El cocodrilo sagrado H. Rider Haggard (2ª Parte de El pueblo de la niebla) CAPÍTULO I EL NUEVO SACRIFICIO Llegó el día de la fiesta de Jal; el día de la celebración del sacrificio, según el nuevo método. Las tres jornadas precedentes resultaron tranquilas, no ocurriendo más que un episodio digno de consignarse. Para distraer el tiempo, Leonardo y Francisco, llevando de escolta a Piter con sus hombres, fueron a dar algunos paseos en la ciudad y pronto hubo que renunciar a este desahogo. La curiosidad que despertaban a su paso era tan obsesionante que no se sentían nunca tranquilos y una de las veces, al detenerse en la plaza del mercado les rodeó una muchedumbre de compradores, de vendedores, de campesinos y de sacerdotes, todos más o menos hostiles a unos hombres de un color para ellos desconocido. A partir de aquel día no volvieron a salir. Juana y Nutria, en su calidad de dioses, no podían, naturalmente, mezclarse con el común de los mortales. Cuando se disfrutan de todos los honores hay que resignarse a esta y a otras consecuencias por el estilo. El primer día, Nutria se armó de paciencia, pero el segundo, pareciéndole el tiempo terriblemente largo, quiso intentar una conversación con su esposa Saga. Viendo Leonardo que todas sus amonestaciones no servían de nada, tuvo que conformarse pensando que quizá el negro; aprendiera un poco la lengua del país, en la cual se esforzaba él mismo en instruirse, gracias a las enseñanzas de Juana y de Soa. A la hora prevista para la ceremonia; es decir, al mediodía; el cortejo se puso en marcha hacia el templo, acompañado de gran multitud de sacerdotes y de guerreros. Juana y Nutria se negaron enérgicamente a ocupar los asientos que tuvieron la primera vez y se les instaló en sus tronos, colocados a los pies de la gigantesca estatua y casi a la orilla del precipicio. Les rodeaban Leonardo, Francisco y todos sus hombres, siendo Nam el único que se acomodara delante de ellos. El tiempo era triste y frío; varias veces la nieve empezó a caer en grandes copos. Nam, dirigiéndose a la multitud, dijo en voz alta: -Habitantes de la Niebla, estáis aquí reunidos, según la costumbre antigua, para celebrar la fiesta de Jal, pero los dioses, en su excelsa sabiduría, han renovado la ley. Cincuenta mujeres habían sido preparadas para el sacrificio; esta mañana se levantaron todas alegres pensando que estaban ofrecidas a la Sierpe, y su júbilo acaba de transformarse en dolor, porque los dioses han elegido una nueva ofrenda y no las quieren a ellas. La nueva ofrenda vais a verla. En el mismo momento varios mozos salieron de detrás del ídolo, empujando a dos toros raquíticos y un par de machos cabríos. Sea intencionadamente, sea por casualidad, los condujeron con tanta torpeza que los animales corrían de un lado a otro sobre la plataforma y al cabo de grandes esfuerzos se conseguía atraparlos y darles muerte a palos y hachazos. Uno de los machos cabríos, más ágil que su compañero, encontró medio de escapar a sus perseguidores y en varios saltos subía al anfiteatro y se puso a trepar las gradas una a una con balidos de pánico. La escena llegó a ser de tal modo cómica que aquella gente, de genio sin embargo sombrío y taciturno, acabaron por reír a carcajadas, impresionados del contraste que presentaba con los terroríficos sacrificios humarnos, a que tenían costumbre de asistir. Decididamente, la innovación ideada por Juana era un completo fracaso. El hecho parecía indiscutible. -¡Marchaos ahora, Habitantes de la Niebla! -exclamó Nam, viendo los animales muertos-. El sacrificio se ha cumplido; la fiesta de Jal ha terminado. ¡Pedid que la Madre interceda con la Sierpe para que el sol brille y que nuestro valle reciba en abundancia todos los bienes de la tierra! La ceremonia había durado a penas diez minutos, mientras que en tiempo ordinario se prolongaba durante la mayor parte de la noche, siendo la costumbre degollar a cada víctima separadamente y con las solemnidades apropiadas. Del fondo del anfiteatro subió un murmullo de desaprobación que poco a poco fue en aumento, hasta convertirse en un escándalo formidable. El pueblo había acogido primero con agrado el mensaje de paz que le llevara Juana, pero ahora renacieron sus instintos sanguinarios al faltarle la carnicería de costumbre. Los espectadores romanos, reunidos para asistir a un combate de gladiadores, y a los que se presentaba en su lugar una carrera de burros o una riña de gallos, no se hubiesen mostrado más furiosos. -¡Traed a las mujeres! ¡Que se ofrezcan las víctimas a Jal, como en otro tiempo! -aullaba el populacho colérico. Y durante más de diez minutos fue una tempestad de gritos ensordecedores. Nam esperaba pacientemente a que la calma se restableciera y con la astucia de un viejo ladino que conoce bien los trucos, dirigió de nuevo la palabra a la multitud. -Habitantes de la Niebla -dijo-, los dioses nos han dado una nueva ley; una ley por la cual debemos en adelante ofrecerles en sacrificio bueyes y machos cabríos, en lugar de hombres y de jovencitas. Vosotros recibisteis el cambio con alegría. Ya la sangre de las víctimas destinadas a Jal no volverá a correr bajo los pálidos rayos de la luna y en tanto que los himnos y alabanzas de sus servidores se elevan hacia el cielo. A partir de hoy el templo sagrado no será más que un matadero para vil ganado. ¡Hágase así, hijos míos! Estaba reservada a mi ancianidad la inmensa amargura de oír hablar a los dioses con una voz que no es la misma de otro tiempo y, sin embargo, les obedezco. Pronto voy a morir y poco me importa, pero os digo que preferiría estar tendido en ese altar esperando que cayera la cuchilla sobre mi garganta, antes que ver convertido en irrisión el culto de mis antecesores. Y dejando asomar a sus labios una sonrisa irónica se apartó a un lado. Los espectadores que estaban más próximos para oír sus palabras, las repitieron a los más lejanos, y cuando todo el mundo las conoció se produjo un tumulto indescriptible. -¡Sangre! ¡Queremos sangre! -aulló la chusma rabiosa-. ¡Se burlan de nosotros con sacrificios de bueyes! ¡Sangre! ¡Sangre! ¡Que se degüelle a los servidores de los falsos dioses! ¡Que traigan a las víctimas! Juana, vestida con su traje, blanco y con el rubí sobre la frente, se levantó indignada en medio del alboroto, haciendo señas de que deseaba hablar. -¡Silencio! -gritó Nam-. ¡Escuchad la voz de Aca! -¿De modo -preguntó Juana cuando cesaron los clarores-, que tenéis la audacia de ultrajar a vuestros dioses?... Mirad no nos venguemos sembrando la muerte y el hambre entre vosotros. En lo sucesivo no admitimos como ofrenda ninguna vida humana. He dicho. Hubo un momento de silencio; después se oyeron nuevas vociferaciones, y contorneando el borde de la sima, una parte de la multitud intentó tomar por asalto la plataforma de roca, de donde fue rechazada sin gran entusiasmo por los guerreros. -Creo que es la ocasión oportuna de retirarse -dijo Olfan indicando a Leonardo, Francisco y los demás hombres-. Los dioses podrán defenderse con facilidad, pero si los otros no se fugan es de temer que los acuchillen. -Vámonos todos -decidió Juana que empezaba a no sentirse tranquila. -Y arrastrando a sus compañeros en su séquito, corrió a refugiarse en el subterráneo. Pero antes de que hubiesen llegado, un fuerte grupo de espectadores, con dos sacerdotes al frente, se abrió paso a través de las filas de los guardias, mezclándose a los últimos hombres fugitivos y colmándolos de injurias y de golpes. Este incidente se produjo a la entrada del subterráneo, situado detrás de la estatua, y por esto mismo muy obscuro. Tan pronto como tuvieron la convicción de que todos habían pasado, Olfan y Leonardo se apresuraron a cerrar la puerta, dejando fuera a los energúmenos, y con esta medida les fue posible continuar tranquilos la fuga hasta el palacio. -¡Oh! ¿Por qué, Pastora, no les ha dejado sacrificar según su antigua costumbre? -preguntó Nutria- ¿Qué nos importa que se maten unos a otros? Siempre sería menos gente fastidiosa, mientras que ahora, si se convencen de que nos burlamos de ellos acabarán por asesinarnos a todos. -No, no -protestó Francisco-, la señora tiene razón. Pongámonos en manos de la Providencia y que no se nos ocurra nunca cometer semejante iniquidad. Nuevos clamores de triunfo sucedieron a los gritos de rabia que no habían cesado de hacerse oír a lo lejos. En seguida se restableció el silencio. -¿Qué sucede? -balbució Juana, palideciendo. La respuesta no se hizo esperar. Bruscamente se apartaron las cortinas de la puerta, presentándose Olfan que había quedado fuera para vigilar los movimientos de la multitud. La expresión de su rostro era inquieta y sombría. -¿Hay algo nuevo, Olfan? -preguntó Juana. -Reina, el pueblo sacrifica como en otro tiempo. Creíamos haber atravesado todos el subterráneo, pero dos de vuestros servidores negros, cayeron en poder de la gente amotinada y se disponen a ofrecerlos a Jal, con otras varias víctimas. Leonardo se precipitó en el patio para hacer un recuento de sus hombres, quienes se agrupaban en un rincón, aterrorizados; efectivamente, faltaron dos a sus llamadas. Volviendo a la sala encontró a Olfan que salía. -¿A dónde va? -preguntó a Juana. -Quiere guardar las puertas en persona, porque no se fía de sus guerreros. ¿Es cierto lo que ha dicho de nuestros dos hombres? -¡Ay! Completamente cierto. Faltan dos negros. Juana se estremeció, ocultando el rostro entre las manos. -¡Pobres desgraciados! -exclamó la joven con voz conmovida. ¿Para eso los hemos traído aquí?... ¿Y a usted, Leonardo, no se le ocurre un medio de hacemos salir de este maldito país? -Confío en encontrar uno, pero no desespere de ese modo, Juana. Muchas veces, cuando la situación parece más crítica, surge algo que la mejora. -¡Dios quiera que se cumpla su profecía! -suspiró con los ojos llenos de lágrimas. -Durante toda la tarde y toda la noche permanecieron alertas, esperando a cada momento ser arrastrados al suplicio. Por fortuna para ellos, nadie les molestó y a la mañana siguiente, Olfan les anunciaba que el pueblo, después de sacrificar una veintena de víctimas, decidía dispersarse, quedando restablecida la calma en la ciudad. Sin embargo, no estaban todavía al término de sus pruebas, y la más dura de todas fue la que comenzó aquel día, prolongándose durante cinco semanas enteras. Como ya se ha dicho, las altas mesetas habitadas por el Pueblo de la Niebla, se encuentran junto a una cadena de montañas cubiertas de nieve y es su clima muy riguroso en el invierno, pero en cierto período del año, que coincide por lo general con la fiesta de Jal, mejor dicho, varios días después, las brumas y el frío se suavizan con el buen tiempo al reaparecer el sol. En dicha época se hacen las siembras y son las condiciones climatéricas de las semanas siguientes las que deciden el rendimiento de sus cosechas futuras. Si la primavera se retrasa una semana o dos solamente, es signo de que la cosecha será precaria, pero si el retardo es de un mes, hay que esperar otro invierno, en una situación de carestía muy cerca del hambre. Los agricultores cultivan siempre las mismas especies de granos habitualmente utilizados en aquella latitud; es decir, el maíz y diversas variedades del trigo cafre y desconocen los demás cereales análogos. Es por tanto, de absoluta necesidad que su trigo germine bien desde el principio, porque si sobrevienen las heladas de otoño antes de la recolección, la mayor parte de la cosecha llega a ser negra y por consiguiente inutilizable. Estas cuestiones agrícolas, en apariencia secundarias, eran, por el contrario, de gran importancia para nuestros viajeros. Celebrada la fiesta de Jal como estímulo para obtener una buena primavera y fructíferas simientes, la actitud de Juana prohibiendo todas las sanguinarias ceremonias habituales, debía producir una gran precaución. El Pueblo de la Niebla, de carácter eminentemente supersticioso, se preguntaba con ansiedad qué consecuencias tendría para ellos un estado de cosas tan extraño. Si la primavera lucía más esplendida que de ordinario, todo marcharía bien, pero si era mala, entonces... Por una lamentable coincidencia, como se produce generalmente en casos semejantes, la primavera fue aquel año la más pésima de que tenían memoria en el Pueblo de la Niebla. Días y días el sol quedó oculto por densas brumas, y al cabo de un mes la temperatura era tan fría como en pleno invierno y el trigo no había empezado a germinar. Leonardo y Juana, convencidos de la influencia preponderante que el estado del tiempo podía ejercer en la opinión pública, sentían verdadera alarma; nunca un meteorologista llegó a observar el cielo con tanta atención y asiduidad, como ellos lo hicieron durante largas semanas. ¡Ay, trabajo perdido! El rayo de sol tan deseado no aparecía y con el transcurso del tiempo fue en aumento la hostilidad del populacho. Su inactividad forzada, la falta absoluta de lecturas y de distracciones, la ansiedad continua de sombríos pensamientos no tardaron en hacerles la existencia intolerable. Leonardo empleaba la mayor parte del tiempo en conversar con Juana para practicar la lengua del país, que quiso conocer a fondo. Cuando el diálogo languidecía entreteníanse en referir aventuras de otro tiempo, llegando hasta a inventar historias como hacen los niños y los prisioneros; en realidad, eran prisioneros, y lo que era más grave, sin duda condenados a muerte. Con la frecuencia del trato consiguieron conocerse tan íntimamente que casi podían adivinar sus pensamientos recíprocos. A pesar de esto nunca surgió de sus labios una palabra de ternura, y cualquiera que fuesen las impresiones del uno con respecto al otro, se condujeron como si una regla de conducta inflexible les obligara a no dejarlas translucir. Leonardo no podía olvidar que Juana estaba bajo su tutela, de acuerdo con la última voluntad de su padre, y esta circunstancia hubiera bastado a imponerle la más estricta reserva. Vivieron así, quizás amándose en secreto, y no obstante, hablando y obrando como si fuesen hermano y hermana, pero dichosos de sentirse tan cerca el uno del otro. Soa, en cambio, no era feliz, porque sufría con la desconfianza de su ama, ignorando la razón. Francisco, no haciéndose ilusiones, y seguro de que en adelante la única perspectiva era esperar la muerte, se dedicó exclusivamente a sus rezos, buscando en ellos un consuelo a su tribulación. Tampoco Nutria dudaba de la amenaza de un próximo fin, pero muy fatalista para preocuparse de ello y resignado desde luego a lo inevitable, distraía el tiempo bebiendo con exceso, sin hacer caso de las reprimendas de su amo. -Ahora soy un dios, baas -declaraba-, mientras que mañana quizás habré muerto. Vale más que aproveche lo que dure mi dignidad de dios para beber y divertirme. No tardaron en producirse nuevos hechos más alarmantes, que les iban a confirmar sus siniestros presagios. Durante la primera semana, aterrorizados por el fin de sus compañeros, los hombres de la expedición no intentaron aventurarse fuera del palacio. Poco a poco, más en calma sus temores y cansados de la vida monótona y sin objeto que conducían, cedieron una tarde a las insinuaciones de un grupo de habitantes de la Niebla que, a través de la empalizada les invitaban por señas a que salieran. De los doce enganchados no regresaron más que diez, y todos de tal forma ebrios que fue preciso esperar a la mañana siguiente para interrogarles. Sus explicaciones no esclarecían gran cosa las incidencias de la desaparición. De sus confusos recuerdos pudo deducirse solamente que se les llevó a diversas casas de la ciudad y que se les hizo beber un brebaje parecido a la cerveza. Las severas advertencias de Leonardo y el espanto que les dominaba, fueron suficientes para no comprometerles en nuevas aventuras, y a partir de aquel día miraron con hostilidad a los enviados que les requerían a nuevas salidas. De noche, se agrupaban unos contra otros como si quisieran protegerse contra un enemigo invisible, más astuto y terrible que los leopardos de su país natal. Todas las precauciones fueron inútiles. Una mañana, al oír un fuerte alboroto en el dormitorio de sus hombres, Leonardo fue a enterarse de la causa. Otros tres de los infelices negros habían desaparecido durante la noche de la manera más inexplicable y misteriosa, a pesar de la guarda y vigilancia en todas las salidas. Se encontraron sus fusiles en el sitio de costumbre, pero sin ninguna huella de sus personas. Informado Olfan se mostró inquieto y temeroso, declarándose incapaz de dar una explicación satisfactoria. Lo único que pudo decir es que había en el palacio numerosos subterráneos secretos, cuyas entradas sólo eran conocidas de los sacerdotes, y quizás utilizaron uno de ellos para arrebatar a los tres hombres. Entre personas a quienes la inquietud devoraba, tales revelaciones no eran las que debían tranquilizarlas. Antes de la tarde se presentó Nam, como tenía costumbre de hacerlo cada semana, «con objeto de rendir homenaje a los dioses», y Leonardo, hablando ya sin dificultad la lengua del país, le preguntó bruscamente por los tres servidores desaparecidos. El gran sacerdote dijo que no sabía nada. -Además -agregó con sonrisa irónica y cruel-, creo que los dioses sabrán mejor que nadie la suerte reservada a sus servidores. No me corresponde a mí buscar lo que plugo a los dioses suprimir. Resolvieron llevar los hombres a otra habitación y durante dos días nadie molestó a los sobrevivientes, ¡pero a la tercera noche, otros dos faltaron, desaparecidos en forma tan misteriosa como los anteriores. Uno de los que quedaban, juró haber oído removerse algo a su lado y despertando había visto entreabrirse el suelo surgiendo largos brazos que arrebataron a los durmientes, arrastrándolos por la abertura, en el acto cerrada tras ellos. Leonardo se apresuró a examinar el pavimento, de grandes piedras unidas, y no pudo descubrir ningún intersticio sospechoso. Después de eso, aparte de Nutria que no quería ir al otro mundo sin saciarse a su gusto en éste, todos vivieron en perpetua zozobra a la idea del enemigo invisible que hería tan sordamente en la sombra. Ninguno pudo conciliar el sueño. Leonardo y Francisco, para más seguridad, se acostaban contra la cortina de entrada de la sala de Juana, haciendo uno de ellos la guardia, mientras el otro dormía. Entre los criados la nerviosidad y el desaliento llegó al paroxismo; sin cesar acudían a Leonardo reprochándole amargamente el haberles conducido a tan horrible país, maldiciendo el día en que aceptaron de servirle, y diciéndole que debió dejarles en las garras del Diablo Amarillo, porque éste, al menos, era un hombre, pero no un hechicero o malos espíritus, como los gigantes de forma humana. A los pocos días fue mucho peor; su jefe, Piter, al que todos querían y respetaban profundamente, obsesionado por el espanto acabó en la locura, y se puso a pasear en el patio, de un lado a otro, gesticulando y colmando de injurias a Leonardo y a Juana. Ninguno de sus hombres quiso intervenir, a pretexto de estar poseído por un espíritu, y no se sabe cuánto tiempo se hubiera prolongado tan triste y lamentable escena si él mismo no le pone término, suicidándose de un disparo de revólver. En vano Leonardo conjuró a los sobrevivientes a que no se trastornaran, descuidando la vigilancia de la noche. Los desgraciados bebían hasta emborracharse, sin tener conciencia de lo que sucediera a su alrededor. Y poco a poco, fueron desapareciendo enigmáticamente como los primeros, acabando por no quedar ni uno. Nunca pudo olvidar Leonardo aquella mañana de la quinta semana, cuando al amanecer entró en el dormitorio, encontrándolo vacío. En lugar de los dos últimos hombres, y simétricamente dispuestas en forma de cruz de San Andrés sobre las mantas abandonadas, vio brillar dos de las grandes cuchillas de sacrificio que acostumbraban a llevar los sacerdotes en su cintura. Temblando de horror volvió con paso vacilante a la sala del trono; a penas empezaba a explicar a Juana lo que había visto, Francisco hizo su entrada en la habitación, trémulo también de espanto y con el rostro tan descompuesto como el de Leonardo. -Outram -balbució-; alguien se ha introducido aquí esta noche. Nos han robado todos los fusiles, los nuestros y los otros. -¡Dios mío! -exclamó Leonardo-. ¿Cómo vigilaba usted, entonces? -Sin duda he debido adormilarme un instante. ¡No se puede pensar nada tan horrible! ¡Decir que estamos ahora completamente desarmados! -¡Oh! -suspiró Juana-; ¿no es posible encontrar un medio de salir de este infierno? -No veo manera de conseguirlo -respondió Leonardo descorazonado-. Nadie puede ayudarnos, aparte de Olfan, y éste tampoco vale gran cosa, porque los sacerdotes sobornan con facilidad a los guerreros, que les temen. ¿Cómo quiere salir de la ciudad? En el supuesto de que se lograra; ¿qué sería de nosotros, solos y sin armas? A pesar de todo es preferible no desesperar, procurando reanimamos con una hipotética confianza. Empiezo a dar razón a los que aseguran que trae desgracia el codiciar un tesoro; sin embargo, no cedo ni me rindo. Sigo creyendo, hasta en situación tan crítica como la presente, que un día será nuestro el que tantas penalidades nos cuesta. -¿Cómo es eso, Libertador? - gritó detrás una voz rabiosa-. ¿Deseas todavía esas piedras rojas, tú, cuya sangre enrojecerá muy pronto la otra piedra que ya conoces? ¡Es indudable que no tiene límites la codicia de los blancos! Leonardo volvió el rostro indignado. Era Soa la que acababa de hablar. Soa, que escuchó oculta toda su conversación y que le dirigía una mirada llena de odio. Una sospecha vino a agitarle. ¿Debían sus desgracias a la intervención de aquella mujer pérfida? ¿Por qué estuvo escondida durante los días en que desaparecieron los hombres? -¿Quién le autoriza a escuchar lo que decimos y a mezclarse en nuestra conversación? -, le preguntó, mirándola con fijeza en los ojos. -Hasta ahora no le había enojado tanto recibir mis consejos -replicó furiosa-. ¿A quién debe usted el hallarse aquí? -A usted se lo debo, por desgracia -dijo fríamente Leonardo. -Si, señor blanco, me lo debe usted, porque yo le he conducido a mi país para que pueda usted robar los tesoros que encierra. Lo hice por complacer a mi ama, la Pastora; en aquel tiempo me dolía contrariar sus menores deseos. Por ella y por usted he venido aquí, con riesgo de mi vida. ¿Y cómo me lo agradecen? Ella se aleja, me mira con desvío, y no tiene para mí ni una palabra cariñosa. Sólo piensa en usted, que ocupa hoy en su corazón el sitio que yo llenaba, y aprendiendo a amarle ha aprendido también a odiarme... ¡Tenga cuidado, señor blanco! No ignora usted que pertenezco al Pueblo de la Niebla y ha visto que estas gentes no se distinguen por la dulzura del carácter. Si el aborrecimiento entra en sus corazones, tarde o temprano encuentran medio de vengarse. Se vio obligada a interrumpirse; -la cólera la ahogaba. -No le haga caso - dijo Leonardo a Juana, que se disponía a intervenir. Y dirigiéndose de nuevo a Soa la increpó en esta forma: -De modo que es usted lo que yo suponía; es usted la responsable de todo lo que nos sucede. ¿Me podrá explicar qué ha sido de nuestros hombres o, en todo caso, cómo se justifica que usted se encuentre aquí todavía, mientras ellos han desaparecido desde el primero hasta el último? -En lo que a eso se refiere, puedo informarle brevemente. Todo lo que sé es que han sido sacrificados como merecían y si me indultan a mi hasta ahora, lo mismo que a usted y a Cráneo Calvo, es por estar especialmente agregados al servicio de los dioses, y como tales, nos reserva perecer con ellos el día que se descubra el subterfugio. «A usted, Pastora, le diré que es tiempo de elegir. La he querido bien desde su más tierna infancia y todavía la quiero como en aquella época, aunque usted me haya depreciado con su inclinación a ese hombre. Hoy, le repito, es hora de decidirse por él o por mí. Si usted me devuelve su cariño, si tiene confianza en mí y abandona el Libertador a los sacerdotes, yo la salvaré. Si por el contrario, prefiere usted quedar con él, entonces mi amor se cambiará en odio, llevándolos a todos a la vergüenza y a la muerte. Al escuchar las últimas palabras, Leonardo sacó pausadamente su revólver del bolsillo, pero Juana estaba tan furiosa como Soa, y ni una ni otra observaron su gesto. Fue Francisco el único que se dio cuenta: -¿Y te atreves a hablarme así, Soa? -gritó Juana golpeando el suelo con el pie -. ¿Tú que siempre creí tan buena y en quien había depositado toda mi confianza? ¿Qué vienes a pedirme? ¡Entregar a los verdugos al hombre que me salvó la vida! ¡Vete, miserable, y no te presentes más delante de mi! -Como usted quiera, Pastora - respondió la vieja con tono solemne -. Después de todo, no me sorprende. Ya sabía que nada he de esperar de usted. Si él le salvó la vida, ¿a quién se debe? A mi también. Yo tuve que comprar su apoyo entregándole el rubí, y si no le deslumbro con la esperanza de adquirir muchos otros, tenga la seguridad de que no hubiera volado en su socorro como lo hizo, y hoy no me arrebataría su corazón. ¡Ah, Pastora, qué desgracia no haberlo previsto antes! Incapaz de contenerse más tiempo y comprendiendo que iba en ello su salvación común, Leonardo tomó una resolución desesperada. Después de proferir un juramento, puso en alto su revólver, apuntando a bocajarro contra Soa. Juana y Francisco se precipitaron a sujetarle. -¡Oh, Outram! ¿qué iba usted a hacer? -dijo el cura indignado. -¿Qué voy a hacer? Quitar a esta mujer de en medio antes de que nos haga matar; eso es todo -respondió fríamente el inglés. -¡No! ¡no! - protestó Juana-. ¡Me ha sido fiel durante tantos años! ¡Nunca lo consentiré! -¿Entonces cómo se soluciona el conflicto? -preguntó Leonardo con desesperación-. ¿No comprenden que nos traicionará si la dejamos con vida? , -Casi es preferible que nos traicione -insistió Francisco -. Dios ha dicho: «No matarás». -Si le atemoriza matar a una mujer, señor blanco, haga venir a su negro - gruñó Soa con su voz gangosa-. Nadie mejor, porque ese perro ya quería asesinar a mi padre. -Tiene usted razón, Francisco; no ensuciaré mis manos con un crimen semejante - dijo Leonardo -. Vaya a buscar una cuerda; nos conformaremos atándola y esto tiene la ventaja de poderla vigilar día y noche. Será para nosotros una distracción más: ¡tenemos ya tantas! Después de atar sólidamente a Soa, de pies y manos, la dejaron en un rincón de la sala del trono, y el resto del día pasó en vigilancia cerca de ella. No opuso ninguna resistencia, ni quiso pronunciar una palabra más; se hubiera dicho que a consecuencia de su arrebato de cólera, se sentía enervada, porque agachando la cabeza quedó dormida o, en todo caso, fingía dormir. Ya de noche, Leonardo llamó a Nutria, dejándolo de centinela próximo a Soa, mientras él y Francisco descansaban. En el transcurso de la noche, Leonardo, creyendo oír un ruido, había alargado en el acto la mano, bajo la cortina que le separaba de Juana para convencerse de que seguía allí; tuvo la satisfacción de sentir que los dedos de la joven dormida se cerraron instintivamente sobre los suyos. Entonces, incorporándose para averiguar la causa del rumor extraño, vio en el umbral de la sala a Saga, la esposa de la Sierpe, llevando en una mano una antorcha encendida y en la otra una jarra. -¿Qué hay? -preguntó el enano. -No te atormentes, baas; la vieja continúa durmiendo tranquilamente. Es que Saga viene a traerme agua. Se la he pedido para ver si apago el fuego que me devora y calmar los dolores que siento en la cabeza. Descuida, baas, no bebo ni una gota de cerveza cuando estoy de guardia. -Poco importa que sea cerveza o agua; lo indispensable es que sepas mantener a distancia a tu esposa. Vamos, dile que se marche en seguida. Consultó su reloj a la débil luz que la antorcha proyectaba en el otro extremo de la sala, y viendo que eran las once, fue de nuevo a recostarse y dormir. Cuando despertó otra vez, empezaba a despuntar el día y Nutria le llamaba con voz ronca y angustiada. -¡Baas, baas! -exclamó-. Ven pronto aquí. Leonardo, levantándose de un brinco, corría a reunirse con el negro. Lo encontró de pie con la mirada fija, como atontado, en la muralla contra la cual estuvo Soa; pero ésta había desaparecido, viéndose tan sólo las cuerdas que le sirvieron de ligaduras, en montón sobre las losas. Leonardo se precipitó hacia Nutria, cogiéndole por los hombros. -¡Miserable! -vociferó-. Mientras dormías la vieja se ha fugado; ahora estamos perdidos. -Sí, baas, es cierto; no pude combatir un sueño invencible. Mátame si quieres, baas, porque verdaderamente lo merezco. Y, sin embargo, te aseguro que me encontraba muy despierto antes de beber el agua. Nunca he dormido estando de guardia. -Nutria, tu mujer te hizo tomar un narcótico. -Es muy posible, baas. De cualquier modo hay una cosa cierta; que la vieja se nos ha escurrido entre los dedos. ¿A dónde irá ahora? -¿A dónde? ¡En busca de Nam que es su padre! CAPÍTULO II LA TRAICIÓN DE SOA La mañana fue larga y triste para los cuatro desgraciados prisioneros, recluidos en el palacio. En el colmo de la fatalidad, sin atreverse ni a cambiar sus impresiones, esperaban la hora trágica que de un momento a otro iba a sonar para ellos. Francisco, de rodillas, rezaba continuamente; Leonardo y Juana, cogidos de la mano, le escucharon en silencio; Nutria se puso a pasear -de un lado a otro, como un alma en pena, maldiciendo a Soa, a Saga y a todas las mujeres de la tierra, en todas las lenguas que conocía, con ademanes enérgicos y diversidad de vocablos de los más estupendos. Por último marchó a la habitación vecina y supuso Leonardo que iría a echar un trago. A los pocos minutos se oyeron gritos alarmantes en el patio, acudiendo Leonardo a ver lo que ocurría y ofreciéndose a su vista una escena singular. Sobre el suelo, en medio de un grupo de mujeres que reían escandalosamente, estaba tendida la majestuosa Saga, la esposa de la Sierpe, a quien su señor y dueño, el dios Jal, sujetándola con la mano izquierda por sus largos cabellos, y armado de una disciplina de cuero, se disponía a administrar la más magistral, y digámoslo también, la más legítima de las palizas. -¿Qué estás haciendo? -preguntó Leonardo. -Enseño a mi mujer, que no se debe hacer tragar una droga a un dios. Y propinando a Saga un 4ltimo latigazo, agregó: -¡Hemos concluido! Ahora, despeja pronto, bruja, y que no vuelva a verte más. La mujer se levantó llorando y profiriendo blasfemias, mientras que Leonardo y Nutria volvieron a la sala. -Vamos, esta vez has tenido una buena idea -observó Leonardo-, aunque desgraciadamente ya es demasiado tarde. El mal está hecho y la consecuencia será siempre la misma. En aquel momento un mensajero les anunció que Nam pedía audiencia. -Que entre -dijo Juana, resignada. Y fue a sentarse en su trono, al mismo tiempo que Nutria ocupaba el otro. Las cortinas se apartaron entonces, dando paso al viejo sacerdote y a una veintena de sus compañeros. -¡Oh, dioses! -exclamó después de haberse inclinado en humilde reverencia ante Juana y ante el enano-. Vengo en nombre del Pueblo de la Niebla a pediros consejo. Ignoramos a qué causa atribuirlo, pero la situación del país ha cambiado en forma lamentable. El sol no brilla como en otra época, antes de vuestra venida y el grano a penas germina. Vuestro pueblo, previendo un período de hambre inminente, me comisiona para que haga un llamamiento a vuestra sabiduría y os dignéis decir cómo han de valerse para remediar el desastre. -¿Y si no les ayudamos, Nam? -En tal caso el pueblo desea que os presentéis en el templo, a la hora de salir la luna, con objeto de que pueda hablaros por boca de vuestro servidor. -¿Y si eso nos desagrada y nos negamos a volver a vuestro templo? -Entonces, ¡oh, Aca!, la voluntad del pueblo os obligará a ir por la fuerza. -Cuidado con lo que dices, Nam; ocurren aquí extrañas cosas que claman venganza. Nuestros servidores desaparecen como sombras y en su lugar encontramos armas iguales a las que tú llevas en la cintura. Nosotros iremos mañana al templo, al levantarse la luna, pero te repito de nuevo que mires bien lo que haces; nuestra misericordia es ahora lo mismo que una cuerda gastada y vale más para vosotros que no llegue a romperse. -Vosotros sabéis mejor que nosotros, ¡oh, Aca!, donde se han perdido vuestros servidores -dijo el gran sacerdote en un tono cuya humildad disimulaba mal la insolencia-, porque los verdaderos dioses, tales como vosotros, son capaces de vigilar y proteger a todos los que les rodean. Os agradecemos vuestras palabras, ¡oh, dioses!, y confiamos en vuestra misericordia, bien convencidos de que son terribles las amenazas en vuestros labios... Ahora es preciso que os demande justicia. La que fue elegida como esposa de la Sierpe, mi nieta Saga, ha sido maltratada en este mismo palacio. Acabo de encontrarla, hecha un mar de lágrimas, y me mostró las huellas de los latigazos que le administraron. Os ruego que busquéis al autor de tan inflame atentado, castigándole como merece. ¡Oh; dioses!, os saluda el más humilde de vuestros servidores. Viendo al gran sacerdote inclinarse ante los dos tronos, Leonardo ¡comprendió que se había presentado en el palacio con el exclusivo objeto de arrastrarles a la ruina, y tuvo el impulso de seguir el juicioso consejo de Nutria y darle muerte en el acto como a una fiera dañosa. Apuntando el revólver sobre el ancho pecho de Nam, no podía fallar el disparo ni al más torpe de los tiradores. Y después de todo; ¿no sería derramar sangre inútilmente? Numerosos sacerdotes esperaban la muerte de su jefe para intentar sucederle. Era también una forma de anticiparse en las más crueles represalias. No; valía más indultarle y dejar a destino que decidiera su suerte. ***** El día siguiente por la tarde, Leonardo atravesó el patio, aproximándose a las empalizadas para mirar los alrededores del templo. Había ya gran afluencia de público, como en vísperas de un acontecimiento importante. Cuando los más cercanos reconocieron al extranjero, le amenazaron con el puño, colmándole de injurias. -Es un anticipo de la acogida que nos espera esta noche -dijo Leonardo a Francisco, que le acompañaba y volviendo al patio-. Ya ve usted, amigo mío, que hemos caído en muy mala postura. Si sólo se tratara de mi, no me apuraría; lo que me vuelve loco es pensar que no se pueda hacer nada en favor de Juana. ¡Ah, quién logrará saber cómo va a terminar todo esto! -Yo no se lo diré con toda exactitud -respondió Francisco-, pero en ciertas ocasiones tengo presentimientos que acaban por realizarse casi invariablemente. En lo que a usted se refiere, no puedo adivinarlo todo; por mi parte sé muy bien que me espera la muerte. A la señora no se pierde nada con tranquilizarla, porque desde hace varias semanas tengo la intuición de que ha de resultar sana y salva. -Lo que más pido es desaparecer -respondió Leonardo-. No desprecio la vida; la estimo, ¡Dios mío!, como cualquiera otra persona, pero no me importaría sacrificarla por salvar a Juana. Le aseguro que lo haré de todo corazón. -Y yo también, Outram, no tengo duda de ello, pero nada nos prueba que la ocasión ha de presentarse esta noche. Habían vuelto a la sala del trono, donde encontraron a Nutria, que desde hacía veinticuatro horas no probaba la cerveza, debilitado y famélico al pie de su trono, y a Juana, paseando, abismada en sus pensamientos. -¿Tiene usted algo que comunicarme, Leonardo? -preguntó al verle entrar. -Solamente que se hacen grandes preparativos en el templo y que el populacho gruñe y se agita en las inmediaciones del palacio. -¡Es una lástima! -gimió Nutria, dirigiéndose a Juana-. Usted que se llama Pastora de los Cielos, ¿no podía vaticinar a esas gentes que va a hacer buen tiempo y permitirnos así escapar a la Sierpe-Evidentemente puedo hacerlo -respondió Juana-, pero no cambiará esta noche, ni creo que mañana tampoco. Lo intentaré. Hubo una larga pausa, interrumpida por la llegada de Olfan, cuyo semblante reflejaba la más viva ansiedad. -Sucede algo nuevo, Olfan? -, le preguntó Juana. -Reina -respondió el jefe guerrero con tristeza-, la situación se agrava cada vez más. El pueblo está sediento de la sangre de sus dioses. Nam os anunció que seréis convocados esta noche, para escuchar de su boca las quejas de la multitud. Os miente con descaro, porque la verdad es otra. En el templo será juzgada vuestra causa por el Consejo de los Ancianos. -Algo así suponíamos, Olfan; y si el veredicto es contra nosotros, ¿qué sucederá? -¡Ay, Reina! Me estremezco de horror sólo de pensarlo. Todos seréis precipitados en la sima de la Sierpe para servirles de pasto. -¿No puede usted hacer nada en nuestro favor? -Nada, ¡oh, Reina!, como no sea entregar mi vida si fuera necesario. Es verdad que los guerreros marchan a mis órdenes, pero influidos por los sacerdotes no me obedecerían, y además porque ellos también han de sufrir del hambre el invierno próximo, si el sol no brilla ahora. Permitid, ¡oh, Reina!, que os haga una pregunta: si vosotros sois dioses, ¿cómo se explica que necesiten el apoyo de un hombre? ¿Los dioses no pueden protegerse ellos mismos y vengarse de sus enemigos? Juana miró desesperada a Leonardo, que estiraba su barba como tenía costumbre de hacerlo en momentos de perplejidad. -Creo que será mejor explicarle francamente quiénes somos -le dijo en inglés-. Nuestra situación es crítica. Dentro de algunas horas va a enterarse de nuestra impostura. ¡Quién sabe si ya sospecha de nosotros! Mi opinión es que le diga usted la verdad. Este hombre es honrado y nos debe la vida. Habiéndose puesto a reflexionar varios segundos, Juana levantó la cabeza, pareciendo decidirse bruscamente. -Olfan -preguntó-, ¿estamos solos? Lo que voy a decirle no debe oírlo nadie. -Estamos solos, Reina -replicó mirando a su alrededor-, pero estas paredes oyen. -Venga a mi lado. El gigante obedeció, inclinándose junto a ella, que le hablaba al oído, en voz baja; los demás la rodearon para escuchar lo que decía. -No vuelva usted a llamarme reina, Olfan - murmuró con voz turbada por la humillación-. Soy una simple mortal y no una diosa, y este hombre tampoco es un dios, sino un enano negro. Se interrumpió para observar el efecto que habían producido sus palabras en el antiguo rey. El rostro de Olfan expresaba, ciertamente, una gran sorpresa, pero parecía mucho más asombrado de la audacia de los extranjeros que de sus revelaciones. -Tenía mis dudas -respondió sonriendo-, y sin embargo os conservaré siempre ese título a vos, que sois la reina de todas las mujeres; ¿dónde habrá una más bella, más valiente y más excelsa? Para mi no hay aquí ninguna otra comparable. Y se inclinó con perfecta cortesía verdaderamente digna de un hombre galante de la vieja Europa. Ahora le tocó el turno a Leonardo de ser el sorprendido. Evidentemente la respuesta del rey fue muy correcta, pero el tono en el cual la pronunciara no le agradaba; era con exceso admirativo. Además, Olfan, no parecía de ningún modo desilusionado de que Juana resultara una simple mujer, y las palabras que dijo en seguida, contribuyeron a confirmarle en esta impresión. -Prefiero, Reina, conoceros como una mortal. Las diosas obligan a que se las adore de lejos, mientras que a las mujeres siempre hay derecho a amarlas. Juana se estremeció, ruborizándose. ¡Le cogía tan de sorpresa la inesperada declaración! Pero aunque le fuese poco agradable, tuvo el tacto de no mostrarse ofendida. Efectivamente, el momento era el menos propicio para representar la bella desdeñosa. -Déjese de galanterías, Olfan -dijo ella-, la hora es muy grave para perderla en palabras ociosas, porque según todos los indicios, antes del alba habré cesado de vivir. Permita más bien que continúe las explicaciones comenzadas. Hemos venido a este país en busca de aventuras y también con el deseo de encontrar esas piedras rojas que vosotros llamáis la sangre de Aca y que entre los blancos son muy valiosas por servir de adorno a las mujeres. A causa de esto mismo, en mi condición de mujer, incité al Libertador a emprender este viaje y a causa de mi locura nuestra vida se halla actualmente en peligro. -Perdonadme, Reina -interrumpió Olfan-, pero antes de proseguir quisiera saber esto: ¿en qué grado estáis emparentada con el hombre blanco? Juana vaciló; ¿Qué respuesta darle? Si confesaba no ligarla parentesco alguno con Leonardo, quizá fuese mejor para él, pero Olfan no la creería. Al contrario, declarando que era su marido tal vez fuese mejor para ella; en consideración a quedar más protegida contra las audacias del ilustre salvaje. Su orgullo se rebeló a esta afirmación; ¿no había negado siempre la validez de un casamiento detestable que a pesar de su amor por Leonardo fue causa de mantenerlos más unidos? Sin embargo, siendo urgente adoptar una resolución; el buen sentido le dijo que en semejantes circunstancias le correspondía sacrificar la soberbia. -Es mi esposo -replicó atrevidamente. El rostro de Olfan se descompuso; después no quiso creerlo, porque la manera de vivir de Juana, que conocía en la intimidad, le pareció contradecir su aserto. Viendo sus dudas, Juana trató por nuevos medios de convencerle. -Es mi marido -repitió con energía-, Este hombre -y le indicó a Francisco- que es un sacerdote de nuestra religión, nos ha casado hace seis lunas, según la costumbre de nuestro país, y Nutria, el enano negro fue testigo de nuestra boda. -¿Es cierto? -preguntó Olfan. -Es cierto, rey -respondió Francisco-. Yo he santificado la unión. -Sí, sí, es verdad -insistió Nutria- yo estaba allí y hemos celebrado una gran fiesta en honor del nuevo matrimonio, con grandes sacrificios. ¡Lástima no ver otra semejante esta noche! -No te apures, enano -: dijo Olfan con cierto mal humor-, por lo menos has de ver más sacrificios de los que quisieras. En seguida, iluminado por una nueva idea, prosiguió: -Decís, Reina, que el Libertador es vuestro marido, y no obstante es el único que calla, mientras que esos dos hombres lo afirman. Pues bien, respondedme a esta pregunta; ¿le amáis y os afligiréis si debe morir? La frente de Juana se puso tan encarnada como el rubí que la adornaba; pero a ningún precio podía ya retractarse, a menos de consentir en la muerte de Leonardo. -No le reconozco el derecho de interrogarme sobre este punto. A pesar de todo le responderé de modo terminante. Es verdad que le amo y si debe morir, yo moriré también. Leonardo no esperaba de Juana semejante réplica, y tuvo que hacer un esfuerzo para reprimir una exclamación de sorpresa y de alegría, que palpitó en sus labios. -¡Muy bien, Reina! -respondió Olfan con aspecto consternado-. Ahora, si os parece, proseguid. Satisfecha de ver concluido el interrogatorio indiscreto, Juana continuó su historia. -Es poca cosa lo que me resta por referirle. Mi sirviente, Soa, ha nacido aquí en el Pueblo de la Niebla. Es hija de Nam, el gran sacerdote, y huyó hace cuarenta años para escapar al Cocodrilo Sagrado, al que le fue ofrecida en sacrificio. -¿Dónde se encuentra en este momento? -preguntó Olfan estupefacto por la singular revelación. -Lo ignoramos. Ha desaparecido esta noche en la misma forma misteriosa en que desaparecieron todos nuestros servidores. -Quizás lo sepa Nam, y si es así no tardaréis en volverla a ver. -Después de mi casamiento con el Libertador, Soa nos habló del pueblo de los gigantes, sus hermanos, mostrando deseos de terminar sus días en el país natal. -¡Ojalá se cumplan pronto sus deseos! - interrumpió Nutria. -Nos aseguró que si la acompañábamos, iba a sernos fácil comprar muchas piedras semejantes a la que llevo sobre la frente, regalo de ella. En mi ambición por poseer joyas tan preciosas, atormenté a mi esposo, decidiéndole a emprender el viaje, y aunque fuese contra su voluntad, acabó por concederme lo que le pedía. Cuando llegamos a la frontera del País de la Niebla, agotados nuestros recursos, nos vimos en la imposibilidad de retroceder. Entonces Soa, hizo por primera vez el relato de la leyenda de los dioses, advirtiéndonos que si no queríamos sucumbir miserablemente, era indispensable, a toda costa, cometer el sacrilegio de presentarnos como tales dioses, haciendo creer al pueblo en el retorno de sus figuras tutelares, de acuerdo con la tradición. Mi sirviente había imaginado estas combinaciones, contando participarlas en secreto a los sacerdotes y atrayéndose honores para poner a salvo su vida. «Ahora, Olfan, concluyo mi relato. Como ve usted, hemos querido jugar a un juego peligroso y hoy, irremediablemente, a nosotros nos toca perder la partida... a menos de que usted venga en nuestra ayuda. Estas últimas palabras las dijo juntando las manos en actitud suplicante y dirigiendo a Olfan una mirada de angustia. -Le repito, Reina, que mi poder está muy restringido -dijo bajando los ojos como si no quisiera dejarse cautivar por la belleza de la extranjera-. Además, ¿por qué causa voy a prestar ayuda a los que se han introducido en nuestra casa para burlarse de nosotros y atraer sobre nuestros hijos la cólera de los dioses? -Porque le hemos salvado la vida, Olfan, y usted hizo juramento de serme fiel. -Reina, parecéis olvidar que sin vos mi vida no hubiera estado en peligro. En cuanto al juramento, lo pronuncié creyendo hacerlo a los dioses, y hoy compruebo que sólo se trata de simples mortales, de los que no dejarán de vengarse los dioses verdaderos. Desde este momento, ¿por qué razón queréis mi ayuda? -Éramos amigos, Olfan; ¿no consentirá usted en hacerlo por mí? -¿Por vos, Reina -preguntó con amargura-, por vos que me confesáis ser la esposa de este hombre y amarle hasta la muerte? No, es pedir demasiado. Si fuese de otra forma; si estuvieseis libre y en condiciones de aceptar con benevolencia mis homenajes, entonces yo, el soberano legítimo de este país, sacrificaría gustoso mi vida por salvar la vuestra. En cambio, ahora... ¿qué otras razones podéis alegar para que yo me exponga a tan grandes peligros por vos y por los hombres que la acompañan? -Tengo dos razones, y si usted las juzga insuficientes, abandonémonos a nuestra suerte y que no se hable más del asunto. La primera es que, somos sus amigos y tenemos confianza en usted, que le salvamos la vida con peligro de la nuestra y conoce usted ya toda nuestra historia. La amistad debe ser algo sagrado para usted, que es rey, o sea un hombre superior al vulgo; al pedirle su apoyo es en la firme creencia de que posee un noble corazón y nunca cometerá la bajeza de traicionarnos. «La segunda razón se fundamenta en el interés que ha de tener usted para obrar de acuerdo con nosotros. Sus enemigos son los nuestros, Nam y los sacerdotes. Si hoy triunfa Nam, mañana entrará usted en turno, y va usted a ser pasto de la Sierpe o Cocodrilo Sagrado, después que nos devore a nosotros. Recuerde siempre que la hora actual ha de ser para usted y su descendencia una hora decisiva. El dilema es claro y terminante; o quedarnos fiel y romper el yugo de Nam y de los sacerdotes, o abandonarnos e inclinar la frente bajo el yugo que será su perdición. A usted le corresponde elegir. Olfan quedó un instante pensativo, meditando su respuesta. -Verdaderamente, Reina, poseéis un espíritu profundo y despierto, que ilumina y penetra en la obscuridad de las cosas, y en eso sois muy superior a las mujeres de mi país. Es a vos y no a mí en quien debió recaer el privilegio y el honor de gobernar esta comarca, porque hoy Nam, en vez de ser mi amo, vendría a mendigar su pan a las puertas de vuestro palacio y los sacerdotes, sus servidores, se dedicarían a recoger leña o repartir agua. Dejemos el capítulo de la política, porque el tiempo apremia. Voy a contestaros a la primera razón, y nada más que a ésta. Habéis hecho un llamamiento a la amistad, invocando el recuerdo de una promesa dictada por la gratitud. No se dirá que lo hicisteis en vano. Pertenezco a una raza diferente de la vuestra; soy el jefe salvaje de una tribu salvaje, y tengo, como es natural, escasa instrucción. Sin embargo, me inculcaron diversos principios, de los cuales citaré algunos: no faltar nunca a la palabra empeñada; no abandonar nunca al amigo necesitado de auxilio; no olvidar nunca un servicio rendido. Por consiguiente, ya que os juré fidelidad; ya que somos amigos; ya que me salvasteis la vida, me comprometo a auxiliaros hasta el fin, aunque es lo probable que sólo consiga morir por vos. En lo que se refiere a los otros, me limito a decir que no intentaré perjudicarlos ni hacerles traición. Marcho a entrevistarme con varios altos dignatarios que me son adictos y aborrecen a los sacerdotes actualmente, nada puede ensayarse sin que intervenga la diplomacia. Dentro de poco tiempo volveré a buscaros para conduciros al templo. Os saludo, Reina. Y se inclinó otra vez, antes de alejarse y desaparecer. ***** Cuando se cerraron las cortinas detrás de Olfan, Juana dio un profundo suspiro, dejándose caer contra el respaldo de su trono. Leonardo, callado hasta entonces, dijo con acento de amargura: -Juana, ese salvaje tiene razón; usted ha nacido para ser una reina. No ignoro que debió costarle mucho el decirle lo que le ha dicho. -¿A qué se refiere usted, Leonardo?-interrumpió fríamente. -Bien lo sabe usted; con motivo de nuestro casamiento y... -¡Ah, sí!... ¿Qué otro remedio tenía? Hay ocasiones en que por fuerza se inventan grandes mentiras, y creo que esta noche me despaché a mi gusto. Supongo que usted no será tan estúpido para tomar a la letra mis palabras a Olfan respecto a nuestras relaciones, sabiendo que de todo cuanto dije fueron las mayores tonterías. De ser necesario le hubiera jurado muy seriamente mi casamiento con Nutria y que le profeso el más tierno amor, o que experimentaba una pasión irresistible por el mismo rey quien, entre paréntesis, es el salvaje más amable que he conocido en mi vida... Un salvaje que puede muy bien pasar por un perfecto caballero. Leonardo se puso lívido de cólera. -La verdad, Juana, no creo merecer las palabras que usted me dirige. Debió esperar para eso a que yo intentara ampararme de algún modo en nuestra amistad recíproca o en nuestras relaciones accidentales. Es casi un insulto lo que acaba usted de decirme, y si estuviéramos en un país civilizado no volvería a verla más en mi vida. Juana, que parecía dotada de la admirable facultad de cambiar cortantemente de humor, según su capricho, murmuró con acento suplicante: -No se enfade, Leonardo. La monotonía es lo primero que deben de evitar las mujeres a causa de su influencia funesta hasta en el carácter más dulce. Hace usted mal de encolerizarse contra mí, cuando me encuentro tan fatigada de mi conversación con el salvaje, y cuando quizás dentro de unas horas estemos todos muertos y enterrados. - Parecía dispuesta a llorar, y Leonardo reaccionó por sentirse siempre conmovido al verla apenada, encontrándose incapaz de resistirla. -Cuando habla usted como acaba de hacerlo, conseguiría encolerizarme hasta en mi lecho de muerte. ¿Será preciso que la disculpe?; No tengo la pretensión de modificar su carácter... Hablemos de otra cosa. ¿Conserva usted suficiente cantidad de veneno para cedernos una parte? Convendría distribuir un poco a cada uno; es posible que nos haga falta en el transcurso de esta noche. Juana llevó su mano a los cabellos, retirando al cabo de un instante un minúsculo saquito de piel del que extrajo una bota pardusca del grueso de una bala de fusil. -Poco trabajo me cuesta mostrarme generosa -dijo riendo nerviosamente-; hay aquí con que matar a veinte personas. Leonardo, provisto de una navaja, quitó de la bola tres menudos fragmentos, guardándose uno y presentando los otros dos a Francisco y a Nutria. El primero vacilaba en aceptarlo, pero el enano lo rechazó categóricamente. -Guarda eso para ti, baas; guárdalo para ti. Cualquiera que sea mi género de muerte, la acepto sin protesta. No me seduce un medicamento que da convulsiones y pone la cara lívida. No, no, prefiero cien veces afrontar los dientes del cocodrilo. Viendo Leonardo que no lograría convencer al negro, guardó igualmente el otro pedazo. CAPÍTULO III EL PROCESO DE LOS DIOSES Al acabar Juana de poner en su habitual escondite lo que le restaba del veneno, se apartaron de nuevo las cortinas dando paso a Nam, deshaciéndose primero, como siempre y más que nunca, en reverencias y respetuosos saludos, anunció después, con humilde acento la salida de la luna. -Lo cual quiere decir que es la hora de emprender la marcha -observó Leonardo agriamente. Formaron el cortejo, Juana cubierta con su ropaje monjil y Nutria llevando su banda roja, así como una capa de piel de cabra de la que no quiso desprenderse. -Ya que voy a morir, baas, vale más ir caliente a la tumba. Luego tengo tiempo de helarme cuando esté difunto. Olfan y un destacamento de guardias esperaban en las empalizadas del palacio, pero no les fue posible hablar con él. En aquel sitio se habían agrupado numerosos sacerdotes que, como la primera vez se colocaron en dos divisiones, unos delante y otros detrás de los dioses. Formada la procesión, se les condujo con gran pompa al templo, pero haciéndoles entrar por una puerta diferente a la que ellos conocían. En lugar de llevarlos a través de los subterráneos secretos, desembocaron en una ancha avenida que se internaba en el centro del anfiteatro; allí tenían preparados sus asientos en el lado del salto de agua más lejano al ídolo colosal de piedra. Como en la anterior ceremonia, las gradas se vieron llenas de público y la presentación de la comitiva fue impresionante, no cesando de cantar los sacerdotes con voces graves, en medio del profundo silencio de la multitud. Aunque Leonardo, en el primer momento, no se diera cuenta de por qué les llevaban a aquel sitio, no tardó en comprender el motivo. Frente a los asientos ocupados por Juana y Nutria, reservaron un espacio peñascoso de forma semicircular en un sólo escalón con treinta divisiones. Allí fueron a sentarse los patriarcas del país, elegidos para servir de jueces en la ocurrencia; la disposición del lugar permitía ser escuchados por la mayor parte del auditorio. Cuando Juana y Nutria estuvieron en sus puestos, y Leonardo y Francisco detrás de ellos, el gran sacerdote Nam avanzó para dirigir la palabra al areópago de los ancianos y al pueblo. -Ancianos del Pueblo de la Niebla -comenzó diciendo- he transmitido vuestro requerimiento a los dioses que recientemente encarnaron para volver entre nosotros, pidiéndoles venir aquí a conversar con vosotros de la desgracia que aflige a nuestro país. Los dioses han tenido la benevolencia de concederme el favor solicitado y aquí se encuentran ahora frente a frente con vosotros y con la gran multitud de sus hijos. Os ruego les hagáis las preguntas pertinentes al caso, a las que responderán ellos mismos, o por boca de vuestro humilde servidor. Después de una breve pausa durante la cual se elevaron varias veces los murmullos de cólera de la multitud, uno de los ancianos se levantó y dijo: -Deseamos saber de vosotros, ¡oh, Aca!, ¡oh, Jal!, la causa de que el verano haya desertado de nuestra patria. Actualmente nos devora la ansiedad a la idea de que el hambre se establezca entre nosotros al mismo tiempo que las nieves del invierno. No hace mucho, ¡oh, Aca!, ¡oh, Jal!, habéis modificado el culto de nuestros antecesores, prohibiendo inmolar a las víctimas preparadas para el sacrificio en honor de la fiesta de la primavera. Pues bien, este año no hubo primavera. Os pedimos una respuesta explicativa y satisfactoria, en atención a que el pueblo abomina de unos dioses cuya influencia resulta nefasta. Responded, ¡oh, dioses!; responded también, ¡oh, Nam!, porque nosotros debemos conocer la razón de esa desgracia. -Me preguntáis, ¡oh, Habitantes de la Niebla! -respondió Juana- por qué este año el invierno ahoga a la primavera y le impide despertar como de ordinario. Voy a decirlo en pocas palabras. Es para castigaros de vuestra desobediencia y de vuestra dureza de corazón, ¡oh, hijos rebeldes! ¿No habéis realizado los sacrificios contra nuestra voluntad, después de que prohibimos derramar la sangre humana, hicisteis desaparecer a nuestros servidores, misteriosamente, con el exclusivo objeto de condenarlos a muerte para dar satisfacción a vuestros instintos sanguinarios? Es eso; el habernos desobedecido la causa de que los cielos se hayan vuelto tan feroces como vuestro corazón y que la primavera no os traiga este año ni un rayo de sol, ni chaparrones benéficos. He dicho. El mismo que habló anteriormente, en nombre del Consejo de los Ancianos se había levantado a responderle: -Hemos oído tus palabras. ¡Oh, Aca! -dijo- y nos traen un poco de consuelo, porque los sacrificios se consolidaron desde hace mucho tiempo en las costumbres del país y nunca, hasta hoy, atrajeron sobre nosotros ninguna desgracia. Si hubo ofensa no somos nosotros los culpables, sino más bien los sacerdotes que sólo se ocupan de esas cosas. Ignoramos lo que haya sucedido a vuestros servidores. Ahora es a ti, Nam, a quien corresponde responder a las acusaciones de los dioses, lo mismo que a las preguntas del pueblo, porque tú eres el jefe y los has reconocido como verdaderos dioses, otorgándoles el derecho de gobernamos. Nam avanzó otra vez para hablar; su actitud era inquieta y humilde por entender que sus acusadores no se dejarían atropellar fácilmente. Su vida o al menos su potencia estaba en litigio por la misma razón que la de los dioses. -Hijos de la Niebla -dijo- vuestras palabras son severas y, sin embargo, no me quejo, porque tenéis razón al considerar como muy grave la falta que he cometido. Es cierto que soy el jefe de los servidores de los dioses y soy también el servidor del pueblo; las apariencias me condenan como traidor a los dioses y al pueblo, aunque haya sido involuntariamente. »Atended ahora a mi defensa; vosotros conocéis la leyenda que os fue transmitida de generación en generación, y según la cual Aca y Jal debían retornar a este país bajo la forma de una bella virgen blanca y de un feo enano negro. Sabéis igualmente de qué manera han vuelto en cumplimiento de la profecía y cómo los he presentado aquí en este templo, donde tuvieron vuestra más entusiasta acogida. Recordaréis que abolieron entonces la ley antigua prohibiendo los sacrificios y que por mano de uno de sus servidores, nombrado Libertador, aniquilaron a dos de mis hermanos de un modo extraño y terrible. »Intenté protestar, a pesar de las amenazas de muerte que proferían contra mi persona, pero nadie hizo caso de mis palabras y la ley nueva fue aceptada. Desde aquel día la desgracia nos persigue. Me puse a reflexionar profundamente, creyendo inadmisible que los dioses no quisieran oír hablar del culto antiguo, y pude llegar a está conclusión; ¿se trata de los verdaderos dioses o somos víctimas de un lamentable error? A partir de aquel momento no hice más que observar todo lo que ocurría a mi alrededor y al cabo descubrí (lo confieso con verdadera vergüenza) que eran unos infames impostores decididos a ocupar el rango de los dioses. Los clamores de sorpresa y de rabia surgieron de la multitud, interrumpiendo el discurso de Nam. -¡Ya entramos en danza! -exclamó Leonardo al oído de Juana. -Sí, la acusación es terminante -respondió ella-. Ha llegado el momento de afrontar la tempestad. Cuando el tumulto se hubo apaciguado, el orador de los Anciano volvía a hablar en estos términos: -Es una grave acusación la que acabas de pronunciar, Nam. Y hace falta que la apoyes con pruebas. No es razonable admitir a ciegas la creencia de que existen seres humanos bastante presuntuosos y bastante sacrílegos para fingirse dioses. Sin duda es cierto que nos mostramos muy crédulos y muy confiados cuando proclamaste que esos extranjeros eran Aca y Jal, pero no es suficiente que los acuses hoy de impostores para que los rechacemos como nos aconsejas, después de haberlos acogido con entusiasmo. ¡Quién nos impide pensar que obrando de esa forma intentas, Nam, servir tus intereses personales, librándote de los dioses que te han amenazado de muerte y no te quieren? -En verdad que sería muy audaz -replicó Nam- para atreverme a decir cosas tan graves sin poderlas corroborar con pruebas irrefutables, y no me creáis tan estúpido para acusarme yo mismo de semejante falta, si no supiera que callándola me hacía cómplice de un crimen. Os diré exactamente quienes son los que hemos adorado, según se llaman ellos: la mujer blanca se nombra la Pastora de los Cielos y es la esposa del blanco que se nombra el Libertador; en cuanto al enano, el Habitante de las Aguas, es su servidor, lo mismo que el otro blanco de la cabeza monda y como lo eran todos los otros. »Habitantes de un país lejano, esos hombres y esta mujer aprendieron por casualidad la historia de nuestro pueblo (ya os diré cómo) y se enteraron igualmente que extraemos de la tierra y utilizamos en las ceremonias de nuestros templos, ciertas piedras rojas y ciertas piedras azules, que entre los blancos tienen un valor incalculable. Como buenos aventureros, en acecho de la fortuna, les pareció lo más práctico venir aquí a robar nuestro tesoro. Con este propósito la Pastora se hizo enseñar nuestra lengua y la manera de representar el papel de Aca, en tanto que el odioso enano llevaba su temeridad al extremo de apropiarse el nombre sacrosanto de Jal. Emprendieron en seguida el viaje proyectado y ya sabéis todo lo demás que ha sucedido. Ninguna de las piedras que ambicionaban se encuentra en su poder, pues la Pastora trajo la que lleva sobre su frente. »Desde que la duda se apoderó de mi espíritu, Habitantes de la Niebla, hice espiar a los dioses para tener noticias ciertas de su conducta; confié esta misión a la mujer que había dado como esposa al enano y a las sirvientes de la joven. Al mismo tiempo di orden de capturar y de que fuesen arrojados a la Sierpe, uno a uno, o dos a dos, todos sus servidores negros; quise así poner a prueba su poder en la creencia de que los auxiliarían. La Sierpe sabe que los hombres no fueron protegidos. Las mujeres, y en particular Saga, la hija de mi hermano y esposa de Jal, me informaron que el enano se conducía como un hombre de baja estofa y que al emborracharse, lo que era frecuente, sólo hablaba de la vida aventurera que llevó en diversos países extranjeros acompañando al Libertador. No pudieron mis espías darme muchos detalles de este asunto, porque aun hoy el negro se expresa muy mal en nuestra lengua. »Todas esas observaciones, Habitantes de la Niebla, contribuyeron a fortalecer mis dudas, sin que tuviera una prueba cierta de no engañarme. Entonces invoqué a los dioses verdaderos, rogándoles que me esclarecieran y gracias a ellos, me alumbró de improviso la luz que ha disipado las tinieblas de mi espíritu. Entre los que venían en el séquito de los extranjeros hay una mujer de cierta edad de quien conseguí una confesión completa». Hace cuarenta años que huyó de nuestro país (ignoro la causa) llevándose el conocimiento de nuestros secretos. Es ella la que les había referido la leyenda de los dioses, enseñándoles la manera de engañarnos para apropiarse las piedras rojas y las piedras azules que ambicionaban. Hoy se arrepiente del mal de que se hizo culpable, va a comparecer ante vosotros y así podéis juzgarme y juzgar a los mentirosos que fueron causa de mi ignominia. Traed a esa mujer. Un profundo silencio sucedió a sus palabras. La multitud ansiosa, pendiente hasta aquel momento de los labios del orador, esperaba ahora con impaciencia febril la aparición del testigo. Poco después, de entre las sombras acumuladas al pie del coloso, se vio surgir a Soa, con escolta de dos sacerdotes que la condujeron al centro del hemiciclo formado por el Consejo de los Ancianos. -Habla, mujer -ordenó Nam. Y Soa habló. -Soy como vosotros -dijo- natural de este país, y lo comprobaréis viéndome y oyéndome hablar. Hija de un sacerdote, y cuando yo era joven y bella, huí de aquí, hace cuarenta años, por razones que me reservo, y viajé durante tres meses en dirección del Sur. Al cabo de ese período pude refugiarme en una aldea, situada a orillas de un gran río, donde he vivido veinte años confeccionando remedios para todos los males que vendía a los indígenas. Por entonces se instalaba en la comarca un hombre blanco, cuya mujer falleció allí al dar a luz una niña, y me encargaron de criar a la huerfanita que fue con el tiempo la joven ahí sentada ante vosotros y cuyo nombre es Pastora. »Pasaron otros veinte años y sentí deseos de volver a mi país, no queriendo morir en tierra extraña. Siendo muy arriesgado emprender sola el viaje, hablé a la Pastora y a su marido, el Libertador, explicándoles las riquezas que podían adquirir. Fue entonces cuando cometí el crimen de enseñarles cómo era necesario presentarse para que el Pueblo de la Niebla los aceptara como sus dioses tutelares, en cumplimiento de la leyenda. Había observado en el enano al servicio del Libertador un gran parecido con la estatua de Jal que tenéis delante vuestro. La codicia les hizo aprobar mi plan, no guiándoles otro estímulo que el apoderarse de las piedras preciosas. Pero al hallarme en mi patria los dioses se me aparecieron en sueños y me sentí turbada hasta lo más profundo de mi corazón al pensamiento de tan ignominiosa conducta. Por esto, fui a ver al gran sacerdote Nam, a confesarle todo lo que remordía mi conciencia tal como acabo de referirlo. Esta es mi historia, Habitantes de la Niebla; sólo me resta implorar vuestra misericordia y vuestro perdón. Al concluir Soa su declaración acusadora, Leonardo, que no había cesado de observar a la multitud, dijo en voz baja a Juana: -Si se le ocurre a usted una respuesta oportuna hágala pronto. En este momento callan porque el asombro les cierra la boca, pero en seguida va a desencadenarse la tempestad y entonces... -Habitantes de la Niebla -gritó Juana, apresurándose a seguir su consejo- acabáis de oír las palabras de Nam y las de la mujer que fue mi sirviente. Tienen la audacia de deciros que nosotros no somos dioses. Lo admito; no nos rebajaremos a discutir sobre este punto. ¿Han necesitado alguna vez los dioses demostrar su divinidad? Repudiadnos si os parece; es posible que no nos dejemos repudiar sin reaccionar, no teniendo los dioses ningún deseo de ejercer su gobierno entre gentes que les rechazan y creen preferible volver de donde vienen. »Repito que no discutiremos; únicamente retened bien la advertencia que voy a haceros. Será para vosotros un día triste y desgraciado, aquel en que levantéis la mano contra nuestra majestad, porque al abandonaros dejaremos aquí un recuerdo imperecedero. Sí, sufriréis tres plagas; el hambre, la peste y la guerra civil, que harán estragos entre vosotros y os aniquilarán hasta que dejéis de ser un pueblo. Habéis consentido que se asesine a nuestros servidores; habéis burlado nuestras órdenes y es por esta razón que el sol no brilla ni hay verano. Si os parece, acabad ahora vuestro crimen, y dejad partir a los dioses por el mismo camino que sus servidores. Entonces, Habitantes de la Niebla, cosecharéis la siembra y vuestra mies será una mies de muerte y de desolación. »Hablemos ahora de esta vil esclava que ha levantado un falso testimonio contra nosotros. Entre todas las cosas que os ha dicho omitió la más importante, o sea que es hija de Nam, el gran sacerdote y que huyó del país por haber sido elegida esposa de la Sierpe; ya veis, por consiguiente, que es una apóstata y merece la muerte. Unas palabras también a Nam, su padre; si es verdadero su relato se condena él mismo, porque en tal caso resultaría indudable que debe saberlo todo, desde el principio, gracias a su hija Soa. »Sí; conocía la verdad, y con el exclusivo fin de aumentar su potencia y propagar su gloria, tuvo la audacia de instituir en el país a unos dioses que creía firmemente ser falsos. Mas tarde, cuando le abandonaron a causa de su maldad, no tuvo obstáculo en proclamar en voz alta su ignominia. ¡No tengo más que deciros, Habitantes de la Niebla! Ahora os toca juzgar vuestro propio proceso y dejar al destino suceder al juicio, porque nosotros os recusamos. Con el rostro alterado por la cólera y los ojos brillantes de emoción, Juana calló y el poder de su elocuencia y de su belleza era tan grande que parecía tener el don de imponer silencio a aquel pueblo feroz y turbulento. Soa se internó en la sombra y Nam temblaba visiblemente. -Es falso, Pueblo de la Niebla -intentó protestar con voz trémula de rabia y de miedo-. Mi hija me hizo su confesión esta madrugada. Sus palabras parecieron hacer salir al auditorio de la especie de estupor en que había caído. Un instante después los gritos, las interpelaciones, los clamores más discordes surgían de todos lados produciendo un alboroto ensordecedor. -¡Su hija! ¡Reconoce que es su hija! ¡Nam confiesa su crimen! -aullaron unos. -¡Abajo los dioses falsos! -vociferaban otros. -¡No les toquéis; son verdaderos dioses y atraeréis sus maldiciones sobre nosotros! -replicó un tercer grupo, en el cual Leonardo había reconocido la voz de Olfan. Durante más de diez minutos todavía el tumulto alcanzaba su período agudo, no cesando hasta que los espectadores, desgañitados de tanto gritar tuvieron que recobrar aliento. Juana, que todo ese tiempo había permanecido inmóvil y silenciosa como una estatua de mármol, vio entonces al representante de los ancianos dirigir de nuevo la palabra a la multitud. -Habitantes de la Niebla -dijo- callad y escuchadme. Hemos sido encargados de juzgar este proceso, y después de nuestras deliberaciones, vamos a pronunciar la sentencia a la cual debéis conformaros. En lo que se refiere a la cuestión de saber si los que se nombran Aca y Jal son dioses falsos, nada nos corresponde decidir. Si realmente son dioses falsos, entonces Nam es tan culpable como ellos. Las aclamaciones aprobativas partieron de todas las gradas y al oírlas, el gran sacerdote se puso a temblar. -Ya habéis escuchado -prosiguió el patriarca- por boca de la que se sienta ante vosotros, como ordenaron al sol de no brillar para castigarnos de las ofensas de que nos hicimos culpables. En tal supuesto es posible para ellos hacer que brille de nuevo. ¡Muy bien! Que se manifiesten como dioses o perezcan como mortales. Porque si no son mortales resultará inútil que intentemos darles muerte. Explicaré la forma en que han de manifestarse; si mañana, en el alba, las brumas han desaparecido, y el sol relumbra rojo y claro, sobre las nieves de la montaña, los tendremos por dioses y los adoraremos. En el caso contrario, si la mañana es fría y nebulosa entonces, impostores o no, habrá que arrojarlos de la cabeza de la estatua a la sima de la Sierpe y que allí se cumpla su destino. Tal es nuestra sentencia, Pueblo de la Niebla, y a Nam se le confiere la misión de ejecutarla, si fuese necesario, en atención a que ha de conservar su poder y su rango, mientras no se resuelva el enigma, y solamente después será también juzgado, según la solución que recaiga. La mayoría del pueblo se levantó para aclamar al patriarca, diciéndose que era una sentencia justa y sensata; hubo otros que callaron y siendo de opinión opuesta no se atrevían a discutirla. Entonces Juana se puso en pie y dijo: -Hemos oído vuestras palabras y nos retiramos a reflexionar; antes de amanecer nos veréis sentados sobre el coloso que tenemos en frente. En cuanto a declarar si a nuestra orden ha de lucir el sol o volveremos allá de donde venimos, pasando a través de las aguas enfurecidas, lo ignoramos todavía nosotros, aunque esta última solución, sea en mi sentir la mejor ya que nos cansa vuestra compañía. Habitantes de la Niebla, no merecéis beneficiaros más tiempo con nuestra presencia. Acordaos, sin embargo, que de adoptar este último partido, las calamidades anunciadas caerán sobre vosotros. Olfan, conducidnos fuera de aquí. El rey avanzó con sus guardias y formado otra vez el cortejo, regresaron solemnemente en medio del más completo silencio, porque nadie se atrevía a dar un grito en pro ni en contra de los dioses. Eran las diez en el reloj de Leonardo a su entrada en el palacio. -Ahora a comer y a beber -dijo el inglés cuando se vieron solos en el salón del trono-; esta noche necesitaremos de todas nuestras fuerzas. -Sí -replicó Juana con amarga sonrisa- comamos y bebamos, porque mañana todos habremos muerto. CAPÍTULO IV EL SACRIFICIO DE FRANCISCO Terminada la cena que, como se imaginará fue de las más tristes, se pusieron a discutir. -¿Vislumbran ustedes alguna esperanza? -preguntó Juana tres compañeros. Leonardo hizo un gesto negativo con la cabeza. -¡Si el sol no brilla mañana en el alba estamos perdidos! -No hay que contar con eso, baas -declaró Nutria-. El tiempo sigue invariable desde hace cinco semanas. Con un clima como este empiezo a comprender que la gente tenga tan mal carácter. Juana ocultó un instante el rostro entre las manos, para decir después: -Parece que no quieren hacer daño a usted ni a Francisco. Quizá lo indulten. -Lo dudo mucho; además, es mejor hablarlo ahora mismo; si usted ha de morir, prefiero morir con usted. -Es usted muy bueno, Leonardo, pero con esa solución no se resuelve nada. ¿Cuáles serán las intenciones de esa gente? ¿Piensan de verdad arrojarnos desde la estatua? -Si lo intentan nos queda un recurso para escapar a esa horrible agonía. ¿Cuánto tiempo tarda en hacer efecto su droga Juana? -Creo que todo lo más en medio minuto. ¿Es cierto que Nutria ha rechazado su parte? Tenga en cuenta que la otra muerte es mucho más atroz. El enano, que en presencia del peligro inminente, había vuelto a ser tal como era antes de entregarse a la bebida, es decir lleno de bravura y de serenidad, replicó a Juana: -No, Pastora, mi propósito es no dejar que me arrojen al abismo; prefiero hacer yo mismo la zambullida. Cuando se es una nutria, como me dieron fama, se puede nadar en la superficie, igual que debajo del agua y si no me mato del golpazo, trataré de burlar al monstruo; en último extremo estoy dispuesto a combatir con él. Voy en seguida a preparar todo lo necesario para dar la batalla. Se levantó dirigiéndose al sitio donde tenía costumbre de dormir. Francisco acababa de retirarse también para buscar un rincón tranquilo donde ponerse en oración. Solo con Juana, Leonardo permaneció varios minutos en silenciosa contemplación ante ella. Vista así, a la luz vacilante de las antorchas, con su traje blanco tan sencillo y su bello rostro severo y entristecido, tenía algo de admirable y de doloroso al mismo tiempo. El joven se sintió, de improviso, dominado por una gran amargura y profunda piedad. La sangre de aquella inocente iba a caer sobre él, sin que le fuera posible hacer nada para salvarla. En su impulso de brutal egoísmo la había arrastrado en la mísera empresa y ahora, al aproximarse su fin lamentable le afectaba el atribuirse toda la responsabilidad de su muerte; ser el propio asesino de la mujer amada y que confiara a su guarda el padre moribundo. -Perdóneme usted -; murmuró con un sollozo en la voz y colocando su mano sobre la de Juana. -¿De qué quiere usted que le perdone, Leonardo? - respondió, ella con dulzura-, Al aproximarse nuestro fin, recuerdo los meses últimos y me parece, por el contrario, que soy yo quien debe pedirle perdón. ¡Tantas veces le he tratado con dureza! -Calle usted, Juana. Es mi temeridad insensata la causante de su muerte. Por mi culpa va usted a sucumbir en plena juventud; en el más perfecto desarrollo de su belleza. Yo soy su asesino. Titubeó un segundo y dijo, bajando el tono de la voz: -¡Había jurado no hacerle nunca esta confesión, pero el sentimiento es más fuerte que mi voluntad. En este instante supremo, debo declararlo, Juana; usted representa todo para mí y la amo con verdadera pasión. -¿Qué usted me ama, Leonardo? ¡Tiene gracia! ¿Olvida usted a Jane Beach? -Es completamente exacto, Juana, que experimenté en otro tiempo cierto afecto por Jane Beach, y también es verdad que su imagen y su recuerdo se conservan confusos y vagos en mi corazón; hace muchos años que no la he visto y estoy seguro de que se encuentra casada. La mayor parte de los hombres tuvieron varios amores en su juventud; yo sólo tuve uno y no hace falta evocarlo hoy. »Cuando la vi a usted por primera vez en el campamento de los negreros no pude reprimir mi emoción y desde entonces comprendí que la amaba, aunque su actitud y sus palabras me infundieran pocas esperanzas de ser correspondido. Sé que los sentimientos de usted respecto a mi persona siguen siendo los mismos, sin lo cual no me hubiera usted hablado como lo hizo después de la marcha de Olfan, y me pregunto francamente por qué le hago esta confesión, sabiendo que sólo consigo importunarla y no ha de servir sin duda más que para turbar inútilmente sus últimos instantes. Le ruego me disculpe si no pude resistir al deseo de decirlo antes de mi partida a ese más allá donde debemos perder todos nuestros amores y nuestras ilusiones. -¡O volverlos a encontrar! -interrumpió Juana con la mirada siempre fija. Hubo un prolongado silencio y Leonardo, temiendo contrariarla, iba a marcharse para que estuviera sola y en el momento de disponerse a hacerlo, Juana salía por primera vez de su inmovilidad, y habiéndose vuelto lentamente hacia él, le tendió los dos brazos, dejando caer la cabeza sobre su pecho. Leonardo quedó petrificado, preguntándose si soñaba despierto; pero reaccionando en el acto la oprimió contra su cuerpo abrazándola cariñosamente. Un instante después se desprendió Juana con suavidad y le dijo: -¿Son acaso ciegos todos los hombres, Leonardo?.. ¿Es posible que usted no haya advertido una cosa, para mí tan dolorosamente indudable desde hace cinco o seis meses? Leonardo, no fue usted el único en quedar enamorado en el campamento de los negreros. Pero usted se apresuró a refrenar mi locura contándome la historia de Jane Beach. Sabido eso, como es natural, a pesar del fuerte sentimiento que experimentaba por usted, hice todo lo posible para ocultarlo. Parece que lo conseguí mucho mejor de lo calculado. Por otra parte me pregunto si hago bien en revelarlo al presente; aunque usted afirma que Jane Beach ha salido de su vida, nada me prueba que no pueda volver a entrar de improviso un día u otro. No creo que un hombre consiga olvidar nunca su primer amor. Muchos se torturan por convencerse de que lo logran, pero es... cuando el objeto de su amor se encuentra lejos. -¿No le parece mejor dejar tranquila a Jane Beach? -respondió él impaciente. Las palabras que Juana acababa de pronunciar, evocaron en su memoria otras escenas de amor que prefería no recordar, -Yo no deseo otra cosa -replicó Juana- ; ¿quiere usted que intentemos evitar cualquier molestia? Nuestro tiempo es precioso y no se debe perder en divagaciones. Dígame que me quiere, repítalo sin cesar y con esas palabras espero ansiosa llenar mis oídos antes de que lleguen a quedar sordos para siempre, y confío en que usted las pronunciará también dentro de pocas horas y así irán vibrando en mi corazón al ser acogida en el otro mundo. No se canse de decir que me ama hoy, mañana y siempre. Y Leonardo pronunció las palabras que ella le pedía, y muchas otras más; todas las palabras de ternura y de esperanza que puede murmurar al ser querido el hombre que sabe estar próximo a partir para esas costas lejanas hacia las cuales bogamos todos, misteriosas y desconocidas aun que oímos cada día romper el oleaje en sus playas. Todavía estuvieron bastante tiempo conversando, y a medida que intimaban, Juana se hizo más dulce, más humana y menos orgullosa. Por último, casi desfallecida se puso a llorar sobre el pecho de Leonardo, como un niño afligido, acabando por caer en una especie de somnolencia próxima al desmayo. Entonces, besándola sobre la frente, el joven la transportó a la sala vecina depositándola en su lecho con objeto de que descansara un poco antes de morir. De nuevo volvió a la sala del trono donde se encontraban Francisco y Nutria. El enano sacó de debajo de su capa un objeto en el que había estado trabajando más de una hora y dijo a su amo: -Mira, baas. Era un instrumento terrorífico y fantástico, fabricado con ayuda de las dos cuchillas de sacrificio que, como se recordará, abandonaron los sacerdotes, después del secuestro de los últimos servidores negros. Utilizando tiras de cuero, Nutria consiguió atar fuertemente los mangos, y pudo hacer un arma de más de sesenta centímetros de longitud, cuyas hojas curvadas tenían las puntas en direcciones opuestas. -¿Para qué sirve eso, Nutria? -preguntó distraídamente Leonardo que pensaba en otra cosa. -Es para dar de comer al cocodrilo, baas. Lo he visto muchas veces capturar de esta forma en los pantanos del Zambezé. Sin duda cree que voy a ser triturado fácilmente, pero le preparo otro plato más apetitoso. ¡Ah! Lo que sí estoy seguro es de una cosa; que se pegará de firme antes de que el uno o el otro se manifieste vencido. Y se puso en seguida a fijar en los mangos de las cuchillas una cuerda compuesta de tiras de cuero, atándola en la cintura por medio de un nudo corredizo para enrollarla en su cuerpo, en toda su longitud que podía alcanzar ochenta metros, teniendo cuidado de ocultarlo todo bajo su capa de piel de cabra y su moocha. -Ahora he vuelto a ser un hombre, baas -declaró el enano con acento feroz-. Ya no me emborracho ni hago ninguna de las locuras a que me entregaba en las horas de vagancia, porque ha llegado el instante de combatir. Sí, baas; ¡yo seré el vencedor! En el agua estoy en mi elemento y no temo al cocodrilo más grande del mundo; tú sabes que di muerte a más de uno. Verás; verás como triunfo. -¡Ay!, creo más bien que no veré nada, Nutria - respondió tristemente Leonardo-; pero te deseo muy buena suerte, amigo mío. Si logras tu objeto, entonces te tomarán por un dios verdadero, y si tienes el buen acuerdo de no beber, podrás gobernar aquí todo el tiempo que te reste de vida. -Esos honores no me entusiasman, baas, si tú hubieras muerto -replicó el enano dando un fuerte suspiro-. ¡Ay, yo tengo la culpa de todo lo ocurrido, pero te juro que si sobrevivo, y mi instinto me dice que no moriré, será para vengarte! No te apures, baas, cuando vuelva a ser dios los mataré a todos, uno a uno, y después me suicidaré para ir en tu busca. -Verdaderamente eres muy amable -dijo Leonardo reprimiendo una carcajada. A los pocos minutos se apartaron las cortinas, apareciendo Soa acompañada de cuatro sacerdotes armados. -¿Qué quiere esta mujer? -preguntó Leonardo, instintivamente dispuesto a precipitarse sobre ella. -¡Atrás Libertador! -ordenó Soa levantando la mano y expresándose en dialecto sisutu que sus acompañantes no podían comprender-. Estoy defendida y a mi muerte seguiría en el acto la de ustedes. Además sentiría usted mucho matarme porque le traigo la esperanza de vivir a usted y a lo que usted ama. Atienda; el sol no brillará mañana en la aurora; la niebla se levanta ya y es casi imposible que pueda disiparse. En vista de eso, la Pastora y el enano serán arrojados al abismo, desde lo alto de la cabeza de la estatua, mientras que usted y Cráneo-Calvo, después de haber asistido a su fin, quedaréis vivos hasta las fiestas de otoño en las que los sacrificarán con las otras víctimas. Pero como yo, a pesar de todo, quiero a la Pastora tanto o más que usted, vengo a salvarla. Le he dicho que habrá mucha bruma; la estatua se encuentra muy alta y son muy pocos los sacerdotes que pueden ver a las víctimas de cerca. Suponga usted que se consigue substituir a la Pastora por otra persona de su misma estatura y de un grueso aproximado y en la luz difusa del alba y con el ropaje que la oculta el rostro, nadie se dará cuenta de que no es ella. Leonardo se estremeció. -¿Y a quién pondrá usted en su lugar? Soa levantó lentamente su mano flaca para designar a Francisco. -¡A ese! -respondió con la mayor tranquilidad-. Es frágil como una jovencita y en condiciones semejantes puede pasar sin dificultad por la Pastora, y no hay peligro de que se descubra más tarde; la sima de la Serpiente no restituye nunca lo que traga. Leonardo se sentía horrorizado del proyecto de Soa, y aun más por la sangre fría con que lo expuso; retrocedió un paso, acercándose a Francisco que los miraba a los dos en actitud de perplejidad. -Dígaselo usted -indicó Soa. -Espere un poco -replicó el inglés con voz ronca-. Admitiendo que se realice su plan; ¿qué va a ser de la Pastora? -Disfrazada con la sotana del cura, la ocultaremos en los calabozos del templo hasta el día en que se encuentre un medio de facilitarle la fuga, o de hacerla que vuelva a gobernar el pueblo, cosa que llegará a ser posible desde el momento en que se la crea omnipotente. Sólo mi padre está enterado de mis deseos, y por el cariño que me profesa, permite que los ponga en ejecución, a pesar de los grandes obstáculos que es necesario vencer. Además (y esto le prueba que digo la verdad) estando él mismo en peligro, tiene la esperanza de propagar la nueva de que la Pastora ha sobrevivido al sacrificio, y en este caso, considerándola el pueblo como una diosa inmortal, no pedirá que el gran sacerdote sea condenada a muerte el día de la vista de su proceso. -¿Y usted se cree, miserable perjura, que yo seré bastante idiota para confiarla a usted y al canalla de su padre? No, es preferible que muera en seguida; así, al menos, acabarán sus terrores y sus tormentos. -Yo no lo exijo que me la confíe. Si ella salva la vida será con usted que ha de acompañarla también en su escondite. Los hombres que vienen conmigo tienen la misión de conducirla a los calabozos con Cráneo-Calvo; usted reemplaza al cura y todo queda arreglado. No discutamos más tiempo; explíquele lo que propongo por si acaso se negara a lo que verdaderamente sólo significa el anticipar varios días su sacrificio. -Venga aquí, Francisco -, dijo Leonardo en portugués. Y delante de Soa, que los espiaba con mirada maligna, le expuso el horrible proyecto. El sacerdote le escuchó, cada vez más pálido y tembloroso, pero al concluir de hablar, lo veía Leonardo en plena calma, pareciéndole hasta transfigurado. -Acepto -pronunció con voz firme - porque con esa combinación podré, al mismo tiempo, salvar la vida de la señora y rescatar mis pecados. Vamos a que me preparen. -Francisco -balbuceó Leonardo emocionado y estrechándole las manos-; ¡es usted un héroe y un santo! Yo también lo hubiera hecho de buena voluntad, pero, ¡ay! es imposible. -¿Para qué, amigo mío? Vale más que sea yo quien se sacrifique; usted quedará a su lado para amarla y consolarla. Leonardo reflexionó un instante. -¿Y es necesario entregarse sin garantía a la infame de Soa?... No me inspira ninguna confianza, pero... ¿qué va a ser de Juana? La verdad que es horrible, ¡muy horrible!... Dios mío, ¿cómo afrontar este dilema espantoso? -Hay que intentar la suerte y entregamos a la Providencia -respondió Francisco-. A pesar de todo, Soa tiene mucho cariño a su joven ama, y si corrió en busca de su padre y nos ha traicionado, lo hizo impulsada por los celos y nada más que por los celos. -Otra cosa en la cual no hemos pensado -prosiguió Leonardo-; ¿cómo valernos para conducir a Juana? Si ella sospecha lo que tenemos intención de hacer, no consentirá nunca en prestarse a semejante estratagema. Escuche, Soa. Comunicó a la hija de Nam, la valerosa resolución de Francisco, participándole igualmente sus temores de que Juana no quisiera aceptar el cambio de personas. -Lo tenía previsto, Libertador. Por esto traigo algo que puede vencer la dificultad... tenga -añadió sacando un frasco oculto en su vestido, es la misma agua que Saga hizo beber al perro criado de usted cuando yo me fugué. Agréguele un poco de aguardiente y despierte a la Pastora para que lo tome a pretexto de restaurar sus fuerzas. Seguramente le obedecerá, cayendo muy pronto en profundo sueño que ha de prolongarse durante seis horas. -¿Me garantiza usted que no es veneno? -preguntó Leonardo receloso. -No por cierto. ¿Qué objeto tenía envenenar a quien debe morir al amanecer? Leonardo tomó una jarra, mezclando el narcótico con unas gotas de aguardiente indígena, y entrando en la habitación donde descansaba Juana para ofrecerle la bebida. Al despertar, dijo la joven un poco azorada: -¿Es usted Leonardo? ¿Qué sucede? ¿Amanece ya? -Todavía no, pero falta poco. Tenga, beba esto que le dará ánimo. Juana tomó la jarra, bebiendo maquinalmente. -¡Qué mal gusta tiene este aguardiente! -murmuró devolviendo la jarra a Leonardo. Dejándose caer sobre sus cojines se durmió casi inmediatamente. El narcótico era muy fuerte y de efecto instantáneo. Entonces Leonardo, volvió en busca de Soa y de Francisco. Los sacerdotes, formando un grupo al otro lado de la puerta, parecían no preocuparse de lo que pasaba. -Quítese esas ropas, Cráneo-Calvo -dijo Soa a Francisco -voy a darle otras. Despojado de su sotana, y mientras la vieja revestía con ella el cuerpo inerte de su ama, Leonardo llamó a Nutria aparte explicándole en pocas palabras lo que se proyectaba. -Escucha -concluyó- van a encerrarnos en los calabozos del templo. Si por una casualidad increíble logras salvarte, ve en busca de Olfan y entre los dos haréis todo lo que se pueda por acudir en nuestro socorro. De lo contrario ¡adiós Nutria y ojalá nos encontremos un día en un mundo mejor! -¡Oh, baas, baas! -gimió el pobre negro con los ojos llenos de lágrimas-. Para mí es igual vivir que morir, pero me entristece el pensar que tú puedas morir solo, sin estar yo a tu lado. Perdona si he sido para tí tan mal servidor; ahora ya no tiene remedio... La amargura le ahogaba y Leonardo sintió una gruesa lágrima rodar sobre su mano. -No hables como un criado, Nutria. Tú eres para mí el mejor amigo que he tenido nunca, lo mismo entre los blancos que entre los negros. ¡Qué el cielo te lo pague! Procura, si puedes, prestar algún auxilio al baas Francisco cuando llegue el momento. Sobre todo, no olvides hacerle tragar su droga, porque es impresionable y débil, Y la muerte que le espera sería demasiado atroz para él. Terminado el arreglo de su ama, Soa se dedicó a cubrir a Francisco con el ropaje negro de la diosa Aca. -¡Admirable! -exclamó triunfante-. Desafío a quien quiera a distinguir el uno del otro. Y agregó, entregando a Leonardo el grueso rubí que había desprendido de la frente de Juana: -Tenga, Libertador, esto le pertenece; no pierda tan bella piedra; le cuesta bastante caro. Leonardo cogió el rubí y su primer impulso fue arrojarlo a la cara arrugada de la vieja, pero comprendiendo lo cándido que sería su gesto de cólera, no dijo nada, guardándolo en su bolsillo. -Ahora, en marcha -ordenó Soa-. Usted, Libertador, llevará en brazos a la Pastora; yo diré a los sacerdotes que es Cráneo-Calvo desmayado de pánico. Adiós, Cráneo-Calvo; después de todo es usted un valiente y le admiro por lo que acaba de hacer. Tenga cuidado de ocultar bien la cara, si ha de salvarse la Pastora, y no hable una palabra ni dé un grito, aunque se muera de espanto. Francisco se había aproximado al lecho donde Juana estaba tendida y murmuró algunas oraciones, levantando la mano derecha como para bendecidla. Después, sin pronunciar una palabra, volvía al lado de Leonardo, y estrechándole en un fuerte abrazo le daba también su bendición. -Adiós Francisco -le dijo Leonardo con voz ahogada por la emoción-; seguramente el reino de los cielos no debe estar compuesto más que de hombres tales como usted. -No lloren, amigos míos -respondió el sacerdote- porque en ese reino de los cielos espero volver a encontrarlos un día. Y con estas palabras se despidieron aquellos hombres, de los que la adversidad hizo dos amigos. CAPÍTULO V EL ALBA BLANCA Leonardo, transportando en brazos a Juana, entró en la sala del trono, donde se detuvo vacilante, no sabiendo que camino seguir. Soa con una antorcha en la mano y rodeada de los cuatro sacerdotes, le había precedido, permaneciendo contra el muro de la habitación donde estuvo prisionera la noche de su fuga. -Cráneo-Calvo es un cobarde -dijo a los sacerdotes mostrándoles el cuerpo que llevaba en alto Leonardo-. El miedo le ha hecho perder el conocimiento. Abrid el paso secreto y salgamos de aquí. Uno de los sacerdotes avanzó, empujando una de las piedras de la pared, hasta verla hundida, quedando un espacio suficiente ancho para introducir la mano, lo que le permitía alcanzar un mecanismo oculto, en el que se puso a tirar con todas sus fuerzas. En el acto, y como si estuviese montado sobre un eje, un fragmento de muro, girando al exterior, dejaba en descubierto la escalera secreta, de varios escalones y al extremo un obscuro corredor. Soa iba delante, procurando llevar la antorcha de modo que quedara en la sombra la cabeza de Juana. Después descendieron dos sacerdotes, seguidos de Leonardo con su preciosa carga, y a continuación los otros dos que cerraron la puerta tras ellos. Cuando el muro volvía a quedar como antes, el enano, que de lejos presenciaba la desaparición de sus compañeros y pudo observar toda la maniobra, se aproximó a Francisco absorto en sus rezos. -Ahora me explico -le dijo- cómo esa gente atraviesa los muros. Así pudieron llevarse a todos los hombres y salvar a Soa. ¿Vamos a ensayar nosotros? -¿Con qué objeto? -replicó el sacerdote-. El pasadizo nos conducirá a los calabozos del templo y allí seremos capturados y todo quedaría descubierto. -Es verdad; entonces vamos a ocupar los tronos en espera de que vengan a buscarnos. Al cabo de un cuarto de hora entraba Nam, seguido de un grupo de sacerdotes llevando dos literas. -Ni una palabra, Nutria -recomendó Francisco en voz baja a su compañero y cubriéndose el rostro. -Ahí tenéis a los dioses -anunció Nam indicando con su antorcha a los que ocupaban los tronos-. Descended, ¡oh dioses!; os vamos a llevar al templo, donde ocuparéis un alto lugar desde el cual contemplen los esplendores de la aurora. Subidos en las literas, observaron que los conducían a paso ligero. Nutria apartó un poco las cortinillas para explorar el cielo, convenciéndose de que la niebla seguía siendo muy densa. Se les hizo descender junto a las puertas del templo más próximas a la estatua colosal, ante la entrada de uno de los numerosos pasadizos subterráneos. -Adiós, Reina -murmuró la voz de Olfan al oído de Francisco-. Hubiera querido poder dar mi vida para salvaros, pero era imposible; si os sobrevivo será para vengaros de Nam y de todos sus servidores. Francisco, sin responder, entró en el subterráneo bajando la cabeza. Poco tiempo después llegaron al pie del ídolo, y se pusieron a subir la escalera tallada en plena roca, en el interior de la estatua. Al término de una ascensión muy penosa, y que les pareció interminable, acabaron por desembocar sobre la cabeza del coloso. Había allí una estrecha plataforma de dos a tres metros cuadrados, aproximadamente, sin reborde ni rampa. En lugar del trono de marfil que sirviera para Juana, se hallaban dos escabeles de madera, por encima de la frente de la estatua donde los dioses víctimas debían sentarse. Inclinándose un poco podía vislumbrarse el altar de los sacrificios, situado entre los pies del coloso y el muro del abismo, pero en realidad la plataforma, a causa del declive de la cabeza, resultaba colocada perpendicularmente encima del torbellino. Nutria y Francisco se sentaron en los escabeles, y Nam con otros tres sacerdotes, se pusieron detrás de ellos, cuidando Nam de que sus compañeros no vieran a Francisco, a quien suponían ser la Pastora. -Me siento desfallecer -balbuceó el sacerdote-; sosténgame o me caigo. -Cierre los ojos y échese hacia atrás, así no verá nada -respondió Nutria-. Tenga preparada la droga porque va a necesitarla muy pronto. -La tengo dispuesta. Que Dios me perdone este pecado; no me siento con valor para dejarme arrojar vivo al cocodrilo. Nutria no le respondió; estaba ocupado en observar la escena desarrollada a sus pies. El templo veíase medio cubierto de una bruma opaca, que desde lo alto parecía humo, y a través de la cual adivinó las filas nutridas de la multitud, esperando la noche entera el final de la tragedia. Los murmullos ahogados llegaban hasta arriba como la resaca de un mar lejano. De repente se elevó entre la niebla una voz que venía de abajo y que dijo: -¿Están arriba, gran sacerdote, los que tienen de nombre Aca y Jal? -Están aquí, conmigo -respondió Nam. -¿Ha llegado la hora del alba, gran sacerdote? -pregunto de nuevo la voz, y esta vez Nutria pudo advertir que era la del jefe de los ancianos. -Todavía no -dijo Nam después de escudriñar con mucha atención el picacho más alto que dominaba el templo. Era aquel el punto en que se concentraba las miradas de la asamblea entera, porque en el pico, a causa de su extraordinaria elevación, libre siempre hasta de las nieblas más densas, iban a reflejarse las primeras luces de la aurora. Según el aspecto que presentaran dichos reflejos podía preverse el tiempo, si la nieve se teñía de rosa era el signo infalible de un tiempo espléndido. Si por el contrario quedaba blanca o aún peor, con matiz parduzco, la niebla seguiría cubriendo la ciudad y la llanura. Se explicará sin esfuerzo la importancia excepcional atribuida aquella mañana a la coloración de la cumbre montañosa, por depender de ella la suerte de los dioses. Lentamente, muy lentamente, la claridad aumentaba, y Nutria tuvo la impresión de que la niebla era menos densa que otros días a la misma hora; llegó a distinguir los contornos de las murallas del anfiteatro, el raudal obscuro del salto de agua, y hasta las cabezas innumerables de los espectadores en actitud expectativa. El silencio se hizo cada vez más intenso; nadie hablaba; nadie se movía; todo el mundo estaba en suspensión, y sobre todo los labios mudos, surgía trémula la misma pregunta capital; « ¿Será roja? ¿Será blanca?» Es decir; ¿los dioses morirán? Y el silencio era tan abrumador y terrorífico que Nutria, incapaz de soportarlo más tiempo se puso de improviso a cantar. Tenía una bella voz, profunda y vibrante y el canto que entonaba era un canto de guerra zulú, entremezclado de gemidos de mujeres y de quejas de moribundos. De instante en instante su voz se hizo más robusta y para llevar el compás golpeó sobre la roca con sus pies desnudos. El populacho, estupefacto, le oía con admiración. La gente no pudo menos de pensar que era necesario ser un dios para cantar así, con semejante arrebato exaltado y en una lengua desconocida, en el momento que se disponían a arrojarle en la sima de la Sierpe. -¡Es un dios! -exclamó de pronto una voz lejana, y de todas las partes del anfiteatro el mismo grito fue repetido por cien voces. Pero tan bruscamente como habían estallado, los clamores cesaron, y Nutria también dejó de cantar, porque al volver la cabeza, veía, lo que todos acababan de ver al mismo tiempo que él. La luz invadía las más altas cumbres de las montañas; era el instante decisivo; la hora del alba tan esperada. Poco a poco, el picacho, desprendido de los últimos vapores que le envolvían, se fue destacando claramente en el cielo bajo su manto de nieve inmaculada. La prueba estaba concluida. Ni el más ligero matiz de color, ni un rayo dorado, ni la menor sombra purpurina, reflejaron sobre la superficie informe de las nieves, lívidas como las caras de los difuntos. -¡Un alba blanca! ¡Un alba blanca! -rugió la multitud-. ¡Fuera los dioses falsos! ¡Que los arrojen a la Sierpe! -Estamos en el fin -dijo Nutria en voz baja a Francisco-; tome la droga, y ahora adiós, baas... Oyendo las palabras fatales, el joven sacerdote, juntó con fervor sus manos afeminadas volviendo hacia el cielo su rostro dolorido, del que solo eran visibles a través del manto negro, los ojos impregnados de trágica dulzura. Abajo, el silencio se había restablecido de nuevo, a una señal del jefe del Consejo de los Ancianos, mostrando de pie que deseaba hablar. -Vosotros que estáis arriba, decidnos; ¿el alba es blanca o roja? -preguntó con voz que permanecía firme, a pesar de su mucha edad. Nam dirigió una mirada a las montanas. -¡El alba luce ya completamente y es blanca! -respondió. -Apresúrese -murmuró Nutria al oído de Francisco. Entonces el joven eclesiástico llevó su mano a los labios para tragar el veneno, pero dejándose caer de lado diciendo: -No puedo. Sería un pecado mortal. Que me maten; no tengo derecho a darme la muerte yo mismo. En el mismo instante, más clemente que su propia conciencia, la naturaleza realizaba con Francisco, lo que él no quiso hacer, y cayó desmayado. Sus ojos se turbaron deslizándose el cuerpo hacia atrás y hubiera caído si Nam, al verle sin conocimiento, no se apresura a sostenerlo. -¡El alba es blanca! La vemos ahora -prosiguió el jefe de los ancianos-. Los que estáis en lo alto; arrojad a la Sierpe los dioses falsos y cúmplase la sentencia del Pueblo de la Niebla. Nutria comprendió que había llegado el momento de dar la zambullida, a la cual estaba preparado, ya que le era imposible hacer nada en favor de Francisco. Rápidamente dirigió un vistazo a Nam, con objeto de asegurarse si podía realizar su proyecto de empujar al gran sacerdote y arrastrarle con él en el abismo. Tuvo que abandonar su audaz venganza, primero, por no hallarse Nam bastante cerca, y luego porque dejando el gran sacerdote de sostener al cura desmayado, se exponía a descubrir el rostro de éste revelándose el escamoteo de la Pastora. Entonces, puesto de pie, el enano hizo caer de un golpe su escabel, inclinándose para mirarlo. El asiento de madera llegaba a la superficie del agua sin haber rozado la pared de roca; era todo lo que Nutria quería saber. Ya Nam y uno de sus auxiliares habían elevado en sus brazos el cuerpo inerte de Francisco, y los otros dos sacerdotes avanzaron hacia Nutria. El enano les dejó el tiempo justo de alargar sus manos para cogerle, y en seguida, bruscamente, saltaba sobre el que veía a su derecha gritándole: «Vente conmigo» y levantándole por las caderas con todas sus fuerzas fue a arrojarse con él en el abismo. El hombre dio un grito desgarrador, al que respondieron mil exclamaciones de estupor escapadas a los espectadores sobrecogidos. Estrechamente enlazados el enano y su víctima, casi rozaban al caer el reborde de la sima, contra la cual no se estrellaron por milagro, y se hundieron como una piedra en el remolino de las aguas. Era tan grande la profundidad que, en el primer momento, pudo creer Nutria que no remontaría a la superficie. Subieron, no obstante, y mientras Nutria soltaba el cuerpo inanimado del sacerdote muerto o simplemente sin conocimiento, Nam, desde lo alto, arrojó el de Francisco que produjo un terrible choque en el agua antes de hundirse. Sumergido de nuevo, Nutria se esforzó en llegar lo más pronto posible al lado norte de la sima por haber visto que la corriente era allí menos impetuosa y que la roca sobresalía un poco del agua. La alcanzaba sin dificultad, agarrándose con una mano a una aspereza del peñasco, y permaneciendo en seguida completamente inmóvil, protegido por la sombra y por los remolinos continuos que le ocultaron a las miradas de los que pretendían verle desde lo alto. Aspiró el aire a plenos pulmones e hizo funcionar todos sus miembros, convenciéndose de que nada se había roto; por suerte, siendo de más peso el hombre que arrastrara al precipicio lo tuvo debajo en el momento de la caída, amortiguando el choque. De repente se dio cuenta de que no estaba de ningún modo a salvo, amenazándole otro peligro, por lo menos tan grande como el primero. Apresuróse a sacar de debajo de su moocha las dos cuchillas dispuestas para su defensa, y desliando una parte de la cuerda que le ceñía los riñones, se puso a examinar atentamente la superficie del agua. A diez brazas, y en el centro del torbellino se hallaba todavía flotante el cadáver del sacerdote en continuo movimiento giratorio, habiendo desaparecido el de Francisco. Si el padre de los cocodrilos sigue durmiendo -pensó Nutria- ese cebo va seguramente a atraerle. Vigilaré a ver lo que sucede. En el instante mismo que se hacía esta reflexión un clamor formidable resonaba en el anfiteatro; un clamor tan estrepitoso que llegó a dominar el estruendo de las aguas. La razón era la siguiente; un milagro, o tal vez lo que el pueblo de la Niebla atribuía a un milagro, acababa de producirse. Ni los más viejos recordaron haber visto nunca semejante fenómeno; el alba blanca había llegado a transformarse en roja. Toda la nieve de la montaña se cubrió de color de sangre y las diversas crestas surgiendo de la cadena, dieron ahora la impresión de estar coronadas de fuego. -Los dioses han sido sacrificados injustamente -aullaba el pueblo.- Eran dioses verdaderos. Mirad; ¡el alba es roja! La situación llegó a ser tan extraña como imprevista, pero no en vano Nam practicaba las funciones de gran sacerdote, desde hacía cincuenta años; y supo mostrarse a la altura de las circunstancias. -Es maravilloso efectivamente -gritó al restablecerse la calma lo bastante para ser oído-, porque en el transcurso de nuestra larga historia, nunca se ha visto un alba blanca cambiarse en roja. A pesar de eso, ¡oh, Pueblo de la Niebla!, los que nosotros tomábamos como dioses no han sido sacrificados por capricho y véase de que manera debe interpretarse ese signo; los verdaderos dioses, Aca y Jal, se manifestarán en calma desde hoy por acabarse de consumar el castigo de los que usurparon sus nombres y su poder. A esta causa debemos que la maldición cese de ser una desgracia para el país, ya que el sol brille de nuevo sobre nuestra ciudad y nuestros campos. Una nueva tempestad de gritos sucedió a esas palabras, pero nadie se atrevía a protestar francamente contra el gran sacerdote, porque su explicación era tan oportuna y tan aceptable que el pueblo titubeaba en rechazarla. La asamblea fue dispersándose en el mayor desorden, quedando solos varios sacerdotes y algunos espectadores -Olfan pertenecía a este número- que tuvieron asientos bastante cerca de la sima para observar lo que ocurriera. Nutria hallándose en situación muy crítica, no hizo caso de las manifestaciones populares. Paseando una mirada circular sobre la muralla de roca que rodeaba las aguas, acabó por descubrir una abertura redonda, que quizás tuviera dos metros y medio de diámetro, situada bajo el pedestal del ídolo. El borde inferior de la ancha boca se encontraba a un poco menos de dos metros por encima del abismo; escapando de allí una especie de riachuelo, y a lo largo del riachuelo, medio a nado, medio deslizándose, veía avanzar el enorme y horroroso reptil que era el verdadero objeto de la adoración del Pueblo de la Niebla. Evolucionaba con tal rapidez que a pesar de su longitud y de su volumen, el enano sólo tuvo el tiempo preciso de vislumbrarlo, y esto antes de que se hundiera en las aguas profundas bajo las cuales permaneció algunos instantes, invisible, para surgir en seguida junto al cadáver del sacerdote. Su horrible cabeza sobresalía de la superficie, como la noche en que le arrojaron de pasto a una joven; abriendo las enormes mandíbulas, y clavándolas en el cuerpo de su presa a la altura de las caderas lo condujo en una nueva zambullida. Nutria se puso entonces a mirar la entrada de la caverna, y no pasaron diez minutos sin que el monstruo reapareciera, cargado con su captura y entrando con ella en la cavidad. Desde que le viera tan cerca, el enano no sentía el mismo ardor combativo de antes, apareciéndole el monstruo mucho más temible todavía de lo que su imaginación pudo hacerle concebir. Más se inclinaba a huir que a atacarle, y dirigía sus miradas a todos lados tratando de descubrir una salida cualquiera por donde pudiera evadirse. ¡Inútil intento! La muralla tenía más de diez metros de altura y en vez de ensancharse en cubeta, era, por el contrario, en el interior, algo semejante a un embudo invertido. Sin duda alguna las aguas debían vaciarse en alguna parte, siendo en absoluto imposible adivinar dónde. A pesar de su fuerza y de su destreza, poco comunes, Nutria no se creyó con bastante audacia para lanzarse a nado a través del remolino en busca del escape del torrente. Además, el frío empezó a atormentarle, advirtiendo que de seguir mucho tiempo en su posición actual, no tardaría en quedar completamente paralizado, porque toda el agua era suministrada por las nieves y los hielos de la montaña. De grado o por fuerza no iba a tener otro recurso, que afrontar al cocodrilo sagrado en su caverna. Convencido de ello hizo lo posible por resignarse, a pesar de su repugnancia y de la poca esperanza de escapar a la muerte. CAPÍTULO VI EL COCODRILO SAGRADO Teniendo la precaución de mantenerse bajo la masa de roca sobresaliente que constituía el borde de la sima y con su cuchilla de doble hoja dispuesta en la mano, Nutria alcanzó a nado la entrada del antro que habitaba el cocodrilo. Al aproximarse, pudo advertir que en realidad la llegada del más grande volumen de agua se hacía debajo de la caverna del monstruo, formando ésta un conducto suplementario invadido por el torrente en período de inundación. Nutria no tuvo dificultad en abordar la cueva, y eligiendo un momento oportuno se levantó sobre las manos, y se introdujo subrepticiamente, con el fin de no ser visto por los espectadores reunidos en lo alto. Su presencia no fue observada, porque la banda roja que llevó sobre la cabeza y la capa de piel de cabra, cayeron en el remolino, y su cuerpo negro no se destacaba a penas del fondo obscuro de la pared de roca. Una vez dentro se encontró sobre un lecho de arena, o mejor dicho, de roca desmenuzada que el agua acarreaba. La penumbra del interior era casi la obscuridad, pero el resplandor de los reflejos solares, esparcidos sobre la superficie del agua al disiparse la niebla y avanzar la mañana, dieron una apariencia más clara. El enano, dotado como muchos salvajes de la facultad de ver en medio de tinieblas casi absolutas, pudo sin esfuerzo formarse una idea bastante exacta de la caverna. Era como una especie de pasillo, ni muy alto, ni muy ancho, de paredes lisas, ahuecado por el torrente, y con mucha semejanza a un túnel construido de mano de hombre, sólo que era de piedra en lugar de ser de tierra. En la parte inferior del subterráneo corría un arroyo poco profundo, amontonándose en sus orillas restos de roca hecha pedazos. Lo que no vio fue al habitante de la cueva, aunque su presencia se revelara en múltiples huellas y en el hedor que infestaba el ambiente. Mirando en todas direcciones atrajo su atención un detalle en el que no se había fijado. A una docena de metros del interior se erguía una especie de cornisamento, inclinándose a cada lado en pendiente suave. Sin duda lo formaba un fragmento, cuyo extremo muy duro resistió al lento desgaste del agua. -Es ese el lecho más apropiado para un cocodrilo -pensó Nutria que conocía admirablemente las costumbres de los saurios-. Y si el bloque que allí veo -añadió observando un objeto triangular que descansaba en lo alto de la parte inclinada -es otra piedra, ¿cómo no desliza en el agua? Pero al colocarse de manera que no tapara la escasa luz que llegaba hasta aquel rincón, retrocedió de horror, dejando escapar un grito. Lo que había creído una piedra, no era otra cosa que la cabeza del cocodrilo sagrado, en la que relumbraron sus ojos terroríficos, ardiendo en un fuego confuso y cambiante. Bajo la garganta del reptil veía otro objeto y fijándose atentamente pudo reconocer el cuerpo del hombre que arrastrara al arrojarse al abismo. Pensando que el monstruo iba sin duda a devorar la presa, quiso esperar a que hubiese acabado su comida, por ser el momento más propicio para atacarle, el del letargo digestivo. Al seguir mirándole creyó que una atracción irresistible emanaba de sus ojos glaucos y siniestros. Primero no hizo nada por luchar contra aquella fascinación intolerable, pero en seguida, bajo el dominio del pánico se disponía a huir locamente hacia el torbellino, a cualquier parte, con tal de librarse del imperio avasallador del monstruo. El ascendiente dominador del cocodrilo era tan poderoso que no pudo evitarlo, a pesar de todos sus esfuerzos, y por último, loco de desesperación, se dejó caer en tierra, gimiendo y ocultando la cabeza entre las manos. Entonces, hasta sin verlos, continuaba sometido a la influencia de los ojos horribles. Sin embargo, el hecho de no tenerlos en frente, le devolvía un poco de valor, permitiéndole reflexionar y monologando en estos términos: -Nutria, si quedas tan pasivo como ahora la magia no tardará en obrar sobre ti. No eres capaz de hacer nada y el demonio va a devorarte. Sí, va a devorarte y a encontrar una tumba en su vientre. ¿Es ese el fin de un dios? Verdaderamente no hay necesidad de ser un dios; cuando se es un hombre se debe morir combatiendo o bien con otros hombres, o contra bestias salvajes, sierpes o diablos. Imagina un poco lo que tu amo el Libertador se burlaría de ti, viéndote temblar así, como un sapo ante una serpiente. Le oigo desde aquí gritar: « ¡Y yo que creía un bravo a este hombre! Pretende descender de una raza de guerreros. y se ha envanecido de atreverse a librar batalla al cocodrilo sagrado, sin auxilio de nadie; ya ves que me engañaba... ¡Oh, sí!, dejadme reír a carcajadas; no es más que un bastardo y un cobarde» . «Vamos, Nutria; ¿es posible que dejes decir eso? ¿Soportarás que te traten con tal desprecio?... ¡Ah, no, no, eso nunca! ¡Antes morir! Completamente exaltado por su imaginación hasta el extremo de creer que su amo estaba mofándose de él allí mismo, gritó las últimas palabras con tanta fuerza que despertaron todos los ecos de la caverna, y blandiendo su cuchilla de dos hojas fue a lanzarse al ataque. Oyendo sus gritos, el cocodrilo que había esperado verle perder el conocimiento como todas las víctimas que tenía la costumbre de fulminar con su mirada funesta, salió en el acto de la inmovilidad con que fingiera su letargo. Un relámpago brillaba en sus nebulosas pupilas, y levantando la cabeza todo su largo cuerpo parecía empezar a moverse. De improviso, dio un salto para descender de la roca tan pesadamente que hizo temblar la caverna entera, dirigiéndose en línea recta hacia el enano con su cola recogida sobre el lomo. Nutria dio un nuevo grito, provocado al mismo tiempo por la rabia y por el espanto. Aquel grito había aumentado la furia del monstruo que avanzaba abriendo sus enormes mandíbulas como para capturarle. De nuevo hizo alto; era la ocasión propicia tan deseada, y Nutria dispuesto a aprovecharla, sentía renacer de pronto todo su valor. Sin vacilar, atravesando de un salto la corta distancia que le separaba de la bestia, sosteniendo con mano firme la doble cuchilla, al extremo de su brazo derecho alargado, hizo entrar resueltamente en la boca anchurosa una de las puntas vuelta hacia el cerebro y la otra hacia la lengua. Las potentes quijadas se cerraron con rapidez, pero al cerrarse encontraron un obstáculo que le impedía tronchar el brazo. Entonces, dejando el arma terrible plantada en la garganta del reptil, el enano fue a echarse aplastado contra el suelo para observar al enemigo que enloquecido por el dolor se puso a sacudir su espantosa cabeza, con espumarajos de cólera. Nutria, jadeante, espiaba con angustia los menores movimientos del animar, preguntándose si lograría o no cerrar la boca y desprenderse del arma de tortura o hundirla en la carne blanda de la garganta, porque en uno u otro caso iba a ser la víctima segura del cocodrilo sagrado. Afortunadamente no llegaron a confirmarse sus temores; la hoja de abajo estaba hundida en el hueso de la quijada y a cada nuevo esfuerzo del monstruo, hundía a mayor profundidad la de arriba, perforando el cerebelo. Por suerte también el acero de las cuchillas era de buena calidad, y las ligaduras de los dos mangos, al apretarse con la humedad, se mantenían sólidas, y nada pudo doblarlas ni romperlas. Completamente cegado por la rabia y el sufrimiento, el saurio no parecía ver a su antagonista, haciendo temblar la caverna con sus convulsiones y azotando las peñas con la cola. De improviso se lanzó como una tromba, llevándose a rastras la cuerda, a semejanza del arpón de una ballenera cuando alcanza su presa. Tres veces seguidas el enano dio vueltas como un trompo, desliando la cuerda de su cintura y acercándose a la entrada del subterráneo. A la cuarta vez fue brutalmente proyectado en el agua y conducido hasta el fondo. -Es necesario estar loco -pensó Nutria- para atarse a semejante bestia. Antes de morir me ahogará veinte veces. Con seguridad es lo que hubiera ocurrido de tratarse de otra persona; pero el enano era tan anfibio como es posible serlo a un ser humano, llegando a resistir mucho tiempo bajo el agua sin faltarle la respiración. Se imagina el precioso socorro que tenía en tan raro privilegio para prolongar su dueto extraordinario. En dos ocasiones todavía, el monstruo le condujo a las profundidades, no volviendo a la superficie más que el tiempo justo de recobrar aliento; una tercera vez, Nutria fue arrojado con brusca sacudida a una de las aberturas por donde corrían las aguas. Después, removiendo la cola con violencia, la horrible bestia atravesó el torbellino velozmente y el enano, que había hecho votos hasta entonces para que la cuerda se rompiera; se puso a desear con angustia todo lo contrario; aun siendo un nadador admirable, no ignoraba que le era imposible luchar contra una corriente tan impetuosa. La cuerda resistió y nuevamente flotaron en la superficie del agua teñida con la sangre que arrojaba el monstruo por la boca y las narices. Ya era hora para Nutria, porque el último recorrido fue tan vertiginoso que estuvo a punto de asfixiarse. Levantando la cabeza para respirar más a su gusto, distinguió los bordes de la sima llenos de espectadores que gritaban y gesticulaban. No se detuvo a mirarlos mucho tiempo y en aquel preciso instante el cocodrilo parecía advertir la causa de sus sufrimientos en el hombre llevado a remolque, y no pudiendo servirse de sus mandíbulas, dio vueltas en círculo, formando un remolino terrible a su alrededor, y dando coletazos. El enano se sumergía dos veces para burlar el ataque, pero a la tercera, no tuvo tanta suerte y alcanzándole el reptil, entre dos aguas, le asestó un golpe horrible, antes de que lograra hundirse más, o volver a la superficie. El choque fue brutal, hasta el extremo de creer Nutria que todos los huesos de su cuerpo se rompían de un golpe y que los ojos le iban a salir de la cabeza. Débilmente cada segundo más débilmente, quiso luchar todavía, pero lo hizo en vano, porque perdía poco a poco sus facultades; todo se puso negro a su alrededor sintiendo escaparse la vida. De improviso se produjo algo que no comprendió muy bien; tuvo vaga conciencia de ser de nuevo llevado en el agua, luego sobre la roca, y a partir de ese momento las tinieblas le invadieron y no pudo ya acordarse de nada. ***** Cuando el enano conseguía recobrar el conocimiento, se encontró tendido sobre el suelo de la caverna, pero no estaba solo. A su lado, rígido en las convulsiones supremas de un largo martirio agónico, yacía el cocodrilo, completamente muerto. Al hundirse la hoja superior en su cerebelo, sintiéndose próximo a morir, fue a refugiarse en la guarida donde había vivido durante siglos, remolcando a Nutria, entonces casi desmayado. ¿Cuánto tiempo hacía de la muerte del monstruo? ¿De qué manera se produjo? Nutria no supo contestar a estas preguntas, y por otra parte poco le importaba. Lo esencial era haber conseguido un triunfo tan increíble como asombroso, venciendo al cocodrilo sagrado. Gracias a él, gracias a su destreza y a su bravura, la bestia horrible que desde tiempo inmemorial esparció el terror en el Pueblo de la Niebla y fue causa de su mismo horror objeto de culto y de adoración, desaparecía para siempre. - ¡Woow! -exclamó en voz alta-. ¡Qué combate! Nunca se ha visto en el mundo otro semejante ni lo verán los venideros. Haga el espíritu, mi protector, más larga mi vida y que pueda componer el canto encomiástico para celebrar esta hazaña y la muerte del demonio del Pueblo de la Niebla. Después de descansar y lavarse sus llagas quedó un instante pensativo. Su primer impulso fue arrancar de la boca del cocodrilo las dos grandes cuchillas, por si acaso volvía a necesitarlas, pero estaban tan fuertemente clavadas entre los huesos y los músculos, que no pudo realizar su intento. Entonces avanzó con precaución hasta fuera de la caverna para mirar a la orilla opuesta, en la que veía apiñarse la multitud dando gritos frenéticos. De ningún modo quiso volver a zambullirse en aquellas aguas funestas, y por otra parte tuvo miedo a que el populacho hostil le recibiera a flechazos. ¿Qué hacer en tal situación? Era indispensable salir de la cueva de una forma o de otra, y no pudiendo hacerlo por donde había entrado, buscar otra salida. Se dispuso a explorar el subterráneo en sentido inverso, no dudando de que el arroyo llegara a abrirse un cauce en alguna parte. La cuerda estaba tan rozada en ciertos sitios, que logró romperla sin esfuerzo, pero recogiendo los fragmentos útiles se puso a enrollarla en su cintura, pensando que quizás le hiciera falta. A los pocos pasos conseguía llegar al peñasco donde encontrara al cocodrilo en acecho, y se detuvo a examinarlo. Después de trepar el plano inclinado -empresa difícil por estar tan resbaladizo como el hielo-, descubrió la parte plana de la cima, hallando en ella el cadáver del sacerdote que la bestia se disponía a devorar al ser sorprendida por el enano. Examinando más atentamente la forma de la peña, adquirió la prueba de que no se exageraba al decir que el cocodrilo sagrado era varias veces centenario; en el sitio donde tenía costumbre, según todos los indicios, de pasar sus letargos, la roca aparecía desgastada en una profundidad de cincuenta centímetros, por lo menos, mientras que una especie de nicho, mucho más hueco, indicaba el lugar de descanso de su cabeza al ponerse a vigilar la superficie del agua. En torno de las depresiones y sobre el suelo de la caverna se amontonaban los restos de numerosas víctimas, de las que muchas de ellas no fueron devoradas. Todas, sin embargo, tenían los huesos rotos, revelando con esto que el horrible saurio, a falta de apetito, gozaba del cruel placer de triturar a sus presas. La contemplación del espantoso osario era tan poco agradable, que Nutria no tardó en alejarse. Contorneando el peñasco, después de haber descendido, atrajo su atención el esqueleto de un hombre, sin duda allí desde hacía pocas semanas, a juzgar por ciertos detalles. En sus osamentas conservaba íntegra una capa de sacerdote que el enano, tiritando de frío, no tuyo escrúpulo en apropiarse. Al recogerla había visto debajo un saquito de piel curtida. -Tal vez guardaba algunas provisiones -pensó Nutria-, aunque me parece una precaución superflua en un hombre que iba a visitar al cocodrilo sagrado. De cualquier modo lo que tenía dentro estará descompuesto. Vámonos pronto; sólo un buitre puede permanecer mucho tiempo en este antro. Prosiguió su marcha y a medida que avanzaba se hizo más densa la obscuridad; pero le fue fácil caminar por ser el arroyo poco profundo y la roca muy lisa en todas parte. Seguía en línea recta, guiándose de vez en cuando con la mano. En realidad eran de temer dos cosas; caer en algún hoyo o encontrarse a otro cocodrilo, en el supuesto de que el monstruo tuviese una compañera. Pero Nutria fue lo bastante dichoso para no caer en ningún hoyo ni encontrar otro cocodrilo que la famosa Sierpe de los Habitantes de la Niebla, al cual había vencido. El cocodrilo sagrado, por lo visto, era celibatario. Después de subir durante media hora una cuesta empinada, el enano, pleno de júbilo, descubría un vivo resplandor. Apretando el paso no tardó en llegar al otro extremo de la caverna, casi por completo obstruido por bloques de hielo, entre los cuales corría un hilo de agua. Al cabo de penosos esfuerzos pudo abrirse un paso para salir al aire libre, sobre la cresta del infranqueable precipicio que dominaba la ciudad. A su vista se extendía un vasto glaciar verdoso, iluminado por el sol deslumbrador y resplandeciente. CAPÍTULO VII ARGUMENTO SUPREMO DE NAM Mientras que Nutria realizaba su prodigiosa hazaña, digna de los más grandes héroes de la antigüedad, otra escena de carácter muy diferente se desarrolló en los calabozos del templo, ahuecados en la base de la colosal estatua de piedra. Sería imposible formarse una idea de la sorpresa de Juana cuando al despertar del letargo que el narcótico la había producido, advirtió que se encontraba en una habitación desconocida, cubierta con la sotana de Francisco, y sin ver a Leonardo junto a ella. Su primer pensamiento fue el creerse juguete de un sueño, y que la muerte por ella esperada, la conducía a sus dominios haciéndole contemplar algunas de las cosas inexistentes en el mundo. Poco a poco se dio cuenta de que estaba bien viva y despierta, y se puso a escudriñar las tinieblas de un calabozo sin ventana, iluminado por una abertura en forma de tragaluz. Dos sombras, hasta entonces sentadas, se levantaron aproximándose a su lecho: eran Soa, su criada, y Nam, el gran sacerdote. Tres preguntas surgieron casi simultáneamente de los labios de Juana: -¿En dónde estoy? ¿Por qué me han vestido con la sotana de Francisco? ¿Cómo no viene el Libertador? Soa se inclinó hacia ella y quiso darle algunas explicaciones, pero Juana hizo un ademán de impaciencia, diciendo: -Ante todo dígame, ¿por qué no está aquí el Libertador? ¿Le habéis asesinado, miserables? -Nada de eso -protestó Soa con calma-; le juro que está vivo. Solamente le hemos quitado todas sus armas, y como mi padre desea hablar a usted a solas, le llevamos a otro calabozo. -¡Canallas! -exclamó Juana frenética. Comprendiendo en seguida que la violencia no serviría de nada, y que el silencio era la mejor política, fingió resignarse, invitando secamente a su criada a proseguir las explicaciones. Soa le refirió en detalle todo lo ocurrido; cómo, en el último momento, con objeto de salvarle la vida arreglaron que le substituyera Francisco; como Nutria se había arrojado a la sima arrastrando con él a uno de los sacerdotes; cómo a consecuencia de eso, el alba que primero se presentaba blanca fue bruscamente transformada en roja, y la explicación que diera Nam al fenómeno; cómo, por último, combatía Nutria con el cocodrilo sagrado, consiguiendo herirle. El primer impulso de Juana fue un impulso de rebeldía y de indignación contra Leonardo, porque en vez de sacrificarse no tuvo inconveniente en poner a otro en su lugar; la reflexión le hizo comprender que le era imposible someterse al sacrificio a causa de su estatura y de su corpulencia, las menos indicadas para representar un papel femenino. Después de rezar devotamente una oración en memoria del que de un modo tan generoso y espontáneo había aceptado dar su vida por ella, preguntó a Soa las circunstancias de su muerte y la de Nutria, -En lo que se refiere a Cráneo-Calvo -respondió la vieja-, no cabe duda que ha sucumbido, lo mismo que el sacerdote arrebatado por el negro; sobre la suerte de éste es imposible afirmar nada. Lo único cierto fue que la Sierpe, herida, volvía a refugiarse en su caverna, y no se sabe si condujo al enano. Unos lo aseguran y otros lo niegan; pero nadie quiere arriesgarse a comprobarlo. -Y para nosotros, es decir, para el Libertador y para mí, ¿qué se ha decidido? Lo expresaré más claro. ¿Cuánto tiempo tardaremos en reunimos con nuestros desgraciados compañeros? Esta vez fue Nam quien le respondió: -Creedme, Pastora, mi intención no es quitaros la vida; todo lo contrario: deseo conservarla si está en mi poder el conseguirlo, y si consentís en ejecutar puntualmente lo que os pida. Dejadme exponeros mi plan, no me interrumpáis y, sobre todo, no os encolericéis, porque de nada serviría. Os doy mi palabra de que no se hará daño a ese hombre, con tal de conformarse a mi voluntad. No os hagáis ilusiones; cada uno sabe al presente lo que se refiere a vuestra personalidad, y nadie ignora en adelante que no sois una diosa. Hubiera sido mejor para mí inmolaros hoy, pero de una parte las súplicas de mi hija que os ama con ternura, y de otra parte ciertos designios que quiero poner en ejecución, me decidieron a salvaros la vida. En tal supuesto, no creo que os agrade pasar la vida entera encerrada en esta prisión. Con el fin de satisfacer los anhelos de mi hija, he imaginado un ardid que no solamente os permitirá salir de este calabozo, sino que también os hará ocupar, de no ser el rango supremo, por lo menos uno de los rangos más elevados que existen en el país. -¿Adonde quiere usted ir a parar? -preguntó Juana temblando de inquietud y de cólera. -A esto, Pastora -replicó Nam inclinándose como cuando la consideraba una diosa-. Podéis brillar como una reina y gobernarnos desposando con nuestro rey. -¿De verdad lo cree usted así? -dijo Juana esforzándose por conservar la calma-. ¿Y quiere usted explicar cómo podré mostrarme de nuevo figurando ser la esposa del rey, cuando todo el mundo me cree muerta? ¿No le parece, Nam, que el pueblo encontrará eso muy extraño? -No, Pastora, porque yo he preparado con esta intención una fábula que aclare el prodigio, y ya dicha fábula circula de boca en boca. Haremos creer al pueblo que sois realmente una diosa, pero impulsada por el amor renunciáis a vuestra divinidad, encarnando en el cuerpo de una mujer para vivir algunos años con el elegido de vuestro corazón. -¡Muy bien! ¿Y si me niego a aceptar esa combinación inventada, según creo, por esta mujer? -preguntó Juana señalando a Soa. -Tiene usted razón, Pastora -declaró la vieja-, yo he ideado la combinación, primero para salvarla y después -agregó fríamente- para vengarme de ese blanco ladrón que la ama, y de esta forma rabiará viéndola la mujer de otro, y lo que es peor de un salvaje. -¿No ha pensado, Soa, que yo puedo oponerme a sus propósitos? -Sin duda, pero ni las más bellas mujeres consiguen siempre lo que desean. Crea, Pastora, que si obro en esta forma es también por la salvación de mi padre. Olfan la quiere, y en la época turbulenta en que vivimos es necesario que Nam y los sacerdotes se aseguren el apoyo del rey, que lo ha prometido a cambio de casarse hoy mismo con usted. Si esto la priva de desposar con un hombre de su raza, como sería su deseo, le permitirá en cambio ejercer las funciones de reina, lo que es preferible a sucumbir miserablemente. Juana no quería perder la serenidad, adivinando que en el trance no iban a serle de ningún auxilio la cólera ni las súplicas. -No es esa mi opinión -dijo resuelta- y por mi parte prefiero morir. Con un gesto rápido llevó su mano a los cabellos; pero en el acto, la consternación se reflejaba en su rostro, advirtiendo que el veneno había desaparecido. -Prefiere usted morir, Pastora -prosiguió Soa con inquietante sonrisa- lo que no es siempre tan fácil como se cree. Tomé la precaución de quitarle la droga mientras dormía, y ahora carece usted de medios para atentar contra su vida. -Tengo el recurso de dejarme morir de hambre -replicó Juana con dignidad. -Eso exige tiempo, Pastora, y es hoy mismo cuando debe usted unirse con Olfan. No obstante, es necesario que consienta en casarse, porque el pobre rey se muestra tan idiota que sólo desposará si obtiene una respuesta afirmativa pronunciada por usted misma y en presencia de testigos. -En ese caso creo que la boda no llegará a celebrarse -dijo Juana con amarga sonrisa. -Yo, creo lo contrario y se verificará hoy mismo -afirmó Soa-. Tenemos un medio de obligarla a que diga las palabras exigidas por Olfan. -¿Un medio? ¡Veamos, no existe ninguno! -¿Qué no existe ninguno Pastora? Pues bien, escuche. El que usted llama Libertador se encuentra actualmente prisionero detrás de aquella puerta. ¿Qué hará usted si le digo que su vida depende de su elección? ¿Que hará usted si se lo muestro a punto de morir de una muerte espantosa de la que sólo puede librarse si usted pronuncia ciertas palabras? Juana vio por primera vez el complot tramado por Soa para colocarla en la alternativa de llegar a ser la mujer de un salvaje o consentir en la muerte de la persona amada; rendidas sus fuerzas fue a caer en el lecho, diciendo: -Para esto, Soa, hubiera sido mejor dejarme en el campamento de los negreros. Soa contestó con acento de amargura: -Cuando usted, Pastora, estaba en el campamento de los negreros no quería a nadie más que a mí; a mí que la he criado desde niña. En aquel tiempo, ese perro de blanco no había venido a sembrar la discordia entre nosotros, ni a excitarla alodio y la desconfianza contra mi persona. En aquel tiempo me hubiera hecho matar por usted, como en realidad estoy dispuesta a hacerlo hoy. Sólo me impulsa el deseo de vengarme del blanco, pues por su causa he perdido a la que más amaba, yo que no tuve esposo ni hijos a quienes amar. Era usted todo para mí y ya que la arrancan de mi vida, quiero que lo paguen, antes de morir. Sépalo bien, Pastora, mi cariño es el mismo de siempre, y si pudiera encontrar otra combinación no la obligaría a ese casamiento, algo más serio que el urdido por el Diablo Amarillo. Desgraciadamente no hay otro medio para salvarle la vida y que llegue usted a ser grande y dichosa; el único que me permitirá seguir contemplándola, aunque sea de lejos. Se interrumpió, estremecida por la fuerza de las emociones que la agitaban y las que había expresado de modo imperfecto. -Váyase -ordenó Juana-: Quiero tener tiempo de reflexionar. Nam intervino entonces, diciendo: -Nos retiramos para no contrariarla en su deseo, Pastora, pero pensaba que hemos de volver antes de la noche a saber la respuesta. No intentéis hacer nada contra vuestra persona, porque os vigilan secretamente. Al .menor gesto suicida, sólo con que tratéis de atenuar la luz de la claraboya, seréis en el acto atada de pies y manos, quedando aquí mi hija de centinela. Por vuestro bien, no olvidéis esta advertencia. Marcharon los dos dejando sola a Juana, absorta en las más tristes reflexiones. Y durante horas enteras permaneció inmóvil sobre su lecho, estudiando la forma de no revelar en el rostro sus impresiones íntimas, porque era demasiado orgullosa para ofrecer a los, que en el misterio, la vigilaban, el espectáculo de sus inquietudes y de sus locas angustias. A fuerza de meditar en su lóbrego calabozo, acabó por concluir que Soa debía haber perdido la razón. El amor y el odio se desarrollaron en ella con tal violencia que le condujeron a la demencia. Desde el principio concibió celos de Leonardo, llegando a odiarle con toda su alma a lo que había contribuido el joven demostrándole siempre antipatía y desconfianza. Ahora, desatados sus malos instintos, no era fácil que retrocediera ante nada por satisfacer su venganza. En tal concepto no podía esperar de Soa ninguna piedad, y tampoco de Nam, en quien las consideraciones de orden político obraban en su ánimo con la misma fuerza que el odio en su hija. Seriamente complicado en el proceso de los dioses falsos, debió estimar que en el plan de Soa tenía la única probabilidad de escapar a las peligrosas consecuencias religiosas que le amenazaban comprometiendo su poder y hasta su vida. En su precipitación para resolver el problema, Nam no podía en adelante retroceder y por consiguiente era inútil pensar en hacerse desviar del camino emprendido, a menos de poder indicarle una solución mejor y más segura. Es cierto que odiaba y temía a Olfan, habiendo aceptado la idea del casamiento con el exclusivo objeto de concertar una alianza y disponer del rey en su favor durante la temible crisis política que parecía inminente. Como adivinara Juana, en realidad hubiera preferido conducirla sana y salva a la frontera y no tener que honrarla con el título de soberana, porque viéndose de nuevo a la cabeza del poder religioso y temporal, la joven recordaría sus agravios contra el gran sacerdote. En resumidas cuentas, la boda no era más que un expediente provisional que le permitiría prevenir la amenaza de un peligro inmediato y al conjurarse la crisis, la lucha entre la diosa falsa y el sacerdote perjuro, iba a proseguir hasta la muerte de uno de ellos o acaso de los dos. De cualquier modo, todas esas cosas tenían una importancia secundaria, por pertenecer al porvenir, considerado desde el punto de vista de Nam, mientras que Juana estaba resuelta a suicidarse antes de que sucedieran. Quedaban Leonardo y Olfan. El primero, naturalmente, imposibilitado por el momento de acudir en su socorro. Era ella, la que debía intentar auxiliarle en alguna forma. Estas reflexiones le convencieron que su única esperanza la ponía en Olfan; el rey que hizo juramento de consagrarle su amistad y que, seguramente no era un traidor. Recordaba haberle oído en su conversación de la víspera que no podía pensar en conquistarla mientras viviera Leonardo; para concluir con el gran sacerdote un acuerdo como el de la boda, le pareció lógico suponer que Nam le hizo creer en la muerte del Libertador. Tal vez, demostrándole el engaño le prestara la ayuda prometida, pero esto seguía siendo problemático, por tratarse de un salvaje con facilidad desligado de su palabra. Después de maduras reflexiones, Juana se levantó y se puso a pasear en el calabozo, examinándolo atentamente. Sin duda alguna era detrás de la puerta del fondo donde debía encontrarse Leonardo, pero a causa de su espesor no la hubiera oído aunque gritara. Fugarse de allí le pareció imposible; aparte de las dos puertas, que estaban guardadas, no había mas que la pequeña abertura en forma de claraboya, tan estrecha para no dejar paso a un niño, y además muy próxima a las aguas tumultuosas del torrente. El día fue trascurriendo con monótona lentitud. La obscuridad que invadía cada vez más la pequeña celda, le advirtió que la noche se aproximaba. Antes de quedar en completas tinieblas, Soa y Nam entraron con velas de sebo, colocándolas en soportes fijos en los muros. -Venimos, Pastora, a pediros vuestra respuesta -dijo Nam-. ¿Estáis dispuesta a aceptar a Olfan por esposo? -No -replicó Juana. -Entonces, Pastora, venid conmigo. Voy a mostraros algo interesante. Y cogiéndola del brazo el gran sacerdote la condujo hasta la puerta del fondo, mientras que Soa apagaba una de las velas, llevándose la otra y salía de la celda cerrando la puerta con llave y dejándolos solos en la obscuridad. -Pastora -pronunció Nam con voz dura- vais a ver al que nombráis Libertador. Cuidado con proferir ni un grito o hablar como no sea en voz baja... de lo contrario morirá en el acto. Juana no respondió; se sentía próxima a desfallecer. A los cinco minutos una trampilla deslizaba súbitamente en la parte superior de la puerta de comunicación de las dos celdas, y la joven pudo ver en la de al lado, sin que los ocupantes de ésta la vieran, por estar ellos en plena luz y ella seguir en las tinieblas. Y he aquella escena que apareció a sus miradas; agrupados contra el muro del otro calabozo, y haciéndole cara, estaban tres sacerdotes, provistos de cirios a cuyo resplandor destacaron los rostros siniestros y crueles y la cabeza de la Sierpe tatuada sobre sus pechos desnudos. Delante de ellos se veían otros dos sacerdotes y en medio Leonardo, atado y amordazado. Todos los verdugos con los ojos fijos en Soa, de pie en primer término, cerca de la trampilla, parecían esperar sus órdenes. Entre Soa y los hombres, veíase una ancha hendidura tenebrosa en la roca que formaba el suelo. A los pocos segundos la trampilla se cerró tan bruscamente como se había abierto. -Habéis visto, Pastora -dijo Nam-, que el Libertador está atado junto a un gran boquete abierto en la tierra. Dicha abertura se halla situada exactamente encima de la caverna del cocodrilo sagrado y por allí le damos de comer durante las estaciones del año en que no hay sacrificios. Ahora tenéis la elección entre dos cosas; desposar de buena voluntad con Olfan esta misma noche o ver con vuestros propios ojos que arrojamos el Libertador a la Sierpe, lo que por otra parte no impedirá que os casemos con Olfan a la fuerza. ¿Qué preferís? Juana titubeó un instante, pero la reflexión la hizo suponer que toda aquella escena había sido una pura tramoya, destinada a poner a prueba su firmeza, y quiso esperar un poco todavía antes de decidirse. -Me niego a desposar con Olfan -declaró en tono resuelto. Entonces Nam abrió la trampilla y dijo algunas palabras al oído de Soa, que en seguida trasmitía una orden. Dos de los sacerdotes se aproximaron a Leonardo, y cogiéndole uno por la cabeza y el otro por los pies, lo depositaron al borde del boquete. Después se irguieron, quedando inmóviles en su puesto, como en espera de una nueva voz de mando. Nam atrajo a Juana a pocos pasos de la puerta. -¿Qué decidís, Pastora? -preguntó-. ¿Queréis que ese hombre se salve o que muera? ¡Responded pronto! Juana vio que habían empujado el cuerpo de Leonardo, desapareciendo su cabeza y sus hombros dentro de la hendidura. Uno de los sacerdotes lo retenía sujetando las piernas y dispuesto a dejarlo caer a la primera señal de Soa. -¡Que le desaten! -exclamó Juana con voz débil-. Me casaré con Olfan Nam, dijo de nuevo unas palabras al oído de Soa que dio una orden; los sacerdotes retiraron a Leonardo de la peligrosa posición que ocupaba, depositándole en un extremo de la celda, con gesto contrariado porque hubieran preferido librarse del prisionero. Por segunda vez cerraron la trampilla. -¡He dicho que le desaten! -repitió Juana-. Sigue tendido en el suelo, incapaz de moverse, como un árbol derribado. -Esperad un poco, Pastora. Podéis cambiar de idea y él es tan vigoroso y violento que costaría mucho trabajo asirlo de nuevo. Ahora, escuchadme; cuando se presente Olfan a. pediros vuestro consentimiento, procurad no hablarle una palabra del Libertador a quien cree muerto. Si os empeñáis en decirle lo contrario, inmediatamente se cumplirá la sentencia. ¿Me habéis comprendido? -He comprendido pero al menos que le quiten la mordaza de la boca. -No temáis nada Pastora; así se hará cuando quedéis de acuerdo con Olían. ¿A qué hora os parece mejor? -Cuando usted quiera. Es preferible que sea pronto. -¡Perfectamente! Hija mía -dijo a Soa de regreso del calabozo- prepara el fuego y ve en seguida a buscar al rey Olfan.- Soa se retiró y Juana, abatida por el dolor que en vano pretendía disimular, fue a caer sobre el lecho, ocultando el rostro entre sus manos. Hubo una larga pausa de silenciosa espera, y al abrirse de nuevo la puerta entraba el rey Olfan, precedido de Soa. -Desconfío, Pastora -advirtió Nam en voz baja-; una sola palabra indiscreta... y es la muerte inmediata para el Libertador. CAPÍTULO VIII NOBLE O VIL Juana levantó la cabeza para observar con atención la fisonomía de Olfan, pero no pudo deducir nada, porque era imposible penetrar la máscara de impasibilidad solemne, bajo la cual el rey, como todos los hombres de su raza acostumbraba a disimular sus pensamientos. Apoyado en su larga lanza, la cabeza ligeramente inclinada, en actitud humilde y digna la contempló con sus grandes ojos sombríos. Involuntariamente, Juana pensó que no había visto nunca un tipo de hombre tan perfecto y que aquel rey salvaje, por su estatura y las proporciones admirables de sus formas, superaba al más bello espécimen de los atletas europeos. El resplandor de las velas, dándole de lleno, iluminó los adornos de marfil, emblemas de su realeza, destacando en su cuello, sus brazos y sus tobillos así como la luciente y piel de cabra negra colgada en los hombros, y que las trenzas negras de sus cabellos, sostenían detrás con una estrecha cinta de tela blanca, contrastando singularmente con el color aceituna de su rostro y de su pecho. -Hable, Olfan -empezó diciendo Juana. -Reina, me acaban de anunciar que deseáis hablarme y he corrido para venir aquí. Se ha propagado la noticia de que vuestro marido, al que amabais tiernamente, acaba de morir; no dudéis que me conmueve la desgracia que os aflige y creedme que no pertenezco al número de los causantes. La responsabilidad incumbe únicamente al gran sacerdote, el cual pretende haber sido impulsado a cometer esos tres asesinatos para satisfacer las exigencias del pueblo. Hace muy pocas horas, Reina, os creí muerta también y con los miles de espectadores reunidos en e] templo, imaginé que era vuestro lindo cuerpo el que Nam arrojara a la sima al amanecer. Aunque soy un guerrero no pude impedir el llorar, y aunque soy rey maldije mi impotencia en no salvaros. Ha sido más tarde cuando el gran sacerdote vino a explicarme lo que había pasado y me puso al corriente del plan que forjaba con objeto de proteger vuestra vida y elevaros a la dignidad de soberana, al mismo tiempo que asegura su propia salvación y consolida mi dominio en el país. -¿Y qué plan es ese? -interrogó Juana después de un silencio. -Es necesario, Reina, que seáis mi esposa y os presentéis al pueblo, no como una diosa, sino como una soberana, habiendo encarnado por amor en el cuerpo de una mujer. Sé que soy indigno de tal honor; sé también que la pena por la pérdida cruel de vuestro esposo no os inclina a realizar un nuevo casamiento; además, tengo siempre presente en la memoria cierta conversación que tuvimos cuando erais diosa y la promesa que os hice en dicha ocasión. Todas esas cosas las he manifestado a Nam, pero me replicó que su proyecto no podía retrasarse, siéndole imposible teneros oculta mucho tiempo, y que de no apresurar la boda vuestro destino inevitable era morir. Como mi amor por vos es profundo y sincero le respondí: «Id en seguida a buscarla y preguntadle si está dispuesta a recibirme con el fin de expresarle el vivo deseo que siento de hacerla soberana.» Al cabo de varias horas Nam volvió a anunciarme que le habéis dado una contestación favorable, pero yo le declaré que no tenía confianza en él y que necesito oírlo de vuestros labios. »Aquí estoy ante vos, ¡Oh, Reina!, para depositar mi corona a vuestros pies y ofrecerme a consagraros mi vida entera como esposo y como esclavo. A vos que venís de un país donde el sol brilla más que en el nuestro; a vos que habéis siempre vivido entre gentes de costumbres más dulces que las nuestras, tengo muy poco que ofreceros, yo que soy un jefe salvaje, habituado a gobernar un pueblo tan rudo como sus montañas y triste como un día de invierno envuelto en nieve... y en verdad sólo puedo ofrecer mi humilde persona, las lanzas de mis guerreros y el puesto más alto en el Pueblo de la Niebla. »Os ruego, Reina, que me deis vuestra respuesta. Cualquiera que sea la acogeré sin un murmullo, pues no deseo de ningún modo un casamiento a la fuerza. Vuestra aceptación ha de ser clara y terminante, porque si he de perderos, es preferible saberlo ahora, y vale más morir que ser un día rechazado después de creeros consentida. Se inclinó de nuevo, apoyándose al callar sobre su larga lanza. Juana examinó la situación rápidamente; era apremiante y cruel. Nam y Soa estaban allí en acecho, espiando sus menores gestos, y la desgraciada adivinó muy bien que la más leve tentativa de su parte para descubrir la verdad a Olfan, condenaría a Leonardo de modo irremediable. Sin duda el rey, saliendo en su defensa, quizás la librara a ella de una agresión, pero dejando de existir el hombre amado no encontraba ningún atractivo en conservar la vida. El único recurso era declararse dispuesta a aceptar por marido al jefe salvaje. Es cierto que sentía gran repugnancia en tratar deslealmente al solo amigo, honrado y bueno que encontraron en el Pueblo de la Niebla. Hay circunstancias desesperadas en las cuales no cabe dejarse influir por escrúpulos, ni por el código del honor. -Olfan -declaró Juana- he oído su demanda y ésta es mi respuesta; acepto la unión que usted me propone. Usted conoce mi vida y sabe que ha muerto hoy el hombre a quien había decidido consagrar mi existencia - Soa tuvo una sonrisa de aprobación oyéndola proferir la mentira-; y que era mi verdadero amor. Le ruego nada más que tenga la paciencia de esperar varias semanas todavía hasta que se atenúe mi dolor por tan sensible pérdida. Es inútil que insista en mi pretensión; creo que le será fácil concebir toda la intensidad de mi sentimiento. Una alegría indecible se reflejó en el duro semblante de Olfan. -Se hará lo que deseáis, ¡oh, Reina! -respondió inclinándose para besarle respetuosamente la mano-. Os instalaréis en mi hogar el día que os parezca dulcificado vuestro dolor; pero una sola cosa me veo en la obligación de exigiros ahora mismo. -¿De qué se trata, Olfan? -preguntó Juana, inquieta. -Que el rito del casamiento, tal como nosotros lo practicamos, se celebre aquí inmediatamente. Eso es necesario a causa de multitud de razones que conoceréis mañana; hice el juramento a Nam, por la sangre de Aca y nada en el mundo me decidiría a quebrantarlo. -¡Oh, no, no tan pronto! - protestó Juana aterrorizada-. Piense Olfan que sólo hace seis horas de la muerte de mi marido; ¿y usted me exige desposar cuando todavía no se ha cerrado su tumba? Le pido que por lo menos me conceda varios días. -Si dependiera de mí, os lo concedería gustoso, pero el juramento me lo prohíbe. Además, ¿qué os importa cuando prometo dejaros libre todo el tiempo que os plazca? Nam intervino en aquel momento por primera vez. -Pastora -dijo- no perdáis el tiempo en vanas palabras. Vuestras observaciones os honran en calidad de viuda, pero no pueden ser tomadas en consideración actualmente. Esta ceremonia tiene más importancia de la que suponéis; numerosas existencias dependen de que se realice, entre las cuales se encuentran la nuestra, primero, y luego, y sobre todo, la de alguien que no puedo nombrar. Y mientras decía esas palabras, la mirada de Nam se detuvo un instante como por casualidad, junto a la trampilla de la otra celda. Olfan creyó entender que hacía alusión a su propia vida, pero Soa y Juana comprendieron perfectamente que se trataba de Leonardo, siempre amenazado de morir en el acto al no celebrarse el casamiento en la forma prevista. -Ya habéis oído, Reina; lo que acaba de afirmar el gran sacerdote no puede ser más exacto. La situación es muy grave, y para que nuestra combinación no fracase, es necesario que antes de medianoche declare, bajo la fe de juramento, a los jefes del ejército y al Consejo de los Ancianos, que habéis vuelto a la vida con el único fin de llegar a ser mi esposa. -Está, muy bien -replicó Juana intentando atrapar una última tabla de salvación-, pero, ¿es necesario que se me case secretamente, estando destinada a ser soberana de este pueblo? Lo más natural es que la ceremonia se celebre ante testigos. Haga usted venir aquí a varios de los jefes en quienes tenga más confianza; no quiero que se me acuse un día de no estar casada legalmente y nadie pueda levantarse a certificar lo contrario. -Dudo mucho, Reina, que nunca se haga contra vos semejante acusación -protestó Olfan a quien esta sola idea hacía sonreír-; sin embargo, reconozco lo justo de vuestras reivindicaciones y voy a buscar tres jefes, verdaderamente adictos, que nos servirán de testigos. -No me abandone usted - gritó Juana sujetándole de un brazo cuando iba a salir-. Tengo absoluta confianza en usted, pero desconfío de esos dos y no quiero quedar sola con ellos. -Los testigos son inútiles -protestó Nam con acento amenazador. -La Reina reclama testigos y los tendrá -respondió Olfan súbitamente enfurecido-. Anciano, hace mucho tiempo que juega usted conmigo. He sido hasta hoy su servidor, pero en adelante míreme como el amo. Desde esta mañana su vida me pertenece, porque el alba blanca se ha cambiado en roja y mi intención era ajusticiarle, pero usted supo conquistarme con bellas promesas -añadió mostrando a Juana-. No lleve usted la mano a su cuchillo; olvida que tengo mi lanza. Ya sé que sus sacerdotes están en la puerta, dispuestos a auxiliarle, si es necesario, pero mis jefes guerreros se encuentran allí también y no ignoran que he venido aquí. Si desaparezco como otros muchos de los que conocieron estos calabozos, pronto le pedirán cuenta de mi vida, porque su potencia, Nam, se ha quebrantado. Ahora, obedezca. Dé orden a esa mujer de ir a la puerta y ni un paso más allá. ¡Cuidado! Y uniendo el gesto a la palabra., levantó en alto su lanza, enristrando la punta aguda hacia el pecho desnudo del sacerdote, y haciéndole retroceder. -¡Obedece! -ordenó a Soa. Rechinando los dientes como una loba furiosa, la vieja entreabrió lapuerta dando un ligero silbido. -Ocultaos, Reina - murmuró Olfan. Juana se retiró a la sombra, y en el mismo instante oía una voz que dijo: -Aquí estoy, padre. -Ahora, habla -dijo Olfan aproximando más su lanza hacia el corazón del gran sacerdote. -Hijo mío -murmuró Nam con voz trémula-; ve a la puerta por donde ha entrado el rey; encontrarás a tres jefes guerreros y los conduces aquí. -Muy bien, padre -respondió la voz. La puerta fue cerrada. Diez minutos después volvía a entreabrirse, anunciando la voz: -Padre, los jefes esperan. -Que entren - ordenó Nam. Entonces, la puerta se abrió de par en par y tres gigantes, armados de largas lanzas, avanzaron con paso firme en el calabozo. Uno de ellos era el propio hermano del rey; los otros dos sus más íntimos amigos. -Hermanos -les dijo Olfan, una vez cerrada la puerta -os hago venir para instruiros de un misterio y que seáis testigos de una, ceremonia pronta a celebrarse. La diosa que fue esta mañana arrojada a la Sierpe a vuestra vista, ha vuelto a la tierra bajo la forma de una mujer, y va a ser mi esposa. No, hermanos -agregó viendo estremecerse a los tres jefes -no me preguntéis. Os digo que las cosas suceden así y debe bastaros... Ven, sacerdote, y cumple tu misión. Todo lo ocurrido después hizo a Juana el efecto de un sueño, no conservando de la escena más que un recuerdo confuso. Recordaba solamente haber escuchado los rezos y las in vocaciones de Nam, hallándose ella en pie junto a Olfan; se acordó también de que los dos pronunciaron juramento bajo la advocación de los dioses Aca y Jal y sobre el símbolo de la Sierpe o Cocodrilo sagrado. No sabía más. En su memoria se agitaba aquella otra ceremonia de casamiento, en la que Leonardo tuvo el puesto actualmente ocupado por Olfan. ¡Qué ironía del destino! La primera vez fue Leonardo quien lo hizo por salvarla, y la segunda era ella quien lo hacía por salvarle a él. Cuando todo hubo terminado Olfan se inclinó de nuevo le besó la mano. -¡Salve, Pastora! ¡Salve, reina del Pueblo de la Niebla! -exclamó. Y los tres jefes repitieron en seguida las mismas palabras. Juana salió del estupor con que había asistido a toda la escena. ¿Qué iba a ser de ella al presente? ¿No estaba consumado el hecho y segura de perder la partida?... De improviso… tuvo una inspiración. -¡Es verdad que ya soy reina, Olfan? -Completamente cierto. -Y mientras sea reina me deben obedecer, ¿no es así, Olfan? -Tenéis plenos poderes sobre todos vuestros súbditos, y hasta el derecho de vida o muerte, ¡oh, Reina! Si vos matáis a alguien, será necesario justificar el acto ante el Consejo de los Ancianos y ante mí. -¡Muy bien!-respondió Juana.. Después, acercándose a los tres jefes, añadió en tono de mando: -¡Prended al gran sacerdote y a la mujer que le acompaña! Olfan la miró sorprendido; y los tres jefes titubearon. En cuanto a Nam, mucho menos perplejo que ellos, había dado un brinco en dirección de la puerta. -¡Detened a Nam! -exclamó el rey interceptándole el paso con su lanza-. Si la reina ha dado esa orden debe tener sus razones para hacerlo. Vosotros, hermanos, obedeced lo que la reina manda. Los tres hombres se precipitaron sobre el anciano y sobre su hija. Nam quiso primero rechazarlos con su cuchilla, pero no lográndolo dejó que le sujetaran sin hacer resistencia. No fue lo mismo con Soa que semejante a una furia, se defendía con uñas y dientes, esforzándose por alcanzar la trampilla decidida a dar la señal fatídica contra Leonardo. -No la dejéis aproximarse a aquella puerta bajo ningún pretexto -advirtió Juana-. Pronto sabréis la causa. El hermano del rey condujo a Soa hasta el lecho, empujándola brutalmente y para quitarle el deseo de levantarse le puso la punta de su lanza bajo la garganta. -¡Está cumplida vuestra voluntad! - exclamó Olfan-. ¿Queréis, Reina, explicarnos el motivo que os impulsa a dar estas órdenes? -Escuche, 0lfan; escuchen todos -replicó Juana-. Esos impostores les han hecho creer que el Libertador había muerto. Pues bien; ¡es una infame falsedad! El Libertador se encuentra prisionero en el calabozo de al lado, pero si yo llego a decir una sola palabra para desengañaros, él hubiera pagado con la vida. ¿Sabe usted, Olfan, cómo se valieron para obligarme a desposar con usted? Por una trampilla abierta en esa puerta me mostraron a mi marido, atado, amordazado y suspendido por encima de un boquete abierto en el suelo de su celda y que comunica con no sé que horribles abismos. «Consentid o va a morir» me dijeron, y entonces, por salvarle, he aceptado. ¿Comprende usted? Se me quería forzar al casamiento, primeramente porque esa mujer, que me crió desde niña, desea verme viva, y luego, porque de esa manera puede librarse Nam del furor popular. -Esperad un instante, Reina -dijo Olfan que parecía caer de las nubes-. Según lo que acabo de oír vuestro marido vive y por consiguiente las palabras y los juramentos que hemos pronunciado no tienen validez puesto que no sois mi mujer. -Así lo creo, Olfan. -Pero yo os amo mucho para renunciar, ¡oh, Reina! Nunca podré resistir a la voz que me grita dejarle morir. Juana se puso pálida como una muerta. Comprendió que aquel hombre había dado rienda suelta a su pasión, siéndole ya muy difícil dominarla de nuevo. -¡Os amo demasiado para renunciar! -repitió-. ¿No obré en todo con entera lealtad? No os he dicho: «Vuestra aceptación ha de ser clara y terminante y vale más morir que ser un día rechazado después de creeros consentida». Habéis respondido con él sí y me fié de vos, Reina. En adelante sois mía, de grado o por fuerza. Los juramentos que acabáis de pronunciar no pueden quebrantarse. Es ya tarde para eso. Es a mí a quIen pertenecéis ahora y no pienso tolerar vuestro abandono para volver con otro, aun sabiendo que era vuestro marido antes que yo. -¡Pero... el Libertador! ¿Quiere usted que yo sea el asesino de mi esposo? -No, yo me comprometo a prestarle ayuda y protección y hasta si es posible encontrar un medio de conducirle fuera del país. Juana enmudeció; la más sombría desesperación la dominaba. Soa, tendida sobre el lecho, había escuchado todo el diálogo, y prorrumpió en un estallido de risa burlona, que fue para su ama como un latigazo, arrancándola bruscamente de sus amargos pensamientos. -Olfan -prosiguió- estoy a merced de usted, no por una simple ofuscación de mi parte, sino porque la suerte se ha mofado de mí. Reconozco que abusé de su bondad, cuando ni un momento dejó de ser irreprochable su conducta. Le ruego que se muestre tan generoso y digno a última hora como lo fue al principio, de manera que pueda siempre considerarle en mis recuerdos el más noble de los hombres, excepción hecha del que ha muerto esta mañana por salvarme la vida. Si usted me quiere de verdad, Olfan, responda a esta pregunta: en la eventualidad de que mi vida dependiera de una sola palabra, ¿se negaría usted a pronunciarla? Tal fue mi caso; pronuncié esa palabra y durante una hora le he traicionado. Usted que tiene un corazón tan grande, ¿abusará de un juramento en el que me vi ligada por salvar lo que más amo en el mundo? Se interrumpió y juntando las manos en un gesto suplicante le dirigía una mirada con sus grandes ojos cuajados de lágrimas. Como no le respondiera quiso proseguir sus ruegos. -Es usted el más fuerte, Olfan, y puede conducirme a donde le parezca, pero no conseguirá nunca retenerme, porque si lo hiciera así, esta hora sería la última de mi vida, quedándole por toda herencia una mancha en su honor y un cadáver en lugar de la esposa. Olfan abría ya la boca para responderle, cuando Soa, temiendo que acabara por dejarse enternecer con las súplicas de Juana, se apresuró a intervenir. -No hagas caso, ¡oh, Rey! de las bellas palabras de una mujer y guárdate de tomar en serio sus alusiones al suicidio. Queda tranquilo que aprecia mucho su vida para atentar contra ella. Llévatela en el acto, y cuando se encuentren juntos verás como te ama, porque la índole de las mujeres las inclina a adorar a los que saben mostrarse sus amos. Además, el Libertador no es del todo su marido o mejor dicho lo es sólo de nombre. Lo sé como nadie puede saberlo, yo que he vivido muchos meses constantemente con ellos. Llévatela, Rey, llévatela presuroso si no quieres que te atormente el resto de tus días la desesperación de haberla perdido, y de haberla perdido por tu culpa. -No me rebajaré a confundir las calumnias de esa esclava –dijo Juana irguiéndose orgullosa-; por parte de usted, Olfan, es lo más digno que no la escuche. Muéstrese generoso o mezquino, sea noble o vil. Usted verá como desea que se le juzgue. Y dejándose caer en tierra, se desataron las largas trenzas de sus cabellos para esparcirse en su rostro y en sus brazos, y se puso a sollozar amargamente. -Levantaos, Reina y secad vuestras lágrimas porque nada tenéis que temer de mí. Sólo os pido ocultar el rostro cuantas veces sea posible; mi corazón está destrozado y sería muy cruel hacerle ver con frecuencia lo que ha perdido. Todavía llorosa, pero llena de asombro y de admiración hacia aquel salvaje tan generoso, Juana se levantó colmándolo de bendiciones y palabras de gratitud, mientras Que los tres jefes la contemplaron estupefactos y Soa la injuriaba maldiciéndola. -No, agradecédmelo -dijo Olfan con dulzura-; debo creer que leéis en todos los corazones, habiendo leído correctamente en el mío, a menos que haya sido moldeado a conveniencia vuestra. Como lo exige el momento, dejemos de ocuparnos del amor para no pensar más que en la guerra... Mujer, ¿cuál es el secreto de esa puerta? -Averígualo tú mismo -gruñó Soa-. Es muy fácil de abrir cuando se conoce el resorte... lo mismo que el corazón de una mujer, Olfan. Y si no se consigue descubrirlo, es posible siempre forzarlo... lo mismo que el amor de una mujer, Olfan. Tú que eres tan diestro en conquistar una esposa, no necesitas seguramente de mis consejos para abrir una puerta, y la prueba es que te has negado a escuchar mis advertencias de hace poco, prefiriendo dejarte enternecer a la vista de las lágrimas que debiste secar con besos. Oyendo hablar así a su antigua criada, Juana juró no perdonarla nunca. Pocas mujeres en su lugar, la hubieran podido perdonar, después de soportar por su causa una serie no interrumpida de sufrimientos. -Hermano, húndele la lanza en la garganta hasta que se decida a hablar -dijo Olfan. Entonces, sintiendo la punta del acero contra su carne, Soa dejó de insultar, resignándose a entregar el secreto de la puerta. CAPÍTULO IX EL REGRESO DE NUTRIA Habiendo hecho un breve descanso al pie del glaciar; Nutria se puso a recorrer la cumbre del acantilado en el cual se encontraba. Su objeto era realizar el descenso, con intención de ocultarse hasta que llegara la noche y el momento propicio de entrar en la ciudad, en busca de Olfan. Pronto advirtió que sólo había un camino practicable. La cuesta que acababa de subir en el subterráneo debía ser muy acentuada comprobándolo el hallarse ahora sobre una colina de cerca de cien metros de altura y de tal modo formando un tajo que le pareció imposible bajarla. A su izquierda los escarpados de la montaña eran muy abruptos para que un hombre solo intentara el escalo. A su derecha, un precipicio le impedía el paso. Como el día no estaba muy avanzado, y sabiendo que sería una imprudencia a plena luz volver a la caverna para ensayar la fuga a nado, resolvió proseguir sus exploraciones, en otra dirección, hasta que se hiciera de noche. Al frente, la montaña iba elevándose un poco más gradualmente, pareciendo detener su ascenso en la base del gran picacho, cubierto de nieve, que recibía todas las mañanas las primeras caricias del sol. En ciertos sitios de aquel declive surgían bloques de hielo verdoso, y en otros, parcelas de tierra con algunos arbustos raquíticos, un poco de maleza, hierbas y flores selváticas. Nutria, sentía hambre y se puso a buscar entre la vegetación desmedrada las raíces comestibles, no tardando en encontrar una especie de verdura masticable, la misma que excitara su cólera cuando se la sirvieron por primera vez los sacerdotes y causa indirecta de la pérdida de los rubíes. En esta ocasión no le hizo asco, comiéndolas hasta hartarse, y de nuevo reanudó su marcha ayudado de una gruesa rama, Llegando sin dificultad a la altura que deseaba para divisar la otra vertiente. Aunque el enano no fuese de temperamento contemplativo, el panorama que tenía a la vista le produjo verdadera admiración. Debajo hallábase escalonada la Ciudad de la Niebla con su brillante cinturón de ríos alimentados de continuo por la nieve derretida. En lo alto se erguía el enorme pico, terminando en punta como un dedo que señalara al cielo. Delante, el aspecto del paisaje era más extraño todavía, compuesto de verdes extensiones, cubiertas de nieve, interrumpidas con innumerables peñascos negros. Más allá, a medida que iba bajando el terreno, la nieve se hacía más rara, acabando por desaparecer completamente, siendo reemplazada por vastas praderas, a las que sucedía en seguida un país llano, cubierto de vegetación en apariencia lujuriante. La primera de las extensiones de nieve se encontraba a menos de un kilómetro de la colina que había trepado el enano, pero a varios cientos de pies debajo. Entre el derrumbadero y aquella nieve se extendía un ancho abismo, de bordes tan escarpados que ninguna cabra hubiera podido sostenerse. Sin embargo el precipicio no era absolutamente infranqueable, por atravesarlo una especie de muralla peñascosa, bastante desigual, sirviendo de lecho a un vasto glaciar. Tan singular puente de hielo, espacioso en varios sitios, y estrecho en otros, tenía a uno y otro lado horribles precipicios y en el punto más reducido y más a pico, salvaba la distancia lo mismo que el arco de un puente fabricado por la mano del hombre. El reflejo del sol sobre el hielo no permitió al enano distinguir la solución de continuidad, ni asegurarse de si seguía o no al borde opuesto. Nutria, curioso por naturaleza, quiso comprobarlo. A su alrededor estaban diseminados numerosos fragmentos de roca, en su mayor parte planos, y algunos, que con el pulimento y desgaste de los glaciares, en el transcurso de los siglos, quedaron lisos como losas. El negro eligió uno de estos, avanzando hasta el sitio de donde partía el puente. Aparte de una ligera copa de escarcha, el hielo presentábase unido y compacto, habiendo evitado la acción del viento que la nieve se acumulara. En el caso de fundir el sol la superficie, la helada de la noche volvía inmediatamente a devolverle su aspecto. Un ligero impulso del enano bastó a poner en marcha el bloque de piedra, que unas veces a velocidad muy viva y otras veces moderada, según lo más o menos acentuado del ángulo de deslizamiento, se puso a recorrer la pendiente, dejando detrás una huella verdosa. En una o dos ocasiones creyó verla detenerse, pero no fue así. Al aproximarse la losa a un sitio donde el puente parecía atravesar el abismo sin sostén de ninguna clase, Nutria quiso mirar con más atención para no perder detalle de lo que iba a suceder. La piedra, en una cuesta más pronunciada, deslizaba ahora con rapidez prodigiosa. Durante un segundo o dos pudo suponerla en el vacío y en seguida, al empuje de la velocidad adquirida, remontar la pendiente opuesta. Allí se detuvo ofreciendo al enano, a pesar de su buena vista, el aspecto de un mosquito sobre una estera, -Si alguien hubiese montado sobre esa piedra -pensó Nutria- seguramente que logra atravesar el puente, pero es preciso un verdadero desprecio de la vida para arriesgarse a viajar en tal forma. -Interesado por sus experiencias, Nutria las renovó varias veces seguidas con piedras de diferentes tamaños. Pudo observar entonces que los fragmentos pequeños, al llegar a la parte más estrecha caían en el abismo, mientras que una losa de gran volumen, siendo más pesada, y al adquirir por esto más velocidad, se encontraba proyectada en su impulso al otro lado del puente y consiguiendo así remontar el declive opuesto. Como la tarde avanzaba descendió de la montaña al subterráneo, cuya situación había tenido buen cuidado de retener en su memoria. Ya casi de noche hizo el final del trayecto hasta el antro del cocodrilo, caminando a tanteos, para lo cual su bastón le servía de gran auxilio, permitiéndole guiarse a la manera de un ciego. Con tales precauciones pudo acercarse a la orilla del torrente, inclinándose para escuchar el estruendo del remolino; había anochecido con tanta rapidez que solo vislumbró, de cuando en cuando, algunas crestas de espuma danzando en la superficie. Aventurarse así en plena obscuridad, en medio del oleaje tumultuoso, hubiese sido la mayor de las locuras. Era más práctico esperar en la caverna a que amaneciera. Esto fue lo que hizo, pero al poco tiempo la soledad le angustiaba penosamente. Quiso dormir, sin conseguirlo, porque a cada instante le parecía ver en el fondo del subterráneo dos ojos de fuego mirándole con fijeza, y creyendo oír un cuchicheo; acaso de los muertos, amontonados en aquel lugar horrible refiriéndoles su fin trágico. En otros momentos sintió como si se removiera el cadáver del reptil gigantesco, y siendo muy supersticioso imaginaba que el monstruo iba a resucitar para vengarse. De improviso un terror súbito se apoderó de él; se puso a temblar con todos sus miembros; sus crespos cabellos se erizaron. Acababa de oír, o en todo caso le pareció oír una voz hablándole desde lo alto, y aquella voz era precisamente la de su amo. -¡Nutria! ¡Nutria! -llamaba. No respondió, paralizada su lengua por el miedo. -¿Eres tú, Nutria? -dijo de nuevo la voz. Entonces se decidió a hablar. -Sí, baas, soy yo. Ya sé que has muerto y que me llamas. Concédeme solamente un minuto; voy a desliar mi cuerda y a ahorcarme para reunirme contigo. -Eres muy amable, Nutria -dijo la voz en un tono que se esforzaba por aparecer jovial-, pero no importa, prefiero verte vivo. -Sí, baas, yo también quisiera seguir con vida. Y si continuo vivo, ¿cómo voy a encontrarte, puesto que tú has muerto? -¿Quién te ha dicho que estoy muerto, imbécil? -gritó Leonardo colérico. -¿Entonces, baas, por qué me hablas desde lo alto? Ven a mi lado, que pueda tocarte; eso me tranquilizará. -No puedo, Nutria; estoy atado y dentro de una prisión que cae justamente encima del sitio donde tú te encuentras. Hay un boquete en el suelo y si como dices dispones de una cuerda, tal vez puedas izarte hasta mí. El enano empezara a comprender. Elevando el largo bastón que trajo de su expedición, descubrió satisfecho que podía tocar la bóveda de la caverna. Al cabo de un instante hizo resbalar en hueco la punta del palo. -¿Es aquí baas? -preguntó Nutria. -Es ahí; pero hace falta que arrojes tu bastón a través del hoyo; te repito que estoy atado y, por consiguiente, no puedo cogerle. -Espera un poco, baas; voy primero a atarle la cuerda. -Bueno, apresúrate: me encuentro en peligro. Nutria deslió rápidamente la cuerda sujeta en su cintura, atando con fuerza un extremo en medio del bastón; luego, a metro y medio hizo un nudo bastante ancho para colocar el pie, habiéndose asegurado de la posición exacta de la abertura, arrojaba el palo en el aire para en seguida tirar del cable. -Ya está fijo -anunció en voz baja Leonardo-. Ahora sube, si puedes. El enano, sin perder un segundo, empuñó la cuerda todo lo alta que le fue posible, y se puso a subir a fuerza de puños, lo que no era muy fácil, por estar compuesta de pedazos de cuero muy fino, que le cortaron los dedos al mismo tiempo que la pierna derecha enrollada en la misma cuerda para sostenerse con más comodidad. Al fin logró meter el pie en el nudo, advirtiendo que tenía la cabeza y los hombros dentro del boquete, y que alargando el brazo podía coger el bastón, colocado como un travesaño. El resto no tuvo complicaciones, y de un simple impulso se encontraba junto a su amo. -¿Tienes un cuchillo, Nutria? -Sí, baas, uno pequeño; las dos cuchillas grandes quedaron clavadas en la boca del cocodrilo sagrado. Luego te contaré mi combate. -Sí, sí, Nutria; por el momento acude a lo más urgente. Tengo las manos atadas en la espalda; busca a tientas los lazos y córtalos; dame después el cuchillo para librar las piernas. Cortadas sus ligaduras, se levantó Leonardo estirando sus miembros entorpecidos y dando un profundo suspiro de satisfacción. -¿Dónde está la Pastora, baas? -En el calabozo de al lado, pero no es posible ir en su busca ahora mismo. Démonos prisa porque pronto vendrán los carceleros y hay que prevenirse. -Entonces, vámonos corriendo. He descubierto un paso que conduce a las montañas. -Muy bien, Nutria; pero no podemos abandonar así a la Pastora. Escucha: mis verdugos se figuran que estoy reducido a la impotencia, y de tiempo en tiempo vienen solamente dos hombres para asegurarse de que sigo atado. Cuando vuelvan saltaremos sobre ellos, arrebatándoles sus cuchillos, porque estamos sin armas. Después ya se verá lo que nos conviene. -Entendido, baas; toma mi bastón que es sólido. -¿Y tú? ¿De qué vas a servirte? -No te atormentes, baas. ¿Traen luz los hombres? -Sí. -Entonces en dos minutos voy a tener fabricada un arma. Y desatando la cuerda del bastón, se puso a anudarla en otra forma. -Ya estoy preparado -anunció al instante-. ¿Dónde vamos a apostarnos? -Aquí-respondió Leonardo conduciéndolo al otro lado de la celda-. Nos ocultaremos en la sombra a cada lado de la puerta, y cuando entren los dos sacerdotes y hayan cerrado, basta precipitarse sobre ellos. Una advertencia, Nutria: ¡nada de ruido! -No te preocupes, baas. Primero la sorpresa y el miedo no les dejarán gritar, y después van a quedar mudos. -¡Silencio!-exclamó Leonardo--. Ahí los tienes; prepárate. Se abrió la puerta entrando dos sacerdotes, de los que uno de ellos llevaba un cirio. Mientras que este último, completamente confiado, se volvía a cerrar la puerta, Leonardo, surgiendo de improviso de la sombra, le asestó un bastonazo en la cabeza, tendiéndole a sus pies. Al mismo tiempo, nutria, sin moverse de su sitio, arrojó su lazo con extraordinaria habilidad sobre el otro hombre, hasta apretarle la garganta. Todo el episodio se había desarrollado en menos de veinte segundos. Por suerte el cirio quedó encendido al caer y no tuvieron más que enderezarlo para iluminar a los dos hombres derribados y quitarles los cuchillos y las llaves. Apenas de pie, Nutria retrocedió de un brinco, gritando: -¡Atención, baas! ¡Viene más gente! Leonardo se apartó con viveza, y puede imaginarse su asombro, viendo abrirse la segunda puerta, dando paso a Juana, seguida de Olfan, de Nani, de Soa y de los tres jefes guerreros. Hubo un silencio, interrumpido por uno de los guerreros, que exclamaba: -¡Ved! ¡El dios Jal ha vuelto y reclama ya nuevas víctimas! Y con la mano mostró a los dos sacerdotes tendidos en el suelo. La mayor confusión se había apoderado de todos los asistentes, porque Olfan y Nam, con el ánimo en suspenso, entre el asombro y el espanto, se inclinaban a creer en un milagro, y los tres jefes guerreros miraron a Nutria con el mismo pánico que si se tratara de un fantasma. En lo que toca a Leonardo y a Juana, su emoción, aunque de carácter muy diferente, no era inferior a la de los otros, y la alegría de volverse a ver tan grande y tan imprevista, que no supieron decirse ni una palabra. Una sola entre todos había conservado íntegra su serenidad: esta era Soa. El jefe que la guardaba la abandonó momentáneamente, y aprovechando este descuido de un minuto, la vieja pudo deslizarse silenciosa en la sombra, saliendo sin ser vista por la misma puerta en que hizo su entrada. Un instante después, habiendo escuchado Nutria un golpe detrás de dicha puerta, quiso ver lo que sucedía, y esa alarma fue la causa de que notara Olfan la desaparición de la mujer. -¿Dónde está la hija del gran sacerdote? -preguntó mirando a todos los rincones. -Por lo visto ha huido dejándonos encerrados -respondió con calma el enano. Olfan corrió a convencerse si era cierto lo que decía Nutria. ¡Las dos puertas estaban cerradas! -Eso no tiene importancia; nosotros conservamos las llaves –dijo Leonardo. -No os servirán de nada, Libertador -replicó Olfan-. Esas puertas están ahora sujetas exteriormente por barras de piedra gruesas como mi brazo. Soa se ha ido, sin duda, en busca de los sacerdotes; de un momento a otro van a venir y nos matarán como a ratas cogidas en la trampa. -¡Pronto! -exclamó Leonardo-; no perdamos tiempo. Hay que hundir esas puertas. -Sí, Libertador -respondió Nam en tono de burla-; golpead con vuestros puños, ahuecad las piedras con vuestras lanzas; seguramente conseguiréis abrirlas, ¡vosotros que sois tan fuertes! CAPÍTULO X ¡YA ESTOY RECOMPENSADO, REINA! La desaparición de Soa les puso en la situación más crítica que pueda imaginarse, porque la vieja los odiaba cordialmente, y enterada de todo, iba de seguro a divulgarlo entre los sacerdotes. Era indudable que éstos, por temor de sufrir el yugo de la autoridad militar y para continuar disfrutando de los favores del pueblo, no tendrían escrúpulos en asesinar a sus enemigos. La salvación de los prisioneros dependía únicamente de que pudieran salir del calabozo y presentarse en el templo. Allí, a la vista del pueblo, Juana y Nutria, proclamados de nuevo los verdaderos dioses, recobrarían su poder, porque después de atravesar las puertas de la muerte regresaban a sus lares en todo el esplendor de la gloria. Con terrible encarnizamiento empezaron a atacar las puertas cerradas. ¡Inútil empeño! Al cabo de una hora de repetidos asaltos tuvieron que renunciar a su tentativa. La madera, muy dura, de más de quince centímetros de espesor y sólidamente protegida en el exterior, resistió todos los empujes. Sólo a golpes de ariete hubieran podido conseguir su objeto, pero no encontraron a mano nada que les sirviera con dicho fin. -¡No es posible! -exclamó Leonardo desalentado y arrojando su cuchillo-. La madera tiene la dureza del hierro y se necesitarían semanas enteras para perforarla. Serán también infructuosos nuestros esfuerzos por echar abajo una de las hojas. -¿Y si ensayamos el prenderles fuego, baas? -propuso Nutria. Pusieron en práctica este recurso no logrando otra cosa que producir mucho humo sin daño para las puertas. -¿Qué haremos? Dios mío, ¿qué haremos? -gimió Leonardo consternado. -Se me ocurre una idea, baas. ¿Por qué no bajamos todos a través del boquete? No hay que temer un ataque del cocodrilo sagrado, al que di muerte con mi propia mano, y el subterráneo conduce directamente a la montaña. -¿Y después? -¿Después? ¡Oh! es muy complicado, sin duda alguna, pero como no hay otra solución, vale más hacer la tentativa a quedarse aquí idiotamente esperando que vengan a matarnos. -Tiene mucha razón Leonardo -apoyó Juana-. Muerte por muerte es preferible que sea al aire libre. ¿Qué haremos con Nam? -Nam nos seguirá a todas partes -respondió el inglés con acento huraño-. Es necesario tenerlo siempre a nuestra disposición para cuando llegue la hora de ajustar cuentas. -¿Y usted, Olfan? -preguntó Juana-. ¿Quiere quedarse aquí o venir con nosotros? -Reina -respondió el rey-. !he jurado defenderos hasta lo último, y la acompañaré más gustoso ahora que la vida me es indiferente. Además, mis camaradas y yo somos de vuestra opinión. En vez de dejarnos degollar, si hay una probabilidad de salvación es mucho mejor acogerse a ella que tener la certeza de morir. Todos se dedicaron a hacer los preparativos para realizar el proyecto. Previendo que hasta en el caso de salvarse permanecerían varios días sin poder adquirir alimentos, comenzaron por empaquetar las diversas provisiones que se encontraban el la celda, y que por fortuna eran abundantes. Después, Leonardo, quitando a los dos sacerdotes caídos sus capas de piel de cabra, puso una sobre los hombros de Juana, envolviéndose él en la otra para protegerse del frío en la montaña. Por último, como medida de precaución contra Nam, le ataron las manos en la espalda, arrebatándole su cuchillo. Dispuestos ya a la fuga, Nutria volvió a atar la cuerda en el palo, bajando rápidamente a la caverna. Había que apresurarse; la tropa de sacerdotes empezaba a golpear con vigas contra las puertas, obstruidas por los sitiados con todos los enseres del calabozo. -¡Pronto, Juana! -gritó Leonardo-, siéntese en ese nudo y sostenga la cuerda; va usted a descender. De prisa, porque no tardarán en hundir las puertas. Un instante después se encontró junto a Nutria, que con una vela en la mano esperaba abajo. Leonardo se le reunía en seguida. -Dime, Nutria -preguntó el inglés-; ¿no has visto las piedras rojas, que según se cree trajo un sacerdote a la caverna? -Encontré un saco junto al cadáver de un sacerdote -dijo el enano con indiferencia-, pero creyendo que contenía provisiones en mal estado, no quise detenerme a registrarlo. Aunque estuvieran allí los rubíes, ¿de qué nos servirían ahora? -De nada; pero nos servirían de mucho si lográramos salir de aquí. -Sí, baas, si conseguimos salir de aquí -dijo el enano que pensaba en el puente de hielo-. Podemos recogerlos al paso. En aquel momento, Nam, que había descendido con el rey y los jefes, apareció en medio de ellos, mirando con curiosidad, no desprovista de temor, aquella sombría caverna donde nadie tuvo nunca la temeridad de aventurarse. -Hay que darse prisa, Libertador -dijo el rey-; la puerta está a punto de hundirse. Un crujido siniestro anunció que cedía por fin al empuje de los asaltantes. A fuerza de sacudir furiosamente la cuerda, Nutria conseguía que deslizara una de las puntas del bastón, que vino a caer a sus pies. -No conviene dejarlo -dijo-; hubiera servido para que se reunieran con nosotros. Además, puede sernos útil todavía. Le interrumpió la llegada de uno de los perseguidores que asomaba la cabeza en el boquete. Nam apresuróse a aprovechar la ocasión para advertirle. -Los dioses falsos se fugan por el subterráneo que conduce a la montaña -les gritó-, y el rey falso les acompaña. No os preocupéis de mí, pero seguidlos y matadlos a todos. Ya no hay peligro, porque la Sierpe ha muerto. Profiriendo una exclamación rabiosa, Nutria le asestó en plena mandíbula un terrible puñetazo que le hizo caer de espalda; pero había acudido tarde, oyéndose una voz responder: -Te hemos oído, padre; vamos a buscar cuerdas y nos precipitaremos en sus huellas. Sin perder un instante, los fugitivos se pusieron en marcha. Al pasar junto al sitio donde Nutria viera por primera vez al cocodrilo, dijo a su amo: -Aquí estaba el saco, baas. Inclinándose sobre el cadáver del sacerdote, desprendió el cordón que retenía el saco, entregándolo a Leonardo. A pesar del apresuramiento de su marcha, el inglés no pudo resistir al deseo de examinar el contenido; Un grito de alegría escapaba de sus labios, cuando en el fondo de la bolsa aparecieron centelleantes los enormes rubíes y los preciosos zafiros, despidiendo mil reflejos a la luz de la vela. -¡El tesoro! -exclamó-. A última hora la suerte nos sonríe y favorece. -¿Es pesado el saco? -preguntó Juana. -No lo sé... Siete a ocho libras quizás... Píenselo un poco; ¡siete a ocho libras de piedras preciosas! -Entonces, démelo; no tengo nada que llevar y vale más que usted marche con las manos libres. -Es cierto -respondió Leonardo dándole el saco. A los quince minutos llegaron a la desembocadura del subterráneo, y después de deslizarse entre los bloques de hielo, alcanzaban el flanco de la montaña. Por desgracia, la luna se había ocultado entre nubes, lo que sucede con frecuencia en aquel país al comienzo de la primavera. Ante el temor de extraviarse en la oscuridad o de caer en un precipicio, decidieron demorar su ascensión hasta la mañana siguiente. Tras una breve consulta se dedicaron a tapar y obstruir la abertura del subterráneo; es decir, los intersticios que se encontraban entre los bloques de hielo, amontonando masas de nieve congelada, guijarros y algunas gruesas piedras que tuvieron la suerte de encontrar en las inmediaciones, porque la oscuridad no permitía alejarse. Durante su trabajo oyeron las voces de los sacerdotes, hablando detrás de la barricada, y creyendo el ataque inminente duplicaron sus esfuerzos, pero a los pocos minutos se hizo el silencio, lo que les causó viva sorpresa. -¿Se han ido? -preguntó Leonardo-. ¿Van a trepar en el acantilado por otro camino y cortarnos el paso? -No lo piense usted, Libertador -respondió Olfan-. Creo que no existe otro. Es más probable que vayan en busca de vigas y postes para demoler el muro de hielo. -Perdón, rey; que yo sepa, hay otro paso -afirmó uno de los jefes-. Lo conozco bien por haberlo recorrido de mozo con frecuencia; Iba allí en busca de flores de nieve para la mujer que entonces cortejaba. -¿Sabrías encontrarlo ahora, hermano? -preguntó ansiosamente Olfan. -No olvido nunca los caminos por donde he pasado -replicó el jefe-. Sólo te prevengo que es muy difícil y escabroso. -Contestad, Pastora -dijo Olfan después de un instante de reflexión-. ¿Queréis que tomemos a este hombre por guía y bajar a la ciudad? Allí encontraremos amigos entre los guerreros y con su auxilio será fácil combatir contra los sacerdotes. -No, no -protestó Juana con vehemencia-. Prefiero morir aquí a hacerme asesinar en la ciudad. Vaya usted si es su deseo, Olían; nosotros intentaremos salvamos como Dios quiera. -No puedo abandonaros, reina, ligado como estoy por un juramento -replicó el rey con orgullo. Dirigiéndose al jefe, agregó: -Escucha, hermano; desciende por el camino de que hablas, si crees poder seguirlo en la oscuridad, y cuando encuentres ayuda vuelve en nuestro socorro; hasta entonces, con el auxilio de tus dos camaradas, me esforzaré por mantener en respeto a los sacerdotes. Quizás habremos muerto cuando tú regreses. Sin responder una palabra, el hombre estrechó la mano de Olfan y de los otros dos jefes, y saludando a Juana desapareció en las tinieblas. Leonardo y sus compañeros quedaron vigilando la salida del subterráneo. Sus capas de piel de cabra les fueron muy útiles, porque a la proximidad del alba la atmósfera llegó a ser tan glacial, que les hizo levantarse y pasear de un lado a otro para que no se helaran los pies. Juana supo aprovechar la velada refiriendo a Leonardo todo lo ocurrido durante su ausencia. Cuando terminó su relato, el inglés fié en busca de Olfan y le dijo estrechándole la mano: -Le doy repetidas gracias por su conducta. ¡Ojalá se muestre la fortuna tan generosa con usted, como usted lo ha sido con nosotros! -No hay que hablar de eso, Libertador -interrumpió Olfan con vivacidad-. Sencillamente no he faltado a mi palabra y cumplido mi deber, aunque el deber resulte en ocasiones muy amargo -agregó dando un suspiro después de mirar a Juana. Leonardo no respondió nada; se hizo la misma pregunta que otras veces, admirado de la grandeza de ánimo del monarca salvaje. No se explicaba cómo pudo en circunstancias tan crueles dominar su pasión, hasta el extremo de ofrecer en sacrificio, al mismo tiempo su vida y su trono; y todo esto para proteger a una mujer causante de sus grandes amarguras y que le volvía la espalda en busca de un rival más afortunado. Por fin, a las primeras luces de la aurora, empezó a teñirse de rosa la cumbre nevada del alto pico que se erguía sobre ellos, y se oyeron nuevos clamores en el subterráneo, donde a través de las hendiduras subsistentes en su burda fortificación, iban y venían resplandores de antorchas. Los sacerdotes, retardados sin duda por la necesidad de volver en busca de las vigas y por la dificultad de subirlas, reanudaron el asalto. Golpes sordos, procedentes del interior, sobre el muro de hielo, anunciaban a los defensores que el enemigo quería abrir una brecha. -La claridad del día aumenta, Libertador -dijo Olfan con calma-. Creo que ahora puede usted emprender la marcha sin peligro. -¿Qué hacemos de este hombre? -preguntó Leonardo designando a Nam. -Hay que matarle -declaró Nutria. -Todavía no -replicó Olfan. Y el rey, cogiendo la lanza que había abandonado al partir el tercer jefe para caminar con más soltura, agregó: -Tomad esto y con la punta podéis hacerle avanzar, y si nosotros somos arrollados por los sacerdotes, quizás consigáis vos rescatar la vida a cambio de la suya. Si rechazamos a todos asaltantes y vosotros os ponéis a salvo, haced con él lo que os parezca. Ahora despidámonos -terminó Olfan con la misma calma-. Vosotros, hermanos, amontonad más hielo y todas las piedras que encontréis. El muro cruje y se quebranta. Leonardo y Nutria estrecharon en silencio la mano del rey, pero Juana no podía abandonarle en igual forma, porque en presencia de tan asombrosa generosidad se hallaba conmovida hasta lo más profundo de su corazón. -Perdóneme –balbució -si le hice sufrir, y si además de este sufrimiento va usted por mi causa quizás a perder la vida. -Si he sufrido, Reina, no os lamentéis de ello, y si debo sucumbir será sonriendo, porque se cumple mi más ardiente deseo. ¡Hago votos pidiendo que salgáis de este país sana y salva con las piedras que tanto os agradan! Ruego a todos los dioses que vos y el Libertador veáis la unión bendita durante muchos años, y cuando seáis viejos, dedicad de vez en cuando un pensamiento piadoso a este salvaje que os adora y que sacrifica su vida por salvaros. En los ojos de Juana brotaron las lágrimas, y de un impulso espontáneo cogió la mano del gigante llevándola a sus labios. -¡Ya estoy recompensado, reina! Creo que vuestro marido no tendrá celos. Ahora marchad, marchad pronto. Un pedazo de muro se desmoronó en aquel instante, apareciendo en la abertura la cara lívida y feroz de un sacerdote. Dando un grito, Olfan, de una lanzada le hizo caer en tierra. Los dos jefes acudieron en seguida con piedras gruesas para obstruir la brecha. Entonces Juana, Leonardo y Nutria se pusieron rápidamente en marcha hacia la cumbre de la montaña. El enano hacía que Nam caminara delante, colmándole en tal forma de golpes y de maldiciones, que el viejo, se dejó caer gimiendo. -Levántate, canalla -dijo Leonardo viendo que eran infructuosos todos los esfuerzos de Nutria. -En ese caso, Libertador, es preciso que me desaten los brazo -replicó el gran sacerdote-. Me siento muy débil y no tengo fuerza para continuar subiendo con las manos atadas en la espalda. ¿Qué vais a temer de un anciano desarmado? Y Leonardo, estimando que ya era poco peligroso, consintió en cortar los lazos que le oprimían. Poco tiempo después llegaron a divisar el puente de hielo y los vastos espacios cubiertos de nieve que se extendían más allá. CAPÍTULO XI EL TRIUNFO DE NAM -¿Qué camino vamos a seguir ahora? -preguntó Juana-, ¿Tenemos que bajar al fondo de ese precipicio? -No, Pastora -respondió Nutria-; mire ese puente allá abajo. Y extendió el brazo para mostrar la estrecha faja de hielo y de roca que atravesaba el enorme barranco. -¿Un puente? -repitió Juana-; ¿pero no ve usted que es imposible atravesarlo? Es un declive resbaladizo y cortado a pico. -¡Qué cosas se te ocurren, Nutria! -intervino Leonardo-. ¿Has perdido la cabeza y quieres hacer perder las nuestras? ¿Cómo se va a caminar sobre ese hielo? A los diez metros caeremos al abismo. -Fíjese, baas, es muy sencillo; basta que cada uno de nosotros monte sobre una de esas piedras planas como losas que abundan en estos lugares, y después la piedra hará lo demás. Lo sé, porque ya he realizado la tentativa. -Es incomprensible lo que me cuentas. ¿Tú dices que has ido al otro lado montando un peñasco? -No, baas; pero empujé varias piedras, y sólo las más pequeñas cayeron al llegar en medio donde quizás haya una brecha. Cuando la losa es bastante pesada, continúa su trayecto hasta el lado opuesto. -¡Palabra de honor! -replicó Leonardo-. Es un género de tobogán como nunca se ha visto otro semejante. ¿Y es el único remedio? ¿Lo crees así? -Creo que no hay otro, baas, a menos de tener alas como los pájaros. Lo que te advierto es que si decides intentar la suerte, conviene hacerlo pronto, porque los sacerdotes no tardarán en atraparnos. Si quieres quedar aquí en acecho para que no nos sorprendan, yo voy a buscar las piedras. -¿Y ese hombre? -preguntó Leonardo indicando a Nam que, caído de nuevo sobre la nieve, parecía desmayado. -Guárdalo todavía un poco, baas. Tal vez lo necesitemos si llegan los sacerdotes. En el caso contrario, tendrá una breve conversación conmigo antes de irnos. Leonardo subió sobre una eminencia, a veinte pasos de allí, y Nutria fue, como había dicho en busca de piedras apropiadas para realizar su audaz tentativa. Juana se había sentado en una peña, con la espalda vuelta al puente de hielo, cuya sola vista la hacía estremecer. En uno de sus movimientos el saco colgado en su cuello le tropezó en las rodillas y las piedras resonaron. Queriendo apartar de su ánimo la idea obsesionante de la nueva prueba en perspectiva, al mismo tiempo que satisfacer una legítima curiosidad, se puso a examinar las joyas. Abierto el cuello del saco introdujo la mano, retirando una a una las enormes gemas que fue colocando sobre la peña, junto a ella. Un momento después veía reunida la más prodigiosa colección de rubíes y de zafiros que pueda imaginarse, y como le hubiese ocurrido a cualquier otra mujer en su lugar, la contemplación de tantas maravillas la sumergió en tal éxtasis, que olvidaba todo para admirarlas. En su olvido, hasta había olvidado la presencia de Nam quien, abrumado por la fatiga y la desesperación, yacía, como hemos dicho, en aparente desmayo a pocos pasos de ella; de modo que no le vio levantar con suavidad la cabeza para mirarla con sus ojos fríos y crueles, y deslizarse en la nieve poco a poco hasta llegar muy cerca de Juana. A cada avance se detenía para observar de nuevo, pero la joven, ocupada ahora en guardar las piedras en el saco, no se daba cuenta de la estratagema de Nam. Cuando las tuvo todas recogidas, dio un triste suspiro por no poderlas admirar más tiempo, y apretando el cordón de cierre de la bolsa de cuero se disponía a colgarla en su cuello. En tan preciso instante, un grito de sorpresa y de espanto escapó de sus labios; una mano descarnada y rugosa por la vejez, acababa de surgir súbitamente y con la rapidez del águila que agarra su presa, le arrancó el saco con fuerza brutal. Aún no repuesta de su asombro, ya Nam, llevándose el tesoro, corría a toda la velocidad que le permitieron sus piernas. Al oír el grito de la joven, y viendo la huída del gran sacerdote, Leonardo y Nutria se precipitaron a su encuentro para cortarle el paso. La verdadera intención de Nam no era la fuga. A unos cuarenta metros del sitio donde Juana estuvo sentada, se erguía un promontorio de rocas al borde y dominando el abismo, y hacia allí se dirigió. Al llegar a lo alto se detuvo, viéndose obligado a hacerlo a menos de caer al fondo de un precipicio de más de trescientos metros. Dando cara a sus perseguidores, que estaban ya en la base de la eminencia, les gritó: -Si dais un paso más arrojo el saco al derrumbadero y podéis decirle adiós para siempre, porque nadie ha conseguido escalar este tajo, y hay un torrente en el fondo. Leonardo y Nutria se detuvieron aterrorizados al pensar que tal vez iban a perder nuevamente las piedras preciosas. -Oyeme bien, Libertador -prosiguió Nam-. Tú has venido a mi país para apoderarte de estas bujerías, ¿no es cierto? Ahora, al encontrarlas, quisisteis huir con ellas, ¿verdad? Pero antes de marchar deseas matarme, en venganza a que yo demostré al pueblo que erais unos impostores y que estuve a punto de inmolaros a los verdaderos dioses cuyo templo habéis profanado. Las piedras rojas que tanto codicias están en mi poder; no tengo mas que entreabrir los dedos y serán irremediablemente perdidas para todo el mundo. En vista de esto, respóndeme: ¿Juras si te las entrego concederme la vida y dejar que obre como me parezca? -Sí, lo juramos -respondió Leonardo de modo espontáneo, no sabiendo reprimir su ansiedad-. Vuelva, Nam, no le haremos daño; pero si tiene usted la desgracia de arrojar las piedras en el precipicio, no dude de que irá usted a reunirse con ellas. -¡Vos lo juráis! -repitió el gran sacerdote en tono despreciativo-. Seréis lo bastante bajos para sacrificar vuestra venganza a vuestra codicia, ¡oh, hombre blanco de corazón magnánimo! ¡Muy bien! Yo seré más fuerte que vosotros, porque poseo la nobleza de alma que os falta, y voy a sacrificar mi vida para frustrar vuestros deseos. ¿Dejarme arrebatar por dos ladrones blancos y un vil enano negro, el tesoro antiguo y sagrado del Pueblo de la Niebla?.. ¡Nunca! Os hubiera exterminado a todos si me dan tiempo, pero me satisface no haberlo conseguido, y así puedo ahora castigaros más duramente que con la muerte. ¡Que las maldiciones de Aca y de Jal os persigan a todas horas, perros vagabundos! ¡Que os veáis obligados a vivir como proscritos ya morir en la miseria! ¡Que vuestros padres, vuestras madres y vuestros hijos escupan sobre vuestras osamentas como lo hago yo mismo!... Y sacudiendo hacia ellos su puño libre, escupió en la misma dirección; después, con un movimiento brusco, se arrojaba de espalda desde lo alto del promontorio y desaparecía en el abismo, llevándose el tesoro. ***** Durante varios minutos quedaron como petrificados los tres testigos del drama, sin poder apartar sus miradas del sitio donde desapareció el gran sacerdote. Juana se desplomaba sobre la nieve sollozando. -¡Es por mi culpa! -gemía-, enteramente por mi culpa. No hace más que un momento estaba enorgullecida de haber conquistado una fortuna, y ahora todo se ha perdido. ¡Decir que todas nuestras angustias y tormentos no sirven de nada! ¡Decir que va usted a seguir tan pobre como antes, Leonardo!... ¡Oh, es muy triste!... ¡Verdaderamente muy triste!... -Ve allá arriba, Nutria -ordenó Leonardo con voz ahogada, señalando al promontorio donde Nam se había arrojado en el precipicio-; ve y observa si hay algún medio de bajar al fondo. El enano obedeció y regresaba a los pocos minutos, haciendo signos negativos con la cabeza. -Es imposible, baas -declaró-, la roca a pico cae tan recta como si la hubiesen cortado con un cuchillo, y además de eso, es verdad lo que dijo el viejo hechicero: hay un torrente en el fondo y se oye desde allí el estruendo del agua. ¿Por qué no le distes muerte en seguida? ¡Yo no dudé que nos traería la desgracia!... ¿Cómo remediarlo, baas? Las piedras brillantes están perdidas y no volveremos a recuperarlas nunca...Vamos ahora a tratar de salvar nuestra piel, que después de todo es mucho más preciosa. Ayúdame un poco, báas; he desprendido dos bloques planos que son admirables; uno grande para ti y la Pastora, pues ella tendrá miedo de hacer sola el viaje, y otro más pequeño para mí. -Cálmese Juana y no desespere -dijo Leonardo deteniéndose y colocando una mano dulcemente sobre el hombro de la joven -. Los rubíes se han perdido para siempre y no hay que llorarlos más. Otras preocupaciones importantes reclaman nuestra atención. -¡Oh!-exclamó Juana-. Usted dice eso porque no las ha visto; de otro modo no se consolaría nunca en toda su vida. Leonardo, mirando con angustia el aterrador puente de hielo que era necesario atravesar para librarse de sus enemigos, replicó con hosco acento: -Si como usted dice llego a contemplar las piedras y a perder las en seguida, creo que mi aflicción no hubiera durado mucho tiempo... Atienda a otra cosa, Juana. Vamos a tendernos sobre una losa que, según, afirma Nutria, nos transportará al otro lado del precipicio. -¡Nunca podré! ¡Nunca podré! -balbució la joven-. Estoy segura que perdería el conocimiento y caeré en el abismo. -No hay otro recurso, Juana; atravesar el puente o volver a la Ciudad de la Niebla. -Muy bien; consiento, pero aunque sé por anticipado que me costará la vida, lo prefiero a quedar en manos de los horribles sacerdotes. ¡Qué me importa lo que suceda habiendo perdido los rubíes! -¿Es sólo los rubíes lo que le interesa, Juana? -Créame, Pastora -intervino Nutria-, es en realidad bastante sencillo, aunque parezca muy difícil. Todo lo que se pide es tenderse sobre la piedra y cerrar los ojos; la losa la conducirá adonde debe ir. Yo no tengo miedo, y para mostrar el camino partiré el primero. Si el enano negro puede pasar al otro lado, no hay inconveniente en que le sigan los blancos, que son más bravos. Antes de salir te ataré, Libertador, mejor dicho, a los dos juntos; así se sentirán en más seguridad. Nutria arrastró las dos piedras hasta el límite extremo del puente, y después de atar uno contra otro a Leonardo y Juana, quiso ocuparse de sus propios preparativos. -Acuérdate bien de lo que te digo, baas; no tienen más que acostarse boca abajo sobre la losa y darle un ligero impulso con la lanza antes de que lleguen a advertirlo estarán a mi lado. A pesar de su extraordinaria valentía, el enano no pudo librarse de temblar al situarse sobre su bloque de piedra, y un breve estallido de risa nerviosa rozó sus labios. -Ahora, baas -explicó empuñando los bordes de la piedra con sus gruesas manos-, cuando te avise, empuja ligeramente y verás de qué manera un negro, pájaro, sabe volar. Aproxima tu cabeza a la mía, baas. Leonardo hizo lo que le pedía el enano, y éste murmuró a su oído: -Como los accidentes mortales se producen en las rutas más seguras, deseo decirte, baas, por si acaso no nos volvemos a ver, que me remuerde la conciencia de haberme portado tan mal allá abajo, pero me idiotizaron en aquel maldito palacio, y luego, la niebla me hacía ver todo al revés... No me respondas y empuja pronto, porque ya siento escalofríos. Impulsando la losa con una mano Leonardo la hizo poner en marcha, primero lentamente, después más deprisa, acabando por alcanzar tal velocidad, que producía, deslizando sobre la superficie lisa del hielo, un zumbido semejante al de un ave batiendo sus alas. A los pocos segundos llegó a la parte baja de la pendiente y se puso a remontar la sueva inclinación que le sucedía, tan despacio como si fuera a detenerse. Sin embargo, atravesando la cresta, se hizo invisible un momento en un hueco, para presentarse de nuevo, a la vista de Leonardo y de Juana, en lo alto de la segunda cuesta, mucho más acentuada que la primera. Entonces, lo mismo que una flecha desprendida de su arco, descendía la parte más estrecha del puente, de conformación análoga a la de una avispa muerta, tendida patas arriba. Desde lejos, la faja de hielo no les pareció más ancha que una hebra de plata y Nutria y la piedra, tenían el aspecto de una mosca posada sobre el hilo. De improviso, Leonardo vio el rastro de roca y su viviente fardo, deslizando a velocidad inaudita y levantarse como si dieran un salto en el aire, para reanudar su carrera sobre el plano inclinado que correspondía a la garganta de la avispa y en seguida disminuir la marcha hasta detenerse completamente. . Leonardo consultó su reloj que tenía en la mano; el trayecto se había efectuado, exactamente, en cincuenta segundos, y la distancia recorrida no debía ser inferior a ochocientos metros. Juana tuvo tapados los ojos con la mano para no ver el final de la fantástica prueba de Nutria. -Mírele ya -le dijo Leonardo-; ¡ha llegado sano y salvo! Y mostró la figura del enano, que -bailaba de alegría sobre la altura cubierta de nieve, frente a ellos. Al mismo tiempo oyeron su voz, a causa de propagarse muy lejos los sonidos en aquellas soledades, pareciéndole distinguir las palabras: -Ven, baas; ya ves que es fácil. Estoy muy contenta de que haya salido bien del trance -murmuró Juana con voz débil-. Como ahora nos toca a nosotros, le ruego, Leonardo, que me ate un pañuelo en los ojos; no tengo valor para mirar el precipicio. La cabeza del coloso no era nada en comparación con esto. Leonardo hizo lo que le pedía, recomendándole nuevamente que no tuviera miedo. -¡Oh, sí, me da mucho miedo! -gimió Juana-. ¡Nunca en mi vida he sentido tanto pánico!... ¡Lástima que por mi culpa se perdieran las piedras preciosas!, Leonardo, ¿me perdonará usted alguna vez el haber estado tan torpe? Con mucha frecuencia traté a usted injustamente, aunque el orgullo no me permitiera reconocerlo. Ahora que estoy a punto de morir le suplico que me disculpe. Espero que conservará usted un agradable recuerdo de mí cuando ya no exista; juro que le amo de todo corazón y con toda mi alma. Las lágrimas ardientes, deslizando bajo su venda corrieron en sus mejillas. -¿Por qué me habla usted de ese modo, amada mía? -le preguntó abrazándola cariñosamente-. Iremos atados juntos, como ya estamos, y si usted muere, yo moriré también. Juana, no se desmoralice en el momento crítico, usted que ha sido tan valerosa hasta el presente. -Sí, pero es la pérdida de los rubíes lo que me atormenta –balbució sollozando - ; es a causa de las piedras preciosas... Me creo que acabo de cometer un verdadero crimen. -¡Oh, no se preocupe más de los rubíes! - exclamó Leonardo -. Ya hablaremos de eso más adelante. Y la condujo suavemente hacia la losa. Antes de que se tendieran, pues sólo estaban unidos en la cintura, oyó Leonardo el rumor de pasos amortiguados en la nieve, y volviendo la cara vivamente tuvo la sorpresa de ver a Soa corriendo hacia ellos. Soa casi desnuda, herida de una lanzada, con los ojos de espanto de una loca. -¡Atrás! -le dijo con voz dura-; de lo contrario... Y levantó su lanza con ademán amenazador. -¡Oh. Pastora! -sollozó la vieja-. Lléveme, Pastora, sin usted no podré vivir. -Ordénele que se marche -dijo Juana que había reconocido su voz-: no quiero verla. -Ya ha oído usted, Soa, lo que dice su ama... Espere un minuto. ¿Qué ocurre en el subterráneo? Dígame la verdad. -No lo sé. Libertador; cuando he partido, Olfan y su hermano hacían frente todavía a los sacerdotes en la entrada de la caverna. Ellos estaban ilesos, habiendo sucumbido un jefe guerrero. Al pasar me hirieron con sus lanzas. Y mostró la llaga que tenía en el costado. -Si resisten un poco más les llegará a tiempo el socorro –murmuró Leonardo. En seguida se tendió de bruces, sobre la ancha piedra, junto a Juana. -Vamos a partir -le dijo -: aguántese firme con la mano derecha, y no suelte presa, o de lo contrario resbalaremos los dos. -¡Oh!, lléveme, Pastora; lléveme con usted... Le prometo ser buena…y tan adicta y leal como en otro tiempo - chilló la voz desesperada de Soa. -¡Sosténgase firme! -recomendó otra vez Leonardo a la joven. Apretando los dientes, desprendió su brazo derecho con el cual había, sujetado hasta entonces a Juana por la cintura, cogiendo la lanza por el mango y después de apoyar la ancha hoja sobre una roca que se encontraba detrás de ellos, se puso a empujar con fuerza. Al cabo de un instante sintieron removerse el bloque de piedra, y poco a poco con la majestuosa lentitud de una nave en su botadura, emprendía la marcha sobre el hielo. De improviso, en el momento de advertir Leonardo, por primera vez, que la velocidad se aceleraba, oyó detrás un rumor al mismo tiempo que una mano asía fuertemente su pie izquierdo. Crispó sus dos manos sobre el borde delantero de la piedra, y aunque tuvo la impresión muy clara de estar sujeto en el tobillo, apenas sentía estirada la pierna. CAPÍTULO XII LA TRAVESÍA DEL PUENTE Levantando la cabeza con mil precauciones y dirigiendo un vistazo por encima del hombro, Leonardo tuvo así la explicación del misterio. Atormentada por la demencia y por la adhesión profunda que tenía a su ama, a pesar de haberla traicionado y ultrajado, Soa quiso arrojarse sobre el bloque de piedra al verlo moverse. Era tarde para esto, por empezar ya el deslizamiento, pero la vieja se agarró desesperadamente a lo primero que encontrara a mano, o sea el tobillo del inglés. De este modo se puso en ruta para emprender el terrorífico viaje, con la diferencia de que mientras los jóvenes descansaban en la piedra, ella iba a remolque, rozando el hielo con su pecho. Cuando comprendió en qué horrible situación se encontraba Soa, tuvo Leonardo un primer impulso de piedad, duradero el espacio de un relámpago, porque se imponía a toda otra consideración el pensamiento del peligro propio. Como sucediera con Nutria, la velocidad fue en aumento mientras recorrieron la pendiente larga, moderándose poco a poco a la primera subida, hasta el extremo de que en los últimos diez metros, pareció que no llegarían a lo alto. Entonces, escuchando tan sólo el instinto de conservación, se puso Leonardo a agitar con furia las piernas para librarse del peso de Soa que amenazaba arrastrarles a una catástrofe fatal. La vieja, se había agarrado a semejanza de la hiedra en el roble. Y el inglés tuvo que volver a quedarse quieto ante el temor de desviar el trineo. En la cumbre de la cuesta, la piedra produjo la ilusión de estar parada, pero pronto volvía a descender la otra pendiente más corta ( la misma en que perdieron de vista a Nutria), a la que sucedió una subida bastante suave. Dejando atrás aquella segunda cresta, Leonardo quiso mirar hacia adelante, descubriendo que estaban al principio de un nuevo descenso de cuatrocientos a quinientos metros, de tal manera abrupto que de hallarse cubierto de nieve en lugar de hielo, hubiese sido difícil sostenerse en pie. La calzada de hielo, en el espacio que recorrían ahora, era de un ancho de cincuenta pasos, por lo menos, pero iba estrechándose hacia abajo hasta no llegar a ser más que una gran aguja blanca, cada vez más fina y truncándose bruscamente. La velocidad, que adquirieron en el terrible descenso fue tan grande, que hubiera podido, sin exageración, compararla a la de un águila cayendo sobre su presa, y por otra parte, como a una marcha tan vertiginosa no se sentía ni el roce de la piedra sobre el hielo, Leonardo tuvo la impresión de caminar literalmente en el vacío. Ya la mitad... las dos terceras partes de la distancia estaban recorridas. Los ojos de Leonardo, momentáneamente cerrados por el espanto, expresaron verdadero horror al abrirse de nuevo y ver lo que tenía delante. El puente cada vez de menos anchura, se estrechaba de tal modo, a cincuenta metros más abajo, que casi sólo cabía el bloque movedizo apareciendo a los dos lados el insondable abismo donde Nam se precipito con los rubíes. Pero no era eso todo; llegada a su punto más exiguo la faja de hielo se interrumpía en un recorrido de tres metros a tres metros y medio, reformándose luego para continuar durante varios metros a un nivel ligeramente más bajo y remontar en seguida, en declive rápido hasta la cima cubierta de nieve donde Nutria les esperaba a salvo. Leonardo, a quien la violencia del aire había acabado por cortar la respiración, conservaba la comprensión muy clara de su extraordinario viaje, a pesar del loco espanto que empezó a dominarle. Involuntariamente sus ojos, desorbitados por la angustia, se fijaron en los abismos pavorosos abiertos a derecha e izquierda, preguntándose qué ley desconocida de física podía mantener su trineo en equilibrio sobre la estrecha faja de hielo sin que cayera en el precipicio. Ahora la brecha no estaba más que a pocos pasos delante de ellos. Sus labios se entreabrieron para murmurar con fervor desesperado un supremo «¡Dios nos proteja!», pero aun no tuvo tiempo de pronunciarlo, cuando abandonaron la ruta de hielo, quedando suspendidos en el espacio, como si la piedra fuese una bestia viviente, y ante la inminencia del peligro concentrara toda su energía en un último impulso. ¿Qué sucedió exactamente? Leonardo nunca pudo decirlo y Nutria juraba que «su corazón, saltando fuera del pecho, se le interpuso delante de los ojos» no dejándole ver nada. Antes de que llegaran a la otra punta de hielo -es decir, para hablar con propiedad, mientras estaban en el espacio -Leonardo oyó un grito horrible y desgarrador, sintiendo tan violenta sacudida que sus manos soltaron el borde de la piedra momentáneamente. A continuación se produjo un choque, mucho menos brutal de lo que imaginara, y al instante subieron la superficie helada del declive opuesto, y ya en lo alto, deslizaron fuera del bloque que proseguía su carrera como lo hubiese hecho un caballo después de desmontar a su jinete. Leonardo observó que el frotamiento del hielo le quemaba como un hierro candente; sentía también libertado su tobillo de la mano crispada que le oprimía, y en los minutos que siguieron perdía la noción de las cosas por estar desvanecido. Al recobrar el conocimiento oyó la voz de Nutria que le gritaba: -No se mueva; sobre todo no se mueva, baas, ahora vengo. Aquella advertencia imperiosa acabó por despejar sus sentidos y habiendo alzado un poco la cabeza pudo comprobar la situación en que se encontraban. La fuerza con que fueron arrojados hacia la cumbre de la cuesta, llegó a transportarles en la proximidad del sitio exacto donde concluía el hielo empezando la roca y la nieve. Diez metros apenas los separaban, pero esos diez metros aparecían cubiertos de una alfombra de hielo, de tal modo lisa y de tal modo abrupta que ningún ser humano hubiera podido nunca atravesarla. Detrás de ellos, la pendiente continuaba durante unos quince metros hasta su encuentro con el plano inclinado que conducía a la brecha del puente. Fue sobre aquella superficie de hielo, pulimentada como un espejo donde quedaron en suspensión, haciendo que Leonardo se preguntara por qué no deslizaban de nuevo en retroceso, hasta abajo de la cuesta, a sucumbir fatalmente, puesto que sin cuerdas ni las herramientas necesarias ningún hombre hubiera podido realizar el escalo. No tardó en darse cuenta de que se debía a una circunstancia casual, aunque estuvo siempre inclinado a atribuirlo a una intervención directa de la Providencia. Se recordará que en el instante de la partida, y para poner el bloque en movimiento, Leonardo se había servido de la lanza que le cedió Olfan. Efectuado el impulso de la piedra, puso la lanza debajo de su cuerpo, pensando que si por milagro escapaban de la nueva prueba acaso volviera a serle útil. Cuando cayeron fuera del trineo, deslizando sobre el hielo en virtud del empuje recibido, y a causa de la velocidad estupenda del avance, la lanza, obedeciendo a las mismas leyes de la inercia, los había acompañado, pero siendo más ligera quedó más abajo, por la misma razón que la piedra, siendo de más peso fue hacia adelante. Precisamente debajo de la cima, y a poca distancia había una hendidura en el hielo, donde el arma llegó a clavarse, debido a que el peso de la punta de hierro la hizo resbalar verticalmente. Después que los cuerpos inanimados de Leonardo y de Juana subieron en la cuesta hasta el límite que lo permitía la fuerza del impulso, ahora vencido, comenzaron a deslizar de nuevo en dirección inversa, como era de esperar, de acuerdo con las leves de la gravedad. Fue entonces cuando por la más milagrosa de las circunstancias, la lanza, fija en la hendidura de hielo, donde se había introducido, los salvó de una muerte cierta e inevitable, porque sus dos cuerpos, pasando el uno a la derecha v el otro a la izquierda, se encontraron detenidos por el mango del arma que enganchó la cuerda en la cual estaban atados juntos. Todo aquello lo iba descubriendo Leonardo, progresivamente, al mismo tiempo que veía a Juana rígida a su lado, muerta o desmayada. -¡Qué van a hacer? -preguntó al enano que se había aproximado al borde del hielo, a cinco metros por encima de ellos. -Voy a ahuecar escalones y a subir aquí a los dos en seguida -respondió Nutria con tono jovial. Mirando por encima del hombro la larga cuesta que se extendía detrás de ellos, objetó Leonardo: -No será empresa fácil; ¿y si nosotros deslizamos o la cuerda se rompe...? -Calla y no hables de deslizar -replicó Nutria empezando a ahuecar el hielo con la pesada cuchilla del gran sacerdote-; tocante a la cuerda, aunque tiene ahora algún desgaste, desde el momento que ha resistido los tirones del cocodrilo sagrado, llevándome de un extremo a otro en el agua del torrente, no dudo que será bastante fuerte para resistir a los dos. Lo que siento es no tener otra, porque en este caso todo estaba resuelto. El enano, trabajando sin descanso, adelantó muy poco, a causa de la difícil misión que se había impuesto. Para ahuecar los dos primeros escalones tuvo que permanecer boca abajo en lo alto de la pendiente; pero después la tarea era más complicada por faltarle un punto de apoyo donde sostenerse, lo que le hizo reflexionar un rato antes de idear un recurso que salvara la situación. Al cabo, quitándose la capa de piel de cabra, se puso a desgarrarla con el cuchillo, en tiras de cinco centímetros de ancho por vente de largo, las cuales unía fuertemente unas con otras hasta tener una cuerda capaz de extenderse y llegar al sitio donde estaban colgados Leonardo y Juana, Cogiendo el bastón, que ya le había sido tan útil varias veces, hundió una punta todo lo profundamente que pudo en la nieve y la tierra, al borde del hielo. Hecho esto ataba en el palo la cuerda improvisada. -Ahora, baas -dijo- todo marcha bien-; voy a reunirme contigo. Y enseguida, con ayuda de la cuerda se dejó deslizar hasta su amo. -¿Ha muerto quizá la Pastora, baas? -preguntó mirando el rostro espantosamente pálido de Juana. -No -respondió Leonardo-; sólo está desmayada. Apresúrate, Nutria, porque estoy helado. ¿Qué piensas hacer ahora? -Voy a decírtelo, baas; te ataré en la cintura la cuerda que acabo de fabricar, y así es fácil que desanude sin riesgo la que sujeta los dos cuerpos, Llevándomela arriba. En seguida quiero izar a la Pastora, que deslizará bien sobre el hielo y tú no tienes más que seguir el mismo camino. Suspendido con una mano, el negro consiguió pasar la cuerda de piel de cabra bajo el brazo de su amo, ayudado por éste débilmente; después cogía la otra cuerda que sujetaba a Juana. Hasta entonces todo pareció sencillo, pero a partir de aquel momento la situación fue más difícil y más crítica. Leonardo, asido con una mano a la lanza, se veía obligado a sostener con la otra mano el cuerpo inerte de la joven, mientras que Nutria subía la cuesta llevando la cuerda entre los dientes. La lanza empezó a rendirse de modo inquietante, porque el inglés procuraba sujetarse lo menos posible en las tiras de piel de cabra, utilizadas en su ascensión por el negro, temiendo que se rompieran precipitándolos a todos en el abismo. Su abatimiento era tan grande y sufría tan cruelmente del frío que le parecieron horas la tardanza de Nutria en escalar la cumbre. Por fin oyó el grito deseado anunciándole que el enano estaba en lo alto y que podía soltar a Juana. Sentándose sobre la nieve y apoyando sus pies contra el borde de la cima, Nutria se puso entonces a tirar con todas sus fuerzas, pero a pesar de su vigor la faena era en extremo penosa y nunca hubiera conseguido realizarla a no ser de hielo la superficie de la pendiente. Cuando la joven, con indecible satisfacción de Leonardo, quedaba tendida sobre la nieve, Nutria deslió rápidamente la cuerda que la sostuvo, arrojándola a su amo, después de hacer un nudo corredizo. El inglés pudo colocarla en su cintura, y desclavando la lanza, empezó su ascensión. El primer movimiento para subir le hizo dar un grito de dolor, porque la sangre de las heridas que le produjo el súbito escape del trineo, se había coagulado dejando sus piernas soldadas en el hielo. Sin embargo, la angustia, aunque atroz, fue eficaz por despertar de repente su energía adormecida y permitirle izarse con más vigor a lo largo de la cuerda de piel de cabra, mientras el enano le ayudó tirando de la otra. Por suerte para él, había sido muy oportuna la precaución de Nutria al atarle en aquella forma. A los pocos segundos, el bastón era bruscamente arrancado y el latigazo de la cuerda le hirió en pleno rostro. La sacudida fue tan violenta y al mismo tiempo tan imprevista, que el enano estuvo a punto de perder el equilibrio y a costa de un supremo esfuerzo conseguía no soltar su presa. -Sometido al impulso del choque, Leonardo se puso a oscilar sobre el hielo a la manera de un péndulo, y sólo al cabo de varios segundos, separando los brazos y las piernas, conseguía inmovilizarse de nuevo. -¡Animo, baas, mucho ánimo! -le gritó Nutria-. Mientras yo tiro de la cuerda agárrate todo lo que puedas sobre el hielo. El inglés intent6 seguir su consejo, pero, ¡ay! ¿cómo sujetarse en aquella superficie pulimentada como un espejo? ¡Tanto valía querer trepar sobre una cúpula de vidrio, en un ángulo de sesenta grados! -Descansa un poco, baas -gritó de nuevo el enano que también se sentía agotado-. Luego procuras de hacer hendiduras en el hielo con la punta de la lanza, y te apoyas en ellas, mientras te subo. Esta fue la táctica que adoptaron. -¡Aup, arriba!... - exclamó el enano. Y gracias a sus esfuerzos combinados, Leonardo pudo adelantar otros quince centímetros. -¡Aup, arriba!... - repitió Nutria. Esta vez, en la misma forma, el inglés lograba alcanzar con la mano el más bajo de los dos escalones ahuecados por el negro en el hielo. A la tercera tentativa, la más penosa y terrible de todas, sus manos se encontraron y Nutria, empuñando desesperadamente las de su amo, y haciendo un llamamiento a las fuerzas que le quedaban, logró atraerle hasta la cumbre donde caía rendido y tembloroso como un niño pequeño. ***** La dura prueba había concluido y el peligro estaba conjurado, pero, ¡a qué precio! Leonardo, en completo agotamiento, no podía sostenerse en pie, con el rostro lleno de sangre, las uñas rotas, y en una de sus piernas asomando la rótula, descarnada a causa del roce. La apariencia de Nutria no era menos lamentable, presentando dolorosos desgarros en la palma de las dos manos, producidos por la cuerda, lo mismo que su amo, literalmente en el límite de la fatiga. ¡En realidad, fue Juana la más indemne de los tres, por haberse desmayado desde el principio, y además, siendo más ligera que Leonardo cayó sobre éste al abandonar sus cuerpos el trineo. También tuvo verdadera protección en el choque con la capa de piel de cabra que la cubría, resultando nada más que con leves contusiones. Pudo felicitarse de no haber visto nada del drama espantoso, ni siquiera la muerte de Soa, porque su razón no hubiese resistido sin desequilibrarse a una conmoción tan violenta y repetida. -Nutria - murmuró Leonardo con voz débil- ¿has perdido la calabaza del aguardiente? -No, baas, aquí la tengo. -¡Bendito sea Dios!... Entonces, tráela y aproxímala a mis labios. El enano levantó la calabaza con mano temblona, dejando que Leonardo bebiera algunos tragos. -Ya me siento mejor; bebe tú también y te animará. -No, baas, he jurado no beber más en mi vida -confesó Nutria dirigiendo una mirada de envidia a la calabaza-; habrá lo preciso para ti y la Pastora. Yo guardo un poco de carne y voy a comerla. Arrastrándose después hasta el sitio donde seguía tendida Juana le humedeció los labios con varias gotas de aguardiente, mientras que Leonardo le friccionaba las manos. A los pocos segundos se estremeció, abriendo los ojos y al ver el hielo delante de ella, se puso a dar gritos de espanto. -¡Lléveme -dijo- nunca podré, hacer eso! ¡No, no, Leonardo nunca podré hacer eso! -Cálmese -le replicó con dulzura-. Nada tiene usted que temer ahora. ¡Ya está hecho! -¿Cómo?, ¿es cierto? ¡Oh, Dios mío, qué suerte! ¿Dónde se encuentra Soa? Me pareció haberla visto agarrarse a la piedra. -Soa ha muerto. Cayó al fondo del precipicio y estuvo a punto de arrastrarnos con ella. No hablemos más de eso, por el momento. Mas adelante te contaré todo lo ocurrido; vamos a alejamos de estos lugares malditos. Y la ayudó a levantarse. -Me siento mal, las piernas me flaquean y casi no puedo sostenerme. ¿Qué tiene usted, Leonardo? ¡Le veo cubierto de sangre! -Ya se lo contaré más adelante -repitió. Lentamente, penosamente, se encaminaron a lo largo de la cuesta nevada. Al llegar a la cumbre de la otra montaña, Nutria volvió la cabeza para mirar por última vez el precipicio que dejaban atrás. -Observa, baas -dijo de pronto- hay gentes al otro lado. Tenía razón. Sobre el borde opuesto del derrumbadero se distinguía un grupo de hombres pareciendo agitar los brazos en el aire y gritar, pero la distancia no les permitió ver si eran los sacerdotes que, vencedores de Olfan, se lanzaban en persecución de los fugitivos, para asesinarlos, o si eran los guerreros del rey, triunfantes de sus enemigos. El destino de Olfan y el final de la historia doméstica del Pueblo de la Niebla quedó para ellos en el misterio y nunca más oyeron hablar de la terrible raza de gigantes. Pronto perdían completamente de vista aquella región tan funesta, irguiéndose nada más para evocar su recuerdo el gran picacho inmaculado. Repetidas veces, durante el descenso, tuvieron que detenerse a descansar y restaurar sus fuerzas. No debe extrañarnos su agotamiento, a pesar de la alegría de encontrarse libres; en las últimas cuarenta y ocho horas soportaron tal cúmulo de angustias y dolores físicos y morales, que lo prodigioso era verlos todavía con vida. -Por la tarde habían abandonado la zona de las nieves, para entrar en una región más cálida y benigna. -No puedo seguir - dijo Juana a la puesta del sol-; soy incapaz de dar un paso más. Leonardo dirigió a Nutria una mirada de desesperación. -Ahí cerca veo un grueso árbol -dijo el enano que se esforzaba por aparecer sereno y resuelto -. Es el mejor sitio para acampar y como hay buen ambiente no sufriremos con el frío. Después de todo es una suerte y basta recordar nuestros tormentos de la noche última. Juana cayó debajo del árbol medio desmayada. Le fue difícil a Leonardo hacerla tomar algún alimento y unas gotas de aguardiente; en seguida la rendía un profundo sopor más parecido al embotamiento que al de sueño. CAPÍTULO XIII LA DESPEDIDA DEL ENANO Raramente se ha visto a tres seres humanos en una situación más desesperada como la que afrontaron aquella noche Leonardo, Juana y Nutria, rendidos de fatiga, sin armas, casi sin víveres ni ropas, en medio de las soledades inmensas del África Central. A menos de un socorro providencial que encontraran en su camino, serían fatalmente condenados a morir de hambre o a perecer en los dientes de una fiera o con la lanza de un indígena. Muy avanzada la mañana despertó Juana. Leonardo que en la incapacidad completa al presente, de mantenerse en pie para marchar, se había arrastrado como pudo a cierta distancia de allí, al verla incorporarse, se aproximó a ella en igual forma. La joven mirándole con ojos inexpresivos, murmuraba algunas palabras de desvarío, entre las cuales se distinguía el nombre de Jane Beach. Era evidentemente el delirio y había que resignarse a lo inevitable. En comarcas semejantes, con una mujer devorada por la fiebre, ¿qué otra cosa esperar sino la muerte? Nutria, el único que recuperó en parte las fuerzas perdidas, vino a proponerle, que le permitiera ir en busca de una pieza de caza cualquiera, por haberse terminado las provisiones de boca. Leonardo no se opuso, aunque sin entusiasmo, primero porque era escéptico sobre el éxito que pudiera tener un cazador sin otras armas que- una lanza y un cuchillo, y después por parecerle que a menos de un milagro no tendrían necesidad de ningún alimento. El enano volvió por la tarde, declarando que había visto numerosos gamos, pero no pudo aproximarse. Se acostaron sin comer, velando por turno a Juana que seguía con delirio. Al amanecer, el enano se puso animosamente en camino, dejando a Leonardo que cuidara a la enferma, cada vez en postración más acentuada. Hacia el mediodía, Leonardo, habiendo levantado por casualidad la cabeza, vio a Nutria, acercarse, andando a tropezones, por estar también muy débil. Con su grueso cráneo y su cuerpo deforme tan flaco que hada más salientes los huesos, presentaba un aspecto de tal modo grotesco que su amo, no pudo impedir una carcajada. -No te rías, baas -gritó el enano-. Si no estoy loco nos hemos salvado. -¡Ay!, creo más bien que te has vuelto loco, mi pobre Nutria. -Escucha, baas. Hay un blanco que se dirige a este lado y le acompañan lo menos cien servidores. -No cabe duda, Nutria, estás loco de atar -balbució Leonardo. Y debilitado por el agotamiento cerró los ojos quedando adormecido. El enano le observó un instante, rascándose la cabeza con un gesto significativo para expresar que su amo no, tenía el entendimiento muy claro, volviendo a marcharse por el mismo camino en que había llegado. Una hora después, Leonardo, que dormitaba aún, despertó sobresaltado por una mano que le sacudía brutalmente. -¡Mira, baas, mira! -exclamó el enano-. Aquí conduzco al blanco del que te hablé. Leonardo se irguió sobre sus piernas, viendo en medio de un grupo importante de portadores indígenas, a un joven inglés, de unos treinta años, de tez bronceada, cuya cara redonda se esclarecía con dos ojos un poco maliciosos que le miraron compasivamente a través de su monóculo. -¡Le saludo, señor! -dijo el extranjero en tono amable -. Según me ha referido su criado se encuentran en situación apurada... ¡Y por San Jorge, hay entre ustedes una dama! -¡Le saludo, señor! -repitió Leonardo que empezaba también a divagar como Juana-. Le felicito por su soberbio casco de corcho. Yo deseo uno pues ya ve usted que estoy destocado desde hace bastante tiempo... Déjeme ver su carabina, ¿cuál es la marca de fábrica? ¡No tiene mal aspecto!... -Admed -ordenó el extranjero llamando a un árabe de pie a pocos pasos-. Ve a buscar en el primer asno que encuentres las galletas y una botella de champaña. Hay aquí un pobre diablo Que necesita todo eso. Dirás también a los cargadores que traigan aquí mi tienda y la instalen a la orilla del agua. Anda, apresúrate. ***** Dos días después, Leonardo y Juana convenientemente asistidos y restaurados, con otra indumentaria de ocasión, estaban esperando en la tienda instalada para ellos la visita del extranjero. El joven inglés no tardó en llegar, saludando con su casco. -¿Permiten que me presente? -dijo con cierta timidez-. Soy como ustedes, súbdito británico, me llamo Sydney Wallace y para emplear en algo útil mi existencia, de otro modo desocupada, hago viajes de exploración a mis expensas. -Mi nombre es Leonardo Outram y la persona que me acompaña la señorita Juana Rodd. Y ahora que han terminado las presentaciones se apresuró a añadir Leonardo -déjeme señor que le exprese nuestro agradecimiento por el extraordinario servicio que nos ha prestado. Sin su socorro, a estas horas hubiéramos muerto. -Le ruego que no hablemos de eso, señor Outram. Más que a mí tiene usted que agradecerlo a su negro, porque nosotros íbamos desviados una milla, a la izquierda de estos lugares y el enano nos condujo, después de solicitar nuestro auxilio. Debo decirle que soy un alpinista incorregible y viendo el alto pico que nos domina (según me aseguran el más elevado de los montes Bisa-Mushinga), sentí el deseo de intentar el escalo antes de volver a la costa vía lago Nyassa, Livingstonia, Blantyre y Quilimane para regresar a Inglaterra. ¿Sería indiscreto preguntarle por qué azar se encuentra usted en estas regiones perdidas? Su enano me dijo algo que he creído un cuento fantástico. -Me temo, señor Wallace, que va usted a juzgar mi relato mucho más fantástico todavía - replicó Leonardo. Y comenzó incontinente a hacerle una versión detallada de sus aventuras. Cuando se puso a contar su llegada al Pueblo de la Niebla y la forma en que Juana y Nutria fueron proclamados dioses en el templo del coloso, observó que su interlocutor dejaba bruscamente caer su monóculo siendo la expresión de su mirada más maliciosa que nunca. -Creo, señor Wallace, que no toma usted en serio mis aventuras -dijo Leonardo con seco acento. -Poco importa, señor Outram, me encantan las historias de viajes extraordinarios y el que usted me cuenta tiene un interés prodigioso. -Sucede lo que había previsto -respondió Leonardo molesto- pierdo el tiempo en querer persuadirle de que le cuento la verdad exacta. Nunca consentirá usted en admitirla. -Leonardo -intervino Juana con calma- usted guarda el grueso rubí; muéstrelo al señor Wallace. Leonardo lo hizo de mala gana, pareciendo decidido a no continuar hablando, y fue Juana la que prosiguió su historia, presentando como pruebas en apoyo de lo que decía, la lanza, la cuerda desgastada, y el traje blanco hecho jirones que le sirviera para personificar a Aca, y que por no tener otro, llevaba puesto todavía bajo la sotana del pobre Francisco. Wallace la escuchó atentamente hasta el final y después, sin formular ninguna observación, les dijo que se ausentaba para procurarse la caza necesaria al aprovisionamiento de sus hombres, invitándoles a instalarse en su tienda, como en su casa, en espera de su regreso. De vuelta, al anochecer, fue ante todo a excusarse de haber dudado malévolamente de su buena fe. -He estado en los lugares -les explicó- siguiendo la pista de ustedes en sentido inverso. He visto el puente de nieve, y las gruesas peñas, y los escalones que el enano ahuecó en el hielo. Todo es, exactamente, tal como me lo han descrito, y sólo me resta felicitarles por haber tenido la suerte de escapar a tantos peligros acumulados. Les alargó su mano que los dos estrecharon calurosamente. -A propósito -agregó- he enviado algunos hombres para sondear las inmediaciones del derrumbadero en una extensión de varias millas, y todos me aseguran que no hay bajada practicable, de modo, según creo que deben despedirse para siempre de los rubíes. Tendría un vivo placer en explorar el País de la Niebla, pero confieso que no me siento con valor para intentar un patinaje sobre el puente de hielo; además, me vería obligado a hacerlo en dirección contraria, y a los bloques de piedra les faltaría el impulso necesario para remontar la pendiente opuesta que es más larga y más alta. No dudo tampoco que, por el momento, estarán ustedes hartos de aventuras y deseosos de encontrarse en regiones más civilizadas y más hospitalarias. Les dejaré descansar dos días para emprender la marcha hacia Quilimane donde, salvo lo imprevisto, debemos llegar dentro de tres meses. ***** El día fijado se pusieron en camino. Como no ocurrió nada particularmente notable durante el viaje, no nos detendremos en detalles superfluos. Conviene, sin embargo, hacer una excepción para el acontecimiento que tuvo lugar en el puesto de la misión de Blantyre. Este acontecimiento fue la ceremonia oficial del matrimonio de Leonardo y de Juana conforme a las reglas de su religión. Aunque desde hacía semanas no hubieran expresado en sus conversaciones aquel proyecto, ni un instante se apartó de su ánimo el deseo de llevarlo a cabo. Realmente, dicha formalidad parecía necesaria después de tantos meses de vida íntima extraordinaria, Y sólo pudo fracasar en el caso de una antipatía marcada y recíproca; ya se sabe, al contrario, que estaban unidos por los lazos del amor verdadero. ¡Qué recuerdos singulares acudieron al espíritu de Juana mientras estaba sentada junto a Leonardo en la capillita de Blantyre! ¿No era su torcer casamiento el que iba a celebrar y el único del cual pudo decir que lo contraía con toda voluntad? Una después de otra desfilaron ante sus ojos la escena salvaje del campamento de los negreros y la del calabozo ahuecado en las entrañas de piedra del coloso, pero fue una verdadera alegría para ella poder apartar las de su memoria y pensar tan sólo en la hora presente que le trajo la realización de su sueño más querido. Dejando atrás Blantyre, tardaron todavía un mes entero en alcanzar la cosa. Llegados a la vista de Quilimane, y a causa de su insalubridad, decidieron acampar en una altura vecina. Por la mañana, el señor Wallace se dirigió al puesto en busca de su correspondencia. Leonardo y Juana, en lugar de acompañarle, habían preferido dar un paseo, antes de que apretara el calor. Durante su conversación se suscitó por primera vez entre ellos un grave problema; era este la evidencia de no serles lícito abusar indefinidamente de la generosa hospitalidad de su huésped, y que, por otra parte, carecían en absoluto de toda clase de recursos: En tanto que se viaja a pequeñas jornadas a través de las vastas soledades africanas, donde la vida es fácil en razón de la abundancia de caza, parece que el amor deberá siempre suplir de sobra a todo. Pero, cuando se ha realizado la última etapa y aparecen las exigencias de la vida civilizada hay que formarse de todo un concepto muy diferente. -¿Qué va a ser de nosotros, Juana? -preguntó Leonardo consternado-. No tenemos dinero para ir a Natal ni a ninguna parte. Tampoco conocemos a nadie que pueda ayudarnos. -El único recurso para salir de esta situación es vender nuestro rubí -suspiró Juana-. Me apena mucho, pero hay que resignarse. -Creo que aquí no habrá quien quiera comprar una joya tan valiosa; esto sin contar con que no estamos seguros de que sea un rubí verdadero. Quizá si lo cediera a Wallace, consentiría en anticiparme alguna cantidad, pero confieso que me repugna pedirle semejante favor. Regresaron más tristes que a la partida y se pusieron a comer casi sin apetito. Poco después se presentó el señor Wallace. -¡Buena noticia! -anunció muy alegre-. El Correo de la India estará aquí dentro de dos días. Voy a licenciar todo mi personal y a embarcar con destino a Adén, de donde me repatriaré a Inglaterra, Desde luego me acompañarán ustedes, porque les supongo, con razón, bien hartos de África y de sus aventuras. Traigo algunos ejemplares de la edición semanal del Times; repáselos usted, señora Outram, mientras examino mi correspondencia y díganos si hay alguna novedad sensacional. Leonardo, muy preocupado, se apartó para encender su pipa. ¿Dónde encontraría el dinero necesario para adquirir pasaje hasta Adén, aunque fuese en tercera clase? Juana, fiel a ese instinto peculiar de las mujeres de no arredrarse por nada, fingió tomar con indiferencia un diario, a pesar de que tenía los ojos nublados por las lágrimas que apenas pudo leer. Durante los diez minutos que siguieron, se dedicó a hojear con calma varios ejemplares del Times semanal, tratando de informarse de los acontecimientos más recientes. ¡Ay, tales acontecimientos tenían escaso interés para quien acababa de vivir un año entero, como era su caso, en la soledad más completa! Absorta en sus personales preocupaciones, Juana no quiso seguir simulando más tiempo una curiosidad que no sentía, disponiéndose a abandonar la lectura, cuando de improviso, la casualidad atrajo su atención sobre su nombre que la hizo estremecer. Creyendo primero haberse engañado miró por segunda vez, pero no era posible la duda; tenía a la vista el nombre de Outram. -¿Qué es eso? -preguntaron a una voz Leonardo y Wallace, al oír la exclamación de sorpresa que había escapado a Juana. -Escuche este anuncio, Leonardo. Es a usted a quien se dirige - respondió la joven. Y se puso a leer lo que sigue: «Mr. Leonardo Outram, hijo segundo del difunto sir Thomas Outram, de Outram Hall que, según las últimas noticias, se hallaba en el territorio situado al Norte de la bahía de Delagoa, en el África Oriental, se servirá presentarse o escribir a los señores Thomson y Turner, 2 Albert Court, Londres, E. C., quienes tienen que hacerle una comunicación importante. En el caso de fallecimiento del susodicho Leonardo Outram, sus herederos o derecho-habientes se considerarán avisados por el presente anuncio. A pesar de haber formalizado oficialmente su casamiento, los esposos, a causa de la costumbre de hablarse de usted, seguían sin tutearse, y Leonardo preguntó: -¿Es una broma lo que usted ha leído, Juana? -Véalo usted mismo -respondió la joven entregándole el diario. Después de leer atentamente el anuncio, agregó Leonardo. -Palabra de honor que lo he leído varias veces para convencerme, creyendo que soñaba. Es un aviso que no puede venir más oportuno, pues aparte del rubí, de dudosa autenticidad, no poseo ni un céntimo. Tanto es así que no sé cómo responder a la amable invitación de los señores Thomson y Turner, a menos de que les escriba y nos refugiemos en una cabaña cafre hasta la llegada de la respuesta. -No se preocupe por eso, mi querido amigo -intervino el señor Wallace-; puedo procurarme aquí los fondos que desee y los pongo a su entera disposición. -Es usted verdaderamente muy amable y me obliga de nuevo a eterna gratitud -respondió Leonardo, avergonzado-. Reflexione usted que este aviso puede ser un engaño, o quizá se trata de una herencia de cincuenta libras y no creo salir de apuros con tan pequeña cantidad. ¿Cómo haré entonces para pagarle? -Le repito que no se atormente por tan poca cosa -respondió Wallace. -La verdad -replicó Leonardo- que cuando se está en la miseria resulta imbecil mostrarse orgulloso. Si usted quiere prestarme doscientas libras esterlinas, y aceptar el rubí como prenda, le quedaré todavía más agradecido de lo que lo estoy al presente, y no es poco decir. Con esta base fue concertado el pacto, pero media hora después, Wallace devolvía la piedra preciosa a Juana, acompañándola de esta recomendación: -Sobre todo ocúltela bien y no le diga nada a su esposo. Recomendación que ella siguió al pie de la letra ocultando el rubí en su cabellera, como en otro tiempo había tenido costumbre de hacerlo con el veneno. ***** Transcurrieron dos días; dos días de febriles preparativos, en vista de la partida inminente. El tercer día un mensajero corrió a anunciarles la llegada del vapor. Entonces Nutria que desde hacía tiempo guardaba un silencio absoluto, avanzó a pasos lentos hacia Leonardo y Juana, tendiéndoles la mano con un gesto solemne. -¿Qué hay, Nutria? -le preguntó Leonardo, muy distraído ayudando a Wallace a embalar sus trofeos de caza. -Nada, baas; vengo únicamente a despedirme de ti y de la Pastora. Deseo marcharme antes de verles llevados por el Pez que humea. -¿Marcharte tú? -repitió Leonardo asombrado-. ¿Te despides de nosotros? En realidad el enano se había identificado de tal modo con la vida de los jóvenes esposos que a ninguno de los dos se le ocurrió ni un instante el abandonarlo a causa del viaje a Inglaterra. -¿Y por qué quieres marcharte? -insistió Leonardo. -Porque soy un negro, perro y sucio, baas, y no te serviré de nada en tu país lejano. Su brazo se extendió para indicar el mar. -Di la verdad; lo que no deseas por nada del mundo es abandonar tu África, ni siquiera una temporada -balbució Leonardo que no podía ocultar su amargura y su despecho-. Nunca creí que me llegaras a abandonar bruscamente. Además, me pones en un aprieto, porque te debo un año de jornales y no tengo con qué pagártelos en este momento. ¡Cuándo pienso que había pedido un pasaje para ti! -¿Qué me dices, baas? -preguntó Nutria con voz calmosa-. ¿Es verdad que me has comprado una plaza en el Pez que humea? -Ciertamente. -Entonces, baas, te pido perdón. Yo creí que no te hacía falta y que me ibas a arrojar como se tira una vieja lanza usada. -¿Entonces te agradará venir, Nutria? -¿Qué si me agradará? ¡Tú eres mi padre y mi madre, y el sitio donde te encuentres es donde quiero estar! ¿Sabes lo que iba a hacer cuando hubieras marchado, baas? ¡Bueno! Iba a trepar en un árbol para mirar al Pez que humea hasta que desapareciera al otro lado del mundo, y en seguida, con esta cuerda que tantos servicios nos ha prestado en el País de la Niebla, ahorcarme en una rama. Es la mejor manera de acabar para los viejos perros. Leonardo se apartó con el intento de ocultar las lágrimas que le acudían a los ojos, muy conmovido con las muestras de fidelidad del enano. Viendo su emoción, intervino Juana, y dijo dirigiéndose al negro: -¡Va usted a aburrirse mucho en Inglaterra, Nutria! Yo no la conozco, pero sé que es un país lleno de niebla, donde no encontrará ningún compatriota, ni podrá casarse como aquí, ni tendrá cerveza cafre que beber. -En lo que se refiere a la niebla, Pastora, ya la he sufrido bastante en estos tiempos últimos, y sin embargo era dichoso por hallarme junto a mi amo. El verme privado de mis compatriotas no me importa gran cosa, estando cerca del baas. En cuanto a las mujeres he tenido una, y de la cerveza bebí más de lo conveniente; y entonces me persiguió la desgracia, y el baas dijo que yo no era su criado de confianza por haberme hecho un bruto. En adelante, Pastora, no quiero ver mujeres ni cerveza. -Oye, Nutria -interrumpió bruscamente Leonardo- en vez de charlar como una vieja comadre, debes ir en busca de alimento y atiborrarte bien el estómago; créeme que pasarán varios días antes de que sientas, nuevamente, deseos de comer. -El baas tiene razón, porque la tristeza me quitaba el apetito. Voy a llenar la panza para tener algo que ofrecer al Agua Negra cuando me sacuda en su cólera. CONCLUSIÓN Seis semanas después se detenía un taxi ante el inmueble donde estaban instaladas las oficinas de los señores Thomson y Turner. Un grupo de muchachos, atraídos por casualidad, se detuvieron curiosos a contemplar la facha del singular personaje sentado junto al chofer. Verdaderamente, con su cabeza negra, cubierta ton un sombrero pardo muy pequeño, su cuerpo de enano deforme, embutido en un terno de hechura defectuosa, nariz prominente, y sus hombros muy anchos, presentaba un aspecto que no podía pasar inadvertido. Las carcajadas de los granujillas saludaron su descenso en la acera, que realizó en forma original y sin duda exclusiva de los originarios del África central. La portezuela del taxi se abría al mismo tiempo y bajaron del auto Leonardo y Juana. Si la aparición de Nutria había provocado la hilaridad, en cambio la de los jóvenes esposos, excitó la admiración porque vestidos ahora con elegantes trajes de ciudad formaban una de las más bellas parejas que puedan imaginarse. Entrando en la sala de espera, Leonardo preguntó por los señores Thomson y Turner. -El señor Thomson no está, pero puede usted ver al señor Turner. ¿Ha sido usted citado, señor? -No -dijo Leonardo-. Explíquele que vengo con motivo del anuncio que hizo insertar en el Times hace varias semanas. El empleado salió y volvía a los pocos minutos. -Pueden pasar los señores -dijo-; el señor Turner va a recibirlos... ¿Ese... ese... señor debe acompañarles? -Que nos espere aquí. Abriendo entonces una puerta, el empleado introdujo a Leonardo y a su esposa en el despacho del señor Turner. Un hombre grueso, de cara bonachona, sentado ante una mesa llena de legajos y documentos, preguntó saludando: -¿A quién tengo el gusto de dirigirme?; Haga el favor de sentarse, señora... -¿Es ciertamente usted quien ha ordenado insertar este anuncio?- preguntó Leonardo entregándole el periódico. -No hay duda, señor -replicó el notario después de leerlo-, ¿Me trae usted noticias del señor Outram? -Sí, señor, y bien frescas, porque Leonardo Outram soy yo, y esta dama mi esposa. El notario se inclinó. -Me satisface mucho encontrarle -declaró-; ya empezábamos a desesperar de conseguirlo... Después, agregó como sin segunda intención: -Naturalmente me veré obligado a pedirle algunas pruebas de su identidad. -Creo poder dárselas satisfactorias -respondió Leonardo en tono conciso-. Entretanto, le ruego que me considere como una persona distinta a la que pretendo representar, y me explique de qué se trata. -No tengo inconveniente, señor. He aquí los hechos... Como usted sabe, sin duda, sir Thomas Outram, el antiguo barón, tuvo dos hijos. Tomás y Leonardo. Siendo mozo, el menor, Leonardo, quedó comprometido... mejor dicho, cortejaba a una persona... Le aseguro que no recuerdo el nombre de la joven, pero usted que la conocía muy bien tendrá la amabilidad de decírmelo... -¿Sería la señorita Jane Beach a quien usted se refiere? -preguntó Leonardo con calma. Al oír pronunciar aquel nombre, Juana se estremeció, escuchando con más atención. -Exacto, señor; Jane Beach, tiene usted razón. Disculpe mi olvido. La situación de sir Thomas llegó a ser en extremo precaria en los últimos años de su vida, y a su fallecimiento, Leonardo Outram, y su hermano mayor Tomás, emigraron al África del Sur. En el transcurso del mismo año, la señorita Jane Beach, desposó con uno de nuestros clientes, el señor Cohen, cuyo padre había comprado el dominio Outram a los liquidadores de la quiebra. -¡Es cierto! -exclamó Leonardo. -Poco tiempo después, el señor Cohen, o más bien sir Jones Cohen, heredó el dominio a la muerte de su padre. Hace dos años ha fallecido, legando todos sus bienes, muebles e inmuebles, a su hija única, una niña nombrada Jane con reversión a su viuda por derecho de herencia. En menos de un año después de su muerte, la niña murió también y diez meses más tarde, su madre, Lady Cohen, o sea Jane Beach la siguió a la tumba. Leonardo, ocultando el rostro entre sus manos y con voz sorda, hizo una nueva exclamación: -¡Ah! prosiga usted, señor. -El testamento dictado por Lady Cohen es de una índole un poco especial. Según las cláusulas de dicho documento, lega íntegro su castillo y su dominio Outram, así como la mayor parte de sus bienes personales, cuyo valor se eleva a más de cien mil libras esterlinas, a su antiguo amigo Leonardo Outram y a sus herederos, con reversión al hermano de ella. No se ha formulado ninguna oposición contra el testamento. Por consiguiente, si es usted, como dice, Leonardo Outram, me complace felicitarle por haber recuperado, a un tiempo, el dominio de sus abuelos y un capital de verdadera importancia. Hubo una pausa. Leonardo, profundamente conmovido por lo que acababan de informarle, no conseguía articular ni una palabra. -Voy a probarle - pronunció al fin - que soy Leonardo Outram; al menos se lo probaré prima facie; a usted le corresponde comprobar por los medios usuales la veracidad de mis palabras. En seguida hizo una exposición detallada de su estado civil que sería tan prolijo como inútil el reproducir. El notario se limitó a escucharle, tomando algunas notas de cuando en cuando. ***** -En presencia de un asunto tan grave -declaró al concluir Leonardo- ha reconocido usted mismo la necesidad de serias comprobaciones, y no obstante, pienso considerarle desde ahora -como el auténtico Leonardo Outram, mejor dicho, sir Leonardo Outram, si efectivamente, como usted afirma, ha muerto su hermano Tom. Tengo la convicción tan clara y firme, que no vacilaré en presentarle una carta a usted dirigida por la difunta lady Cohen, que ella me confió en depósito, al mismo tiempo que su testamento. Sólo le pido que después de enterarse del contenido me la devuelva hasta nueva orden. El notario abrió la puerta de hierro de una caja de caudales empotrada en el muro, sacando un pliego de papel ligeramente doblado. -A propósito -agregó el señor Turner -le interesará a usted saber que desde hace más de un año andamos buscándole. Hemos enviado un representante nuestro al África del Sur que encontró su pista en las montañas situadas más allá de la bahía de Delagoa donde, según parece, su hermano Tom y usted, con dos amigos, se dedicaron a trabajos mineros en busca de oro. Nuestro informador llegó a aquellos lugares en la tarde del 9 de mayo del año último. -El mismo día en que yo he partido -interrumpió Leonardo. -Ha descubierto vestigios del campamento así como tres tumbas. Creyó primero que todos ustedes habían sucumbido, pero un indígena que fue criado de usted le dijo que uno de los hermanos fue arrebatado por la fiebre, marchando el otro, en buena salud, y en dirección desconocida. -Mi hermano Tom ha muerto el l° de mayo -precisó Leonardo. -A partir de aquel momento llegó a ser imposible encontrar ninguna huella de usted, pero he continuado publicando avisos en los periódicos, porque sé por experiencia que, al cabo de mucho tiempo han vuelto a aparecer algunas personas que se creían muertas. Ya ve usted que hice bien. Aquí tiene usted la carta, sir Leonardo. El joven experimentó una sensación extraña al coger el documento que el notario le presentaba; aquella carta era la primera que había recibido de Jane Beach y sería también la última. La abrió casi temblando, leyendo lo siguiente: «Mi querido Leonardo, »Porque ahora, al recobrar mi libertad, puedo llamarle así sin avergonzarme. Fue usted el elegido de mi corazón y lo confieso, lo mismo si está usted vivo, o si ha muerto como mi esposo y mi hija. »El testamento que firmaré mañana le probará hasta qué extremo estoy deseosa de que vuelva usted a disfrutar del dominio de sus antepasados que el destino le arrebatara. Con el más vivo placer le hago esta donación y tengo la conciencia perfectamente tranquila al hacerla, puesto que mi marido, careciendo de parientes cercanos, me dejó toda amplitud para disponer de sus bienes en el caso desgraciado de que nuestra hija única no le sobreviviera. ¡Quiera el cielo que posea usted muchos años las tierras y la fortuna que me permito hoy restituir a su familia y que sus hijos y su descendencia queden los únicos propietarios de Outram durante numerosas generaciones venideras! »Es posible, Leonardo, que cuando llegue usted a leer estas líneas me haya olvidado como merezco. Y sin embargo, no, decididamente no es así, y al escribirlo adivino que nunca podrá usted olvidarme del todo, que he sido su primer amor y ninguna otra mujer será para usted lo que yo fui. Esta es, al menos, la firme convicción que me inspiran mi candidez y mi orgullo. »Ahora deseo darle unas explicaciones y pedirle perdón. »Fui obligada a casarme, Leonardo, y mi difunto padre supo mostrarse en la ocasión de una insigne crueldad. Y le veo a usted atribuirlo a mi debilidad de carácter, pero no dude que luché lo indecible. Le he escrito una vez y mi carta fue interceptada; dije igualmente toda la verdad al señor Cohen, quien dotado de un temperamento impulsivo y autoritario no quiso escuchar mis súplicas. Desposada con él me trató con bondad procurando hacerme feliz en todo, aunque a partir del momento de la boda había comenzado mi agonía. »Han transcurrido más de seis años desde la noche en que nos vimos por última vez, y mi fin se aproxima; no dudo de que voy a morir. Dios quiso arrebatarme a mi hija y este último golpe agota mis fuerzas. Al ir a reunirme con ella, esperaré el día en que me sea permitido volver a contemplar su rostro amado. »Esto es todo lo que quería decirle, Leonardo. »Perdóneme y perdone también el egoísmo que me hace decir: ¡no me olvide usted! JANE» Leonardo colocó el pliego sobre la mesa, ocultando de nuevo el rostro entre las manos para disimular su emoción, de tal modo le había conmovido el profundo amor que le dedicara aquella muerta. -¿Consiente usted que lea esa carta? -preguntó Juana con voz tranquila. Leonardo tuvo la vaga noción de que era preferible obrar desde luego con toda franqueza, para evitar que más adelante se originase un serio desacuerdo. -¡Dios mío, véala usted si es su deseo! -exclamó con voz trémula. Juana cogió la carta, leyéndola dos veces con objeto de retener todas las palabras grabándolas en la memoria, y sin decir nada, hizo entrega de ella al notario. -Le ruego -dijo el señor Turner para romper el silencio y disipar el abatimiento que se había apoderado de sus dos visitantes-; le ruego que me envíe lo antes posible los documentos necesarios para establecer su identidad. Las cláusulas testamentarias de la difunta se cumplirán en seguida, con arreglo a la ley. En espera de este requisito, si tiene usted falta de dinero le haré un anticipo. Y sin más dilaciones llenó un talón valedero por cien libras esterlinas entregándolo a Leonardo. ***** Media hora después, Leonardo y Juana se encontraron solos en la habitación del hotel donde paraban. La joven, hablando por primera vez desde que salieron de la oficina del notario, y en tono un poco agrio exclamó: -Bien, Leonardo, ¿ no cree muy divertida su equivocación? La profecía hecha por su hermano Tom, moribundo, se parece mucho al oráculo de Delfos; también puede interpretarse de dos maneras y, naturalmente, usted eligió la peor. Abandonó usted un día la mina de oro con torpe apresuramiento, Es gracias a Jane Beach y no gracias a mí, a lo que debe usted volver a ser propietario, de Outram. -No hable usted en esa forma, Juana -protestó-; me da mucha pena. -¿Cómo quiere usted que hable después de haber leído aquella carta? ¿Qué mujer será capaz de defenderse contra una rival que ha dejado de existir? Lo que más me amarga es verme condenada toda mi vida a ser deudora de su generosidad. ¡Oh! ¿ era inevitable que perdiese los rubíes?.. ¿ por qué habré perdido los rubíes? La historia no dice de qué manera Leonardo logró vencer aquella situación imprevista, molesta, y sin embargo imposible de eludir. Por lo demás, ¿podía con toda franqueza vanagloriarse de conocer la felicidad perfecta, cuando a la semana siguiente se encontró en la vieja morada señorial de sus antecesores? A decir verdad no era absoluta su ventura, porque en el cementerio circundante de la iglesia vecina, había una tumba, y en el interior del templo una estatua de mármol blanco que se parecía singularmente a la mujer que le amara y amada, aunque el tiempo y los sufrimientos hubiesen alterado mucho los rasgos. También tenía que atormentarle la idea de ser un vencido en la lucha emprendida; no un vencido en la significación exacta de la palabra, pero vencido al fin por no haber alcanzado él con sus propios medios, el objeto que se proponía. Un rival, de más suerte disfrutó de su casa solariega que el caprichoso destino le regalaba ahora. Y Juana, ¿conocía la felicidad perfecta?... Incompletamente, sin duda; aun teniendo la certeza del sincero amor de Leonardo, no dejaba de considerar cruel el verse privada de toda recompensa, después de prestarle una ayuda importante en sus luchas; para que una rival, sin necesidad de serle perjura, diera a su marido lo que ella con tan dramáticos esfuerzos quiso conquistar y lo conquistó en efecto, perdiéndolo en seguida. Todavía le pareció más cruel la idea de que en la antigua mansión señorial, que en adelante iba a ser la suya, se sentiría a todas horas, rodeada de la sombra, del fantasma de la mujer muerta; de una mujer muy dulce y muy pálida -así se la figuró al menos- que llegaba a interponerse entre ella y su más ardiente deseo; el pleno y entero dominio del corazón de su marido. Es indudable que sus preocupaciones fueron exageradas; ni los hombres ni las mujeres pasan su vida entera lamentándose con el recuerdo de su primer amor. De otro modo el mundo sería muy triste. No obstante, Juana conservó varios años sus atormentadoras ideas. Nunca puede prevalecer la razón cuando el corazón ha hablado. Ahora que conocían la prosperidad tan combatida y esperada, Leonardo y Juana advirtieron por primera vez, que la fortuna, en lugar de darles liberalmente a dos manos, parece casi siempre complacerse en frustrarnos de una mientras nos colma con la otra. Pocas gentes en este mundo podrán quejarse de ser en todo y por todo miserables, pero nadie puede enorgullecerse de ser completamente dichoso. En resumidas cuentas, la suerte se les mostró tan favorable por muchos conceptos, que esto solo debían apreciarlo como un hecho sobrenatural y hasta inspirarles serias inquietudes para el porvenir, de no sufrir molestias y descontentos que aprendieron sin duda a olvidar, a medida que los años pasaban, proporcionando a cada uno de ellos su parte alícuota de nuevas pruebas y de nuevos beneficios. ***** Un simple vistazo sobre el porvenir nos describirá el fin de la historia de Leonardo y de Juana, mucho mejor que una prolija enumeración de los acontecimientos sobrevenidos ulteriormente en su existencia. Han pasado diez años. Sir Leonardo, elegido en el intervalo miembro del Parlamento, y Lord-Teniente de su baronía, sale de la iglesia, el primer domingo de mayo, acompañado de su mujer, la más majestuosa castellana de toda la región, y de cuatro nenes, niños y niñas, tan rebosantes de salud como encantadores de aspecto. Después de pasar, dirigiendo una mirada a una de las tumbas alineadas cerca de la verja, se encaminan a su principesca mansión, a través de las bellas frondas del parque y recibiendo las caricias tibias de una dulce mañana de primavera. Llegados a unos cien metros del castillo, se detienen ante la empalizada de una humilde choza en forma de colmena de abejas, que lleva el nombre de «kraal», y ha construido con paja y postes de madera el propio Nutria, sin ayuda de nadie. Sentado al sol delante de su puerta, el enano se ocupa en elegir entre un montón de ramas de haya, las varas más derechas con las cuales confecciona mangos de escoba. Su traje se compone de una mezcla extraña de vestidos europeos y de adornos indígenas, pero aparte de eso, su aspecto es siempre el mismo. -Te saludo, baas -dice levantándose al ver acercarse a Leonardo-. ¿Ha llegado el baas Wallace? -Todavía no, está aquí a la hora de la comida. Prepárate con tiempo, Nutria para servir a la mesa. -Descuida, baas, me guardaré mucho de retrasarme un día como hoy. -Nutria -gritó una de las niñas- no debes hacer mangos de escoba los domingos. Es malo trabajar. El enano se limitó a mirarla con amable sonrisa y se puso a hablar con Leonardo en un lenguaje que sólo éste podía comprender. -¿Recuerdas lo que te predije hace años, baas? ¿No profeticé que de una manera o de otra conseguirás la fortuna y que el gran kraal del otro lado del mar volvería de nuevo a tu poder, sin que lo pisaran nunca los hijos de extranjeros? Mira como todo se ha realizado -añadió Nutria designando al alegre grupo de los niños -¡Woow! Por una vez este negro idiota supo lo que dijo; ahora te prometo no volver a hacerlo...Tengo miedo a perder la reputación de sabio tan bien adquirida. Varias horas después, terminado el banquete, se retiraron todos los domésticos a excepción de Nutria, quien, vestido con una blusa blanca se mantuvo de pie detrás del asiento de su amo. El señor Wallace, de regreso de otra expedición en Africa, era el único convidado, y sonreía a los comensales, observando a todo el mundo a través de su inseparable monóculo. Juana, lucía una gran toaleta de tarde con la gruesa estrella de rubíes sobre su pecho. -¿Por qué te has puesto esa piedra roja esta noche, mamaíta? -preguntó Tom, el mayor de sus hijos que con las dos niñas, había bajado al comedor para disfrutar de los postres. -Calla, hijo mío -respondió Juana viendo avanzar a Nutria con un vaso de Jerez en la mano. -Libertador y Pastora - dijo en dialecto sisutu-, hoy es el onceno aniversario de la muerte del baas Tom y yo que sólo bebo vino una vez al año, brindo a la memoria de baas Tom y de nuestro futuro encuentro en la casa de oro del Grande de los Grandes. Y bebiendo el Jerez de un solo trago arrojó el vaso que fue a romperse en mil pedazos sobre el pavimento. -Amén -aprobó Leonardo-. A ti te toca, querida Juana. -Bebo a la memoria de Francisco que ha muerto por salvarme -pronunció Juana con voz conmovida. Hubo una larga pausa, durante la cual todos esperaron en vano que brindara Leonardo. Finalmente, viendo que su padre no hablaba nada, el pequeño Tom levantó su vaso, diciendo: -Y yo bebo a la salud de Olfan, el rey del Pueblo de la Niebla, y de Nutria que dio muerte al Cocodrilo Sagrado. Di, mamaíta, ¿quieres que Nutria vaya en busca de la lanza y de la cuerda y nos cuente otra cómo os hizo atravesar, a papá y a ti, el puente de hielo? FIN DE LA OBRA