada, pues todo lo sé desde el principio. Perdono y olvido tu desobediencia, pero no puedo perdonarte que hayas querido obligar a Leo a que te amase, haber tenido prisioneros a mis huéspedes y tus mentiras. Calló por un momento, añadiendo después con una voz glacial: -Mujer: no sólo has cometido graves faltas, sino que has acabado de perderte al mentirme en este Sagrado Santuario. -¡Y bien, te desafío! -contestó la Khania; brutalmente-. ¿Es que amas a este hombre? No. Sería monstruoso; ¡la naturaleza entera clamaría contra tal crimen! ¡Oh, no tiembles de rabia, Hesea! Conozco tus maléficos poderes, pero soy tu huésped y estoy bajo la protección del Símbolo de la Vida, bajo el cual no -Puede derramarse sangre. Además, tú no puedes nada contra mí, ¡yo soy tu igual! -Atene -dijo la voz-; si lo quisiera podría hacerte desaparecer, a pesar de todas tus artes. Pero tienes razón, no puedo matarte aun cuando eres la más infiel de todos mis siervos. Dime, ¿no envié un mensaje a tu tío el mago para que fuera al encuentro de estos viajeros y los trajera inmediatamente a la Montaña? Di, contesta, ¿por qué desobedeciste? -Fue ése mi deseo -contestó Atene con una amarga voz, con la que intentaba ocultar la falsía de sus palabras-. Te desobedecí, porque este hombre es mío y no tuyo, porque yo lo amo y le he amado desde anteriores reencarnaciones; porque desde mucho antes de que nuestras almas surgieran a la vida, yo lo amaba y él me correspondía. Mi corazón mismo me lo decía; mi tío el mago también lo dijo, aunque cómo y dónde nos habíamos amado no lo pudimos saber. Es por eso por lo que vengo a ti, Madre de los Misterios, Guardián de los secretos del pasado, a que me digas la verdad. No; tú no puedes mentir, y en nombre de esos poderes que posees, de los que algún día tendrás que dar, cuenta, te ruego que me digas toda la verdad aquí y ahora mismo. ¿Quién es este hombre a quien todo mi ser pertenece? ¿Qué es lo que ha sido para mí? ¿Qué tiene que ver contigo? Habla, Oráculo, ¡te lo suplico! ¡Pon de una vez en claro este terrible secreto! Habla, aunque después de hablar me des la muerte, ¡si es que realmente puedes! ¡Habla, habla -dijo Leo-, pues estoy sumido en un terrible mar de dudas! Los recuerdos, las esperanzas y el temor tienen atenazada mi alma con sus crueles garras. Uní también mi voz suplicante, y como todos, dije: -¡Habla! -Leo Vincey -preguntó Hesea, después de una pausa-, ¿quién crees que soy yo? -Creo -dijo Leo, solemnemente- que eres esa Ayesha cuyas manos me dieron muerte hace miles de años. Creo que eres esa Ayesha a quien no hace aún veinte años encontré y amé con pasión en las mismas cavernas de Kor, y a quien vi perecer miserablemente, jurándome que volveríamos a encontrarnos algún día. -Ved a qué estado llega la locura de este hombre -exclamó Atene en tono triunfal-. Dice que no hace veinte años os ha amado, cuando. yo sé bien que hace más de ochenta estíos mi abuelo te vio en su juventud sentada en ese mismo trono. -¿Y quién crees tú que soy yo, Holly? -preguntó la Madre sin hacer caso de las palabras de Atene. -Lo que Leo cree, es lo que creo yo. Los muertos vuelven a la vida, algunas veces. Sin embargo, tú eres la única que conoce la verdad y la única que puedes revelarla. -Verdad es -dijo ella, y como un eco agregó-: Los muertos vuelven a la vida, algunas veces. . ., y en formas extrañas. Cierto es, yo sola conozco la verdad. Mañana, cuando sea subido ese cuerpo a la cumbre para su enterramiento, hablaremos de nuevo. Hasta tanto, preparaos para ver mañana grandes y sorprendentes cosas. Cuando Hesea acabó de hablar, las plateadas cortinas cayeron tan misteriosamente como antes se habían abierto. Como si esto fuera una señal, el cortejo de sacerdotes avanzó. Haciendo un gran rodeo, la Khania y su tío abandonaron el santuario. Según pude ver, el viejo parecía abatidísimo por el miedo y la fatiga, pues, apoyado en el brazo de su sobrina, caminaba lentamente con los ojos bajos, como si todo. aquel extraño resplandor pareciera herírselos intensamente. Al salir, los sacerdotes y las sacerdotisas que, aunque cerca de nosotros no estaban lo bastante para que hubieran oído nuestra conversación, se dividieron en dos grupos, y entonando sus cánticos de nuevo, partieron, dejándonos solos en cl Santuario con Oros y el yacente cuerpo del Khan. El Sumo Sacerdote nos indicó que lo siguiéramos y tras él partimos. Con gran alegría abandonamos aquel lugar, cuya extraña apariencia y las escenas que en él se habían desarrollado habían deprimido nuestros nervios. Atravesando de nuevo la gran nave, llegamos a las puertas de hierro, y pasando a través de la galería llegamos a las de madera, que se abrieron ante nosotros, encontrándonos, por fin, al aire libre que, por ser el alba, era fresco y fragante, acariciando suavemente nuestros rostros resecos por el fuego. Oros nos condujo a una casa bien construida y amueblada, como si fuéramos autómatas, pues nuestros sentidos estaban completamente embotados por los terribles choques nerviosos experimentados en los últimos acontecimientos. Al llegar nos dio a beber un licor extraño que, indudablemente, contenía alguna droga adormecedora, por cuanto, una vez bebida, se apoderó de mí una somnolencia tal que, a pesar de mis esfuerzos, los párpados se me cerraban y las fuerzas me fueron abandonando lentamente... Cuando desperté, me encontré tendido en una cama y completamente repuesto. Me sorprendió grandemente ver que una lámpara luciera en la estancia, lo que me demostraba que todavía era oscuro, y que, por consiguiente, no podía haber dormido largo rato. Salté de mi lecho, y vi que hacia mí se dirigía una figura humana. Era Oros, que traía una lámpara. -Habéis dormido mucho, amigo Holly, y ha llegado la hora de subir y obrar. -¿Mucho? -pregunté sorprendido-. ¿Cómo puede ser, si todavía es de noche? -Porque, amigo mío, esta noche es la siguiente a la que os acostasteis. Habéis dormido cerca de veinticuatro horas seguidas. Habéis hecho bien en reposar todo lo que habéis podido, ¡por que quién sabe cuándo podréis descansar de nuevo! Vamos, tengo que curar vuestro brazo. -Mas, decidme... -inquirí. -Nada, amigo Holly, no insistáis; nada os diré, a excepción de que dentro de breves minutos tendréis que poneros en marcha para presenciar la ceremonia del entierro del difunto Khan, y, por consiguiente, para conocer la contestación de vuestros enigmas. . . Diez minutos más tarde me condujo al comedor de la casa, donde encontré a Leo ya vestido, pues Oros le había despertado antes que a mí, e indicado que se preparase para la nueva jornada. Oros me dijo que Hesea no nos molestaría hasta las últimas horas de la noche, pero que el camino que teníamos que recorrer todavía era largo. De nuevo pasamos por la gran nave, hasta llegar a la de forma elíptica, donde estaba el altar. El lugar se hallaba completamente desierto; las plateadas cortinas estaban caídas, y el cuerpo yacente del Khan había sido retirado. -La Madre ha marchado a honrar al difunto Khan, siguiendo la antigua costumbre de nuestros predecesores -nos dijo Oros. Llegamos hasta el altar y tras la estatua encontramos una disimulada puerta en la roca, y tras ella un pasadizo, al final del cual hallamos una especie de "hall", en el que había puertas que conducían, como nos dijo Oros, a los departamentos de Hesea y sus servidores. Nos dijo, además, que estas habitaciones daban sus ventanas hacia el lado de la Montaña, sobre jardines que purificaban y embalsamaban el aire ambiente. En este "hall" nos aguardaban seis sacerdotes, cada uno de los cuales conducía un haz de antorchas bajo su brazo y una lámpara en la mano. -Nuestro camino se extiende ahora en las tinieblas -dijo Oros-; si fuera de día, hubiéramos subido por las nieves de la cumbre, pero por la noche, es peligroso y debemos adoptar este camino, que podríamos llamar subterráneo. Tomando las antorchas, las encendió, dándonos una a cada uno. Seguidamente, nos pusimos en marcha. Subimos por una serie de galerías empinadas, interminables, trabajadas en la roca por generaciones de adoradores del fuego durante miles y miles de años en el mismo corazón de la Montaña. Debían de tener estos corredores varios kilómetros, pues tardamos más de una hora y media en llegar al pie de una escalera que se elevaba frente a nosotros. -Ahora, a descansar un poco, señor mío -dijo Oros, dirigiéndose a Leo, con la deferencia que hacia él había demostrado desde el principio-; esta escalera es larga y pesada. Nos encontramos sobre la cima de la Montaña, y debemos llegar hasta el extremo del pilar que la corona. Nos sentamos sobre los escalones, aspirando con fruición el aire fresco que afluía a nosotros por la escalera desde el exterior. Buena falta nos hacía, pues en aquellas galerías hacía un calor insoportable que, unido a nuestra pesada marcha ascensional, nos hacía sudar copiosamente. Oí entonces un lejano murmullo, y pregunté a Oros de dónde procedía. Me con-. testó que aquí estábamos muy cerca del cráter del volcán, y que el ruido que oíamos a través de la roca no era otra cosa que el continuo fragor de sus fuegos y explosiones eternas. Comenzamos la ascensión por la empinada escalera de piedra. A pesar de no ofrecer ningún peligro, era penosa y fatigante, pues cada tramo tendría unos seiscientos escalones. Descansando de vez en cuando subimos aquellos escalones, en los que el más pequeño tendría unos treinta centímetros de altura. Llegamos a la cúspide del pilar, y nos faltaba ahora llegar hasta el arco que lo coronaba. Hacia allí fuimos, yendo Oros a la cabeza, con gran contento mío, porque dicho sea sin sonrojo, sentía cierto temor a lo desconocido. Por fin, vimos luz ante nosotros. Unos veinte escalones más, y nos encontraríamos sobre una plataforma de roca. Vi que Oros y otro sacerdote agarraban precipitadamente a Leo, que caminaba delante de mí y le preguntaban qué era lo que iba a hacer. -¡Nada -gritó-; que si tardan unos segundos más, me hubiera matado! ¡Ten cuidado, Horacio! ¡Dame la mano! Ahora que estaba fuera del túnel comprendí que si no hubiera sido por la salvadora mano de mi amigo me hubiera precipitado desde la masa rocosa, pues tal era" el espectáculo que se presenciaba, que paralizaba los sentidos. Nos encontrábamos sobre lo que podíamos llamar arco superior de la crux ansata. Era un espacio llano, de roca, de unos setenta y dos metros de longitud por unos veintisiete metros de ancho, formado por la superposición de capas de lava procedentes de las erupciones del volcán. Hacia el sur, unos seis kilómetros bajo nuestros pies, se extendía la llanu- ra de Kaloon, y hacia el este y oeste las blancas cumbres" nevadas de las montañas vecinas con sus grandes. laderas. Hacia el norte contemplábamos otra vista bien diferente de las demás, y superior a cuanto el cerebro humano pueda suponer. Allí, bajo nosotros, pues el pilar tomaba forma cóncava, estaba el enorme cráter del volcán, y en su centro un ancho lago de fuego que burbujeaba, lanzando pequeñas llamaradas intermitentes, mientras a su orilla la líquida lava saltaba sobre la roca con movimientos análogos a los de las ondas del mar. De la superficie de este ardiente lago emergían humos y gases que se elevaban lentamente en el espacio, que contenían ardientes partículas formando una gigantesca nube luminosa. Éste era el resplandor que de vez en cuando se veía desde Kaloon, y que fue el que habíamos visto nosotros desde la cumbre de la montaña del lama solitario. Absortos por aquel terrorífico espectáculo que parecía la visión real de un pasaje dantesco, permanecíamos inmóviles como fascinados, con aquella fascinación que ofrece siempre el fuego. Me arrojé al suelo, apoyándome sobre las manos las rodillas, indicando a Leo que hiciera lo mismo. Miré a mi alrededor y observe que largas filas de sacerdotes, cubiertos con largas capas, estaban de rodillas en actitud de orar, pero de Hesea, la Madre, o de Atene y de los restos del Khan, no se veía nada. Mientras me sumía en un mar de suposiciones y pensamientos sobre dónde podrían hallarse, Oros, sobre cuyos nervios aquel aterrador espectáculo no parecía ejercer ninguna influencia, nos condujo por una senda que corría escalofriante a lo largo del borde mismo de la roca, hasta un refugio donde, con unos veinte pasos más, nos encontramos en una gran hendidura hecha, indudablemente, por la manó del hombre, y cubierta por completo por un techo de lava. Este refugio o cámara de roca, que era lo suficientemente grande para acoger bajo su techo un gran número de seres, estaba ya ocupado por otras personas. Sentada sobre un trono de roca estaba Hesea, cubierta con un manto de púrpura que la envolvía de pies a cabeza. También estaba la Kharia y el viejo Simbrí, que ofrecía un aspecto deplorable; y, por último, iluminado por las piras funerarias, en su fúnebre catafalco, el cuerpo del Khan Rassen. Avanzamos hacia el trono, inclinándonos reverentemente ante Hesea. Ésta levantó la cabeza, volviéndola a dejar caer a su primitiva posición, como correspondiendo a nuestro saludo. Seguidamente se dirigió hacia Oros con ademán de hablarle. El silencio en aquel recinto de roca se hizo profundo. -Los has conducido a salvo hasta aquí, mi fiel servidor -dijo Hesea-, pues para los forasteros el camino que hasta aquí conduce es pavoroso y terrible. Extranjeros: ¿que decís de los dominios de los Hijos de Hesea? -Nuestra fe diría que esto es el camino del infierno -dijo Leo-, ya que ese gigantesco cráter parece ser la boca que hacia el conduce. -No, no es el infierno -contestó Hesea-; infierno sólo es el corto espacio de tiempo en cada vida, de los que en sus nuevas reencarnaciones viven alrededor de esta pequeña estrella de fuego. ¡Leo Vincey, el infierno está aquí, sí, aquí! -dijo golpeando su pecho e inclinando la cabeza como baja el peso de un secreto dolor. Así permaneció por unos momentos. De pronto, volvió a hablar, y dijo: -La medianoche ha pasado, y mucho ha de hacerse y mucho se ha de sufrir antes del alba. Las tinieblas han de convertirse en luz..., o quien sabe si la luz no se ha de convertir en tinieblas eternas. Mujer de real estirpe -dijo, dirigiéndose a Atene-: como es tu derecho, has de enterrar a tu señor en este lugar sagrado, donde las cenizas de sus antepasados han servido de pasto al eterno e idolatrado fuego. Oros, siervo mío, trae al acusador y al defensor, y deja que se abran los libros para que pueda dictar sentencia y llamar su alma a la vida, o dejar que es a se hunda por los siglos de los siglos en las profundidades del fuego. ¡Sacerdotes! ¡El tribunal de la Muerte está abierto! CAPÍTULO 15 LA SEGUNDA PRUEBA Osos hizo una reverencia y salió del lugar, indicándonos Hesea, con una señal, que nos colocásemos a su derecha, mientras señalaba a Atene un lugar a su izquierda. Por ambos lados, en número de unos cincuenta, se habían alineado contra las paredes los sacerdotes y las sacerdotisas. Penetraron en el recinto dos figuras cubiertas de pies a cabeza por negros mantos, llevando grandes libros, y se colocaron a uno y otro lado del catafalco del Khan, mientras Oros se paraba frente a Hesea. Cuando estuvieron todos ubicados, la Señora de la Montaña levantó el sistro, y correspondiendo a esta señal, Oros dijo: -;Que los libros sean abiertos! A esta frase, el enmascarado acusador, que estaba a la derecha, rompió el sello del libro, lo abrió y comenzó a leer. Era la historia de las faltas y delitos cometidos en vida por el Khan, como si fuera la voz de la conciencia que, deseosa de verse libre de sus culpas, tomara vida y voz para hacerlos públicos. En fríos y horribles detalles, el acusador contó todo el infierno de la vida de Rassen, desde su niñez, a través de su juventud y sus años maduros, hasta su muerte... Por fin, la larga historia terminó con el relato de la muerte del noble cortesano sobre la ribera, el atentado contra nuestras vidas, la cruel caza con sus mastines por el llano y, por último, su fin a manos de Leo. El acusador cerró su libro, y dejándolo sobre el suelo, dijo: -Tal es la historia, Madre. Tenla en cuenta cuando hagas justicia. Sin hablar, Hesea señaló con el sistro al defensor que, rompiendo el sello de su libro, comenzó a leerlo. Éste era la historia de todas las buenas obras que había hecho, así como sus buenos actos; los planes que había ideado para la seguridad y el bien de sus vasallos; las malas tentaciones a que había resistido; el verdadero y puro amor que había profesado hacia la mujer que fue su esposa, y de las plegarias y ofrendas que había hecho en honor de Hesea. Sin hablar, Hesea señaló con el sistro al defensor, la mujer, que era su esposa, lo odiaba; el porqué ella y su tío el mago, que la había cuidado y educado, pusieron en su camino a otras mujeres para distraerlo y aturdirlo, teniéndolo así siempre fuera de su deber; de cómo los dos, en criminal complicidad, prepararon la pócima que había de volverlo loco, encendiendo un infierno en su corazón, perdiendo de esta forma toda esperanza de recobrar el amor de aquélla, a quien todavía amaba. También relató el arrepentimiento que sus crímenes le producían, a los que había sido llevado por su esposa, tratando de hacerlo odioso a los ojos y al corazón del pueblo. Relató también cómo los celos le arrastraban a cometer actos odiosos hasta el punto de obligarle a violar la ley de la hospitalidad, tratando de asesinar a los forasteros que se habían albergado bajo su morada, a manos de uno de los cuales pereció. Terminó el defensor, y cerró el libro dejándolo sobre el suelo. En seguida dijo: -Tal es la historia, Madre, que debes tener en cuenta cuando hagas justicia. La Khania, que hasta aquel entonces había permanecido de pie, impasible y glacial, se adelantó para hablar con su tío el mago Simbrí. Pero antes que la palabra saliera de sus labios, Hesea levantó el sistro, diciendo: -Tu hora no ha llegado todavía; nada tenemos que escuchar de ti. Cuando tú reposes donde él reposa ahora, los libros de tu vida serán leídos a aquella encargada de juzgar, y tu abogado será quien responda por ti. -Así sea -exclamó Atene, desfallecida. Ahora había llegado el turno del Sumo Sacerdote Oros. -¡Madre! -dijo-; tú lo has oído. Pesa los actos buenos y los malos, y de acuerdo con tu sabiduría, dicta sentencia. ¿Debemos lanzar eso que fue Rassen, de pies en el ardiente lago, para que de esta manera vuelva a caminar por la senda de la vida, o debemos, por el contrario, lanzarlo de cabeza y considerarlo muerto para siempre? Entonces, mientras nuestros pechos se deshacían de impaciencia, la gran sacerdotisa dictó su veredicto. -He oído, he pesado y he tenido en cuenta, pero no puedo juzgar; no puedo, porque no tengo tal poder. Dejad que el Espíritu que lo envió a la vida lo recoja otra vez y juzgue su alma. Este hombre pecó mucho, pero más fue obligado que de su voluntad. No es a este hombre a quien debemos pedir la responsabilidad de sus culpas y de sus faltas. Lanzadlo de pies, de manera que su nombre pueda llegar limpio de toda culpa a oídos de las generaciones futuras y pueda volver a la vida en la fecha que le sea indicada. El acusador, tomando el libro que yacía a sus pies, avanzó, lanzándolo al cráter. Después desapareció por una hendidura. El defensor, por el contrario, recogiendo su libro, lo entregó a oros para que fuese guardado en los archivos del Santuario por toda la Eternidad. Los sacerdotes, una vez hecho esto, comenzaron un litúrgico canto funeral y solemne invocación al poderoso Señor del Centro del Mundo, que recibiría su espíritu y que lo juzgaría lo mismo que en la tierra habían sido juzgados por su ministro Hesea. El cortejo de sacerdotes, siempre cantando, se dirigió lentamente hacia donde reposaba el Khan en su catafalco, y tomándolo en brazos, lo llevaron hasta el borde del cráter; entonces y a un signo de la Madre, lo dejaron caer de pie en el ardiente lago, mientras que, con miradas de ansiedad, observaban la forma de caída en el fuego. Según sus reglas, si el cuerpo al Caer daba una vuelta en el aire, era señal de que el juicio de los mortales había sido rechazado en el lugar de los inmortales. Si no daba ninguna vuelta y descendía recto como una flecha, era señal de asentimiento. El cuerpo del Khan se precipitó recto y rápido en la roja lava, desapareciendo para siempre. Esto no era extraño, pues, como pude saber más tarde, los pies habían sido cargados con pesos. La ceremonia, si así podemos llamarla, acabó. El Khan siguió el camino del libro de sus pecados a través de aquel lúcido mar de fuego, y ahora estaría convertido en un puñado de negro polvo. Pero si sus libros habían sido cerrados, los nuestros permanecían abiertos en uno de sus más extraños capítulos. Lo sabíamos, y esperábamos el resultado con expectación. Hesea volvió a sentarse en su trono de roca. ELLA también sabía que nuestra hora había llegado. A una palabra y un movimiento de su sistro, los sacerdotes y las sacerdotisas salieron, sin que los volviésemos a ver. Dos de ellos, sin embargo, quedaron: Oros y Papaya, una mujer joven de noble continente. -Escuchad, mis servidores -dijo Hesea-. Grandes y admirables cosas están próximas a suceder, que estaban anunciadas para la llegada de estos extranjeros, a quienes he aguardado durante largos años, como vos sabéis. Nada puedo deciros de lo que 'sucederá, pues, aunque mucho poder se me ha dado, el don de la visión futura no me ha sido concedido. Pudiera suceder, sin embargo, que este trono esté pronto vacío y que esta carnal envoltura sea pasto de los fuegos eternos. Mas no apenaros, no; yo no muero, y si así acontece, mi espíritu volverá de nuevo. "Amada Papaya: tú eres la elegida. A ti sola te he abierto todas las puertas de la sabiduría. Si partiera, ahora o más tarde, toma los antiguos poderes, ocupa mi lugar, y haz en todo de acuerdo con mis enseñanzas, de forma que no se apague, en esta Montaña, la luz que alumbra el mundo. Además, te ordeno, así como a ti, Oros, que cuando parta trates a estos extranjeros con todo afecto y hasta, si es posible, proporcionándoles una escolta que los conduzca a través del país hasta el camino que se extiende por el desierto y las montañas del noroeste. Si la Khania Atene tratase de detener, su marcha contra su voluntad, levanta en guerra las tribus de la Montaña, en nombre de Hesea, y cae sobre la tierra de Kaloon, destrona a la Khania, conquista el país y gobiérnalo. Escucha y obedece. -Madre, te escuchamos y te obedecemos -contestaron Oros y Papaya como una sola voz. Hesea levantó su mano, haciendo un signo de que el asunto había concluido; después de una pausa, dijo, dirigiéndose a la Khania: -Atene, anoche me preguntaste: "¿Por qué amas a ese hombre?" A esta pregunta puedo responder con una contestación fácil: ¿No es por ventura Leo Vincey un hombre que puede inspirar una ardiente pasión a una mujer como tú? Pero tienes razón: tu corazón posee también un poco del poder mágico que tu tío te enseñó, y el corazón te dice, y no te engaña, que antes que tú vinieras a esta vida le habías amado. Yo he jurado a los que me confirieron los poderes que hoy poseo, descorrer la cortina que oculta el pasado y hacerte conocer la verdad. "¡Ha llegado tu hora! Obedezco tus deseos, no porque sean tus órdenes, sino porque es mi voluntad. Del . principio nada puedo decirte, pues soy todavía ser humano y no diosa. No sé por qué secreto destino estamos nosotros tres unidos tan íntimamente en esta serie de hechos... No conozco el fin de la jornada hacia la cual caminas durante miles de encarnaciones... Por eso comenzaré la historia desde donde se conserva la luz en mi cerebro. Hesea hizo una pausa, y vimos su cuerpo estremecerse como bajo el influjo de un violento esfuerzo. -¡Mirad hacia atrás! -exclamó, elevando sus manos al cielo. Volvimos la cabeza, y nada vimos de momento, salvo la cortina de fuego que se elevaba desde los abismos del volcán; mas a medida que nuestros ojos miraban más y más, tratando de penetrar la espesura de su rojizo velo, vimos reflejarse en ella una admirable visión, como en el mágico cristal de la redoma de los cuentos de hadas. Un templo se elevaba en medio de las amarillas arenas de un desierto y un ancho y caudaloso río de orillas pobladas de exuberantes palmeras, corría no lejos del templo. El patio, de ornados pilares, era atravesado en aquel momento por una procesión de oficiantes... El patio quedó vacío; pude ver reflejada en su amarillo suelo la sombra de las extendidas alas de un halcón vestido con las blancas ropas de sacerdote, afeitada la cabeza y descalzos los pies, entró en el patio por la puerta de granito en la cual estaba representada la escultura de una mujer, ornada de la doble corona de Egipto, con una flor de loto y empuñando en su mano un sistro sagrado. De pronto, el extraño sacerdote, como sorprendido por algún rumor, se detuvo mirando hacia nosotros y, sobre todo hacia mí; pero... ¡gran Dios! ¡Qué veía! Su cara era la de mi hijo adoptivo, de Leo Vincey en su juventud. ¡Era aquel Kalikrates cuyo cuerpo vimos hacía años en las cuevas de Kor! -¡Mira, mira! -dijo Leo, apretando mi brazo. No le contesté; solamente moví la cabeza por toda contestación. El hombre se puso en marcha nuevamente, y al llegar junto a la imagen, se arrodilló ante ella, y abrazado a sus pies, elevó sus plegarias. De pronto se abrieron las puertas del templo dejando paso a una procesión, al frente de la cual aparecía una mujer de noble apariencia, cubierta de blancos velos, llevando ofrendas que depositó en la mesa situada para este objeto ante la imagen, doblando después sus rodillas ante la efigie de la diosa. Hechas sus genuflexiones, se dispuso a marchar, no sin antes tocar con su mano la espalda del sacerdote, que, absorto, la siguió. Cuando todo el cortejo desfiló y atravesó las puertas del templo la velada sacerdotisa y su acompañante se dirigieron hacia uno de los pilares, y señalando el río y las tierras que se extendían al otro lado de la orilla, murmuró algo a su oído. El sacerdote pareció turbarse; dijo algo, y ella, después de mirar sospechosamente a su alrededor, dejó caer sus velos, e inclinándose le ofreció el néctar de sus labios, que su amante apuró. Al retirar su cara, ésta se volvió hacia nosotros, y aquella mujer era Atene. Sus negros cabellos estaban sujetos por la corona de oro que indicaba su rango real. Miró al afeitado sacerdote y río con la alegría que da el triunfo; señaló el sol poniente y el río... , y la visión desapareció. . Aquella risa fue contestada con la de Atene en persona. porque ella reía también triunfante, y gritando al mago, dijo: -Buenos adivinadores fueron vuestros corazones; ved cómo mi vida estuvo ligada a la suya en el pasado. Entonces, como hielo en el fuego, cayó la voz de Hesea, diciendo: -¡Calla y mira cómo lo perdiste después! La escena cambió: una mujer aparece durmiendo sobre una otomana de artística forma y de ricos ornamentos. Sobre ella se inclina la sombra de la diosa que representa la granítica imagen del patio. La mujer despertó de su sueño y miró a su alrededor y, ¡oh sorpresa!, era la cara de Ayesha, tal como la vimos por primera vez al despojarse de sus velos en las cavernas de Kor... Su mirada se cruzó con la nuestra; no sabría explicar qué singular emoción hizo palpitar aceleradamente nuestros corazones. Volvió a dormirse de nuevo. De nuevo también la sombra de la diosa se inclinó sobre ella; le señaló un punto en el vacío. ¡Oh! Veíase un tempestuoso mar, un barco luchando con la tormenta. En el barco, dos personas abrazadas: eran el sacerdote y la mujer de estirpe real. Sobre ellos, como el brazo de la venganza, la tormenta los azotaba implacablemente. Cambió de nuevo la escena. En la roja pantalla se reflejaron los graníticos muros de una caverna, que recordábamos bien. Tendido en el suelo con sus largos y dorados cabellos que cubrían ahora su afeitada cabeza yacía el sacerdote, con el cuerpo cubierto de sangre y los ojos inmóviles, como fijos en una ignota región del vacío. Dos mujeres estaban junto a él. Una empuñaba una daga, y su cuerpo estaba desnudo completamente... ; su negro cabello la cubría como un manto. Bella, bella... como no es posible imaginar... La otra, cubierta de negras vestiduras, parecía invocar, por sus gestos y ademanes, el castigo del cielo para su rival. La mujer desnuda era aquella a quien la sombra de la diosa Isis avisó la fuga del sacerdote. La otra era la mujer de estirpe real que lo besó bajo los arcos del templo. Lentamente, las figuras fueron perdiendo intensidad hasta que desaparecieron por completo. Hesea, que durante todo el tiempo había estado de pie, cayó en su trono rendida por el peso y el esfuerzo de su propia magia. Entonces Hesea habló con voz dulce al principio, que gradualmente fue cambiando de tono: -¿Está tu consulta contestada, Atene? -¡Grandes cosas he visto, oh Madre, que me demuestran la perfección de tu magia! ¿Pero cómo podemos saber que lo que hemos visto no es sino la reflexión sobre esos vapores de tu propio cerebro con objeto de reírte de nosotros?6. -Escucha, pues -dijo Hesea-, la interpretación de las escrituras y no tientes mi paciencia con tus desdeñosas dudas. Hace muchos años, a poco de comenzar esta larga reencarnación presente, Isis, la gran diosa de Egipto, tenía su templo de veneración en Behit, en el valle del Nilo. Ahora está en ruinas y la diosa Isis ha dejado Egipto para siempre, aunque bajo el poder que ha transformado su culto, reina todavía sobre este mundo, porque ella es la naturaleza misma. De su santuario en Behit era Sumo Sacerdote un griego llamado Kalikrates, escogido para su servicio por la voluntad de la diosa, devoto de ella, y perteneciéndole a ella solamente por un sagrado juramento que no debía ser roto sin incurrir en el castigo eterno. En las llamas viste al sacerdote que ahora, reencarnado, está junto a ti para que se cumpla su destino y el nuestro. Allí también viste a cierta hija de los Faraones, Amenartas, que puso sus ojos en Kalikrates, haciéndole romper el voto de amor eterno a Isis, pues entonces lo mismo que ahora practicaba la magia, ;y esa Amenartas eras tú, Atene de Kaloon! Por último, allí vivía también cierta árabe llamada Ayesha, una mujer sabia que, a su sabiduría, unía su hermosura que en el vacío de su corazón había buscado refugio en el amor de la Madre del Universo, pensando alcanzar la verdadera sabiduría que iluminase para siempre su alma. A esta Ayesha que viste también, y a quien la diosa visitó durante su sueño, le dio su omnipotente permiso para seguir a los perjuros, llevando con ella la venganza del cielo y prometiéndole como premio a su victoria el triunfo sobre la muerte y una belleza tal como mujer alguna pudiera poseer. "Los siguió hasta muy lejos. Donde ellos llegaban en busca de refugio y amparo, allí los esperaba Ayesha. Guiada por un hombre que estaba a su servicio, llamado Noot -¡tú, ¡oh Holly!, eras ese hombre!-, encontró el manantial de la esencia de la vida en el cual bañarse representaba la inmortalidad por los siglos de los siglos. Se bañó en él exclamando: "Los mataré a los dos tan pronto los encuentre. Los mataré tal como se me ha ordenado". ;Fue el destino de Ayesha! Cuando encontró a aquel hombre, la que nunca conoció el amor, amó al sacerdote con todas las fuerzas de su alma. Lo condujo al manantial de la vida, proporcionándole el conseguir los dos la inmortalidad y dejar morir a la mujer de estirpe real. Él rehusó, y un día Ayesha, loca de celos porque despreció su mortal hermosura por aquella de la mujer mortal que estaba a su lado, mató a aquel hombre mientras ella, ¡oh desgracia!, quedaba inmortal. "Y fue el castigo de la diosa Isis el condenar a sus infieles siervos al horror como al sacerdote Kalikrates, a la soledad y miseria, como a Ayesha, y a los amargos celos durante todas sus generaciones como a la real Amenartas, deseando el día en que los cielos pusieran de nuevo en su camino a aquel a quien tanto ambas habían amado. Los años han pasado, y ha llegado el día fijado para la inmortal. Ayesha, mientras, ha esperado por centurias y centurias al reencarnado deseado de su corazón. Espantado, él la vio perecer llena de miseria y de horrores, pero no pereció aunque la inmortal parecía morir. ¿Pero no te dijo, ¡oh Kalikrates!, que no podía morir? ¿No te juró Ayesha, allá en las cavernas de Kor, que ella volvería de nuevo? Leo Vincey tú eres Kalikrates. La luz que brilla en este pináculo es la que después de muchos años de varias pesquisas te ha conducido hasta ella. Durante todos los días de estos años, durante cada instante, su alma ha estado junto a ti, cuando dormías, cuando marchabas, previniendo y preservándote de todo peligro hasta que por fin la encuentras de nuevo. Hesea hizo una pausa, y como mirase a Leo, éste contestó: -Del principio de esta extraña historia nada sé, a excepción de lo que en el escrito me legaron mis antepasados; de lo demás, sabemos que es verdad. Sin embargo, quiero hacerte una pregunta, porque a cada momento que pasa, la duda me tortura horriblemente y yo te ruego que tu respuesta sea pronta y breve. Dijiste que en esta hora de dicha encontraría a mi "adorada Ayesha. ¿Dónde está, pues, Ayesha? ¿No eres tú por ventura? Si eres tú ¿por qué ha cambiado el timbre de tu voz, por qué eres de menor estatura que ella? ¡Oh! Yo te ruego en el nombre del dios a quien adoras, que me digas: ¿eres tú Ayesha? -Yo soy Ayesha -contestó la sacerdotisa, solemnemente-. Yo soy Ayesha, a quien tú perteneces eternamente. -¡Miente, miente! -gritó Atene-. Yo te aseguro, esposo mío, pues así ha dicho ella que eras, que de aquella mujer a quien amaste no queda el menor vestigio de belleza. Yo te digo que no es otra que la vieja sacerdotisa que rige esta Montaña hace lo menos cien años. ¡Déjala que se despoje de esos velos que ocultan su horrible fealdad! -Oros -dijo la Madre-, cuéntale la historia de la sacerdotisa de quien habla la Khania. El sacerdote hizo una reverencia, y siempre con aquella fría calma, imperturbable, dijo como si se tratara de un suceso que acaecía todos los días y sin ánimo de llevar el convencimiento a ningún espíritu: -Dieciocho años atrás, en la cuarta noche del primer mes de invierno del año 2333 de la fundación del templo de Hesea en esta Montaña, la sacerdotisa a quien la Khania Atene se refiere, murió bajo el peso de la edad, en mi presencia, a los ciento ocho años de reinado. Tres horas después tuvimos que llevarla del trono en el cual murió, con objeto de preparar su cuerpo para la ceremonia funeraria en el fuego de la Montaña, siguiendo la antigua costumbre. Mas, ¡oh milagro!, vivía de nuevo, muy cambiada, pero era la misma. "Pensando si sería la obra de un ser maléfico, los sacerdotes y las sacerdotisas la rechazaron y quisieron arrojarla del trono; pero la Montaña comenzó a rugir en espantosos truenos; las luces que alumbraban el templo se apagaron y el terror se apoderó de nuestras almas. Entonces, y surgiendo de las tinieblas, tras-el altar donde está la imagen de la Madre de los Hombres, se oyó una voz que decía: "Aceptad a quien he designado para reinar sobre vosotros, que mis juicios y mis propósitos se acaten y se cumplan". Lo voz cesó, y las luminarias se encendieron de nuevo. Nos arrodillamos ante Hesea, y la llamamos Madre desde el fondo de nuestro corazón. Ésta es la historia que cientos de personas pueden daros fe de su verdad. -Ya lo has oído, Atene -dijo Hesea-. ¿Dudas todavía? -Sí -contestó la Khania-; Oros también miente, y si no miente, delira o sueña; además, ¿quién me dice que la voz que oyeron no era la tuya propia? Si tú eres esa mujer inmortal, esa Ayesha, haz una prueba con estos dos hombres que te han conocido en tu vida pasada. Despójate de esos velos que guardan tan celosamente tus formas. Seguramente que tu amante no habrá olvidado tus encantos, seguramente que te reconocerá e hincará su rodilla en tierra ante ti, diciendo: "¡Tú eres, oh, Ayesha, mi adorada inmortal a la que siempre he amado!" Entonces, y no hasta entonces, creeré que tú eres la mujer que pretendes ser, un espíritu maligno con una inmortalidad manchada por el crimen, y que usa su demoníaca belleza para hechizar las almas de los hombres que se prendan de tus encantos. Pareció contrariar a Hesea la proposición de la Khania, pues, después de permanecer pensativa unos momentos, dijo, restregando sus manos, como bajo el peso de un profundo dolor: -Kalikrates, ¿es ésa tu voluntad? Si es así, te obedeceré. Sin embargo, te ruego que no me lo ordenes, puesto que la hora no ha llegado todavía, la promesa tiene que cumplirse. Estoy algo cambiada, Kalikrates; sin embargo, yo soy quien te amó y te besó, allá en las cavernas de Kor. Leo miró en torno de sí desesperadamente, hasta que sus ojos tropezaron con la irónica cara de Atene, que gritó: -Ordénala que se despoje de sus velos, señor y dueño mío. Te juro que no tendré celos de ella. -¡Sí, te ordeno que te descubras; quiero saberlo todo, aunque sea mi desgracia! ¡Todo, antes que vivir en esta ansiedad! Cualquiera que sea el cambio, si eres Ayesha te reconoceré, y si ella es, sólo a ella amaré - dijo, dirigiéndose a Atene. -¡Oh, cómo me hieren tus palabras! -dijo Hesea-; pero desde lo más hondo de mi corazón te agradezco tus frases de amor y de confianza a la que no conoces en su presente reencarnación. Mas la Verdad debe ser conocida y nada puedo ya ocultarte. Has de saber que una vez despojada de estos velos que cubren mi cuerpo, está escrito que deberás escoger, por última vez en la tierra, entre esa mujer, mi rival desde el comienzo del mundo, y la Ayesha a cuyas manos pereciste en las cavernas de Kor. Puedes repudiarme si quieres; ningún mal te provendrá de ello; al contrario, bendiciones, poder, salud y amor. Únicamente a cambio tendrás que borrar mi recuerdo de tu corazón y seguir tu marcha y cumplir tu destino solamente a merced de tu propio esfuerzo, hasta que llegue el término de tu vida. Por fin, al cabo de los años y en pago a vuestros sufrimientos y dolores conocerás la verdad. "Ten cuidado, no es pequeña la prueba a que te sometes, ten cuidado. Yo nada puedo prometerte, salvo amor, mucho amor, como nunca mujer pudo amar a hombre alguno, pero... está escrito que este amor no puede ser satisfecho sobre la tierra... Después, volviéndose hacia mí, me dijo: -¡Oh, tú, Holly! ¡Tú el verdadero amigo, la verdadera esencia de la amistad; tú, el más próximo a mi bienamado; tú, el de clara e inocente alma, el que posee la sabiduría, dale el consejo que tu experiencia y tu saber te dictan; yo obedeceré tus palabras y las suyas, y cualquiera que sean, las bendeciré con toda mi alma, y cuando partamos de la tierra para marchar a habitar la sideral región que se nos ha designado y donde las pasiones terrenales no tienen razón de ser, nos uniremos y viviremos juntos en una eterna y pura amistad gloriosa. -Ayesha -exclamé-; te agradezco tus palabras. Con ellas y con tu promesa, yo, tu pobre amigo, pues nunca pensé ser más, estoy mil veces pagado por todas las inquietudes y sufrimientos pasados. He de decirte que yo creo eres ELLA, a quien perdimos, pues esos pensamientos y palabras sólo son de nuestra adorada inmortal. Así hablé, sin saber lo que decía exactamente, mas sólo sé que embargaba mi alma una gran alegría interior, una calma y una satisfacción inefables, que emanaban de mi corazón. Ahora sabía que Ayesha me quería lo mismo que siempre había sido querido por Leo; era una cadena de amistad que nunca podría romperse, cualquiera que fueran los acontecimientos. ¿Qué más podía desear? Hablamos Leo y yo, mientras Ayesha nos contemplaba en silencio. Lo que hablamos no lo recuerdo bien, pero a la postre, como dijo Hesea, Leo me rogó que fuera yo el que juzgara y diera mi juicio de elección. Entonces en mi mente surgió una orden clara, terminante, concisa, emitida por mi propia conciencia o por otra voluntad ajena a mí; ¿quién lo puede decir? La orden era que debería mandar descubrirse a la velada Hesea y dejar que el destino cumpliera sus propios designios... -Decide -dice Leo-, no puedo soportar mi duda. Quien quiera que sea esa mujer, suceda lo que suceda, nunca te maldeciré, Horacio. -Bien; he decidido -respondí, y dando un paso hacia adelante, dije-: Hemos tomado consejo, Hesea, y es nuestra voluntad el conocer la verdad hasta el final; así, pues, te rogamos que te despojes ante nosotros de esos velos que cubren tu cuerpo. -Os obedeceré -contestó la sacerdotisa con voz desfallecida-; únicamente lo que os pido es que tengáis piedad y no os burléis de mí; no echéis la leña de vuestro desprecio al fuego interior que consume mi alma, pues soy lo que soy por ti solamente, Kalikrates. Yo también quiero conocer. estoy sedienta de verdad, pues aunque mucho, es mi saber y mi poder, aún hay algo que permanece ignorado para mí y es si el amor de un hombre puede realmente vivir a través de los horrores y de la miseria. Levantóse entonces Hesea y se dirigió lentamente hacia el espacio descubierto frente a la cámara rocosa, deteniéndose cerca del borde del precipicio en cuyo fondo estaba el lago de fuego. -¡Ven, Papaya, quítame los velos! -ordenó con voz débil. Papaya avanzó, y después de Hacer una reverencia ante ella, comenzó la tarea ordenada. Papaya no era una mujer de aventajada estatura y, sin embargo, tenía que inclinarse para cumplir la tarea. Los primeros velos cayeron sin revelar nada. Cayeron otros, y ante nosotros apareció la figura fantasma que se nos apareció en el valle de las osamentas al llegar a la Montaña. Así, pues, nuestro misterioso guía y la sacerdotisa Hesea eran un mismo ser. Más velos fueron cayendo; parecían no tener fin. Aquel cuerpo debía ser pequeñísimo, desmesuradamente pequeño. ;Oh!, los últimos velos caían y aparecieron dos esqueléticos miembros que parecían ser dos manos. Después los pies, pero ;qué pies! Como aquellos pies recordaba haber visto los de una momia real, una vez en Egipto, y por un extraño juego de recuerdos, vino a mi memoria el nombre de aquella momia que llamaban "La Bella". Todos los velos habían caído ya, a excepción del último más espeso, y que la cubría de pies a cabeza. Hesea rechazó con un gesto a Papaya, que se arrojó medio desfallecida al suelo, tapándose los ojos con las manos. Luego la sacerdotisa soltó el velo que la cubría y que cayó a sus pequeños pies, y haciendo un esfuerzo supremo de desesperación se volvió hacia nosotros. ;Oh! Era:.. No la describiré, pero la conocí al instante. pues fue así cómo la vi a través de la máscara de su inmortalidad, ante el Fuego de la Vida; era Ayesha, la forma de la cara, su aire de soberbio desafío.. De pie ante nosotros, la nube de llamas ponía al descubierto todas sus lacras y miseria... Se hizo un silencio de muerte. Vi cómo los labios de Leo se tornaban de rojos en blancos; y cómo sus rodillas se doblaban sin fuerzas para sostenerlo; pero haciendo un esfuerzo sobrehumano se mantuvo firme como el cadáver sostenido en pie por un soporte. Vi a Atene que volvía la cabeza en una expresión de repugnancia y quizá de dolor. Hubiera querido ver a su rival humillada por su belleza; pero la vista de aquel horrible cuerpo pareció conmoverla. Parecía que aquella visión hubiera despertado una fibra sensible dormida en lo más intimo de su femineidad. Únicamente Simbrí que parecía esperar lo sucedido, y Oros, permanecieron imperturbables.` Este último, en medio de aquel silencio sepulcral, exclamó: -;Ved en esa vieja lámpara la luz eterna que luce en ella, a través de esa arrugada cáscara el alma inextinguible que la anima! Aplaudí desde mi corazón estas nobles palabras. Pensaba del mismo modo que Oros, ;pero gran Dios!, mi cerebro iba a estallar y yo deseaba que estallase de una vez para no oír ni ver nada de lo que me rodeaba. Aquella visión de Ayesha momificada me espantaba. Al principio tuve esperanzas, pero éstas murieron y la angustia y sólo la angustia se apoderó de mi corazón. Algo había que hacer: esto no podía durar. Mis labios estaban resecos, mi garganta no podía articular palabra y mis pies se negaban a moverse. Hubiera preferido mil veces yacer en las profundidades del cráter donde posaban las cenizas del difunto Rassen, antes que vivir un minuto más en esta angustiosa situación. Atene, al fin, habló. Se dirigió al cuerpo momificado de Ayesha, e irguiéndose con toda la soberbia de su majestuosa belleza, exclamó: -¡Leo Vincey o Kalikrates!, toma el nombre que quieras; pensarás mal de mí al creer que voy a mofarme de una rival en su desgracia. Nos ha contado una historia que, verdadera o falsa, quizá más falsa que verdadera, me ha hecho conocer cómo seduje al sacerdote del santuario de una diosa, y cómo esta diosa, Ayesha misma, se vengó de mí asesinando al hombre a quien yo amaba. ¡Deja a la diosa, si verdaderamente es tal, que haga lo que más le plazca, que yo, mortal, quiero hacer la mía, hasta que la vida toque a su fin! ¡Yo quiero ser también diosa! ¡Oh, tú, hombre! No tengo vergüenza de decir que te amo delante de estos extraños; te amo, y, según parece, esta mujer o diosa también te ama, ya que ahora mismo acaba de decirte que debes escoger entre ella o yo y ahora para siempre. Escoge, Leo Vincey, y pon fin a esta extraña historia. No quiero defenderme; tú sabes quién soy, pero puedo darte amor v felicidad, y descendientes, que te seguirán a ti en el gobierno y administración del país. ¿Qué es lo que puede ofrecerte esa hechicera? Nada, palabras dulces, visiones, obra de su magia en la pantalla de fuego, sabias máximas, historias del pasado y para cuando hayas muerto, la dicha, cuando esa terrible diosa a quien tan firmemente sirve haya perdonado y olvidado. He acabado, Leo Vincey, poro sólo debo añadir una palabra. ¡Oh, tú por quien, según Hesea, abandoné y abjuré de mi rango real para huir contigo y compartir los peligros de un mar tempestuoso! ¡Oh, tú a quien, aun a través de las edades mi corazón ha seguido amando! ;Oh, tú a quien no hace mucho tiempo salvé de la muerte en el río que baña el precipicio! ¡Escoge, escoge! Toda esta alocución tan moderada al parecer, pero tan cruel en el fondo, tan bien razonada y tan falsa, parecía escucharla la pobre Ayesha como si de ella dependiese el final de su inmortal existencia. Sin embargo, nada contestó, ni una palabra, ni un movimiento. Parecía como si hubiera dicho todo lo que tenía que decir y hecho todo lo que tenía que hacer. Miré a la pálida cara de Leo. Lentamente se dirigía hacia Atene atraído por el brillo de la pasión que emanaba de sus hermosos ojos negros. Mas de pronto, rehaciéndose, sacudió la cabeza y sus ojos brillaron con feliz alegría. -Después de todo -dijo pensando más que hablando-, nada tengo que hacer con respecto a pasados que desconozco y sucesos de mi vida anterior. Ayesha me ha esperado por cerca de dos mil años. Atene se casó con un hombre a quien odiaba y lo envenenó, como sería capaz quizá de envenenarme a mí el día que de mí se cansase. No sé qué juramento hice a Amenartas, si tal mujer vivió. Recuerdo sólo el juramento que hice a Ayesha. Si ahora rechazo a Ayesha, es que mi amor no puede resistir el paso del tiempo ni sobrevivir a la presencia de la muerte. ¿No juré que tomaría a Ayesha tal como fuera? El amor es inmortal. ¿Por qué no retenerlo en nuestro corazón hasta que la muerte deje libres nuestras almas? Deteniéndose ante la forma de Ayesha, se arrodilló ante ella besando sus pies. Sí, besó aquella forma humana tan horrorosa y creo que fue uno de los actos más valerosos que hombre alguno pudiera hacer. -Tú lo has escogido -dijo Atene fríamente-; mas he de decirte, Leo Vincey, que tu elección te separa de mí para siempre. ¡Quédate con la esposa que tú mismo has elegido! Ayesha no había todavía hecho ningún signo ni dicho palabra alguna hasta que, cayendo de hinojos, comenzó a rezar en voz alta. Estas fueron las palabras de su oración, tal como se las oí, aunque no sé exactamente a qué poder sobrenatural eran dirigidas; es más, nunca lo llegué ni creo lo llegaré a saber... -¡Oh, tú, ministro de la Todopoderosa Voluntad, que esgrimes la espada de la ley, llamada naturaleza; tú que te coronaste como reina de los egipcios con el nombre de Isis, pero que eres la diosa de todos los países y de todas las edades; tú que conduces al hombre; que das la vida al niño por el pecho de su madre, que das muerte a la vida, y que desde las negras profundidades de la muerte iluminas las tinieblas con la luz de tu risa; tú que eres la abundancia sobre la tierra, que tu sonrisa es la primavera, que tu risa es el rumor del mar, cuya placidez es el otoño y cuyo sueño es el gélido invierno; oye las súplicas de tu hija escogida y tu ministro! "Desde los más remotos tiempos me diste la fuerza y el vigor para la inmortalidad, al mismo tiempo que me concedías la belleza suprema sobre todas las mujeres de la tierra, a cambio de centurias y centurias de glacial soledad en la más horrorosa fealdad ante los ojos de mi amado. Yo te ruego desde el fondo de mi alma que cambies mi inmortalidad por mi anterior belleza y dejes que el verdadero amor endulce mis sufrimientos; y si esto no puede ser, da la muerte a esta pobre y humilde sierva tuya. CAPÍTULO 16 LA TRANSFORMACIÓN A esta oración siguió una larga pausa. Leo y yo mirábamos desanimados a uno y otro lado, como esperando algo que sabíamos que no había de llegar. Esperábamos una respuesta. a esta admirable súplica dirigida a la naturaleza, y lo que podía suceder no podía ser más que un milagro. Algo sucedió... La rojiza pantalla fue apagándose lentamente; no nos admiramos mucho al principio, pues sabíamos que a la llegada de la aurora el fuego del cráter, que durante la noche brillaba con fuerza, perdía intensidad, y ya el amanecer no debía estar lejos. Esto contribuyó a hacer aún más terrorífica la escena, pues las sombras iban invadiéndolo todo lentamente... A los últimos resplandores de la claridad, vimos avanzar a Ayesha unos pasos hacia una pequeña lengua de roca que sobresalía en el abismo, y por donde fue lanzado el cuerpo del Khan Rassen ... La vimos de pie, resaltando su raquítico cuerpo a los últimos resplandores contra el negro humo que ascendía del fondo del cráter. Leo se lanzó hacia ella, pues, sin duda, creía que iba a lanzarse a aquel infierno; así creí yo también que iba a hacer; pero Oros y Papaya, obedeciendo a alguna secreta orden que recibieron, sujetáronlo por los brazos, obligándolo a retirarse de aquel lugar. Las tinieblas nos rodearon al fin. A través de la oscuridad oíamos el cántico de Ayesha, un himno entonado con voz patética en una lengua desconocida para nosotros ... Una enorme lengua de fuego aislada, como otras que habíamos visto aquella trágica noche perderse en el espacio, apareció elevándose del abismo... -Mira -me dijo Leo-; ¡esa llama avanza contra el viento! -Quizá el viento haya cambiado -contesté, aunque bien sabía que no era así, sino que soplaba aún más fuerte en la misma dirección que antes. Poco a poco se fue acercando la lengua de llamas; eran dos, y algo oscuro se divisaba en ellas. Por fin llegaron al lugar donde estaba Ayesha. Las lenguas de fuego parecieron cubrir el cuerpo que allí estaba implorante de la Divina gracia de sus protectores... La luz desapareció, y todo quedó otra vez en tinieblas... Cuánto tiempo pasó, no lo sé ... Recuerdo solamente que un cuerpo rozó junto a mí, y supuse que era el de Papaya; al instante volvió con la respiración jadeando como la persona que es presa de gran terror... No había duda; ¡Ayesha se debía haber lanzado al abismo! ¡La tragedia se había consumado! De pronto se oyó una música admirable y melodiosa. Era algo sublime, enternecedor, sobrehumano... Parecía expresar todas las emociones humanas, la rabia, la pasión, la fuerza, la cólera, sufrimientos, misterio, amor. Era el alma de Ayesha con toda la gama de caracteres que la formaban... Era la historia de la transformación de un alma elegida y poderosa, era como las nubes de incienso que se esfuman lentamente en el espacio, así aquel melodioso cántico fue dulcemente alejándose en la estancia hasta que se perdió. Del Este surgió un rayo de luz diurna. -Comienza la aurora -dijo la voz tranquila de Oros. Efectivamente, el débil rayo del principio fue rasgando las tinieblas, inundando de luz todo lo que encontraba a su paso, yendo a detenerse, no en las rocosas paredes del cráter, sino en el pequeño promontorio que formaba la lengua de roca sobre el abismo. ¡Oh! Allí, cubierta con un manto de gloria, había una forma celestial. Parecía dormida, pues sus ojos estaban cerrados. ¿Estaría muerta? Su cara pálida parecía, al primer momento, la de un muerto. ¡Oh! Abrió los ojos asombrados como los de un niño; eran unos ojos negros, hermosos y aterciopelados. Se reanimaban. Sus cabellos flotaban al viento, que los enredaba caprichosamente alrededor de su torso. La débil túnica que la cubría se ciñó, perfilando un cuerpo turgente y divino... ¿Era una ilusión, o era la de Ayesha esa forma que veíamos tal como la encontramos por primera vez en las cavernas de Kor? Sin poderlo evitar, caímos de rodillas ante aquella visión, alargando los brazos implorantes... Mas al darnos cuenta de que aquello no era sino una feliz realidad, lanzamos un grito de feroz alegría, cayendo en un fuerte abrazo Leo y yo. Entonces una voz más dulce que la miel y suave como el murmullo de un arroyuelo, habló cerca de nosotros, y sus palabras fueron las siguientes: -¡Ven hacia mí, Kalikrates; quiero pagarte el beso de amor y de f e que hace un momento me diste! Leo, como un borracho, tambaleando, llegó hasta donde Ayesha estaba, cayendo a sus pies, que besó con pasión. -Levanta -dijo ella-; soy yo la que debo besarte -y así diciendo, tomólo de la mano, tratando de levantarlo del suelo. Leo no se movió, y entonces ella, poco a poco, se inclinó sobre él, besándolo tiernamente en la frente. Después me llamó. Llegué hasta donde estaban y quise arrodillarme ante ella, pero no lo consintió: -No -dijo con su argentina voz-; he tenido muchos que me han rendido culto y adoración; ¿pero dónde podré encontrar un amigo tan bueno y tan leal como tú, mi buen Holly? -y diciendo esto, me besó en la frente. Ayesha estaba fragante como las rosas al recibir los primeros rayos del sol naciente. Su cuerpo, en contraste con sus negros cabellos, daban a éste transparencia de perla y una radiante aureola emergía de todo su ser. No había escultor en la tierra que pudiese modelar unos brazos más perfectos y maravillosos que aquellos que estaban ahora tendidos hacia mí, ni estrella en el firmamento que brillase con más pureza que aquellos ojos que me miraban... Recibí su beso castamente. ¿Qué más podía desear? ... Tomando a Leo de la mano, Ayesha entró con él en la cámara de roca, y al entrar bajo el abrigo de sus paredes vi que se estremecía, como si notase el cambio -de temperatura ambiente.' Este hecho me produjo gran alegría, pues me demostraba que Ayesha era humana, y que como ser humano sentía. El sacerdote y la sacerdotisa se habían postrado de rodillas ante la esplendorosa reencarnación; pero ella los obligó a levantarse, poniendo su bella mano sobre sus cabezas. -Tengo frío -dijo-; dadme mi manto. Papaya le echó el manto rojo sobre sus hombros, dándole una apariencia majestuosa. -No ha sido mi perdida belleza lo que me has devuelto con tu beso de redención, amado mío, sino mi espíritu, que estaba preso en las amarguras de un secreto destino. ¡Oh, amor mío! Los Poderes ofendidos no olvidan fácilmente, aun cuando conceden su perdón, y aunque a tus ojos nunca más serviré de burla ni de escarnio, no sé el tiempo que se nos está concedido permanecer juntos en la tierra, aunque presumo que éste será breve. Mas no te apenes, Leo mío; iremos a otros lugares más gloriosos, donde beberemos la copa de dulce ambrosía que nos recompensará de los sorbos de amargura y dolor que hasta ahora llevamos apurados. Odio este lugar. Ha sido aquí donde he sufrido como mujer alguna pudo sufrir sobre la " tierra. "¡Lo odio, lo odio! ... ¿Qué idea pasa ahora por tu mente, viejo mago? -dijo, volviéndose de pronto hacia Simbrí, que estaba no lejos, pensativo, con los brazos cruzados sobre el pecho. -Nada; únicamente que poseo el don de que tú, a pesar de tu belleza y de tu sabiduría, careces: el de la visión del futuro. Veo a un hombre muerto aquí ... -Una palabra más, y tú serás ese hombre -contestó con ira Ayesha-. Loco, no pienses siquiera en mí, pues ahora soy lo bastante fuerte para darte -muerte con mis propias manos... Sus ojos, momentos antes tan tranquilos y plácidos, tomaban ahora reflejos metálicos... El viejo hechicero retrocedió unos pasos, atemorizado ante aquellas palabras, hasta tropezar con la pared de roca. -¡Oh, Ayesha, yo te saludo y reverencio! Ahora, como desde el principio, solamente conocemos la historia tú y yo -respondió el mago-. Nada más tengo que decir -continuó-: la cara de ese hombre no la he visto. Solamente sé que un hombre ungido aquí Khan de Kaloon era precipitado en el fuego como el que hace unas horas fue lanzado al abismo... -Sin duda alguna muchos Khanes de Kaloon serán ungidos aquí -respondió Ayesha, fríamente-; mas no tengo miedo, mago; mi- ira ha pasado: sé prudente, sin embargo, y no profetices males a quienes tienen más poder que tú. Puedes marcharte. Sin soltar la mano a Leo, pasó de la cámara rocosa a otra mayor, ubicada sobre el pilar, y desde el cual como un mirador se veía a la luz del sol naciente las montañas vecinas y el fértil país de Kaloon inundado por los dorados rayos del sol. Mostrándoselo a Leo, dijo: -Este hermoso país será mi regalo de bodas. Atene, que hasta entonces había estado silenciosa, dijo, de pronto: -¿Quieres decir, Hesea, si es verdad que Hesea eres y no un demonio surgido de las profundidades del infierno, que ofreces mis territorios a este hombre como una prueba de amor? ¡Si es así, antes tendrás que conquistarlos! -Demasiado a prisa hemos quizá hablado tú y yo -contestó Ayesha-; sin embargo, olvido tus palabras, pero debo advertirte que yo también podré escarnecer a mi rival cuando llegue la hora de la victoria. Cuando tú eras la más hermosa bien le ofreciste estas tierras, ¿pero quién es la más bella ahora de las dos? ¡Miradnos todos y juzgad! -dijo Ayesha sonriendo a Atene, y dirigiéndose a nosotros. La Khania -como ya he dicho- era una mujer de extraordinaria hermosura; no había visto mujer que pudiera compararse con. ella, ¡pero cuán burda y pobre resultaba su hermosura junto a la admirable y Celestial belleza de Ayesha reencarnada! La hermosura de ésta no era humana: era algo superior. Estaba ahora aún más bella que cuando la vimos en las cavernas de Kor. Ahora era la belleza de un espíritu hecho carne. La radiante aureola que emergía de su cuerpo, su amplio y bien formado torso, sus divinos ojos, que a veces adquirían el brillo de las estrellas y a veces parecía flotar en ellos la inmensidad azul del espacio, sus rojos labios, sus finos cabellos, relucientes como la seda, su esbelto continente, y, sobre todo aquella alma de la que Oros nos había hablado, no contenida en una vil vasija, sino en un cuerpo grácil, juvenil y lleno de vida, hecho de alabastro, rosas y perlas... Ninguna de estas cualidades eran de ser humano. Atene, dándose cuenta de ello, respondió: -Yo no soy sino una mujer. Lo que tú eres, tú lo sabes mejor que yo: mi carne mortal no puede compararse con la gloria que te ha concedido el infierno en pago a tus servicios y homenajes al Señor del Mal. Sin embargo, como mujer soy tu igual; como espíritu serás inferior a mí,' cuando, desaparecidas todas esas bellezas que ahora son tu soberbia altivez, aparezcas desnuda y avergonzada ante el Tribunal de quienes has desertado y desafiado. Y ahora que estás con tu amado, no olvides que la carne y el espíritu no pueden llegar a comprenderse. Atene calló rechinando los dientes de rabia y de celos. Ayesha pareció inmutarse un poco ante aquellas palabras, y el carmín pareció huir de sus labios y oscurecerse y turbarse sus divinos ojos. Fue unos instantes solamente; la turbación desapareció pronto, y con una voz vibrante como el sonido de una campana de plata dijo: -¿Por qué te estrellas en vano, Atene, como el arroyuelo formado en los valles en tiempo de lluvias contra las duras rocas del acantilado? ¿Piensas, pobre flor de un día, destruir la roca de mi poder eterno con tus turbias y escasas aguas? Escucha. No busco tu pobre país, pues si quisiera yo obtendría el imperio del mundo. Sin embargo, no olvides que me perteneces, que dentro de poco tiempo iré a visitarte en tu ciudad. ¡Tú puedes elegir entre la guerra y la paz! Quiero, por eso, Khania, que limpies tu corte de los viciosos y haraganes que ahora la pueblan, y moderes tus leyes para que cuando yo llegue a Kaloon pueda encontrar el contento y la alegría que ahora le falta, para poder confirmarte así en el gobierno del país. Te aconsejo también que escojas a algún poderoso señor como esposo; déjale ser como él quiera; escógelo a tu voluntad; solamente necesitas que sea justo y recto para poder servirte de guía y consejo en el gobierno de Kaloon. Venid, mis huéspedes -nos dijo Ayesha, y nos condujo por el escalofriante camino que pasamos para asistir al Tribunal de la Muerte. Fue todo tan rápido e imprevisto, que hasta después que estuvimos solos y cambiamos impresiones, no nos dimos cuenta exacta de lo que había sucedido. Al pasar Ayesha junto a Atene, ésta sacó de pronto una daga, que en sus ropas llevaba oculta, y la hundió al parecer con todas sus fuerzas en la espalda de su rival. La daga cayó al suelo, y la que debía de caer herida mortalmente quedó indemne... Viendo sus propósitos fallidos, con una rapidez felina, Atene se arrojó sobre Ayesha, con intención de arrojarla al abismo; pero sus brazos quedaron paralizados, y no fue Ayesha, sino Atene la que caía al abismo, y a no ser por Ayesha, que asiéndola por los cabellos la levantó como si se tratara de un niño, poniéndola sin esfuerzo alguno en lugar seguro, hubiera perecido abrasada en el mar de fuego que había a nuestros pies. -Necia, más que necia. -dijo Ayesha en tono compasivo-. ¿Tan desesperada estabas que querías perder esa graciosa forma que los cielos te han concedido? Seguramente estás loca, pues no creo que ignores en qué extraña forma volverías a reencarnar en la tierra de nuevo. No como reina seguramente, sino en una deforme criatura, horrible a la vista de todas, y que es el destino que aguarda a todos aquellos que a sí mismo se han dado muerte. Tu forma sería la de una bestia, un gato, un perro, un tigre..., porque mirad -dijo, recogiendo la daga del suelo-, esta arma estaba envenenada. ¿Qué hubiera sido de ti, pobre criatura, si llegas a herirte con ella? Atene no pudo resistir ya tanta burla, y más envenenada aún que su propio acero, exclamó: -Eres inmortal. ¿Cómo podré vengarme de ti? Ruego al cielo que sea él que castigue tu maldad -y llorando amargamente, se arrojó desfallecida sobre una roca. Leo, que estaba junto a ella, a la vista de aquella reina tan profundamente dolorida, pareció condolerse de su desgracia, y trató de prodigarle palabras que mitigasen un poco aquel dolor. Atene se apoyó en el brazo de Leo; pero después, deshaciéndose de él rudamente, fue a apoyarse en el de Simbrí. -Veo -dijo Ayesha- que eres siempre cortés y bondadoso con los débiles; pero es su propio siervo quien debe cuidar de ella y conducirla; además, puede que tenga aún alguna daga oculta entre sus ropas. Vamos, el día se ha hecho, y necesitamos descansar. CAPÍTULO 17 LOS DESPOSORIOS DESCENDIMOS las interminables escaleras y los oscuros corredores perforados en la roca hasta llegar a la puerta de las habitaciones de la sacerdotisa, siendo conducidos a una sala del interior. Ayesha nos dejó allí, diciéndonos que se encontraba muy fatigada por los acontecimientos de la pasada noche, no de cuerpo, sino de espíritu. Su forma delicada semejaba la del lirio después de la lluvia, y con ojos entornados y una voz dulce como un murmullo nos dijo: -¡Adiós! Oros cuidará de vosotros y os conducirá a mí cuando llegue el momento. Descansad. Cuando salió, el sacerdote nos condujo a una bella habitación que daba sobre unos jardines. Nos encontrábamos tan extenuados, que apenas podíamos hablar. -No puedo más -dijo Leo a Oros-; ¡quiero descansar! Con una reverencia, Oros se dispuso a conducirnos a nuestro dormitorio. Era éste una espaciosa habitación con lechos en los que nos tumbamos, quedando dormidos en pocos segundos. Cuando despertamos, era ya el mediodía. Nos levantamos y nos bañamos, y diciendo que deseábamos estar solos, nos dirigimos al jardín, que aun en aquellas horas y aun a fines del mes de agosto su ambiente era apacible y cálido. Tras un macizo de campánulas y otro de flores había un banco, en el cual nos sentamos. A sus pies corría un arroyuelo que serpenteaba por el jardín. -¿Qué tienes que decirme, Horacio? -preguntó Leo, poniéndome un brazo sobre el hombro. -¿Decir? -pregunté-. Que las cosas que han pasado son de lo más maravilloso. Que no hemos trabajado ni soñado en vano. ¡Que eres el más afortunado de los mortales y que seguramente serás el más feliz! Me miró de una manera extraña, que denotaba una gran preocupación, y contestó: -Sí, es muy hermosa, es verdad..., pero -y su voz se hizo como un soplo-, yo quisiera que Ayesha fuera un poco más humana, como cuando la conocí en las cavernas de Kor. No estoy muy convencido de que sea de carne y hueso como nosotros... Cuando me besó, si beso queremos llamar a aquel soplo, no me tocó la piel siquiera... ¿Mas qué puede ser una persona que ha cambiado de forma en una hora escasa, sino un espíritu? La carne y la sangre no pueden salir del fuego, Horacio. -¿Pero tú crees que haya nacido del fuego? ¿No crees más bien que aquel ser horrible y momificado sólo haya existido en nuestras mentes? ¿Por qué no puede ser ésta la misma Ayesha que en el lejano Egipto conocimos, transportada hasta aquí por algún agente misterioso? -¡Quizá, Horacio! No lo sé, y creo que no lo sabré nunca. Lo que sé es que para mí' esto es algo terrorífico. Me siento atraído por ella como por una fuerza magnética. Sus ojos incendian mi sangre, el contacto de su mano me embarga de emoción, y, sin embargo, a pesar de todo este amor, noto que hay algo que nos separa, una barrera invisible, algo que no acierto a descifrar; quizá sea solamente aprensión mía... ¿Te has fijado, Horacio, que tiene miedo de la Khania? Con menos motivos que los que Atene ha dado en estos últimos días, la hubiera matado y olvidado en una hora. ¿Te acuerdas de Ustane? -Quizá se haya hecho menos cruel, Leo; quizá haya tenido, como nosotros, duras lecciones... Antes de que pudiera responderme, apareció Oros, y haciendo una reverencia con su característica humildad ante Leo, dijo que la Hesea deseaba que estuviésemos presentes en el oficio que ese día se celebraba en el Santuario. Ante la perspectiva de ver a Ayesha, Leo se levantó de un salto, dirigiéndose hacia nuestros aposentos. Aquí nos aguardaban los sacerdotes, afeitados de cabeza y barba, que nos asearon y vistieron. Después nos calzaron con sandalias con adornos de oro, y cubriendo a Leo con un magnífico manto blanco, adornado de oro y púrpura, y con una ropa similar, pero no de tanta riqueza, me ataviaron a mí: por último pusieron un cetro en la mano de Leo y en la mía un grueso bastón. El cetro tenía la forma de báculo, lo que me indicó en seguida la clase de ceremonia que estaba próxima a efectuarse. -¡El báculo de Osiris! -murmuré a Leo. -Escucha, Horacio; yo no deseo encarnar la figura de ningún dios egipcio o mezclarme en estos odiosos actos de idolatría. Desde luego me opongo a ello. -Creo que es mejor ver lo que sucede; quizá sea solamente algún acto simbólico. Pero Leo, que a pesar de todas las circunstancias extrañas en que su vida se había visto mezclada en los últimos años, conservaba en su corazón las ideas religiosas que yo le había inculcado en la niñez, se negó terminantemente a tomar parte en la ceremonia, sin saber antes qué clase de acto era éste y qué intervención tenía que tener en él. Fue él mismo el que expuso el asunto a Oros. Éste, al principio, se mostró muy sorprendido y confuso por la pregunta, diciendo al fin que se trataba solamente de una ceremonia de desposorio. Se nos condujo por largos pasadizos hasta una galería que desembocaba frente a las grandes puertas de madera que daban paso a la nave de la Madre de la Humanidad. Al notar nuestra proximidad se abrieron las puertas y entramos, yendo Oros a la cabeza, tras él Leo y después yo. Siguiéndonos venía la procesión de sacerdotes. Tan pronto como nuestros ojos se habituaron a la claridad deslumbradora que iluminaba la nave, nos dimos cuenta de que se llevaba a cabo una gran ceremonia o rito en el templo. En el frente, ante la divina estatua de la Madre, había largas filas de sacerdotes vestidos de blanco, en número de doscientos aproximadamente; frente a esta congregación y un poco más allá de las dos columnas de llamas, estaba sentada Ayesha en un trono sobre una plataforma, con objeto de que pudiera ser vista por todos. A su derecha había otro trono similar, y que pronto aventuré quién habría de ocuparlo. Estaba descubierta, hermosísimamente vestida; sus ropas más parecían de una reina que de una sacerdotisa. Su cuello estaba rodeado de un magnífico collar de perlas que servía de sujeción al mismo tiempo a su espléndido manto de púrpura. Este manto, abierto por delante, revelaba una túnica de seda blanca abierta por el pecho y sujeta por unos cordones de oro tal como aquella que usaba ELLA cuando la vimos en Kor; hubiera asegurado que era la misma. Sus manos, desnudas de ornamentos y joyas, tenían en la derecha un sistro adornado con gemas y cascabeles. Marchamos entre las filas de sacerdotes hasta que Oros se detuvo, dándonos cuenta entonces de que estábamos frente a Ayesha. Entonces ella, levantando su cetro, hizo cesar el cántico. En medio de un sepulcral silencio se levantó del trono y descendiendo unos escalones llegó hasta donde se encontraba Leo, tocándole en la frente con el cetro, diciendo así con fuerte y dulce voz: -¡Bendito sea el escogido de Hesea! Como un trueno, todos los circunstantes exclamaron: -¡Bendito sea el escogido de Hesea! Mientras que los sonidos de aquella voz general retumbaban y se apagaban por los ámbitos de las paredes de roca, Ayesha me hizo un signo de que me detuviera, a la par que ella tomaba a Leo de la mano y lo atraía hacia sí en forma que quedase de frente a los sacerdotes y sacerdotisas. Teniéndole tomado de la mano, habló a los presentes: -¡Sacerdotes y sacerdotisas de Hesea, siervos con ella de la Divina Madre del Mundo, oídme! Es hoy por la primera vez que aparezco ante vosotros tal como soy; vosotros, que sólo de mí conocéis una mezquina figura cubierta siempre de espesos velos, sin conocer mi cara ni expresión, deseo que sepáis ahora la causa que a ello me ha obligado durante tantos años. Ved a este hombre a quien todos consideráis un extran- jero aventurero y que ha llegado ha poco a nuestros dominios; mas yo os diré que no es tal extranjero: él, en vidas pasadas, ha sido mi señor y dueño, y ahora viene de nuevo en busca de mi amor. ¿No es así, Kalikrates? -Así es -respondió Leo. -Sacerdotes y sacerdotisas de Hesea; como sabéis, es costumbre ancestral para aquella que ocupe mi lugar el derecho de elección de esposo, ¿es eso así? -¡Así es, oh Hesea! -respondieron a coro los presentes. Hizo una pausa, y dirigiendo una mirada de infinita ternura a Leo, se arrodilló lentamente quedando postrada ante él. -Di -dijo Ayesha, mirándolo con aquellos ojos tan admirables-; di ante los aquí presentes y ante las desconocidas fuerzas, que no puedes ver y que nos escuchan, ¿me aceptas de nuevo por esposa? -Sí, mi adorada señora -contestó Leo son voz temblorosa, pero pasional-; ¡ahora y siempre! Entonces, ante las atónitas miradas de todos los presentes, Ayesha arrojó al suelo su cetro abriendo sus brazos se los ofreció amorosamente a Leo. Éste se inclinó también hacia ella, y hubiera querido besarla en sus labios; pero yo, que de cerca lo observaba, vi cómo al estar junto a ella su cara se tornaba blanca como la nieve, mientras que la extraña aureola que de ella emergía hacía brillar como el oro los cabellos de Leo. Vi también que aquel hombre fuerte como un roble temblaba como un azogado entre los brazos de Ayesha, pareciendo que iba a desplomarse de un momento a otro. Creo que Ayesha también lo notó, pues cuando iban a juntare sus labios se separó de él bruscamente, y aquella leve inquietud que se reflejó en su rostro en la cama de roca volvió a aparecer en su bella cara. Fue todo cuestión de un instante. Separada de sus brazos, le tenía fuertemente asido de una mano, como sosteniéndolo para evitar que se cayera. Así estuvieron hasta que Leo pareció recobrar la firmeza de sus pies y las fuerzas de su cuerpo. Oros devolvióle el cetro, y ella agregó: -¡Oh, amado mío!, ocupa el lugar preparado para ti, donde vivirás para siempre conmigo, porque conmigo misma te doy también más de lo que puedas disponer; y para demostrártelo, ahora verás. ¡Sube a tu trono, oh, Prometido Hes, y recibe la adoración de tus siervos! -¡No! -contestó él, y sus palabras eran firmes y terminantes-. Aquí y ahora mismo he de decirte para siempre, que soy solamente un hombre, que nada conozco acerca de dioses extraños, de sus atributos y de sus ceremonias. No consentiré que nadie hinque su rodilla ante mí sobre la tierra; ¡yo hincaré la mía solamente ante ti, mi adorada Ayesha! Estas palabras, pronunciadas en medio de un silencio sepulcral, llegaron hasta los oídos de los más próximos, que, atónitos, se miraron unos a otros, murmurando entre sí. Una voz exclamó: -¡Ten cuidado, escogido, al furor de la Madre! Ayesha pareció turbarse un momento; pero después, sonriendo, dijo dulcemente a Leo: -Y yo seré altamente complacida, mi adorado Leo; pero para ti ahora solamente ha sonado la hora de los desposorios. Convencido por estas palabras, Leo, sin responder, subió al trono y, afortunadamente, si algún rito de semi-idolatría iba a celebrarse, Ayesha halló la manera de prevenir su celebración, y el pequeño incidente fue prontamente olvidado por la atención prestada a los cánticos de los sacerdotes y las suaves armonías de sus coros. Ayesha levantó su cetro y los sacerdotes y sacerdotisas se formaron en tres filas y desfilaron ante la sacerdotisa, para salir por las grandes puertas de madera, que se cerraron tras ellos. Cuando todos hubieron salido, dejándonos solos al fin con Ayesha, Oros y Papaya, que era la que cuidaba de su señora, Ayesha pareció despertar como de un feliz sueño. Sonriendo, levantóse del trono, y dijo: -Hermoso cántico y de antigua armonía, ¿no os parece? Es uno de los que se entonaban en las fiestas en honor de Isis y Osiris en Behit, en el lejano Egipto. Fue allí donde lo .aprendí, antes de ver por primera vez las tenebrosas cavernas de Kor. Mas ven, mi amado, dime cómo debo de llamarte. Tú eres Kalikrates, y todavía ... -Llámame Leo, Ayesha -contestó mi amigo, rápidamente-; he sido con ese nombre bautizado en la única vida de la que tengo noción. Llámame Leo en vez de Kalikrates; tengo ya bastantes amargos recuerdos de él desde aquella horrible noche que contemplé su cuerpo en las cavernas de Kor. -¡Oh!, ya recuerdo -dijo Ayesha-. Te viste a ti mismo yacente en aquel estrecho catafalco y te canté aquel cantar, ¿no fue así?, del pasado y del futuro. Solamente recuerdo dos líneas; el resto lo he olvidado: Siempre adelante, sin fatigarnos, cubiertos por el manto del esplendor. -Hasta que se cumpla nuestro destino y las sombras de la noche tiendan sus negras alas. Sí, mi querido Leo; ahora sí que la noche tiende sus negras "alas", ¡y ahora nuestro fin está próximo a _verse cumplido! Entonces verdaderamente llegará el día que nos cubramos con el manto del esplendor -y mirando a mi amigo tiernamente, le dijo-: ¡Déjame que te hable en árabe! ¿Lo has olvidado tú? -No. -Entonces deja que sea nuestra lengua, pues la amo más que ninguna. Ahora dejadme sola. Creo -y dijo esto más bien hablando consigo misma- que hay alguien a quien debo conceder audiencia. Salimos del templo, suponiendo que Ayesha iba a recibir a alguna comisión de los principales jefes de tribus de la Montaña que venía a felicitarla por sus desposorios. CAPÍTULO 18 LA TERCERA PRUEBA UNA hora, dos... El tiempo pasaba, y aunque tendidos sobre nuestros lechos pretendíamos descansar, sentíamos cierta extraña opresión que nos impedía hacerlo. Era algo invisible e impalpable, pero que, sin embargo, parecía pesar como losa de plomo sobre nosotros, impidiéndonos descansar. -¿Por qué no viene Ayesha? -preguntó Leo al fin, rompiendo el silencio y comenzando a pasear de un lado a otro de la habitación-. Deseo verla de nuevo; no puedo, es imposible para mí separarme de esa mujer. Parece como si una fuerza misteriosa me empujara irremisiblemente a ella. -¿Cómo puedo yo contestarte, pobre de mí? ¿Por qué no le preguntas a Oros? Debe de estar fuera, en la puerta. Fue hacia allí, y preguntó a Oros; pero éste se limitó a sonreír, contestando que la Hesea no había todavía entrado en sus habitaciones y que, seguramente, estaría todavía en el Santuario. -Entonces voy a buscarla. ¡Venid, Oros, y tú también, Horacio! Oros agradeció la. invitación con una sonrisa, pero rehusó acompañarnos, añadiendo que "aquel a quien todas las puertas tenía abiertas" podía, si así lo deseaba, volver al Santuario. -Pienso bien, entonces -contestó Leo-. ¿Vienes tú, Horacio, o iré sin ti? Dudé un momento. El Santuario era en verdad un lugar público, pero allí había quedado Ayesha, y hacía poco había dicho que deseaba estar sola. Sin embargo, al ver que Leo se encogía de hombros y, sin decir palabra, se disponía a marchar, le dije: -No podrás encontrar solo el camino; te acompañaré. Atravesamos largos corredores hasta que llegamos a la galería. Las puertas se hallaban cerradas, pero Leo consiguió abrir una, y entramos. Debíamos encontrarnos en el Santuario, y, aunque observamos de un lado a otro, nada pudimos ver, pues las tinieblas más espesas nos envolvían. Tratamos de volver hacia atrás para salir, pero no encontramos las puertas de madera. Estábamos perdidos. Con el alma oprimida, evitamos toda conversación. Anduvimos unos cuantos pasos y nos detuvimos de repente. Teníamos la seguridad de que no nos encontrábamos solos. Nos parecía hallarnos en medio de una multitud extraña, que no eran ni hombres ni mujeres. Eran ciertos seres que se oprimían contra nosotros, sentíamos sus ropas muy cerca, pero no podíamos tocarlas; sentíamos su respiración, pero ésta era glacial. Sentíamos las tenues corrientes de aire que se movían de un lado a otro, dejando paso a seres que iban de aquí para allá en una procesión interminable. Un estremecimiento de pánico sacudió nuestro cuerpo; mis sienes chorreaban sudor y los pelos de mi cabeza estaban erizados por el terror. ¡Estábamos en medio de un mar de sombras del pasado! Por último, una luz apareció a lo lejos, y vimos que ésta emanaba de las dos columnas que brillaban a un lado y a otro del altar y que, repentinamente, había comenzado a lucir. Reconocimos que estábamos en el Santuario, y no lejos de las puertas. Las dos columnas de fuego brillaban débilmente en el suelo, y su luz era tan escasa que difícilmente podían rasgar las tinieblas que reinaban en el templo. Pero si en ellas no podíamos ser vistos, pudimos ver nosotros a través de las sombras. ¡Y qué vimos! Allí, en su trono, estaba Ayesha, sentada, envuelta en una majestad de muerte. Las luces azules que emanaban del suelo reflejaban su tenue claridad sobre ella, dejando ver en su pálida cara el más soberbio gesto de altiva soberbia que criatura humana pudiera adoptar. La fuerza parecía emerger de ella, sí; emergía de aquellos dos grandes ojos negros,, como emergen las luces de las piedras preciosas al quebrarse el resplandor del sol en múltiples rayos por sus labradas facetas. Ayesha parecía una reina de la muerte recibiendo el homenaje de sus lúgubres súbditos. Mas si ella recibía el homenaje de alguien, no sé si eran muertos o vivos, pues vi una sombra levantarse ante el trono, e inclinarse de rodillas ante ella; tras éste siguió otro y otro, y otro... A cada vago ser que aparecía y se inclinaba ante ella, Ayesha levantaba su cetro en señal de salutación. Podíamos oír el distante tintineo de los cascabeles del sistro, el único ruido que se percibía en aquel tétrico lugar. Veíamos sus labios —moverse, pero no oíamos nada de lo que decía;... ¡Seguramente estaba recibiendo la adoración de los espíritus de las generaciones pasadas! Instintivamente nos tomamos del brazo, y sin saber cómo, encontramos la puerta. A nuestro esfuerzo se abrió, dejándonos el paso libre; sin indagar más, salimos, encontrádonos en la galería. En unos minutos más llegamos a nuestras habitaciones. A nuestra llegada, Oros permanecía en el mismo sitio en que le dejamos al salir. Fijó sus ojos en nuestras caras pálidas de terror, y sin decir nada se limitó a sonreír. Entramos en nuestras habitaciones, sentándonos en nuestros lechos. -¿Quién es esa mujer? -preguntó Leo con voz ronca¿Un ángel? -O, al menos, aleo así -respondí, aunque tenía el pensamiento de que debían existir muchas clases de ángeles. -¿Pero qué hacían allí aquellas sombras? -preguntó Leo de nuevo. -Dándole felicitaciones después de su transformación -supongo-. Pero quizá no fueran sombras; puede que fueran sacerdotes con otras vestiduras que llevaban a cabo algún secreto ceremonial. Leo se encogió de hombros y no contestó. Al poco rato, Oros entró diciendo que la Hesea ordenaba nuestra presencia en sus habitaciones. Oprimidos por el temor y la duda, pues lo que habíamos visto era lo más sorprendente de lo que hasta ahora nos había sucedido, nos dirigimos al encuentro de Ayesha, que se encontraba sentada, descansando con aire fatigado. Con ella estaba la sacerdotisa Papaya, que hacía unos momentos la había despojado del rico manto real que lucía en el Santuario. Ayesha atrajo a Leo hacia sí, tomándolo de las manos tratando de leer en su cara con ojos no exentos de ansiedad. Me volví con el propósito de dejarlos solos, pero Ayesha me dijo, sonriendo: -¿Por qué quieres dejarnos solos, Holly? ¿Para ir al Santuario de nuevo? -y me miró con doble intención-. ¿Tienes algo que preguntar a la estatua de la Madre, que tanto te atrae aquel lugar? Dicen que habla, diciéndoles el futuro a aquellos que permanecen postrados de rodillas ante ella completamente solos una noche desde el crepúsculo hasta el alba. Yo he hecho eso muchas veces, pero nunca me ha hablado, aunque bien es verdad que nunca he permanecido el tiempo que para ello es necesario. No respondí nada a esto, si bien es verdad que ella tampoco pareció esperar la respuesta, pues, cambiando de conversación, dijo: -Dejemos los solemnes pensamientos por ahora. Esta noche comeremos los tres juntos. Oros, puedes retirarte, y tú Papava también; ya te llamaré después para que me desnudes. Hasta entonces, que no nos moleste nadie. Ayesha nos mostró una pequeña rotonda con divanes y cojines alrededor de una mesa, sentándose e invitándonos a hacer lo mismo frente a ella. La comida era simple. Para nosotros sirvieron huevos cocidos y venado frío; para ella, leche con bizcochos y fresas de la Montaña. Leo, antes de sentarse, se despojó de su purpúreo manto y arrojó sobre una silla el cetro que Oros, al dirigirnos a las habitaciones de Ayesha, había puesto de nuevo entre sus manos. Ayesha, al ver esto, sonrió y dijo: -Parece que haces poco aprecio de esos emblemas, amado mío. -Muy poco –contestó-. Ya oíste mis palabras en el Santuario, Ayesha; así, pues, es mejor que hagamos un pacto. Tu religión no la comprendo, pues solamente entiendo lo que me enseñaron en mi niñez, y por nada del mundo, ni aun por ti misma, tomaría parte en ningún acto de idolatría. Me pareció que estas palabras, un poco duras, excitarían la ira de Ayesha; pero se limitó solamente a bajar la cabeza en señal de asentimiento, respondiendo: -Tu voluntad es la mía, Leo, aunque no será fácil explicar satisfactoriamente tus completas ausencias en las ceremonias del templo. Sin embargo, tienes derecho a conservar tu religión, que es, sin duda alguna, también la mía. -¿Cómo puede ser eso? -preguntó Leo, sorprendido. -Porque todas las grandes religiones son la misma, cambiadas solamente en el exterior por las costumbres y los usos de los pueblos que la profesan. -Sí, Ayesha, pero Hesea o Isis es tu diosa, puesto que es a ella a quien diriges tus plegarias y con quien, según nos contaste, has tenido comunicaciones. ¿Quién es, pues, esa diosa Hesea? -Has de saber, Leo, que la que así llamo es el alma de la naturaleza; no divinidad, sino el secreto espíritu del mundo; ella es la Madre Universal,- cuyo símbolo corona la cumbre de esta Montaña y en cuyos misterios se encierra toda la vida y conocimientos de la historia del mundo. Poniendo su brazo sobre la mesa, Ayesha le miró con ojos sombríos y continuó: -¿En la fe que tú profesas no tenéis dos dioses, cada uno de los cuales tiene varios ministros, siendo uno el dios de lo bueno, y el otro el dios de lo malo, o sea: un Osiris y un Set? Leo movió afirmativamente la cabeza. -Así lo supuse. ¿No es el dios de la maldad fuerte y puede muchas veces adoptar la forma del bueno? Dime, pues, entonces, Leo, en este mundo de hoy día del cual desconozco muy poco, ¿no has oído hablar alguna vez de pobres almas que por ciertas vanidades terrenas han vendido esa merced con amargura y angustia terrible para sus pobres almas doloridas? -Todos los seres de malos instintos hacen lo mismo, de una u otra forma -contestó Leo. -Y si una vez vivió una mujer que tan loca estuvo y tan sedienta de vida, belleza, saber y amor que pudo, ¡oh! ... -¿Venderse a ese dios llamado Set o a uno de sus acólitos? Ayesha, ¿qué quieres decir? -y Leo, levantándose de su asiento, acabó con la voz velada por el terror-. ¿Qué tú eras esa mujer? -¿Y si así fuera? -preguntó, incorporándose a su vez, y dirigiéndose lentamente hacia él. -Si así fuera -contestó Leo, suspirando-, si así fuera creo que sería mejor que cumpliéramos separados cada uno nuestro destino. . . -¡Ah! -dijo Ayesha con una mueca de tristeza pintada en el rostro-. ¿Te marcharías entonces con Atene? He de decirte que no puedes dejarme; tú lo sabes bien, pues una vez te di muerte. Pero tú no te acuerdas de ello, ¡pobre criatura de un día! ... Pero recuérdalo bien, ya no te tendré conmigo muerto como antaño, ahora te tendré vivo para siempre. Mira mi belleza, Leo, ¡y ahora vete si puedes! ¿Por qué te acercaste tanto a mí? ¡Leo, éste no es el camino de la liberación! Pero no he de tentarte. Ve, si quieres, Leo, y si ésa es tu voluntad. Vete, amado mío, y déjame que sola sufra mi destino y mi dolor. Ahora como siempre, Atene te hospedará en su palacio hasta que llegue la primavera y puedas cruzar las montañas y volver a tu mundo y a aquellas cosas de la vida común que son tu vida y tu alegría. Mira, Leo, me cubriré con mis velos para que no pueda tentarte mi belleza. . . -diciendo esto se cubrió la cabeza con la punta del manto, de manera que tapase totalmente su cara, y, de repente, espetó la siguiente pregunta-: ¿No volvisteis de nuevo al Santuario, Leo y tú, después de rogaros que me dejaséis sola allí? Me pareció veros en la puerta... -Sí, fuimos a buscarte, Ayesha -contestó Leo. -Y encontrasteis a más personas de las que buscabais, ¿no es así? Menos mal que pude protegeros, aunque lo que visteis hubiera podido ser la causa de la muerte de otros. -Pero, ¿qué hacías allí sentada en el trono, y quiénes eran aquellas sombras que se prosternaban ante ti? -preguntó mi amigo, fríamente. -He reinado bajo muchas formas y en muchos países. Eran antiguos compañeros y servidores míos que vinieron una vez más a presentarme sus respetos y adhesiones. O quizá fueran solamente sombras, fruto de tu cerebro, como aquellas visiones sobre el fuego que te hice ver para poner en juego tu fuerza y tu constancia. Leo Vincey, debes conocer la verdad; todas las cosas son ilusiones, no existe el pasado ni el futuro: todo lo que ha sido y todo lo que será es eterno. Has de saber que yo, Ayesha, soy una hechicera, cruel cuando me ves cruel, hermosa cuando me ves hermosa, como una piedra preciosa cuando en tus labios aparece para ella la alegría de tu sonrisa. Piensa en esa reina ante la cual esas fuerzas de la sombra reverenciaban y adoraban, porque ésa soy yo. Piensa en ese ser horroroso, pobre pingajo humano que viste desnudo en la roca, porque ése soy yo. ¡Oh, quiéreme y adórame tal como soy, conociendo todo el mal que encierra mi espíritu, porque ésa soy yo! Ahora, Leo, sabes la verdad. Arrójame de tu corazón para siempre si ése es tu deseo, y estarás libre; o tómame, tómame tal como soy, y en pago a mis besos y a mi eterno amor, toma mi sino sobre tu cabeza ... No, Holly, no le digas nada, es él sólo quien debe juzgar y decidir. Leo se volvió, y al principio creí que buscaba la puerta. Pero no; solamente se limitó a pasear por la habitación en actitud preocupada. Después, llegando hasta donde estaba Ayesha se detuvo, hablando simplemente, con voz tranquila, tal como los hombres de su naturaleza hacen en los momentos de mayor emoción. -Ayesha -dijo-; cuando te vi tal como eras, vieja y horrible, tú lo sabes bien, me postré ante ti. Ahora, cuando me has contado el secreto de ese pacto impío, cuando mis ojos te han visto reinando como señora de espíritus buenos y malos, vuelvo a postrarme ante ti. Deja que tu sino, grande o pequeño, cualquiera que fuera, sea también el mío. Cuando Ayesha oyó esto, su manto cayó a los pies, y por unos segundos pareció silenciosa, como sorprendida por las palabras que acababa de oír; mas, reaccionando, rompió a llorar con ardientes lágrimas. Después llegó hasta Leo, postrándose ante él hasta que su frente tocó el suelo. Aquel poderoso ser que era más que mortal, ante quien los sacerdotes se postraban de hinojos y que hacía unos momentos había aspirado el incienso del homenaje de los fantasmas o espíritus, se arrojaba humildemente a los pies de aquel hombre. Con una exclamación de terror a la vista de ese acto tan enternecedor, Leo asióla de un brazo, obligándola a levantarse y a ocultar sus lágrimas en una otomana cargada de almohadones. -Tú no sabes lo que has hecho -dijo al fin Ayesha-. Deja que todo lo que viste en la cumbre de la Montaña o en el Santuario sean visiones de la noche; deja que la historia: de la diosa ofendida sea una fábula si tú quieres; pero lo que debes creer, pues es verdad, es que tú has sido la culpa de todos mis dolores y sufrimientos, que por ti compré la belleza infinita que transformó mi cuerpo y que he pagado la deuda con intereses en escarnios y burlas que han amargado mi vida en estos últimos tiempos ... Leo intentó hablar, pero Ayesha le indicó silencio. -Mira, Leo -continuó-, por entre tres grandes peligros ha pasado tu cuerpo durante esta última jornada de tu vida junto a mí: las montañas, los Mastines de la Muerte y el precipicio. Pues bien; has de saber que eso solamente fueron pruebas a que ha sido sometida tu alma. Lo mismo que descendiste por el precipicio del glaciar sin saber lo que había en el fondo, así ahora, y por tu propia elección y por amor a mí, te has hundido en un abismo que es aún más profundo, para compartir sus horrores con esta pobre alma mía. ¿Has comprendido? -Algo, no todo; pero... -contestó Leo. -Seguramente te cubre un doble velo de ceguera -dijo Ayesha, impaciente-. Escucha de nuevo: tú me rechazaste ayer escuchando el grito de la naturaleza, al verme en aquella triste forma, debiendo, por consiguiente, continuar representando mi papel de sacerdotisa de una fe olvidada. Ésta era la primera prueba, la prueba de tu carne. ¡No, no era la primera!, la primera fue la tentación de Atene con sus promesas y su amor. Pero tú eres leal, y en el fondo de tus recuerdos mi amor, mi belleza y mi hermosura parecieron renacer... Tú me has rechazado esta noche: cuando así me fue ordenado, te mostré la visión del Santuario y te confesé el negro crimen que mi alma encerraba; entonces, sin esperanza y humillado ante mi poderosa fuerza terrenal, estaba yo obligada a continuar mi marcha en las profundas y eternas sombras de la soledad ... Ésta era la tercera prueba que se te estaba designada, la prueba de tu espíritu... Pero tu fortaleza ha sabido aflojar el yugo que el Destino tenía ceñido a mi cuello... Ahora ya estoy regenerada de ti, pudiendo esperar contigo otra vida más feliz y verdadera en la cual reencarnarás de nuevo. Sin embargo, si tú sufrieras, ¡si tú sufrieras!. . . -¡Pues sufriría! -dijo Leo, serenamente-. Salvo algunas cosas, mi mente lo comprende todo, y creo que al fin resplandecerá la justicia algún día para todos nosotros. Si he roto el yugo que oprimía tu cuello, si te he salvado de algún mal espiritual que te amenazaba, tomando un riesgo sobre mi cabeza, ¡bien! ¡No he vivido, pero si es necesario tampoco moriré en vano! Así, pues, vamos a examinar esos problemas, o mejor, contéstame primero a uno, Ayesha: ¿cómo has podido transfigurarte sobre la cumbre de la Montaña? -Entre llamas te dejé, y entre llamas vuelvo a ti de nuevo, y entre llamas puede ser que juntos partamos. ¡Mas quién sabe si el cambio estaba solamente en vuestra vista y no en mi figura! Ya te he contestado. No pretendas saber más. -Una sola cosa pretendo saber todavía, Ayesha: nuestros desposorios se han realizado esta noche, ¿cuándo será nuestro matrimonio? -Todavía, no; todavía, no -contestó Ayesha con la voz entrecortada-. Leo: debes hacer desaparecer esa esperanza, por el momento, de tu cabeza hasta dentro de algunos meses, quizá un año; mientras tanto tendrás que contentarte con ser mi prometido y mi amado. -¿Por qué? -preguntó Leo, contrariado fuertemente por este obstáculo inesperado-. Ayesha: yo he sido tu amigo y tu amado durante muchos años día por día y hora por hora; va el tiempo pasando, y al contrario que tú, voy envejeciendo.. . La vida vuela y hay veces que presiento que su fin se acerca... -¡No hables en esa forma, amado mío! -dijo Ayesha, saltando de la otomana y dando un fuerte golpe con su sandalia en el suelo, llena de una rabia, hija del miedo-. Sin embargo, dices verdad. Tú no estás prevenido contra los accidentes de la vida• y del tiempo. ¡Oh, horrible, horrible; me aterroriza el pensar que pudieras morir y dejarme a mí viviendo todavía! -Entonces, dame tú vida, Ayesha. -Yo te la daría; ¿pero tú sabes lo que eso representa? ... En la primavera, cuando las nieves se derritan, nos pondremos en camino todos juntos hacia Libia, y allí te bañarás en la Fuente de la Vida, de la cual un día tuviste miedo de beber. Después te perteneceré. -Ocho meses hasta abril antes de que podamos ponernos en marcha, y después..., ¿cuánto tiempo hasta cruzar las montañas y todo el vasto territorio que se extiende tras ellas..., los mares, y las llanuras de Kor? Dos años al menos, Ayesha, han de transcurrir antes de que lleguemos a aquellos lugares. Leo calló como pensando en el nuevo giro que presentaban los acontecimientos, y como esperando alguna frase de Ayesha que alegrase la tristeza de esta larga espera. Pero Ayesha nada dijo, nada, nada... ¿Fue porque nada tenía que decir? ¿Fue por miedo? Lo cierto es que, levantándose, nos despidió porque deseaba descansar. CAPÍTULO 19 LEO Y EL LEOPARDO Leo deseaba estar continuamente junto a Ayesha, a pesar de que pasábamos todas las veladas junto a ella y la mayor parte del día, hasta que Ayesha se dio cuenta de que esta inactividad y la larga permanencia en lugares cerrados ejercía su influencia en mi amigo, que por tantos y largos años había vivido a la intemperie. Al reconocerlo así, y a pesar de que estaba influenciada por el terror de que peligrara la vida de su amado Leo, se dispuso a organizar cacerías de carneros salvajes y de ibices, que en abundantes rebaños vivían por los riscos y vertientes de la montaña. En estos cinegéticos ejercicios raramente acompañaba yo a mi amigo, pues el brazo me causaba fuertes dolores. Una vez ocurrió un accidente. Estaba yo sentado con Ayesha en el jardín, y la contemplaba en silencio. Tenía ella la cabeza apoyada en una mano, mientras su mirada, absorta, parecía contemplar sus propios pensamientos. Viendo así su belleza, inexpresiva y fascinadora como aquella hermosa Helena de la Ilíada, se comprendía que aquella mujer, en su larga vida, podría haber sido la causa de sufrimientos sin cuento, si hubiera podido mostrarla en otros lugares del mundo menos apartados que aquél. En todas estas mudas reflexiones se torturaba mi cerebro, y mis ojos no cesaban de contemplarla, cuando de improviso se agitó terriblemente, y señalando a una ladera de la montaña distante; exclamó: -¡Mira! Miré, y nada vi, a excepción de una interminable sabana de nieve. -¡Necio! ¿Tan ciego estás que no puedes ver que mi bienamado está en peligro? -gritó-. ¡Oh!, he olvidado que eres ciego, mas toma de mí la vista que te falta -diciendo esto, me agarró una mano y noté que una extraña corriente circulaba por todo mi cuerpo, de la cabeza a los pies. Instantáneamente mis ojos se abrieron, pero no para contemplar el paisaje, sino para poder ver en el aire, a pocos pasos de mí, a Leo rodando y luchando entrelazado con un leopardo de las nieves, mientras los jefes y los cazadores que lo acompañaban buscaban la oportunidad de exterminar al bruto con sus lanzas, 'pues Leo estaba desarmado. Ayesha, rígida por el terror, suspiraba a mi lado. El fin de esta escena llegó, pues vi que Leo extraía de entre sus ropas un largo cuchillo y lo sepultaba en el vientre del leopardo, que, después de varias sacudidas agónicas, quedó inmóvil. Entonces Leo, levantándose, se echó a reír, señalando a su víctima y a sus desgarradas vestiduras. Uno de los cazadores se adelantó, apresurándose a . vendar algunas heridas que en su mano se había producido durante la lucha, con trozos de lienzo procedente de las ropas interiores de Leo. La visión se desvaneció tan repentinamente como había venido, y noté que Ayesha se apoyaba en mi hombro medio desvanecida por el miedo, como pudiera haberlo hecho cualquier mujer común. -Este peligro ha pasado, ¿pero cuántos han de venir aún? ¡Oh, pobre corazón mío! ¡Cuánto tienes que sufrir tú todavía! Su ira entonces fue a descargarse contra el jefe de los cazadores, enviando mensajeros con una litera, y- ungüentos, ordenándoles traer a su señor Leo, así como a sus compañeros, a su presencia. -¿Has visto cómo son mis días, mi fiel Holly? Pues así han sido durante muchos años -dijo Ayesha-; pero esos perros malditos me pagarán caros estos momentos de agonía. CUATRO horas más tarde regresaba Leo, marchando tras la litera en la cual no iba él precisamente como se pensó, sino un carnero de la montaña y la piel del leopardo de las nieves, que había puesto allí para ahorrar a los cazadores el trabajo de transportarla. Ayesha saltó hacia él y lo abrazó con tierna solicitud, dirigiéndole toda clase de dulces reproches. Leo, que la escuchaba asombrado, preguntó: -¿Cómo sabes tú lo que ha pasado? ¡Todavía no te he enseñado la piel del leopardo! -Lo sé porque lo vi -contestó Ayesha La herida más grave la tienes en el cuello. ¿Te has puesto la untura que te envié? -No -dijo-. Pero si tú no has dejado el Santuario, ¿cómo lo has podido ver? ¿Por tu magia? -Si tú lo quieres así, sí; yo te vi, como así también Holly, rodando por la nieve con ese fiero animal, mientras esos malditos te rodeaban temblando como criaturas. -¡Ya estoy cansado de tanta magia! -interrumpió Leo, firmemente-. ¿Es que no puede un hombre estar solo en la montaña, aunque sea con un leopardo? Y respecto a esos bravos... En este momento entró Oros, y murmuró algo que no pudimos entender. -Lo que respecto a esos "bravos", ya trataré yo con ellos... -dijo Ayesha con amargo énfasis; y cubriéndose, pues nunca aparecía descubierta ante la- gente de la Montaña, salió de la estancia. -¿Dónde ha ido, Horacio? -preguntó Leo-. ¿A alguna de sus ceremonias en el Santuario? -¡No sé! -contesté-. Pero si es así, creo más bien sea para celebrar los funerales del jefe de los cazadores. -¿Quieres decir?. .. - e inmediatamente salió tras de Ayesha. Un minuto o dos más tarde creí conveniente seguirlos. En el Santuario se desarrollaba en aquellos momentos una curiosa escena. Ayesha estaba sentada frente a la estatua. Ante ella, empequeñecidos por el terror y postrados de rodillas, un hercúleo jefe, pelirrojo, así como sus cinco cazadores llevando todavía sus lanzas de caza, aguardaban atemorizados el fin de aquella escena, de la que dependía su vida. Leo, que como supe después, había intercedido en favor de aquellos hombres y obligado a guardar silencio, esperaba en pie, con los brazos cruzados, el resultado de la sentencia. A pequeña distancia, en segundo término, había una docena o más de guardianes del templo, armados de espadas y temibles por su fortaleza y estatura. Ayesha, con su más dulce voz, preguntaba a aquel hombre cómo el leopardo, cuya piel estaba a poca distancia, había llegado a atacar a Leo. El jefe contestó que ellos habían encontrado a la fiera entre los rocas; que uno de ellos la había herido y que el animal, enfurecido, salió de su refugio saltando sobre el hombre que lo hirió, y que milagrosamente pudo ponerse a salvo, pero no así el señor Leo, al que el animal atacó, cayendo los dos rodando en feroz abrazo hasta que al fin, el hombre, más hábil, le dio muerte. Eso era todo. -No todo -respondió Ayesha-, pues olvidáis contar, cobardes, que vosotros procurabais poneros en seguridad, abandonando a mi señor a la furia de la bestia. Bien. Conducidlos fuera de la Montaña, allí donde moran las fieras, para que perezcan a sus fauces; así sabrán que aquel que les dé comida o los cobije, muere. Comprendiendo que no había lugar a piedad o excusa, el jefe y sus compañeros se levantaron y haciendo una reverencia se dispusieron a salir. -;Un momento, camaradas! -gritó Leo-. Jefe, dame tu brazo; mis heridas parecen empeorar y no puedo ir muy a prisa. Acabaremos juntos esta cacería. -¿Qué vas a hacer? ¿Estás loco? -preguntó Ayesha. -No sé si estoy loco -repitió Leo-, pero lo que sí sé es que eres cruel e injusta. Mira estos hombres: no hay nadie más bravo que ellos. Este hombre -y señaló a uno, al que el leopardo había derribado- ocupó mi lugar y fue delante de mí porque yo le ordené que atacara a la fiera, y así fue herido. Como todo lo viste, también debiste ver eso. Después me atacó a mí, y el resto de mis compañeros me rodeaban, acechando la ocasión 'de atacar, que no era fácil, pues estando la fiera y yo estrechamente abrazados, podían involuntariamente herirme a mí. Así estábamos, cuando uno de ellos, con las manos desnudas, puedes ver las señales de los dientes en ellas, agarró a la fiera, sin que, desgraciadamente, hubiera alcanzado un resultado positivo, hasta que yo mismo pude hundir mi cuchillo en su vientre. ¡Así, pues, si ellos deben perecer en la Montaña, yo, que soy el culpable de todo, iré a morir junto con ellos! Mientras los cazadores le miraban con fervorosa gratitud, Ayesha, después de reflexionar unos momentos, dijo sinceramente: -En verdad, mi dueño y señor, si yo hubiera conocido toda esa admirable historia, bien empleados me estaban los calificativos de injusta y cruel; pero, desgraciadamente, sólo sabía lo que había visto, y ciertamente en aquellos momentos la conducta de estos hombres no era de lo más admirable. Mis siervos, mi señor ha intercedido por vosotros, y estáis perdonados; es más, aquel a quien el leopardo derribó y aquel que lo agarró con sus manos serán recompensados; pero mal lo pasaréis si otra vez pusierais en ocasión de peligro la vida de mi señor. ¡Idos! CUANDO dejamos el Santuario, y de nuevo estuvimos solos en el recibidor, la tormenta interior que la cara de Leo presagiaba, estalló. Ayesha renovó sus preguntas acerca de sus heridas, y deseaba que Oros llamara al médico para curarlas, y como Leo se negara, ' ofreció curarlas ella misma, y él le preguntó, muy serio, si creía que era un niño de pecho para necesitar de tan tiernos cuidados. Ante esto, dicho tan en serio, no pude menos de soltar una carcajada. Leo riñó a Ayesha, sí, ¡la riñó! Deseaba saber qué quería decir con aquel espionaje mágico, que nunca había querido y del que siempre había desconfiado. Qué era aquella condena impuesta a aquellos valientes, sus buenos amigos, a una muerte tan indigna y tan cruel, y qué significaba aquella orden a los cazadores de que cuidaran de él como si se tratase de un pobre niño inválido, obligándolos a responder con su vida si él sufría la más pequeña herida; ¡él, que en tiempos había matado toda clase de caza mayor y pasado a través de todos los peligros imaginables! Así la maltrataba con sus duras palabras; pero lo más admirable era que Ayesha, ese ser superhumano, escuchaba pacientemente toda aquella lluvia de reproches. Sin embargo, ningún hombre hubiera osado hablar a aquella mujer ni siquiera en forma más suave que mi amigo, pues seguramente sus frases y su vida hubieran tenido simultáneamente el mismo fin, sabiendo yo como sabía que podía matar a un hombre con el solo esfuerzo de su voluntad. Pero, en cambio, comenzó a llorar. Gruesas lágrimas brotaban de sus hermosos ojos, rodando por sus mejillas de rosa -pues estaba inclinada hacia adelante- y caían al suelo como gruesas gotas de lluvia divina. A la vista de aquella palpable evidencia de humanidad, la ira de Leo pareció fundirse en su corazón de enamorado. Ahora era él el que humildemente pedía perdón... Ella, entonces, le dio la mano en señal de perdón y olvido, diciéndole: -Deja que los otros me hablen como ellos quieran; pero de ti, Leo, tus palabras me hacen sufrir atrozmente. ¡Oh, eres cruel, cruel! ¿En qué he podido ofenderte? ¿Puede ofenderte que mi alma esté siempre vigilándote sin que tú lo sepas? ¡Así lo he hecho siempre, desde que partiste de la Fuente de la Vida! ¿Puede ofenderte que me espante al ver que te rodean peligros que no puedo conjurar? ¿Qué representa la vida de unos cuantos cazadores semisalvajes comparados con un solo suspiro de tu pecho? Si los hubiera matado, otros les hubieran substituido, más valientes y cuidadosos de tu vida y seguridad. Ahora, como no les he matado, ellos o sus compañeros pueden conducirte a otros peligros que podían acarrear tu muerte. Ayesha pronunció con horror esta última palabra. -Escucha, amada mía -dijo Leo-. La vida del más humilde de esos hombres es de tanto valor para él como es la mía para mí, y tú no tienes más derecho a matar a esos hombres que el que tienes para matarme a mí. ¡Cuánto dolor me causa el ver que tu excesivo cariño por mí puede conducirte a la crueldad y al crimen! Si tienes miedo por mi vida, cúbreme entonces con tu inmortalidad, la cual, aun cuando la temo un poco, proviniendo de una no muy santa alianza y no permitida en la tierra por mi religión, la aceptaría con gozo al saber que desde entonces estaría junto a ti y que nunca partiría de tu lado, y si, como tú dices, esto no es posible todavía, deja que tomemos lo que la fortuna nos depare y seamos felices. Todos los hombres deben morir; pero si yo he de hacerlo antes que tú, déjame ser feliz contigo hasta entonces.. . , aunque sólo sea por una hora... -Si pudiera ser, ¿cómo no lo haría? -contestó Ayesha con un piadoso movimiento de su mano-. ¡Oh, no insistas más, te lo ruego, Leo, porque si no, no podré al fin resistir y harás que te conduzca por un camino de muerte y desolación! Leo, ¿no has oído nunca hablar del amor que mata o del veneno que puede ocultar el sorbo de la copa de una felicidad demasiado perfecta? Y al decir esto, Ayesha, como si tuviera miedo de sí misma, en un rápido e instintivo movimiento, salió de la estancia. CAPÍTULO 20 LA ALQUIMIA DE AYESHA Poco tiempo después del incidente del leopardo, Ayesha comenzó a discutir sobre los planes de nuestro poderoso futuro, aquella terrible herencia que nos había prometido. Aquí debo explicar, si es que antes no lo hice, que, a pesar de mis negativas en años anteriores, y de la preciosa oportunidad que se me ofrecía, me sería concedida la merced de bañar mi cuerpo en los fuegos de la vida eterna, aun cuando no sabía de qué forma había de salir de ellos. Por mucho que se lo pregunté a Ayesha, no me lo quiso revelar. Los planes de Ayesha eran grandes y terroríficos. Cuando llegamos a Kor, recuerdo que nos sorprendió en extremo el oír decir a ELLA que tenía la determinación de apoderarse de Gran Bretaña, sólo por el hecho de que nosotros pertenecíamos a aquel país. Ahora que sus poderes habían aumentado, sus ideas sufrían el mismo parangón, y había decidido hacer a Leo el soberano del mundo. -¿Y cómo -preguntó Leo con un suspiro ronco, pues esta visión de gobierno universal, parecía no ser de su agradopodrás tú, Ayesha, llevar a cabo tales cosas? -Se haría muy fácilmente. Yo puedo mandar un ejército que destruiría los del mundo y hundiría sus escuadras en las tenebrosidades del mar. Sí, yo, a quien los rayos y las fuerzas elementales de la naturaleza obedecen. Pero tú, amado mío, te estremeces a la vista de la muerte, y crees todavía que el cielo se enojará porque yo misma me convierto, o soy escogida, como instrumento del mismo cielo. Así, pues, dejémoslo por ahora, pues tu voluntad es la mía, y puede ser que, mientras, encontremos un camino menos violento. -¿Y cómo llegarás a convencer a los reyes de la tierra a que depositen sus coronas a tus pies? -pregunté, atónito. -¡Obligando a sus pueblos a que tal hagan! -contestó Ayesha suavemente-. ¡Ah, Holly, Holly, cuán estrecha es tu mente, qué enrevesados son los pensamientos que pueblan tu imaginación! Desecha las tinieblas que pueblan tu cerebro, y reflexiona. Cuando nosotros aparezcamos entre los hombres, arrojando el oro para que satisfagan sus necesidades, revestidos de un poder terrorífico, con una belleza deslumbradora y con nuestra vida inmortal, nos gritarán: "¡Sed nuestros monarcas y gobernadnos!" -Quizá -contesté dudoso. Sin embargo, yo no tenía la menor duda de que Ayesha era capaz de poner sus pensamientos en práctica y que éstos nos habían de conducir a alguna conclusión sorprendente. ¿Por qué no? La muerte no podía tocarla; había triunfado sobre ella. Su belleza espléndida -aquella "copa de locura" de sus ojos, como una vez los llamó delante de mí- era capaz de convertir en esclavos incluso a los hombres más indiferentes. Su prodigiosa inteligencia era capaz de inventar nuevos medios de lucha contra los cuales los más poderosos ejércitos a estrellarían y se destrozarían impotentes. Además, no hay que olvidar que como ella decía, y como yo también tenía la seguridad de ello, Ayesha podía disponer de las fuerzas de la Naturaleza, tal como los elementos y la electricidad, haciéndola terriblemente temible. Mientras estaba sumido en estas reflexiones con la esperanza de que Ayesha no se tomase la molestia de leer éstas en mi pensamiento, me di cuenta de que Oros estaba postrado ante ella con la frente pegada en tierra. -¿Qué pasa, sacerdote? -preguntó vivamente, pues cuando estaba con Leo no quería ser por nada interrumpida. -Hesea, los espías han vuelto. -¿Por qué no los envías afuera de nuevo? -contestó indiferente-. ¿Qué necesidad tengo de tus espías? -Hesea, así me lo ordenaste. -Bien; ¿cuál es su informe? -Es gravísimo. El pueblo de Kaloon está desesperado porque la sequía ha destruido sus sembrados en tal forma, que el hambre hace presa ya en ellos. Ellos culpan de su desgracia a los extranjeros que han atravesado el país y se han cobijado en tu Santuario. La Khania, por otra parte, está loca de rabia contra ti y contra nuestro Santo Colegio. Trabaja noche y día en la organización de dos grandes ejércitos de cuarenta y veinte mil hombres, respectivamente, el último de los cuales lo envía a luchar contra ti al mando de su tío, el mago Simbrí. En el caso de que resultaran derrotados, se propone permanecer con un segundo y más poderoso ejército en los llanos que circundan Kaloon. -Interesantes nuevas en verdad -dijo Ayesha con una despreciativa sonrisa-. ¿Habrá su odio vuelto loca a esta mujer hasta tal punto de querer luchar contra mí? Mi fiel Holly, hace unos momentos pasaba por tu imaginación la idea de si estaría yo loca al pensar en aquella forma. Pues bien, en unos cuantos días, seis no más, podrás ver, aunque la experiencia será pequeñísima, hasta qué punto puede llegar mi poder, y entonces no te quedará lugar a dudas. Esperad, miraré yo, pues temo que los espías puedan haber sido víctimas de sus propios temores o de la falsía de Atene. Entonces la mirada de Ayesha se perdió a lo lejos, y sus facciones quedaron rígidas como las de un cadáver; la aureola de luz perdió intensidad y sus grandes pupilas se contrajeron, perdiendo su color. Al poco rato, unos cinco minutos, pareció despertar como de un profundo sueño y pasando una mano por la frente con una suave languidez. -Es verdad -dijo- y debo ponerme pronto en acción, al menos que muchos de mis hombres sean asesinados. Mi Leo, ¿querrías tú ver esta guerra? No; tú debes permanecer en seguridad aquí, mientras yo voy a visitar a Atene como le prometí... -¡Donde tú vayas iré yo! -gritó Leo rojo de vergüenza. -¡Yo te ruego que no!' ¡No, no vengas! -imploró Ayesha, aunque en el fondo sabía que su ruego era inútil-. Ya hablaremos de eso más tarde. Oros, en marcha. Envía el Fuego de Hesea á cada jefe. De aquí a tres noches, a la salida. del sol, reúne todas las tribus; no todas, unos veinte mi hombres serán bastante, y que el resto permanezca aquí guardando el Santuario y la Montaña. Que lleven. provisiones para quince días. Yo me reuniré con ellos en la próxima aurora. ¡Ve a cumplir mis órdenes! Oros se inclinó y salió del aposento. Ayesha, como si nada hubiera pasado, continuó hablando del tema que le interesaba tanto. *** Fue en el transcurso de una velada similar a la de la noche anterior, cuando unas observaciones de Leo nos dieron ocasión de presenciar una maravillosa experiencia de los poderes de Ayesha. Leo, que todo el tiempo había considerado y censurado sus planes de conquista tan eficazmente como pudo, dijo de pronto que al fin tendrían que ser desechados, puesto que su ejecución costaría tan considerable cantidad de algún material de trueque que Ayesha misma se vería imposibilitada de procurarse. Ella lo miró y echándose a reír, dijo: -Tienes razón, Leo, para ti, sí; y para Holly aquí presente, a quien debo parecerle una muchacha loca, agitada por el viento y la fantasía y habitando en un palacio hecho de humo y vapores o de rayos de sol. ¿Piensas que voy a disponerme a hacer la guerra, una mujer contra todo el mundo -y cuando así habló, su figura creció en grave majestad y sus ojos miraron de tal forma que helaron mi sangre en las venas- sin prepararme antes para sus exigencias? ¿Por qué? Si lo previmos todo. Yo lo tengo en consideración en mi memoria y ahora sabrás cómo sin costo alguno para aquellos a quienes gobernemos, yo llenaré las arcas del tesoro de la Emperatriz de la Tierra. ¿Te acuerdas, Leo, de cómo en Kor encontré un singular placer durante aquellos terribles años de soledad, forzando a mi Madre la Naturaleza a depositar en mí sus más escogidos secretos? Seguidme los dos y veréis lo que mortales ojos no han visto todavía. -¿Qué es lo que vamos a ver? -pregunté dudoso, pues solamente tenía noción de los poderes de Ayesha como medios físicos. -Lo que tú sabrás, o lo que no sabrás, si te quedas aquí. Ven tú, Leo, amor mío, y deja a ese sabio filósofo que descubra el enigma y se estrelle contra él. Atravesamos largos pasajes, por los que nunca habíamos pasado hasta entonces, hasta llegar a una puerta que Leo abrió a indicación de ella. Estábamos en una caverna desde cuyo fondo salía un resplandor de luz. Como vimos en seguida, aquel lugar era su laboratorio, pues había allí grandes frascos de metal, así como instrumentos de rara forma. Además, un horno, prácticamente concebido. Cuando entramos, dos sacerdotes estaban trabajando. Uno de ellos removía el contenido de una caldera con una gruesa barra de hierro, mientras el otro recibía su contenido en unos moldes de yeso. Se detuvieron para saludar a Ayesha, pero a una señal de ella continuaron su trabajo, mientras les preguntaba si todo marchaba bien. -¡Muy bien, oh, Hesea! -contestaron. Después pasamos a través de esta caverna y de sombríos corredores hasta una pequeña habitación cortada en la roca. Allí no había lámpara ni luminaria alguna, y, sin embargo, el lugar estaba lleno de una suave luz que parecía emanar de la pared opuesta. -¿Qué hacían aquellos sacerdotes? -pregunté, más que nada por romper el impresionante silencio. -¿Para qué gastar palabras en tan tontas preguntas? -contestó-. ¿Es que en tu país no se funden también los metales? ¿No has comprendido todavía lo que estoy haciendo? Aunque sin verlo nunca lo creerías. Ven, ahora lo verás. Diciendo esto, nos señaló dos extraños objetos, colgados de la pared, hechos de un material raro, mitad madera y mitad paño, provistos de unos cascos semejantes a las escafandras de los buzos. Bajo su dirección, Leo y yo nos embutimos en aquellas vestiduras, desde dentro de las cuales no podíamos oír ningún ruido ni ver la luz del exterior. -¡Estamos completamente en las tinieblas! -dije, pero nadie respondió. Tenía la seguridad de que no estábamos solos, cosa que no hubiera deseado... -Sí, Holly -exclamó burlona la voz de Ayesha-, en las tinieblas has estado siempre, pero en las profundas tinieblas de tu ignorancia y tu incredulidad. Bien, no te preocupes; ahora como siempre, te inundaré de luz. Mientras. hablaba, percibí a través de mi escafandra el ruido sordo de algo que rodaba, supuse que era una puerta de piedra. Allí había luz aun a través de aquel aparato que nos protegía contra la luz excesiva; era tal la abundancia de ésta que casi nos cegaba. Vi que la pared opuesta a nosotros se había abierto y que nos encontrábamos en el umbral de otra cámara. Al final de ésta había algo como un pequeño altar de roca obscura y sobre este altar una masa del tamaño de la cabeza de un niño, pero afectando la forma oblonga -supongo que por fantasía- del ojo humano. Fuera de este ojo se esparcía aquella cegadora e intolerable luz que era reflejada por miles de pantallas de una piedra negruzca como de ladrillos quemados; es más, la luz venía a caer y a centuplicarse en luminosos rayos en una masa de metal sostenida por un armazón de hierro. ¡Qué rayos cruzaban el espacio! Si todos los diamantes de la tierra se colocaran juntos y tras una poderosa lámpara eléctrica, la luz que despedirían no podría ser ni la milésima parte de la que aquí brillaba. Mis ojos se irritaban y creo que sentía resecar mi piel bajo su influencia. Ayesha permanecía allí indiferente e insensible a toda influencia exterior. Después, yendo hasta el fondo de la habitación, retiró su velo y se inclinó sobre la masa que estaba sostenida por el armazón. Parecía a sus reflejos una mujer de acero líquido, cuyos huesos fueran visibles. -Esto está' listo, y algo más pronto de lo que yo pensaba -dijo. Después, aunque la masa representaba ser de un peso excesivo, la tomó ligeramente con sus manos desnudas y trayéndola hacia donde nos encontrábamos, nos dijo riendo: -Decidme ahora si habéis visto u oído hablar alguna vez de una mejor alquimista que esta pobre sacerdotisa de una religión olvidada. Y tomando la incandescente substancia, la acercó a la máscara que me cubría la cara. Me volví y eché a correr o mejor dicho a tambalear, pues vestido de aquella manera no podía correr, hasta llegar a la pared frontera donde quedé pegado contra ella, y allí, con mis espaldas hacia Ayesha, protegiéndome la cabeza con las maros, pues firmemente creía que aquella ardiente masa me iba a ser aplicada a la cara. Así estuve hasta oír la risa irónica de Ayesha que se burlaba de mis espaldas, oyendo después un ruido parecido al anterior, como si la puerta de piedra se cerrase. Después, como un premio del fuego, la semiobscuridad reinó en aquel lugar. Nos quedamos mirando Leo y yo como los búhos a la luz del sol, mientras gruesas gotas de sudor corrían por nuestra cara. -¿Estás ya satisfecho, mi querido Holly? -preguntó Ayesha. -¿Satisfecho con qué? -inquirí malhumorado, pues el escozor que sentía en los ojos me producía una molestia atroz-. Si te refieres a quemaduras y brujerías, ¡ya estoy bien satisfecho! -Y yo también -dijo Leo, que no dejaba de jurar y perjurar en voz baja. Pero Ayesha se echó a reír, en una forma tan extraña, que parecía como si fuera la diosa de la risa sobre la tierra. Cuando dejó de reír, preguntó: -¿Por qué esta ingratitud? Tú, mi querido Leo, ¿no querías ver las admirables cosas en que trabajo? Y tú, Holly, ¿no has venido por tú propia voluntad, puesto que te dije que eras libre de quedarte donde estabas si tal era tu gusto? Ahora, los dos están enfadados, os mostráis bruscos y lloráis como los chiquillos cuando se queman un dedo. Toma esto -y me dio una pomada que había sobre un estante-; frótate con ella lo., ojos y verás cómo quedas curado inmediatamente. Así lo hice, y efectivamente, -el dolor desapareció, aunque hasta muchas horas después tuve los ojos rojos como la sangre. -¿Y cuáles son esas admirables cosas? -pregunté-. Si quiere decir aquella espantosa brasa... -No quiero decir lo que está ardiendo en ella; en tú ignorancia no sabes ni cuál es el nombre de ese poderoso agente. Mira, ahora -y Ayesha me señalaba la metálica masa que había tomado con las manos y que todavía resplandecía, depositada en el fuego-. No, no está caliente. ¿Crees que hubiera querido quemarme las manos para convertirlas en dos formas repugnantes? ¡Toca, no temas, Holly! Pero a pesar de sus ruegos, no lo hice. Pensaba que muy bien podía estar Ayesha acostumbrada al contacto de aquellas ígneas masas, como había oído de ciertos pueblos del sur de Asia. Me quedé mirando durante largo rato, sin decidirme a tocar. -Bien, ¿qué es esto, Holly? -Oro -respondí; después, corrigiéndome añadí, cobre, pues la dura coloración rojiza parecía más la del cobre que la del oro. -No, no -contestó-, ¡es oro, oro puro! -El filón en este lugar debe de ser muy rico entonces -dijo Leo, incrédulo, al ver que yo no decía nada. -Sí, la mina de hierro es muy rica. -¿La mina de hierro? -preguntó Leo atónito. -¡Seguramente! -contestó-. ¿De qué mina podría sacarse el oro en tan grandes masas? Hierro, mi buen amado; hierro que mi alquimia convierte en oro, que pronto nos servirá para llevar a cabo nuestros propósitos. Leo permanecía mudo por el estupor; pero yo no llegaba a creer que aquello fuera oro y mucho menos que éste fuera hecho del hierro. Entonces, leyendo mis pensamientos en uno de aquellos cambios de manera de ser, que le eran tan particulares, Ayesha gritó: -¡Por la Naturaleza misma! ¿Eres tú, mi fiel Holly, quien se complace en mortificarme con su incredulidad? Si yo quisiera convertiría en oro, al exponerla a los secretos rayos que poseo, hasta los huesos de tú mano derecha. Pero, ¿por qué he de ser vejado por ti que eres ciego y sordo? Pero no te apenes; tú te persuadirás de que lo que te digo es cierto.Dejándonos, pasó por el corredor, hasta donde se encontraban trabajando los sacerdotes en el taller. Después volvió hacia nosotros. Al poco rato, los sacerdotes entraron llevando con ellos una especie de angarilla, entre las cuales había depositado un lingote de hierro de gran peso, al parecer, pues a duras penas podían levantarlo entre los dos. -Ahora -dijo-, ¿cómo quieres marcar esta masa, la cual, como verás, es sólo un lingote de hierro? ¿Con el signo de la Vida? Bien. - A una seña suya, un sacerdote, con un cortafríos y un martillo, se dispuso a grabar el símbolo de la cruz egipcia, la crux ansata. -Esto no es bastante -dijo, una vez que hubieron acabado-. Holly, dame tú cuchillo, y mañana te lo devolveré, más valioso todavía. Saqué mi cuchillo de caza, hecho en la India, con un mango de hierro plateado, y se lo di. -Tú conoces bien sus marcas, ¿no es eso? -y señaló a las varias muescas y el nombre del fabricante estampado sobre la hoja. Moví la cabeza con duda. Entonces, ella ordenó a los sacerdotes colocarlo todo bajo la influencia de los secretos rayos de los cuales habíamos desconfiado, indicándonos que fuéramos a la habitación inmediata y allí esperásemos con nuestras caras contra el suelo. Así lo hicimos, permaneciendo en esa forma hasta que algunos minutos más tarde, Ayesha nos llamó. Nos levantamos y volvimos a la cámara, donde encontramos a los sacerdotes, que se habían desposeído ya de las escafandras y ahora se untaban y frotaban los ojos con el ungüento que anteriormente había yo empleado; vimos también que el lingote de hierro y mi cuchillo habían desaparecido. Después Ayesha les ordenó que colocasen el rojizo lingote de metal sobre las angarillas y que lo llevaran con ellos. Obedecieron, y al ponerse en marcha noté que, aunque aquellos sacerdotes eran fuertes y robustos, respiraban trabajosamente bajo el peso de su carga. -Pero cómo puede ser que tú -dijo Leo-, una mujer, levantes el peso que esos hombres a duras penas pueden transportar? -Ésta es una de las propiedades de esta fuerza que tú llamas fuego -contestó ella, dulcemente-, y que solamente pueden hacerlo los que han estado expuestos a la influencia del vapor de la vida. De otra forma, ¿cómo yo, que soy tan débil, podría con el peso de tan enorme bloque? -¡Ah, ya voy comprendiendo! -contestó Leo. La áurea masa fue depositada en una especie de cavidad en la roca, que estaba provista de una poterna de hierro, después de lo cual, regresamos a las habitaciones de Ayesha. -Todas las riquezas son tuyas, así como la fuerza -dijo Leo, pues yo estaba tan cortado ante las evidencias de Ayesha, que me daba vergüenza despegar los labios. -Así es, en efecto -dijo ella con voz fatigada-, desde hace muchísimos siglos poseo este secreto y no he querido usarlo hasta que tú has llegado. Pero aquí, nuestro buen Holly, siempre pesimista, cree que todo esto es cosa de magia; sin embargo, yo puedo decirte que nada hay de esa ciencia y sí únicamente del dominio de un secreto que he tenido la suerte de descubrir. -Desde luego -dijo Leo-, mirándolo desde cierto punto de vista, es decir, el tuyo, la cosa es bien simple. Creo que Leo hubiera querido agregar algo más, pero no lo hizo. Después continuó: -¿Has pensado que ese descubrimiento tuyo conmocionaría el mundo? Ese mundo que tú has conocido en tus... -se detuvo. -Tus fugaces viajes -apuntó ella. -Sí, en tus fugaces viajes, ha elevado como estandarte del poder y de la riqueza el oro. Se encuentra como tal en todas las civilizaciones. Haz a éste tan común como tú puedes hacerlo, y éste perderá su valor. El crédito desaparecerá y entonces, destruido el comercio y la industria, tendrán que volver como sus antepasados a suplirse ellos mismos sus necesidades como ahora hacen la gentes de Kaloon. -¿Por qué no? -preguntó Ayesha-. Esto sería más sencillo y los conduciría a aquellos remotos tiempos en que eran buenos y simples. -Lo que no impedía que unos a otros se atacasen con hachas de piedra... -añadió Leo. -Mientras ahora se destrozan el corazón con acero o con proyectiles de esos que hemos hablado antes. ¡Oh, Leo!, cuando las naciones sean pobres porque su dinero haya perdido su anterior valor; cuando el usurero y el comerciante tiemblen y se vuelvan blancos de terror al ver que el vil metal que antes ansiaban no vale nada; cuando haya destruido todas las bolsas del mundo y mi burla y mi risa atraviesen las ruinas de los antiguos emporios del oro, ¿por qué dudar de que entonces no vuelvan a su primitivo estado?. .. ¿Por qué ha de descorazonar esta idea a aquellos que como vosotros tenéis un alto concepto del valor y de la virtud; a aquellos que creen, como el Profeta Hebreo dijo, que -antes pasará un camello por el ojo de una aguja que un rico en el Reino de los Cielos donde Él habita? ¿Por qué, si puedo probaros, ¡locos!, que puedo hundir en oro hasta ahogarlos a aquellos magnates que sólo ambicionan su vista y su contacto? ¿Por qué ese mundo vuestro que tanto amáis no será más feliz entonces? "Pero, mira, Holly está cansado y rendido por la visión de cosas tan admirables. ¡Oh, Holly, tú eres un duro crítico de la evidencia! Holly, no debes olvidar que a veces aquellos que rigen y crean, se impacientan por tan insignificantes dudas y cavilaciones. Pero no tengas miedo, mi viejo amigo, no tomes a mal mi enojo. Tu corazón, por sí solo es ya de oro, pero del más puro. ¿Para qué entonces teníamos necesidad de convertir en este metal tus huesos?" Di las gracias a Ayesha por sus cumplidos, y me fui a dormir, pensando qué había de verdad en el corazón de aquella mujer; si su ira o su bondad, o si ambas eran fingidas.. . La mañana siguiente me levanté con el convencimiento de que cualquier cosa que pudiera haber de falso en la conducta de Ayesha, nada impedía que ésta fuera una formidable alquimista, la más grande quizá que haya existido. Mas cuando creció mi admiración fue al ver que aquellos sacerdotes que el día anterior había visto trabajando en el laboratorio, entraban en mi habitación llevando entre los dos una pesada carga cubierta con un paño, y que bajo la dirección de Oros colocaron en el suelo. -¿Qué es eso? -pregunté. -Una ofrenda de paz que os envía Hesea -respondió Oros-, con la cual, según creo, habéis tenido ayer un pequeño disgusto... Quitaron el paño y bajo él brillaba una enorme masa metálica, la misma que en presencia de Leo y mía fue marcada con el Símbolo de la Vida, que todavía podía percibirse en su superficie. Lo admirable es que aquello no era hierro, sino oro puro. Mi cuchillo también estaba allí y su mango. aunque no su hoja, había sido transformado en oro. Ayesha, que me rogó después que se lo enseñara, pareció disgustarse al ver el resultado del experimento. Me enseñó unas estrías formadas por las burbujas de oro al resbalar por la hoja de acero. Dijo que esto bien podía haber destemplado o debilitado el filo, pues sólo había sido su propósito dorar el mango. No podía menos de admirarme ante este nuevo milagro de Ayesha, preguntándome, extrañado, de qué substancias , se compondrían aquellos deslumbrantes rayos que le servían de útiles en aquel formidable trabajo, y no extrañándome de que en aquella obra no interviniera el fuego inmortal de la Vida que brillaba en las cavernas de Kor. He creído seleccionar este incidente entre los muchos y muy admirables que callo, para demostrar cuán grande y poderoso era el dominio de aquella sobrenatural mujer sobre las fuerzas de la Naturaleza. Más tarde, tuvimos otra ocasión de presenciar un aterrador ejemplo de esta fuerza. CAPÍTULO 21 LA PROFECÍA DE ATENE EL día siguiente tuvo lugar en el Santuario una gran ceremonia a la que no asistimos, pero que, según nos enteramos después. era para consagrar la guerra. Por la noche, como de costumbre, pasamos la velada con Ayesha. Aquel día estaba de mal humor, pero su variabilidad era tal, que de la seriedad grave pasaba a la carcajada jovial e infantil. -Sabed -nos dijo-, que hoy ha habido Oráculo; han venido todos los necios jefes de tribus a preguntar a Hesea cómo será la batalla, cuál de ellos morirá y cuál ganará honores... Yo, claro está, nada he podido decirles: los he despedido con palabras ambiguas, que bien podían tomarse en un sentido o en otro. ¿Qué cómo será la batalla? Eso lo sé yo muy bien, pues seré yo quien la dirigirá; pero del futuro... ¡Ah, de eso nada puedo decir! Después, dirigiéndose a Leo, dijo: -¿Querrás escuchar mis ruegos y quedarte en el Santuario, o bien, salir a una partida de caza? Hazlo así y yo me quedaré contigo; podemos mandar a Oros y a Holly a dirigir la batalla. -¡No quiero! -dijo Leo rotundamente, temblando de indignación, pues la idea de que yo iba a ser enviado a combatir mientras él quedaba en el templo en seguridad, empujaba a un hombre valiente como él a la rabia y descontento. Aun cuando en teoría desaprobaba esta batalla por tratarse de su ser amado, tomaba su causa como propia, llenándolo de coraje y ansias de lucha. -Te dije, Ayesha, que no haría tal cosa -repitió-; además, que si tú me dejases aquí, yo encontraría el camino para salir al encuentro de tus tribus. -Ven, si tal es tu deseo -contestó Ayesha, vencida- y tu culpa caiga sobre tu cabeza. No, no sobre la tuya, amado mío, sobre la mía, sobre la mía... Después de esta extraña reacción quedó como si fuera una niña riendo por todo y contándonos historias del lejano pasado. Nos habló de sus investigaciones acerca de la verdad; de cómo en busca del saber había conocido todas las religiones de sus días y las había rechazado una por una, de cómo había predicado en Jerusalén y de cómo fue apedreada por los Doctores de la Ley; de cómo había viajado por Arabia, siendo rechazada por su pueblo como una reformadora; de cómo había viajado por el Egipto y en la corte de los Faraones encontrado un mago famoso, mitad charlatán y mitad vidente; que la instruyó en este arte con tal perfección, que al poco tiempo era ella la maestra y lo obligaba a obedecerle ciegamente. Entonces, aunque parecía que Ayesha quería contarnos algo más, pasó de Egipto al país de Kor. En eso estaba cuando entró Oros en la habitación. -¿Qué pasa ahora, Oros? ¿Es qué nunca podré verme libre de ti aunque sólo sea por una hora? -dijo Ayesha. -¡Perdón, oh Hesea! Es un escrito de la Khania Atene -dijo el sacerdote con humilde voz. -Rompe el sello y lee -dijo Ayesha sin preocuparse-. Quién sabe si se ha arrepentido de su locura y pide perdón. Oros leyó: "A la Hesea del Santuario de la Montaña, conocida por Ayesha' sobre la tierra y en los dominios etéreos con el nombre de Estrella-que-cayó. -Un bonito nombre por cierto -interrumpió Ayesha-. ¡Oh, pero Atene no ha visto elevarse a las estrellas aunque éstas estén debajo de la tierra!... Sigue, Oros... " ¡Saludos, oh Ayesha! Tú que eres la más anciana, que mucho has aprendido en tu vida de largas centurias y que, ayudada por otras fuerzas, apareces como hermosa a los ojos de los hombres, ojos que antes has cegado con tus artes. A pesar de tus prodigios, una cosa te falta que yo poseo, y es el poder de la visión de los hechos futuros. Sepas, Ayesha, que yo y mi tío, el gran vidente, hemos leído en los más sabios libros lo que está escrito que sucederá al final de esta guerra. Y es lo siguiente: "Para mí la muerte; mas no me apena, me regocija; para ti, una daga hundida en tu cuerpo por tu propia mano. Para el país de Kaloon, ¡sangre, miseria y ruina! - ATENE. - Khania de Kaloon." Ayesha escuchó en silencio, pero ni sus labios temblaron ni su cara expresó la menor emoción. Sólo dijo fríamente a Oros: -Di al emisario de Atene que he recibido su mensaje, y que dentro de poco le llevaré la respuesta personalmente a su palacio de Kaloon. Ve, sacerdote, y no me molestes más. Cuando Oros salió, Ayesha nos dijo: -Este destino mío, desde largo tiempo escrito, se ha de cumplir. Como Amenartas profetizó, Atene profetiza, puesto que ambas son una misma persona. Bien; dejemos que la daga se hunda, si hundirla en mi pecho deberé; no retrocederé por ello, pues sé que al fin he de triunfar. ¡Quién sabe si la Khania no dice sólo esto para atemorizarme! Mas, si es verdad, mi bienamado, debemos aceptarlo, pues has de saber que nadie puede escapar del influjo de su propio destino, como no puede deshacerse el lazo que nos une con el universo. SERÍA el mediodía de la siguiente jornada cuando descendíamos por la ladera de la Montaña con las fieras tribus de apariencia salvaje. Los escuchas habían salido antes que nosotros en vanguardia. Detrás iba la caballería, jinetes en nerviosos caballos, mientras a la derecha, a la izquierda y por la retaguardia avanzaba la infantería, formada en regimientos, con sus jefes a la cabeza. Ayesha, velada ahora -pues no quería mostrar su hermosura a aquellas hordas salvajes-, marchaba en medio de los jinetes, sobre un caballo blanco. Con ella íbamos Leo y yo. Leo, montado en el caballo negro del Khan, y yo en otro, no de tan fina estampa, pero más fuerte y salvaje. Rodeándonos iban un cuerpo de guardia de armados sacerdotes, y un regimiento de soldados escogidos, entre los que iban los cazadores que Leo había salvado de la ira de Ayesha, y que ahora eran sus más fieles y valientes compañeros. Ibamos todos contentos, pues con el fresco aire de la Montaña, entibiado un poco por los rayos del sol y perfumado por las mil esencias de la naturaleza, era capaz de hacer olvidar todos los temores y todos los recelos experimentados en aquellas cavernas de la Montaña. Además, el movimiento de aquellos millares de hombres y sus preparativos de guerra excitaban nuestros nervios. Hacía mucho tiempo que no había visto a Leo tan rozagante y tan feliz. En los últimos tiempos estaba pálido y delgado; pero ahora, sus mejillas estaban rojas y sus ojos brillaban alegres. Ayesha también parecía contenta, pero su carácter era tan variable como el de la naturaleza misma, estando tan pronto alegre y risueña como un rayo de sol, como triste y melancólica como un rayo de luna. -Demasiado tiempo -nos dijo riendo- he estado encerrada en "las entrañas de esa Montaña, acompañada solamente por mudos salvajes o por melancólicos sacerdotes cantores; ahora me siento contenta y alegre de ver de nuevo el mundo. Créeme, Leo; más de veinte siglos hace que estoy sentada en mi trono y, como ves, no he olvidado la equitación, aunque este animal no es tan fino como aquellos caballos árabes que monté en los extensos desiertos de la Arabia, galopando en son de guerra al lado de mi padre. Mira, allí está la boca de la garganta donde vi el hechicero que idolatraba a su gato, y que os hubiera matado a los dos por haber lanzado su mascota al fuego. El general Alejandro, el primer Rassen debió ser quien trajo esa costumbre del Egipto. De este macedonio Alejandro puedo contarte muchas cosas, pues fue un contemporáneo mío. Leo y yo la miramos admirados, y pudimos darnos cuenta de que ella nos observaba a través de su tupido velo. Como siempre, era a mí a quien riñó, pues leía todos mis pensamientos. -Tú, Holly -dijo, rápidamente-, eres el hombre más desconfiado e incrédulo que he visto; siempre piensas que te estoy engañando, y sabes que eso me disgusta. Protesté, diciendo que solamente reflexionaba sobre las variaciones de dos ideas. -No hagas juegos de palabras -contestó-; tú, en el fondo de tu corazón, crees que soy una embustera, y eso me enoja. Has de saber, necio, que, cuando yo te dije alguna vez que el general macedonio vivió antes que yo, me refería a esta vida presente mía. En la existencia que precedió a ésta, aunque viví treinta años más que él, nacimos los dos en el mismo verano, y lo conocía perfectamente, por ser yo el Oráculo que él consultaba antes de acometer sus empresas, y es a mi saber a lo que debió sus victorias. Después reñimos, y lo abandoné con Rassen. Desde aquel día, la buena estrella que brillaba para Alejandro se desvaneció. En medio de aquella agonía aprensiva y desechando todas las críticas que por ello pudiera recibir, me aventuré a decir. recordando las extrañas historias del monje Kou-en: -¿Y recuerdas, Ayesha, todo lo sucedido en tus vidas pasadas? -No; no todo -contestó, meditando- únicamente los grandes sucesos y aquellos que he podido recordar con ayuda del estudio de las cosas secretas, y que tú llamas videncia o magia. Por ejemplo, mi querido Holly, puedo recordar que en aquella vida vivías tú. Creo recordar algo de un filósofo muy feo, vestido siempre con sucias ropas, siempre borracho, que disputó un día con Alejandro haciéndole montar en cólera. No recuerdo su nombre. -Supongo que no sería uno llamado Diógenes -dije con sorna, sospechando, no sin fundamento, que quizá Ayesha se estaba burlando de mí. -No -respondió gravemente-. El Diógenes de que tú hablas era un hombre mucho más famoso, uno de real y verdadera sabiduría, aunque tampoco hacía ascos al vino. Tengo pocos recuerdos de aquella vida; sin embargo, no menos que los que tienen algunos de los adeptos del profeta Buda, cuyas teorías estudié y de las cuales tú, mi querido Holly, tanto me has hablado. ¡Pero alto! ¡La vanguardia ha entrado en combate! Efectivamente, un lejano ruido de combate se dejó oír, en ese momento, viendo después un escuadrón de caballería que se dirigía hacia nosotros. Era para decirnos que las avanzadas de Atene estaban en plena retirada. Un prisionero que acababan de tomar, al ser preguntado por un sacerdote, le contestó que no eran los pensamiento de la Khania atacarnos en la Montaña, sino en la orilla del río, teniendo así como defensa sus aguas, las cuales debíamos cruzar, con lo que demostraba un perfecto sentido militar. Aquel día no hubo lucha. Toda la tarde la empleamos en descender las laderas de la Montaña más rápidamente de lo que nos costó su subida, después de nuestra azarosa fuga de la ciudad Kaloon. Antes de la puesta del sol, llegamos al campamento preparado de antemano; una amplia llanura en la ladera que acababa en la cresta del Valle de las Osamentas, donde días pasados encontramos al misterioso guía. Al valle, sin embargo, no llegamos, aunque bien podíamos hacerlo atravesando él profundo túnel; pero, como dijo Ayesha, aquel pasaje era suficiente para un ejército. Doblando hacia la izquierda, se elevaba un enorme número de inaccesibles rocas, bajo las cuales pasaba el túnel, hasta que por fin pudimos llegar a la cresta de la oscura garganta, donde pensamos pernoctar, a salvo de todo ataque. Aquella noche, Ayesha se sintió turbada por nuevos miedos en lo que antes no había pensado. Por fin pareció vencerlos por un supremo esfuerzo de la voluntad, anunciándonos que iba a descansar para reconfortar así su alma -la única parte de ella que necesitaba siempre descansar-. Sus últimas palabras para nosotros fueron: -Dormid vosotros también, dormid y no os alarméis si os llamo durante la noche; quizá en mis sueños pueda encontrar nuevos consejos y necesite comunicarlos antes de que nos pongamos en marcha al despuntar el alba. Así nos separamos, pero ¡ah!, ¡qué poco sospechábamos cómo y dónde nos habíamos de encontrar de nuevo los tres! Estábamos cansados y pronto quedamos dormidos profundamente al lado de nuestro vivac, con la tranquilidad del que se sabe guardado por un ejército entero. Después no recuerdo más hasta que me sentí despertado por un cuerno de caza, que, luego de una pausa, se dejó oír de nuevo, esta vez tocado por el oficial de nuestra guardia. Otra pausa, y un sacerdote hacía una reverencia ante nosotros mientras el fuego de la hoguera se reflejaba en su afeitada cabeza. Me pareció reconocerlo. -Yo -me dijo un nombre que me era familiar, pero que he olvidado- soy enviado a vos, señores, por Oros, el cual me ordena deciros que Hesea quiere hablar con vosotros dos al instante. Leo, en este momento se despertó, y alarmado preguntó de qué se trataba. Le conté lo que sucedía, y malhumorado dijo que bien podía Ayesha haber esperado hasta el día; después añadió: -Bien; qué le vamos a hacer. Vamos, Horacio -y se dispuso a seguir al mensajero. El sacerdote se inclinó de nuevo, y dijo: -La orden de Hesea, señores míos, es que debéis ir armados y escoltados por vuestra guardia. -¿Para qué? -preguntó Leo-. ¿Para qué protegernos por un paseo de cien metros a través del corazón de un ejército? -Hesea ha dejado su tienda, y está en el Valle de las Osamentas estudiando las líneas de avance. Por eso, Hesea os ruega, señores míos, que llevéis vuestra guardia con vosotros, pues ella se encuentra sola. -Estará loca -gritó Leo-. ¡Pasear por un lugar como ése a medianoche! Recordé entonces que Ayesha nos dijo que quizá enviara por nosotros, y tenía la seguridad de que si algún peligro no se sospechase, no nos hubiera rogado llevar nuestra escolta. Así, pues, llamamos a nuestra escolta -unos doce en total-, tomamos nuestras lanzas y dagas y nos pusimos en marcha. Comenzamos a descender las pendientes del valle, con las que nuestro sacerdote guía parecía estar muy familiarizado, pues se deslizaba por ellas como si hubiera sido por las escaleras del templo. -Qué extraño lugar para una reunión en la noche -dijo Leo cuando estuvimos en el fondo, y vimos un bulto blanco que se paseaba bañado por la luz de la luna al pie del valle; era la velada figura de Ayesha-. Mírala paseándose en ese macabro agujero como si se tratara del "Hyde Park". La figura se volvió y nos hizo señas de que la siguiéramos, internándonos por el fondo del valle, donde velase rota la parda monotonía de la lava rocosa por las blancas salpicaduras de las calcinadas osamentas. Llegamos hasta la vertiente opuesta que estaba en sombra, pues no llegaba hasta allí la luz de la luna. Aquí, en las épocas lluviosas, corría un arroyuelo que había cortado una senda en la roca en el transcurso de siglos y siglos, y los detritus que había arrastrado su paso, los iba dejando a un lado y otro de su curso, de tal forma que casi todas las osamentas de que el fondo estaba sembrado se hallaban en su mayoría enterradas en la arena. En un lugar donde los restos eran más abundantes y numerosos, nos detuvimos. Los cráneos, tibias y fémures se veían esparcidos por aquí y allá, indicando los últimos restos de fieros combatientes de una singular batalla. Aquí Ayesha se detuvo a contemplar todos aquellos blancos despojos, como pensando en la necesidad de hacerlos revivir para emprender de nuevo la batalla decisiva. Llegamos cerca de ella, y el sacerdote que nos guiaba detuvo a los del cuerpo de guardia, dejándonos solos con ella, como si les estuviera prohibido el aproximarse a Hesea. Leo, que marchaba delante de mí como unos cuatro o cinco metros, exclamó al llegar junto a Ayesha: -¿Por qué te aventuras por tales lugares de noche, Ayesha? ¿No temes una emboscada? -No -contestó. -Se volvió hacia nosotros, y abriendo los brazos los dejó caer de nuevo a ambos lados. Como si ésta fuera una señal dirigida a las sombras que poblaban aquellos lugares, sucedió una cosa terrorífica. Por todos los lados vimos levantarse a los esqueletos de sus lechos de arena. Vi cómo blancas calaveras, brazos y piernas se ponían en movimiento y avanzaban hacia nosotros. El masacrado ejército volvía de nuevo a la vida armado de lanzas y espadas. ¡Horrible! Pensé en seguida que aquello era la obra de un nuevo experimento mágico de Ayesha, que quería que fuese contemplado por nosotros, sacándonos para esto de nuestro tranquilo sueño. Confieso que tuve miedo. Es más, reto al más valiente de los hombres, aunque esté libre de toda superstición, a que no es capaz de evitar un estremecimiento de terror, si permaneciese en una iglesia vacía y a medianoche viera que los muertos salían de sus sepulcros. Tal era mi caso; aún más salvaje y terrorífico, por tratarse de aquel sombrío lugar, deprimente de por sí. -¿Qué nueva brujería es ésta? -preguntó Leo con voz ronca. Ayesha no contestó. Oí ruido tras de mí y miré. Los esqueletos habían rodeado a nuestro cuerpo de guardia, que en su mayoría, pobres diablos, estaban paralizados por el terror, y algunos habían arrojado sus armas al suelo, quedando de rodillas implorando merced. Los fantasmas los atacaron con sus lanzas, y vimos caer a sus golpes algunos de ellos. La velada figura, señalando a Leo, dijo: -Tomadlo, pero si le herís, me responderéis con la vida. ¡Horror! ¡Era la voz de Atene! Tarde entonces comprendí la trampa en que habíamos caído. -¡Traición! -grité, pero antes de que las palabras acabaran de salir de mis labios un esqueleto me redujo al silencio de un violento golpe en la cabeza. Aunque no pude articular palabra, mis sentidos no me abandonaron por unos segundos. Vi a Leo luchando furiosamente con varios hombres, dos de los cuales yacían a sus pies. La sangre brotaba de su boca. Perdí entonces la noción de cuanto me rodeaba, y creyendo que era la muerte, me abandoné a mi destino. Por qué no me mataron, no lo sé; es probable que en su huida los disfrazados guerreros me creyeron muerto, y se evitaron así el golpe de gracia. Salvo la contusión en la cabeza no recibí ninguna herida más. CAPÍTULO 22 LA PÉRDIDA DE LOS PODERES CUANDO volví en mí, era de día. Vi la cara plácida y tranquila de Oros, que, inclinado sobre mí, vertía sobre mis labios un líquido que pareció correr por mis venas, dándome nueva vida y descorriendo la oscura cortina que cerraba mi cerebro. Junto a mí estaba Ayesha. -Habla, por tu vida, habla -dijo con voz terrible-. ¿Qué es lo que ha sucedido? Si tú vives, ¿dónde está pues mi señor? ¡Dímelo, o mueres! Esta era la visión que tuve cuando perdí mis sentidos al quedar enterrado en la nieve de la avalancha. -¡Aten lo ha secuestrado!-contesté. -¿Lo ha secuestrado Atene y tú vives? -No descargues tu ira sobre mí -contesté-; no es culpa mía. Y en pocas palabras le conté lo sucedido. Escuchó; después, mirando hacia donde yacían los cuerpos de los individuos de nuestra guardia con sus lanzas sin trazas de sangre, dijo: -¡Bien por los muertos! Ahora te convencerás, Holly, de cuál es el fruto de la piedad. Las vidas de aquellos que perdoné son las que han conducido a mi señor a su desgracia. Después se acercó al lugar donde fue Leo capturado. En el suelo había una daga rota -aquella que perteneció al Khan-, y los cuerpos de dos hombres muertos. Ambos estaban vestidos con una especie de hábito negro, teniendo sus cabezas pintadas de blanco, así como otras partes del cuerpo imitando los calcinados huesos de los esqueletos humanos. -Buena treta para engañar a los niños -exclamó Ayesha-. Bien has tramado la trampa, Atene... Pero dime, Holly: ¿estaba Leo herido cuando tú lo dejaste? Dime toda la verdad. ¡Oh, es mía la culpa; su sangre caerá sobre mí! -No, cálmate, Ayesha; sus heridas no eran graves, ninguna creo; sólo unas gotas de sangre caían de sus labios. Mira, por aquí hay algunas. -Por cada una de ellas tomaré cien vidas. ¡Lo juro por mí misma! -dijo Ayesha, ahogando un sollozo. Después gritó con voy vibrante-. ¡Atrás y a caballo, tenemos muchas cosas que hacer en este día! Tú espera aquí, Holly; nosotros vamos por una senda más corta, mientras el ejército atraviesa el valle. Oros, dale de comer y beber, y cúrale la herida que tiene en la cabeza. No es de gravedad, pues su sombrero y sus cabellos le han protegido de mal más grave. Oros comenzó a frotarme la cabeza con una loción desinfectante. Después comí y bebí tanto como pude, pues aunque fue grande el golpe, no había perdido el apetito. Cuando estuve listo, trajeron dos caballos para nosotros, y montando comenzamos a marchar por el seco curso de las aguas. -Mira -dijo Ayesha, mostrándome huellas y trazos marcados en el suelo-. Había un coche esperándolo, tirado por cuatro caballos. La idea de Atene fue bien planeada y llevada a cabo. ¡Y yo que, descuidada y confiada, dormía profundamente! Aquí las tribus habían comenzado la ascensión antes del alba y todavía continuaba. Esta colina había sido remontada por cinco mil hombres, cada uno de los cuales llevaba un caballo de la rienda. Ayesha reunió a los jefes y capitanes de tribu, y les habló de esta forma: -Siervos de Hesea: el extranjero que era mi prometido y huésped ha sido robado por una falsa sacerdotisa que se ha internado en nuestro campamento engañando a los guardianes. Es necesario capturarla antes que pueda hacerle mal alguno. Vamos, pues, a atacar al ejército de la Khania en sus mismas fronteras del río. Cuando éstas sean rotas, yo pasaré por sus brechas con los jinetes, pues quiero dormir esta noche en el país de Kaloon. ¿Qué dices, Oros? ¿Que un segundo y más poderoso ejército defiende sus murallas? ¡Ya lo sé, y si es necesario destruiré ese ejército! Jinetes, venid conmigo, ¡yo os conduciré a la victoria! Capitanes: seguidme, y maldito sea aquel que retroceda en la hora de la batalla; la muerte y la vergüenza eterna sean su castigo, y la fortuna y el honor sean para aquéllos que luchen bravamente, pues para ellos serán las hermosas tierras de Kaloon. Yo tomaré el centro del ataque. Dejad que avancen los flancos. Los jefes, a esta arenga, contestaron con un alarido, pues eran hombres fieros y cuyos antecesores habían amado la guerra durante muchas generaciones. Además, por loca que pareciera la empresa, ellos tenían fe ciega en su Oráculo y en su Hesea, y como todos los pueblos conquistadores, fueron prontamente encendidos con la promesa del próximo botín. UNA hora de marcha forzada condujo al ejército hasta el borde de las marismas. Por suerte, éstas, por ser la estación de gran sequía, estaban firmes y sólidas, lo que contribuía favorablemente para el ataque por el río, cosa que anteriormente tuve miedo que fuera impracticable. A la orilla opuesta, sobre la ribera, se veían formados, en escuadrones de pie y a caballo, los regimientos de Atene. Mientras la infantería de los flancos se desplegaba a derecha e izquierda, la caballería hizo alto en los pantanos, dejando que sus caballos se hartaran del verde, que allí crecía abundante, y del agua que había en algunas charcas. Durante todo este tiempo, Ayesha estuvo en silencio, y desmontando dejó que el caballo fuera a pacer con los otros. Por fin habló, diciendo: -¿Crees que ésta es una loca aventura, Holly? Di, ¿tienes miedo? -No; teniéndote a ti por capitán, no. Sin embargo, aquel segundo ejército... -Desaparecerá a mi voluntad como la niebla a la del viento. Después -agregó con voz baja y temblorosa-, Holly te aseguro que verás cosas que jamás hombre alguno vio sobre la tierra. Acuérdate de lo que te digo cuando yo pierda mis poderes y tú sigas el tremolento velo de Ayesha a través de los destruidos escuadrones de Kaloon. ¿Mas qué podremos hacer si Atene le ha dado muerte? ¡Oh, si ella atacara siempre de frente!... -No te aflijas -le dije, pensando lo que querrían decir aquellas palabras de pérdida de los poderes-. Creo que lo ama demasiado para matarlo. -Agradezco tus palabras, Holly, pero temo que como él la ha rechazado y está loca de rabia y celos, todo esto se haya convertido en la fatal sentencia de mi amado. Si esto fuera así, ¿de qué valdría entonces mi venganza? Bebe y come de nuevo, Holly; no, yo no como hasta que pueda hacerlo en Kaloon, y sujeta bien la cincha y la brida de tu caballo, pues tenemos que atacar en una salvaje carrera. Monta en el de Leo, que es rápido y seguro. Ayesha estaba ahora de pie, contemplando el cielo en tal forma que me era imposible ver su velada cara. Parecía como si toda su atención y voluntad estuvieran concentradas en un objeto desconocido del espacio, pues su cuerpo temblaba como un débil junco al impulso del viento. Era una extraña mañana fría y clara; tenía una rara pesadez el ambiente, como la que precede a las grandes caídas de nieve, aunque era todavía pronto para las grandes nevadas. Una o dos veces en medio de esta calma, me pareció oír como un ligero rumor que no era el ruido ordinario de los truenos, pues el cielo estaba tranquilo. Como una contestación a la estática contemplación de Ayesha, grandes masas de negras nubes fueron apareciendo una por una en el cielo sobre el pico de la Montaña... Viendo aquellas enormes y fantásticas nubes, me aventuré a advertirle que parecía que el tiempo iba a cambiar; claro está que esto no era nada extraordinario, pero no sé ni cómo lo dije. -¡Sí -contestó--; esta noche el tiempo se agitará aún más furiosamente que mi corazón! ¡No se elevará más el grito de "agua" en Kaloon! ¡Monta, Holly, monta! ¡El ataque comienza! -y sin vacilar montó en la cabalgadura. que Oros había preparado para ella. En medio del polvo levantado por los cinco mil jinetes, comenzó el descenso al vado. Cuando llegamos a sus bordes vi que las dos divisiones de infantería estaban atravesando el río como en una media milla a un lado y a otro. De lo que les sucedió a estas divisiones no me di cuenta en aquel momento, si bien más tarde me enteré de que habían conseguido romper el cerco con grandes pérdidas por ambos lados. Frente a nosotros se extendía el principal cuerpo del ejército de la Khania, escalonado por regimientos en los diferentes bancales de la ribera. Pronto se encontraron con las furiosas hordas de nuestras tribus. Mientras esto sucedía, Oros llegó hasta donde Ayesha estaba, diciéndole que Leo, prisionero en un carruaje y acompañado de Atene, Simbrí y una guardia,. habían pasado a través del campo enemigo galopando furiosamente hacia Kaloon. -Ahorra tus palabras; lo sé -contestó Ayesha. Nuestros escuadrones ganaron la orilla opuesta, habiendo perdido la mayoría de sus hombres entre las aguas, pues tan pronto asentaban su pie sobre la tierra firme, los enemigos atacaban, volviéndoles otra vez al agua, diezmándolos impunemente. Tres veces atacaron y tres veces fueron rechazados en la misma forma. Ayesha estaba impaciente. -Necesitan un jefe; yo les daré uno -dijo-. Ven conmigo, mi fiel Holly. Y seguida por la mayoría de los jinetes se internó en el río y esperó hasta que las rechazadas tropas llegaron hasta nosotros. Oros murmuró a mi oído: -¡Es una locura, matarán a la Hesea! -¿Lo creéis así? -contesté-. Antes moriremos nosotros que una herida le sea producida a Ayesha. Al oír esto sonrió Oros y se encogió de hombros. Oros era muy valiente y sabía muy bien que su señora no podía ser herida. Creo que lo hizo para probarme. Ayesha levantó su mano, en la cual no llevaba ningún arma, e hizo señal de avanzar. Un gran alarido contestó a este signo de ataque, mientras ella decía algo a su caballo, que se internaba más y más en el agua. Dos minutos más tarde las flechas y las lanzas pasaban sobre nuestras cabezas en tan grandes cantidades que parecían oscurecer el cielo. Vi caer a hombres y caballos a un lado y a otro, atravesados por las flechas, pero ninguna me tocó a mí ni a la figura cuyas blancas vestiduras flotaban a un metro o dos de distancia. A los cinco minutos ganamos la orilla opuesta, donde comenzó la verdadera lucha. Era tal la bravura del ataque, que no se vio a la blanca figura de Ayesha retroceder ni un milímetro sobre sus pasos; adonde ella iba allí se dirigían los furiosos ataques de las hordas. Estábamos sobre la ribera, y el enemigo nos rodeaba, pero lentamente íbamos rompiendo su cerco e internándonos en el país de Kaloon. Pasamos a través del corazón del ejército enemigo mientras. las tribus se preocupaban de deshacer sus esparcidos fragmentos, que se retiraban en huída vergonzosa. Muchos de nuestros guerreros estaban heridos y muchos muertos, pero se había dado orden de que todos aquellos que cayeran heridos debían dar su caballo a los compañeros para reemplazar a los caídos. Nos rehicimos, y nos pusimos nuevamente en marcha; éramos unos tres mil, no más, llevando como objetivo la ciudad de Kaloon. Marchábamos a un paso largo, que se convirtió en trote y de trote en galope, pues cruzábamos una planicie sin fin, hasta que al mediodía, o un poco después, vimos a lo lejos la ciudad de Kaloon. Se ordenó hacer alto, pues aquí existían unas albercas en las cuales había aún bastante agua, y donde los caballos saciaron su sed, mientras los jinetes reparaban sus mermadas fuerzas con carne seca y pan de cebada. Aquí, dos espías más se nos reunieron diciendo que el gran ejército de Atene estaba apostado a la entrada de los grandes fuertes, y que atacarlos con nuestras escasas fuerzas era ir a una segura destrucción. Ayesha no quiso escuchar estas palabras ni prestó casi atención a ellas. Únicamente ordenó que todos los caballos que estuvieran fatigados fueran sustituidos por los que se llevaban de refresco. Marchamos adelante hora tras hora, en perfecto silencio. Las formaciones nubosas se habían agrandado tanto y tan espesas se habían hecho, que todo el campo se veía envuelto en la sombra. Marchaban sobre nosotros como si fuera un ejército de los cielos, mientras de vez en cuando, se desgarraban jirones de nubes que se alargaban como puntas de gigantescas espadas... Bajo ellas reinaba una gran tranquilidad. Parecía como si la vida muriese bajo aquel palio bermejo. Nos aproximábamos cada vez más a Kaloon. Las avanzadas del enemigo estaban cada vez más próximas, y podíamos ver cómo levantaban sus jabalinas, siendo contestadas sus frases de burla con estentóreos ecos. Veíamos los sedosos penachos de los jefes agitados por el viento y los escalonados destacamentos de caballería... Una embajada se acerca, y a una señal de la mano de Ayesha hicimos alto. Iba dirigida por un señor de la corte, cuya cara reconocí en seguida. Detuvo su caballo, y dijo, insolentemente: -Escucha, Hesea, las palabras de Atene. Tu amado extranjero está prisionero en su palacio. Avanza y te destruiremos a ti y a tu pobre ejército; pero si por algún milagro tú alcanzas la victoria, él morirá. Márchate a tu Montaña, y la Khania te dará la paz y a tu pueblo sus vidas. ¿Qué contestas a estas palabras de la Khania? Ayesha murmuró algo a Oros, que dijo: -Nada hay que contestar. Márchate de prisa si amas tu vida, porque la muerte pasa cerca de ti. Al oír estas palabras se marcharon rápidamente. Por unos momentos Ayesha permaneció pensativa. Se volvió, y a través de su fino velo pude ver que su faz estaba blanca y tenía un aspecto terrible, y que sus ojos brillaban como brillan los del león en la negrura de la noche. Me habló, y sus palabras silbaban por entre sus apretados dientes: -Holly, prepárate a asomarte a la boca del infierno, quisiera poderlo evitar, te lo juro, pero mi corazón me obliga a ser cruel e impía y usar de todo mi secreto poder si quiero ver a Leo todavía vivo. Te digo, Holly, que en estos momentos tratan de asesinarlo. Entonces, levantándose sobre su silla, gritó: -Nada temáis, capitanes; somos pocos, pero con nosotros va la fuerza de cien millones de hombres. Ahora seguid a Hesea, y, suceda lo que suceda, no desmayéis. Repetid esto a los guerreros: que nada teman y que, suceda lo que suceda, sigan a la Hesea a través del enemigo, de los puentes y de todos los obstáculos hasta llegar a la ciudad de Kaloon. Los jefes hablaron unos y otros, y por un momento se armó una terrible algarabía; poco a poco se restableció el silencio y -se oyó gritar: -Nosotros, los que te hemos seguido a través de las aguas, te seguiremos también a través de la llanura. Adelante, Hesea, que la noche se cierne sobre nosotros. Se dieron algunas órdenes, y las compañías se pusieron en marcha, afectando la forma de una gigantesca cuña, siendo Ayesha el mismo vértice del ángulo, pues aun cuando Oros y yo marchábamos junto a ella, nunca llegábamos a marchar con nuestras cabalgaduras más allá que la silla de su caballo. Frente a nosotros brilló un blanco penacho, siguiéndole un torrente de negras sombras. Un alarido salvaje sonó, y como si fuera ésa la señal convenida, escondidos de entre los árboles y todas las defensas naturales salió disparada hacia nosotros la caballería enemiga, mientras el centro del ejército se dirigía a envolvernos, como si fuera una enorme ola coronada de metálica espuma. Eran muchos, muchos, incontables, como si fuera un verdadero mar de hombres que sembrasen la muerte. Nuestro fin estaba próximo. Estábamos perdidos, o al menos, así parecía. Ayesha dejó caer el velo que la cubría y que flotó como un enorme penacho el empuje del viento. Densas y más densas se tornaban las nubes sobre nuestras cabezas, mientras cada vez más cercano se oía el fuerte galopar de los caballos en la tierra de los diez mil jinetes que, como una avalancha, se dirigían hacia nosotros. La cumbre de la Montaña comenzó a vomitar bocanadas de fuego. La escena era terrible. Frente a nosotros se veían los planos tejados de Kaloon, iluminados rojizamente como si fuera por una monstruosa puesta de sol... Arriba, todo negro como si fuera un eclipse... A nuestro alrededor las tinieblas y la muerte al acecho... Los jinetes de Atene avanzaban, avanzaban; la destrucción de nuestro diminuto ejército era inevitable. AYESHA dejó caer las riendas de su caballo, y con sus manos agitó el blanco velo que antes la cubría, como haciendo una señal a lo invisible. Instantáneamente las negruras de la noche se vieron rasgadas por un relámpago que iluminó trágicamente el espacio... Ayesha dejaba sentir el peso de su poder sobre los hijos de Kaloon. El terror llegó en tal forma, como ojos humanos no lo vieron ni lo verán. Enormes corrientes de aire se desataron, que levantaban a su empuje pesadas piedras, llevando consigo árboles, tejados, casas... Todo iluminado por la tétrica luz de los relámpagos que en el cielo lanzaban sus destellos para estallar en horribles truenos que conmocionaban la mente... Todo era como ella lo había previsto. Parecía que el infierno hubiera volcado todos sus males sobre la tierra, pero sin que éstos nos perjudicasen en lo más mínimo. Efectivamente, todas estas furias pasaban ante nosotros, dejándonos indemnes. Ni una jabalina se había arrojado. El terrible ciclón era el heraldo de nuestra llegada. Sus efectos eran nuestras espadas y nuestras armas, y su sonido el terrible sonido de un millón de seres que gritaban: ";Guerra!", en un espantoso y cruel grito de lucha. Nuestros enemigos habían desaparecido. Aunque la oscuridad era grande, a la luz de los fieros relámpagos los vi correr de aquí para allá aterrados, envueltos en el torbellino, espantados y aterrorizados por sus propios gritos de agonía. Vi cómo los caballos rodaban en terrible confusión por el suelo los unos sobre los otros, y como si fueran hojarascas apiladas por el viento vi a montañas de hombres revueltos y hacinados por el ciclón de una manera monstruosa. Vi en los bosques los árboles tronchados y arrancados de cuajo, y vi las altas murallas de Kaloon derrumbarse como un castillo de naipes, mientras las casas, con sus tejados incendiados, hundíanse bajo la espantosa fuerza de la lluvia, y vi cómo enormes llamas de fuego se precipitaban por el aire sobre las pobres ruinas de Kaloon. Junto a mí Ayesha gritó, con voz clara y potente: -¡Te prometí mal tiempo, Holly! Dime, ¿no crees que ya es hora de abandonar estas aprisionadas fuerzas del Universo? *** TODO pasó. Sobre nosotros brillaba el cielo tranquilo, y ante nuestro camino se abría el amplio puente que daba paso a la ciudad de Kaloon, Pero, ¿dónde estaban los ejércitos de Atene? Allí, convertidos en informes masas de carne humana. Sin embargo, ni uno solo de nuestros jinetes había sufrido el menor daño. Tras de nosotros galopaban temblorosos, pálidos, como hombres que, cara a cara, han luchado con la vida, y han resultado triunfantes del azaroso encuentro. Al llegar a la entrada del puente, Ayesha detuvo su caballo y. esperó que todos llegasen, descubriéndoles su peregrina hermosura. A la vista de aquella extraña radiación que coronaba su cabeza y que sus tribus veían por primera. vez, los salvajes prorrumpieron en un grito al unísono: -¡La diosa! ¡Adoremos la diosa! Ayesha,, volviendo la grupa a su caballo, se internó seguida de sus adictos, por las largas y estrechas calles de la incendiada ciudad, en dirección al palacio. Llegamos a su entrada principal. En el jardín todo era silencio; por todos los sitios, silencio, interrumpido únicamente por el crepitar de las hogueras y los aullidos de los Mastines de la Muerte presos en sus jaulas. Ayesha, saltando de su caballo y despidiendo a todos menos a Oros y a mí, se internó por las desiertas salas del palacio. Todo estaba vacío: o habían muerto, o .habían huido. Sin embargo, Ayesha no pareció dudar mucho ante esta situación, pues, internándose rápidamente, tan rápida, que apenas la podíamos seguir, subió por la ancha escalera de piedra que conducía a la cámara alta de la torre. Por fin llegamos a la habitación que servía para los estudios del viejo Simbrí y de su sobrina Atene. Su puerta estaba cerrada, sus cerrojos echados; sin embargo, con la sola presencia de Ayesha los cerrojos y clavos saltaron como atraídos por un formidable imán, cayendo la puerta por su propio peso y dejando libre el marco de su entrada. Sentado en un sillón, pálido, herido, pero con la mirada fiera y retadora, estaba Leo; inclinado sobre él y con una daga en la mano, pronta a ser sepultada en el cuerpo de su víctima, se hallaba el viejo Simbrí, y sobre el duro suelo, mirando hacia arriba con sus hermosos ojos, yacía muerta, pero majestuosa hasta en la misma muerte, la Khania de Kaloon. Ayesha, con un leve movimiento de su mano, hizo caer el cuchillo de la mano de Simbrí, que en unos instantes quedó inmóvil como si se hubiera convertido en piedra. Entonces, con rápido movimiento, tomó la daga y de un solo golpe cortó las ligaduras que sujetaban a Leo; después, como rendida por el esfuerzo, cayó sentada sobre un banco, quedando en silencio. Leo se levantó, mirando a su alrededor, extrañado, como aquél que despierta de un pesado sueño; después, con voz doliente, dijo: -Llegaste a tiempo, Ayesha; un segundo más, y ese perro asesino -y señaló a Simbrí- me hubiera dado muerte. Dime, ¿cómo fue la batalla? ¿Cómo pudiste llegar hasta aquí a través del huracán? ¡Oh, Horacio, gracias a Dios que al fin estás conmigo; pensé que aquellos asesinos te habían matado! -La batalla fue bien para algunos -dijo Ayesha-. No -Vine a través del huracán, sino en sus alas. Dime; Leo, ¿qué ha sucedido desde que nos separamos? -Prisionero y herido me trajo hasta aquí, diciéndome que te debía escribir ordenándote detener el avance, o morir; desde luego me negué obstinadamente a ello; después... -y miró al cuerpo que yacía en el suelo. -¿Después?... -repitió Ayesha. -Aquella tempestad tan horrible que pareció querer destruir la ciudad entera. Era espantoso sentir temblar al fuerte empuje del viento la mole del palacio, arrancando las piedras como si se tratara de seca hojarasca... ; después los rayos que caían como si fuera una lluvia de fuego... -Ellos eran mis mensajeros. Los envié para salvarte –dijo Ayesha, con sencillez. Leo la miró sorprendido, pero nada dijo, y después de una pausa, como si hubiera estado pensando lo que había oído, continuó: -Algo de eso dijo Atene, pero no le creí. Pensé sencillamente que había llegado el fin del mundo. Bien; Atene, al ver todo aquello, se volvió más loca de lo que ya estaba. Me dijo que su pueblo era destruido sin que pudiera luchar contra el poder del infierno. Pero que yo pagaría todas las culpas, y se dispuso a darme muerte, tomando ese cuchillo. Yo le dije: "Puedes matarme"; pues sabía que a cualquier lugar que yo fuera, tú me seguirías, y estaba tan enfermo por la pérdida de sangre de una herida que recibí en la lucha, que me abandoné a mis fuerzas. Cerré los ojos, esperando el golpe fatal; pero en vez de darme muerte noté que sus labios se posaban en mi frente, y le oí murmurar: "No, no haré eso. No te mataré; cumple tu propio destino como yo cumplo el mío. Por esta vez, la suerte me es adversa..." Abrí mis ojos y la miré sorprendido. Atene, ante mí, estaba de pie con un vaso en la mano, ése cuyos fragmentos están junto a ella. "Vencida, ¡pero yo soy quien gano! -gritó-. Pues no hago sino marchar delante de ti para prepararte la senda que nos conducirá, a ti y a mí, por el Bajo-Mundo. Estoy destruida; los jinetes de mi enemiga están en las calles de la ciudad envueltos en rayos, y a cuyo frente marcha la misma Ayesha gritando venganza" Bebió y cayó muerta. No hace mucho. Mira su pecho, todavía alienta. Después, ese viejo quiso matarme; no pude luchar, pues estaba agarrotado; gracias al cielo, la puerta se abrió y llegaste tú. Perdónalo; es de su misma sangre y la quería. Leo volvió a caer de nuevo en el sillón, donde lo hallamos herido, quedando sumido como en una especie de desmayo, y mirándonos con ojos angustiados. -Tú estás enfermo -gritó Ayesha-. ¡Oros, tus medicinas, la droga que te ordené traer! ¡Rápido, te lo suplico! El sacerdote hizo una reverencia, y sacando de un bolsillo interior de sus amplias ropas un frasco, se lo dio a Leo, diciendo: -Bebed, señor mío; esta bebida os devolverá la salud y la fuerza. -Estoy sediento, pues nada he bebido desde la pasada noche, y la tormenta ha secado mi garganta de tal forma que parece de fuego. Con mano trémula tomó la botella, y llevándosela a los labios vació su contenido. Alguna virtud debía de tener aquella poción, pues el efecto que en mi amigo produjo fue admirable. En unos minutos, sus ojos, antes mortecinos, brillaron intensamente, volviendo el color a sus pálidas mejillas. -Muy admirable es la medicina de Oros -dijo Leo a Ayesha-; pero más admirable para mí es verte a ti de nuevo sana y salva junto a mí, para expresarte todo el amor de mi alma, mi bien amada. Allí hay algo que comer -agregó, señalando una alacena en la que se veían varias viandas-. Di, ¿puedo comer de ellas? Estoy desfallecido. -Sí, come; tú, Horacio, también debes comer: estaréis sin fuerzas. Así lo hicimos, sí; aun en presencia de aquella mujer muerta, majestuosa aun en' su misma muerte; del viejo mago que allí estaba impotente y quieto, como petrificado, y de Ayesha, aquel ser admirable que podía destruir un ejército con las temibles armas de que se servía a su voluntad. Únicamente Oros nada comió. De pie, nos sonreía benignamente. Ayesha ni tocó la comida. CAPÍTULO 22 LA RENUNCIACIÓN DE AYESHA CUANDO quedé satisfecho, Leo todavía continuaba comiendo, pues la pérdida de sangre o los efectos nerviosos del tónico que Ayesha había ordenado suministrarle parecían haberlo dejado extenuado. Miré su cara, sorprendido de observar en él un curioso cambio, no muy reciente, pues creo que éste se había operado en él más bien gradualmente, aunque era ahora cuando podía apreciarlo en todos sus detalles después de nuestra breve separación. A más de aquella delgadez, de lo cual ya hablé, había en él cierto continente un poco etéreo; sus ojos estaban llenos de reflejos de cosas que iban a suceder. Su aspecto me apenó, no sé por qué. No era aquél ni mucho menos el Leo que me era familiar, de amplio tórax, erguido, jovial, cazador y hombre de lucha que tuvo la suerte de amar y ser amado por un ser espiritual reencarnado en el molde de la más perfecta belleza femenina y dotada con todo el poder de la naturaleza misma. Todo esto vivía aún en él, verdad era; pero el hombre era distinto, y estoy seguro que tal cambio provenía de la influencia de Ayesha. Ella también lo miraba y sus pensamientos parecían ser los mismos que turbaban mi mente, hasta que al fin alguna idea cruzó por su ser, pues vi cómo abría aquellos divinos ojos y el carmín teñía sus mejillas en encendido rubor. Sí, la poderosa Ayesha, que sólo por él había conducido a la muerte a miles de hombres, temblaba ahora como una colegiala tímida al recibir el primer beso de su galán. Leo se levantó de la mesa. -Hubiera querido estar junto a ti durante la batalla -dijo. -En el río fue la verdadera lucha -contestó ella-; después no pasó nada. Mis mensajeros de Fuego, Tierra y Aire lucharon por mí; eso fue todo. Los hice despertar de su pesado sueño; a mi llamado acudieron a luchar por ti para salvarte. -¡Cuántas vidas perdidas por la de un solo hombre! -dijo Leo solemnemente, como si el recuerdo le produjese hondo dolor. -Y más que hubieran sido necesarias las hubiera entregado, una por una. Su muerte no cae sobre tu cabeza, sino sobre la mía. Mejor dicho, en la de ella -y señaló el yacente cuerpo de Atene-, que ha sido quien ha provocado esta guerra. Gracias debe darme, que ha emprendido el camino de las sombras acompañada de sus más fieles guerreros... -Pero eso es terrible; solamente el pensar que estás tinta con la sangre de tantos crímenes me horroriza. -¿Por qué he de arrepentirme? -contestó con orgullo-. Deja que su sangre lave -la sangre que una vez estas impías te hicieron derramar al darle muerte. -Pero ¿quién soy yo para pedirte cuenta de ello -dijo Leo como hablando consigo mismo- cuando ayer mismo di muerte a dos hombres para salvar mi vida de la traición? -No hablemos más de eso -exclamó Ayesha con sorda rabia-. Estuve en aquel sitio y Holly fue testigo de que juré que cien vidas sería el precio de cada gota de sangre tuya, y he cumplido mi promesa. Mira a ese hombre que está ahí inmóvil y por mi voluntad convertido en piedra: está muerto, pero, sin embargo, vive. Dime, ¿qué es lo que intentaba hacer contigo cuando yo entré aquí? -Tomar venganza en mí por la derrota de su reina y de sus ejércitos -contestó Leo-. Pero dime, Ayesha, ¿cómo conoces tú que esa fuerza que es superior a tu propia voluntad consiente tamaño castigo? Según hablaba, una sombra de palidez se reflejaba en su cara, tal como debe producir el ala de la muerte al cernirse sobre su escogida víctima. En los pétreos ojos de Simbrí parecía brillar una irónica sonrisa. Por unos momentos el rostro de Ayesha reflejó el terror, pero éste desapareció tan rápido como vino. -No -dijo-, yo te digo que ésto no sucederá, pues salvo Uno que no nos oye, ¿qué poder reina en este mundo que no obedezca mi voluntad? Así habló y sus palabras reflejaban toda aquella magnífica soberbia que encerraba su alma -¡estaba admirable!- y mientras hablaba, mi cabeza parecía girar como loca sobre mis hombros. Hizo una pausa un momento; su pecho temblaba ligeramente y su cara parecía resplandecer con la presencia de un invisible esplendor. Después se dirigió hacia un objeto que había en el suelo, y que no era otra cosa que la corona que había saltado de la cabeza de Atene al caer ésta sobre el pavimento. Al llegar se detuvo y la recogió. Después, dirigiéndose hacia Leo, la sostuvo con su mano sobre su cabeza, poco a poco la fue descendiendo hasta que la corona quedó por unos momentos ceñida sobre su frente. Entonces, con una voz gloriosa que parecía salir de la boca de ángel, tal era la melodía y suavidad de su tono y el acento de triunfo y de poder, dijo: -Por medio de este pobre signo terrenal te nombro Rey de la Tierra; ¡sé tú su rey y el mío! De nuevo la corona fue levantada y de nuevo ceñida sobre su cabeza. La voz de Ayesha susurró más que habló. -Por esta indestructible corona, te juro consagrarme a tu felicidad por todos los interminables días de mi vida. Vive mientras el mundo viva, y sé su Señor y el mío. Por tercera vez la corona ciñó las sienes de Leo. -Por esta corona de oro, juro entregarte el Saber humano y las inmensas cantidades de oro que posea para que ellos te abran el camino que te ha de conducir al poder. ¡Victoria! ¡Victoria! Gozarás de ella, marchando por su luminoso camino junto a mí hasta que lleguemos al fin donde se levantan las gigantescas columnas de la Vida y la Muerte. Después de esto, Ayesha arrojó la corona sobre el pecho de la difunta Atene, dejándola allí abandonada. -¿Estás satisfecho de mis bondades, amado mío? -preguntó. Leo la miró y sacudió tristemente la cabeza. -¿Qué más quieres entonces? -preguntó Ayesha-; pide lo que quieras y será tuyo. -Tú juras, juras; ¿pero recordarás tus juramentos? -Sí, te lo juro por mí misma y por la fuerza que me alienta. Si te rechazara alguno de tus deseos, permitan los cielos que la destrucción caiga sobre mí, para que sirva de satisfacción al alma de Atene. Yo oí todo esto y me pareció que no era yo solo; los vidriosos ojos de Simbrí sonreían de nuevo. -Nada te pido que no puedas darme; Ayesha, yo te pido a ti, a ti toda, no dentro de mucho tiempo, cuando sea bañado en la esencia de la vida, sino ahora. Ayesha retrocedió como si se fuera a desmayar. -Leo, yo esperaba deseos -.as superiores de ti. -Quizá, Ayesha, hubieras pensado peor de mí si sólo hubiera alentado el deseo del poderío en la tierra y los otros mundos, lo cual ni deseo ni comprendo. Si yo te hubiera dicho: sé tú mi ángel y no mi mujer, divide el océano en dos para que pueda pasarlo a pies enjutos: divide en dos el Firmamento; dime los orígenes de la Vida y la Muerte; dame el dominio de las fuerzas para poder despertar el dormido huracán, y dame las riquezas del mundo para llenar mis deseos y amoldar las leyes de la Naturaleza a mi propósito, te hubiera pedido ser un dios, como tú eres. Pero Ayesha, yo no quiero ser dios; yo soy un hombre que busca a una mujer a quien ama. Ayesha, renuncia a todo ese poder sobrenatural,. que se interpone entre tú y yo y que nos separa. Sólo, aunque sólo sea por una noche, olvida esa ambición que mina tu alma y yo olvidaré tu grandeza para amarte como a una mujer, ¡como a mi esposa! Ayesha no contestó; únicamente le tendió una larga mirada y movió su cabeza haciendo que sus cabellos cayeran sobre su espalda como una cascada de oro. -¿Te niegas? --dijo Leo transido de dolor-. ¿Ves? ¡No haces lo que juraste! Ayesha, tú me prometiste cumplir mis deseos y ahora faltas a ese juramento. Escúchame: rechazo tus mercedes. No deseo ningún trono en el mundo, sino hacer bien a los hombres y no matarlos como son tus deseos. No iré a Kor, no me bañaré en la Esencia de la Vida. Marcharé de tu lado, cruzaré las montañas o pereceré en ellas; ni aun con todas las fuerzas que posees podrás detenerme a tu lado, pues realmente para nada me necesitas. ¡No durará más este continuo tormento, el tormento de tu presencia, de tus palabras, de tus miradas, de tus promesas para el próximo año!... Ayesha: ¡cumple tu juramento o déjame marchar! Ayesha quedó de pie, en silencio; la cabeza caída sobre el pecho, conteniendo a duras penas la angustia que la ahogaba. Entonces Leo, llegando hasta ella, la tomó con sus nervudos brazos y apretándola contra él, la besó. Ella se deshizo rápidamente del amoroso abrazo, no sé cómo, pues cuando me di cuenta, estaba separada de él unos cuantos pasos. -No me admiro, Holly -murmuró mirándome-: el fuego de la pasión humana comienza a encenderse en mi corazón... -Seamos felices, aunque sólo sea por unos instantes... -Sí, Leo, pero ¿por cuánto tiempo? -¿Qué por cuánto tiempo? Por una vida, por un año, por un mes, por un minuto, no me importa, Ayesha, no tengo miedo, mientras tú seas realidad para mí... -¿Será posible? ¿Aceptarás el peligro? Nada puedo prometerte. Es tu vida la que peligra. ¡Puedes morir! -¿Y qué me importa el morir? ¿Nos separaremos? -¡No, no. eso nunca, no es posible! No podemos separarnos nunca, estoy segura de ello, así se me ha prometido. Pero en otras vidas, en otras esferas, nos obligarían aceptar una dura senda por donde caminar hasta encontrarnos. -¿Por qué temer al azar, Ayesha? ¡Tu juramento, Ayesha, reclamo tu juramento! *** COMENZÓ entonces en Ayesha el cambio más misterioso y admirable de sus innumerables metamorfosis. Hasta aquí, aquella faz divina y hermosa me había parecido como una soberbia montaña cubierta de nieve, cuya cumbre era difícil de escalar con el apoyo de los deseos, pues éstos se deshacían entre los hielos glaciales que circundaban sus laderas. Ayesha juró a Leo que lo amaba, pero le prometía las dulzuras de su Nirvana al precio de la muerte. Un poco dudé yo la existencia de una pasión en tal sentido; mas, ¿cómo puede una estrella descender hasta una mariposa, aunque ésta pueda llegar hasta aquélla? Aunque el hombre pueda adorar a una diosa, ¿cómo la diosa puede descender desde el alto lugar donde se encuentra para amar al hombre? Pero ahora, en este instante, todo había cambiado. Mirad, Ayesha se iba haciendo cada vez más humana. Podía ver palpitar su corazón bajo su túnica y podía ver aquel divino reflejo que se esparcía por su cara y. que es sólo fruto del amor, del amor terrenal. Radiante, más radiante, dulce, más dulce. No era aquella velada ermitaña de las cavernas de Kor, ni el Oráculo del Santuario, ni la Walkiria que corría bravamente en busca de la muerte en la batalla del río. No. Era sólo la más amante y feliz desposada que jamás contemplaron ojos de esposo alguno. Poco habló Ayesha, pero en sus palabras dejó traslucir la conquista de sí misma. -Mira -gritó mostrándole sus blancas vestiduras salpicadas por manchas de sangre y por el barro y él polvo de la batalla-. ¡Mira cuáles son mis adornos de desposada, yo que debía presentarme ante ti adornada de las más esplendorosas joyas que reina en el mundo posee! -Busco a la mujer, Ayesha, no busco sus adornos -dijo Leo fijando sus ojos en los de ella. -¡Buscar la mujer! ¡Ah, hay aquí un enigma! Dime, Leo, qué soy yo: ¿una mujer o un espíritu? Dime, oh, amado mío, que soy una mujer, ¡porque ahora la profecía de Atene pesa sobre mi alma como si fuera una losa de plomo! Lo mortal y lo inmortal no pueden nunca encontrarse. -No, Ayesha; debes ser una mujer, y no debes atormentarme como me has atormentado durante tanto tiempo. -Gracias por tus palabras, Leo; ¿pero era realmente una mujer la que sembró la destrucción ¡en el llano? ¿Era a una mujer a quien la tempestad y los rayos obedecían y reverenciándola decían: "Aquí estamos, mándanos y te obedeceremos?" ¿Era a la voluntad de una mujer a la que esta puerta se quebró como si hubiera sido de cristal? ¿Puede una mujer convertir en piedra a un hombre como yo he hecho con Simbrí? " ¡Oh, Leo, yo quisiera ser humana! Y he de decirte que arrojaría todo el esplendor que me rodea en una ofrenda a tu cariño si tuviera la seguridad de poder ser, aunque sólo fuera por un corto año, una mujer, sólo una mujer; tu esposa feliz. Quiero poner fin a esta vida de sufrimientos y de dudas, y si de ello viene la muerte o la vida, ¡la afrontaremos bravamente! Seremos el uno del otro, ahora mismo; pero, ¿cómo? Holly nos unirá las manos; ¿quién otro podría ser? Él que ha sido nuestro guía y nuestro amigo te arrojará en mis brazos y a mí en los tuyos. Los vivos y los muertos serán nuestros testigos en la tierra y en el cielo. Esta ciudad humeante será nuestro altar, y en lugar de ceremonia alguna juntaré tus labios con los míos en un dulce beso de amor, y por toda música te cantaré una marcha nupcial llena de amor y de ternura tal como poeta alguno compuso, ni oídos de amante alguno han escuchado. Vamos, Holly, cumple tu cometido y da la felicidad que tanto ansía este hombre. Como un sonámbulo obedecí la orden de aquel ser, tomando entre mis manos la de Ayesha y la de Leo. Según las tuve conmigo -y digo verdad-, me pareció como si un fuego extraño circulase por mis venas, de él a ella... Con aquel fuego vinieron también extrañas visiones y acordes de músicas gloriosas de amor y vida... Junté sus manos, no sé cómo las uní, pronunciando unas palabras extrañas. Después, lentamente, fui retrocediendo hasta tocar con la pared... Esto fue lo que vi: Con un abandono y una pasión tan intensa y espléndida que parecía algo más que humana, con un salvaje grito de ¡Esposo!, Ayesha se arrojó en los brazos de Leo de tal forros, que sus cabezas al juntarse parecían haberse fundido en una misma al encenderse en un ardiente beso de amor. Cuando se separaron un poco pude ver que la gentil diadema que adornaba la frente de Ayesha se deslizaba de su frente a través de sus ropas por todo su cuerpo. Con una sonrisa feliz se separó de Leo, diciéndole: -Así, Leo Vincey, así por segunda vez me doy a ti en esta carne y en esta alma. Todo te lo doy, todo es tuyo, lo mismo allá en las cavernas de Kor que en el Palacio de Kaloon. Has de saberlo, Leo, venga lo que venga y suceda lo que suceda, no me separaré nunca de ti. Mientras tú vivas, yo viviré. cuando tú mueras, yo moriré; te seguiré a través de todos los mundos y de todos los firmamentos y no podrán cerrar el paso a nuestro amor todas las puertas de los cielos y de los infiernos. Cuando tú duermas, contigo dormiré yo, y será mi voz la que sientas murmurar en tus sueños de vida o de muerte, y será mi voz la que te despertará en la última hora a la naciente aurora, cuando se descorran para siempre las alas que nos llenan de sombras en esta vida de miserias. Escucha ahora atento mi canción, pues en sus melodías conocerás al fin la verdad que todavía no podía revelarte. Conocerás quién soy yo y quién y qué eres tú. Conocerás los altos destinos a que nuestro amor está reservado, y conocerás los motivos del odio de esta mujer y todo lo que te he enseñado ya por medio de visiones y de parábolas. Escucha, amor mío, la Canción del Destino. Cesó de hablar y miró hacia el cielo como aguardando que de él llegase la divina inspiración y nunca, nunca, ni aun en los fuegos de Kor, Ayesha pareció tan divina y hermosa como en estos momentos en que apuraba la dulce copa del amor. Mis ojos iban de ella a Leo, que de pie, pálido, todavía, e inmóvil como la pétrea figura de Simbrí, o como el frío cuerpo de la Khania que con sus ojos muy abiertos parecía interrogar mudamente al cielo. ¿Qué pasaba por su cerebro? No lo sé. Parecía absorto, mudo, hipnotizado por la radiante belleza que ante él estaba, en una silenciosa adoración de todo su ser. Ayesha comienza, a cantar con dulce y perfecta voz llena de suaves notas que parecían punzar mi corazón deteniendo mi aliento: No existía el mundo, no existía el mundo, Las almas de los hombres dormían, Todo era silencio en el espacio, Pero tú y yo ... De pronto se detuvo y su cara se cubrió de una máscara de horror. ¡Oh! Leo miraba con vista extraviada las paredes y como un borracho, dando traspiés, con los brazos extendidos en un frenético deseo de estrecharla entre sus brazos, cayó de espaldas contra el suelo, quedando tendido en él. ¡Oh, qué espantoso grito dio Ayesha! ¡Seguramente hubiera sido capaz de conmover los fríos cuerpos de los guerreros del llano! Después, silencio. Llegué hasta él; tronchado por el beso de Ayesha, muerto por el fuego de su amor, yacía el cuerpo de Leo, ¡muerto!, ¡muerto sobre el frío pecho de Atene! CAPÍTULO 23 LA MUERTE DE AYESHA AYESHA habló y sus palabras se clavaron en mí como punzantes dardos, al comprender la forzada aceptación de un hecho irremediable contra el cual se veía incapaz de poder luchar. -Parece que mi señor me deja por algún tiempo, mas pronto lo seguiré -dijo. Después no sé lo que pasó. Era tal el golpe recibido, que estaba inconsciente a todo cuanto me rodeaba. Aquel hombre era mi amigo, mi ser más querido, mi hijo; su pérdida me había deshecho por completo. Parecía imposible que yo, viejo y agotado, hubiera de ver su muerte en el momento en que la gloria y la riqueza le sonreían como hombre alguno conoció. Creo que Ayesha y Oros intentaron volverlo a la vida de nuevo, sin resultado, pues contra lo irremediable no existen fuerzas capaces de poder luchar. Mi convicción era que Leo había muerto hacía largo rato, aunque por un extraño fenómeno de inercia vital todavía su cuerpo alentó la vida. Creo firmemente que murió al abrazar a Ayesha y que fueron sus labios los que recibieron el postrer suspiro de mi amigo. Y creo también que cuando después habló, era un muerto el que hablaba y que las contestaciones eran dirigidas a un espíritu. Cuando poco a poco fui dándome cuenta de las cosas, oí hablar a Ayesha con voz fría y tranquila -su cara no la pude ver, pues habíase cubierto con el velo -ordenando a varios sacerdotes: "Sacar el cuerpo de aquella mujer maldita y enterrarla tal como le correspondía por su rango". Leo, con cara tranquila y feliz, yacía sobre una otomana con los brazos cruzados sobre el pecho. Cuando los sacerdotes recogieron el yacente cuerpo de Atene y salieron de la habitación, Ayesha pareció despertar y, levantándose, dijo: -Necesito un mensajero, pero no para una jornada ordinaria; debe llegar hasta el País de las Sombras. -Volviéndose hacia Oros pareció mirarlo fijamente. Por primera vez vi que de la cara del sacerdote había desaparecido aquella perenne sonrisa, y que su faz estaba pálida y temblaba. -¿Tienes miedo? -dijo Ayesha-. Sosiégate; no enviaré a uno que tenga miedo; Holly, ¿quieres ir por mí y por él? -Sí -contesté-; estoy cansado de la vida y no deseo sino su fin. Únicamente te pido que éste sea rápido y sin sufrimiento. Meditó un momento y dijo: -No; tu hora no ha llegado todavía; aún tienes mucho que hacer en esta vida. Vive todavía, mi fiel Holly; la vida es sólo un soplo. Entonces miró al viejo Simbrí, el hombre convertido en piedra, que durante todo ese tiempo había estado inmóvil como una estatua, y gritó: -¡Despierta! Instantáneamente Simbrí pareció volver a la vida; sus miembros se estremecieron; su pecho comenzó a respirar y volvió a ser lo que siempre había sido: un anciano de aviesa y malévola mirada. -Te. he oído, señora -dijo inclinándose como el hombre que se ve forzado a humillarse ante la fuerza de quien odia. -Tú lo has visto, Simbrí -y le hizo un ademán. -Lo he visto. Todo ha sucedido como Atene y yo había mos profetizado. Ved ahí el cuerpo yerto del nuevo Khan de Kaloon. Después señaló a la corona de oro que Ayesha había ceñido en la frente de Leo y una sonrisa irónica se dibujó en los finos labios del viejo. -Has rechazado mis profecías -continuó el mago- que podían haberte prevenido de lo que iba a suceder, pero fue tu gusto rechazarlas y recién ahora comprendes la verdad que ellas encerraban. ¡Oh, Hesea!, te has lanzado de lo alto del Pináculo, cuya cúspide has tardado miles de años en alcanzar. Mira qué es lo que has adquirido al precio de vidas sin cuento que ahora ante el trono de la Justicia lanzarán sus acusaciones contra ti y pedirán que ésta caiga en todo su peso sobre tu cabeza. -Lo siento por ellos. Sin embargo, Simbrí, bien empleadas han estado esas vidas -contestó Ayesha reflexivamente-. Tú, Simbrí, has de recibir un honor mío. Tú serás mi mensajero, y ten cuidado, ¡ten cuidado, te digo!, de cómo cumples tu cometido, pues de cada sílaba tendrás que rendir cuenta. Ve allá, a las oscuras sendas de la Muerte, pues hoy mi pensamiento no puede llegar hasta donde él duerme. Ve allá, te digo, búscalo y dile que los pasos de su esposa Ayesha marchan -de prisa tras de él. Dile que no tenga miedo de mí, que en este último dolor he pagado con creces todas mis culpas, y el beso que me dio me ha regenerado. Dile que así estaba escrito, y que así es mejor, pues de esta forma es como realmente se ha sumergido en la llama eterna de la vida. Dile que me espere en la Puerta de la Muerte, donde está escrito que he de reunirme con él. ¿Has oído? -He oído, ¡oh, Reina y Poderosa Madre! -Un mensaje más. Di a Atene que la perdono. Su corazón era grande y ha jugado en esta existencia su parte noblemente. Allí, en la Puerta, saldaremos nuestras deudas. ¿Has oído? -He oído, ¡oh Estrella Eterna que ha conquistado la Noche! -Entonces, ¡ve! A la orden recibida de Ayesha, Simbrí dio unos cuantos pasos vacilantes, como si quisiera detener ' el alma que se escapaba de su cuerpo, yendo a caer contra la mesa donde Leo y yo habíamos comido. ELLA le contempló unos momentos, diciéndome después: -Mira, aunque siempre me odió este mago que conoció a Ayesha desde el principio, rinde fiel homenaje a mi antigua majestad. No hace mucho oí el nombre que su fenecida señora me daba. La Estrella que cayó, mas este nombre no era correcto; me debía llamar mejor Estrella que logró cautivar la Noche y que siempre brillará con resplandor inmortal. Bien; él ha partido. Está fatigado, mi fiel Holly; ye a descansar. Mañana por la tarde emprenderemos el regreso al Santuario, donde se celebrarán las exequias. Entré en la habitación de al lado, que había sido la de Simbrí, y caí extenuado sobre el lecho; pero era tanta mi preocupación, que a pesar del cansancio no podía cerrar los ojos. La puerta estaba abierta, y al resplandor de los lejanos incendios pude ver, a través de su marco, a Ayesha en muda contemplación de su adorado muerto. Hora tras hora permaneció así con la cabeza apoyada sobre su mano, silenciosa, extática. No lloraba, ni un suspiro de dolor se escapaba de su pecho; se limitaba a mirarle fijamente con ternura, como mira la madre el dormido cuerpo de su niñito, sabiendo que sólo duerme y que se ha de despertar con el nuevo día. De su cara había desaparecido el velo que la cubría. Toda expresión de soberbia y de rabia había desaparecido de ella; estaba serena, llena dé confianza y sosiego. Se levantó y entró en mi habitación. -Crees que estoy caída y te apenas por mí, mi fiel Holly -dijo con voz cantarina-. Conociendo mis crímenes, ¿tienes miedo de que éstos caigan sobre mi señor? -Sí, Ayesha, temo por ti y por mí también. -Ahorra tu piedad, buen Holly. Aunque mientras ha sido ser humano, tu amigo se ha visto ligado a mí, no debes olvidar que su espíritu, a su muerte, se ligará a mi como lo ha estado siempre, aún más firmemente. Ahora, tarde lo comprendo, en mi altanero reto de la Ley Universal, no he conseguido sino destruir nuestra propia felicidad. Tres veces he luchado con, el ángel y tres veces me ha derrotado, pero esta noche ha murmurado a mis oídos frases de esperanza y consuelo. Estas fueron sus palabras: "La muerte del hombre amado te redime; desde la tumba negra emerge un amor glorioso y puro, que reinará en ti para siempre". Al oír esto sequé mis lágrimas y me revestí de paz nuevamente, alentando la esperanza de reunirme a aquél a quien he perdido allá donde nos espera; está escrito que he de ser yo quien vaya a su encuentro. Mas me olvido de que estás fatigado y necesitas descansar. Duerme, mi fiel amigo, yo velaré tu sueño. Me quedé dormido pensando en la extraña revelación que recibió Ayesha y que tanto consuelo le proporcionaba. No sé si fue real o sólo una alucinación suya. Puedo suponer, sin embargo, que alguna nueva luz se había hecho en su alma, al suponer, como ella decía, que la muerte de su bien amado Leo había puesto un fin de redención a sus incontables culpas. Cuando desperté, era de día, pero me quedé dormido de nuevo. Era el anochecer cuando me despertó Ayesha, que estaba junto a mí. -Todo está preparado -me dijo-. Despierta y disponte a partir. *** Nos pusimos en marcha escoltados por un millar de jinetes. Frente a nosotros iba el cuerpo de Leo conducido por sacerdotes; tras él iba Ayesha, y yo a su lado. ¡Qué extraño contraste entre nuestra llegada y nuestra partida! Antes, los escuadrones entrando como una avalancha arrasándolo todo a su paso; ahora, un cuerpo envuelto en blancas ropas; la lenta marcha de los caballos, los guerreros con sus lanzas apuntando hacia el suelo... las mujeres de Kaloon enterrando sus innumerables muertos... Y Ayesha, que ayer, cual Walkiria coronada por un nimbo de fuego, atacaba fieramente guerrera, hoy, cual humilde mujer llena de dolor que seguía con su esposo el camino de la tumba. *** Era de noche. En el mismo sitio donde fue depositado el cuerpo del Khan, a quien dio muerte, el cuerpo de Leo permaneció en el Santuario ante la estatua de la Divinidad, cuyos ojos inmóviles parecían mirar su tranquila faz. En su trono estaba sentada Hesea, dando órdenes a los sacerdotes y sacerdotisas. -Estoy cansada -dijo- y debo dejaros para siempre; voy tras las montañas. Quizá tarde un año o mil en volver, ¡quién lo sabe! Si es así, que Papaya con Oros como esposo y consejero, ocupe mi puesto hasta que yo regrese. Sacerdotes y sacerdotisas del Santuario de Hesea: He puesto mi mano sobre nuevos territorios; tomadlos como una herencia mía y gobernadlos con justicia y equidad. De ahora en adelante, la Hesea de la Montaña será también la Khania de Kaloon. Sacerdotes y sacerdotisas de nuestra venerada fe: No comeremos siempre el pan de la amargura ni beberemos el agua de nuestras lágrimas. Tras la noche resplandece el sol y el arco iris aparece después de la lluvia. Estas vidas que parecen escapar de nosotros, como escapa de nuestras manos la nieve derretida, serán algún día inmortales fuera de las pasiones y esperanzas humanas, donde brillan las estrellas con más intensidad. Hizo una pausa y con su mano esbozó un saludo al tiempo que decía: -Este hombre es el fiel amigo de mi bien amado, y huésped. Es mi voluntad que lo atendáis y cuidéis aquí hasta que cese el invierno, y cuando llegue el verano y sus calores derritan las nieves, le acompañaréis y prepararéis su camino a través de las montañas, de forma que pueda llegar a su país sano y salvo. No lo olvidéis, y tened la seguridad de que tendréis que rendirme cuentas de lo que a él le suceda. El alba se acercaba y solamente permanecíamos en la lengua rocosa sobre el abismo nosotros cuatro: Ayesha, Oros, Papava y yo. Los sacerdotes que trajeron el cuerpo de mi amigo habían sido despedidos por Ayesha. La cortina de fuego se alzaba ante nosotros como un rojo penacho perdiéndose por la inmensidad del espacio en aisladas nubes bermejas. Ayesha habló: -Las tinieblas se acercan a mí, querido Holly, esas profundas tinieblas a las que sigue el alegre amanecer de la gloria. No lo olvides cuando te sientas morir; llámame, yo acudiré a ti. Mas no me llames antes ni nada hables de ello, pues no es taré ya mucho tiempo junto a ti y no podré guardarte como hasta ahora. Tu imprudencia podría serte fatal. No pienses que estoy vencida, pues mi nombre es ahora ¡Victoria! No pienses que la historia de Ayesha ha acabado, pues lo que has visto no es sino una página solamente. No creas que en esta noche tétrica el temor hinca sus crueles garras en mi espíritu, ¡no! Regocíjate ahora; mi alma y la de mi amado se han fundido en una sola. Hizo una pausa y añadió: -Fiel amigo, toma este cetro como recuerdo mío; mas ten cuidado en cómo lo usas, pues servirá para que a sus argentinos sonidos acuda yo junto a ti. Tiene sus virtudes, no lo olvides-. Diciendo esto me dio el enjoyado sistro, que aún poseo. Después añadió- -Ahora besa su frente, y retírate y sufre con paciencia la cruel separación de tu amigo. *** AHORA, como en otra ocasión, la obscuridad se hizo cada vez más profunda y el solemne silencio se vio interrumpido por el leve susurro que produjeron unas alas de llamas, como antaño sucediera en la transformación de Ayesha, aproximándose poco a poco hasta posarse sobre la lengua de roca donde yacía el cuerpo de Leo y el de Ayesha que lo acompañaba. Mas, ¡oh! ¿Qué ha sucedido? El lugar ha quedado desierto. Al desaparecer las aladas llamas han desaparecido Leo y Ayesha la imperial, la divina... ¿A dónde fueron? No lo sé. Pero me pareció, al fugaz resplandor de una explosión del cráter, ver dos formas gloriosas flotando en el espacio y que eran las de Leo y Ayesha... *** DURANTE los largos meses que siguieron a nuestra cruel separación, mientras paseaba errante por el templo entre las nieves de la Montaña, una pregunta martillaba mi cerebro. ¿A dónde fueron? -preguntaba mi corazón a la inmensidad del cielo, al espíritu de Lelo, que a menudo llegaba junto a mí... Mas nunca obtuve respuesta... Sólo ansiaba que llegara mi hora para poder juntarme a ellos como se me había prometido. Entonces sabría qué es lo que ella iba a revelarle a Leo cuando éste murió y cuáles eran los propósitos de aquellos dos seres locos de amor. Así, pues, debía de aguardar con paciencia; con paciencia, sí, pues no tendría mucho que aguardar. Mi corazón estaba roto y mi vida no podía durar mucho... Oros y los demás sacerdotes fueron muy buenos para conmigo. Los meses pasaron rápidos, y por fin se aproximó el verano, que debía derretir las nieves que me tenían prisionero. Entonces hablé de mi marcha. Me dieron piedras preciosas, parte de su tesoro, porque iba a necesitar dinero para mi viaje, y el oro que Ayesha me había dado pesaba tanto que hacía imposible su transporte por un hombre solo. Me condujeron a través del llano de Kaloon, donde los hombres que habían escapado a la muerte comenzaban la construcción de sus derruidos hogares. Entre aquel montón de ruinas calcinadas se erguía incólume el palacio de Atene. No quise entrar... ¡tenía para mí tan tristes recuerdos! ... Acampé fuera de las murallas, junto al río y cerca del sitio por donde Leo y yo lo cruzamos al dejarnos libres el Khan loco. Al día siguiente embarcamos y pocas horas después llegamos a la casa de la Gran Puerta. Aquí fue donde me eché sobre un lado, pues no puede otra cosa llamarse a aquel intento de reposo. Érame imposible descansar. La mañana siguiente bajé hasta el barranco y vi con sorpresa que sobre el rápido torrente había sido tendido un tosco puente, y que en previsión a mi llegada largas y fuertes escaleras habían sido levantadas con objeto de alcanzar la cima del despeñadero opuesto. Al pie de éstas fue donde me despedí de Oros, el cual, por toda despedida, me sonrió benignamente como el día en que nos encontramos por vez primera. -Muchas cosas extrañas hemos visto juntos, amigo Oros -dije al fin. -Muy extrañas -contestó. -Y que al fin se han convertido en vuestra recompensa: habéis heredado un manto real. -Estoy envuelto en un manto real prestado y que algún día será necesario desgarrar. -¿Queréis decir que la Gran Hesea no ha muerto? -Quiero decir que Hesea no muere nunca. Cambia, eso es todo. Como el viento, va de aquí para allá. ¿Quién puede decir a qué ignoto punto de la tierra irá a reposar? Recordad las extrañas cosas que habéis visto. Acordaos de la partida del mago Simbrí llevando el mensaje de ella. Acordaos de la transformación de Hesea, más extraña aún que si mañana saliera el Sol por el Poniente. Ella volverá de nuevo, y yo envuelto en este real manto, que no me pertenece, esperaré su regreso. *** ACOMPAÑADO por veinte hombres, escogidos soldados, escalé con bastante agilidad la enorme altura que ante nosotros nos cerraba el paso. Esta vez con abundante comida y abrigo, crucé las montañas sin ningún contratiempo. Los hombres me escoltaron hasta llegar al desierto, donde, a la vista del gigantesco Buda, me despedí de ellos siguiendo solo mi jornada. Acampé aquella noche en el desierto. La mañana siguiente, cuando me desperté, tomé mis pertrechos y me dirigí a la lamasería, donde llegué antes de la puesta del sol. A la puerta, la figura de un viejo, envuelto en un roto manto parecía abstraído en la contemplación del espacio. Era el viejo Kou-en. Ajustándose sus espejuelos sobre la nariz, me dijo mirándome: -Esperándote estaba, hermano del Monasterio llamado el Mundo. -Después añadió: -¿Tan hambriento estás que tienes que volver de nuevo a este mísero lugar? -Sí, hermano Kou-en -contesté-; hambriento de descanso. -Seré tu servidor por todos los días de mi presente encarnación. Mas dime, ¿dónde está tu otro hermano? -¡Muerto! -contesté. -Y, por consiguiente, reencarnado de nuevo o quien sabe si reposando en el Devachan para siempre. No te apenes, volveremos a reunirnos de nuevo. Entra, come y después me contarás vuestra historia. Comí. Aquella noche le conté todas nuestras aventuras. Kou-en escuchó con atención y, por admirable que fuera la historia, no pareció sorprenderse gran cosa por lo que acababa de oír. Después trató de explicarme aquellas extrañas cosas con ayuda de maravillosas teorías de reencarnación, pero al fin quedé aún más sumido en el terrible mar de la duda. -Al fin -dije medio dormido-, todo nos hace suponer que nosotros estamos ganando méritos en el antepenúltimo plano de nuestra existencia ... -Efectivamente, hermano del Monasterio llamado el Mundo; sin duda alguna todos estamos ganando méritos; pero he de advertirte que la mujer, o, mejor dicho, la hechicera, progresa muy lentamente. Sí, esa mujer que me has dicho que se llama "Ella", "Hesea", "Ayesha" sobre la tierra y que en el Avitchi recibe el nombre de Estrella que cayó. (Aquí quedó trunco el manuscrito de Holly. Las hojas que faltan se quemaron al arrojarlo al fuego en su casa de Cumberland.) FIN