Old Bishop's Oscar Wilde Fue una noche en el Epatant. Aquel maniático Loiselier charlaba en uno de los amplios canapés con lord Stephen Algernon Sydney, el extraño desterrado por su gusto, que huyó al otro lado de la Mancha ante las denuncias furibundas de un padre como se encuentran poquísimos. De pronto, Algernon Sydney tiró el cigarrillo que sostenía siempre entre sus dedos sin encenderlo nunca, y dijo, levantando la voz: -Señores, ¿conocen ustedes Nottingham? Como no sean fabricantes de encajes, tejedores de tul o vendedores de carbón, es muy probable que me respondan con una negativa. -Permítame -interrumpió Cerneval, el globetrotter, a quien los laureles han desvelado tantas veces y que el año pasado consiguió, después de tres tentativas menos afortunadas, dar la vuelta al mundo en 76 días, 22 horas, 37 minutos y 9 segundos-, permítame decirle que no soy ni fabricante, ni tejedor, ni carbonero, y conozco Nottingham, sin embargo; «Nottingham, en la confluencia del Leen y del Trent, a 200 kilómetros al NO. de Londres, ciudad antiquísima, fortificada por Guillermo el Conquistador, sede de varias cortes. Fábricas de chales, sederías, lanerías, tules, encajes, porcelanas, cereales, carbones, quesos y... ganado. Ruinas, castillo y museo; magníficos hospitales, 193.591 habitantes.» Todo esto para probarle a usted, mi querido lord, que hay por lo menos un francés en Epatant que se sabe su geografía. -Crea usted, mi querido conde, que no se me ha ocurrido nunca poner en entredicho sus conocimientos geográficos, así como tampoco ignoro que ha recorrido usted, probablemente, diez veces más camino del que recorreré yo en todos los años de mi vida; pero la ciencia geográfica y la vida en los salones de un edificio público son cosas diferentes, y no creía yo encontrar aquí un hombre para quien la caverna de Robin Hood y The Forest no tienen ya secretos. Cerneval, que estaba de muy mal humor aquella noche, inició un gesto burlón: -¡Valientes secretos los de esa caverna, o, mejor dicho, gruta de Robin Hood y los de esa selva, que no es sino un vulgar campo de carreras. -Un campo de carreras, mi querido conde, donde se... flirtea a las nueve de la noche, como no se flirtea en Longchamps; y digo flirtear porque estamos en Inglaterra, el país del cant. En Italia eso se llamaría de otra manera. En último caso, poco importa, pues allí se flirtea a las nueve de la noche, ante la faz de la luna y a las de los policemen, a quienes les falta poco para pedir perdón a los flirteadores por la molestia; a medianoche se asesina, o, mejor dicho, se asesinaba hace todavía unos años, porque las buenas tradiciones se pierden en todas partes, como sabrá usted, mi querido conde, usted que ha pasado por las plazas de Montevideo y por las calles de Buenos Aires, sin temor al lazo de los caballeros de la noche. -Si nos pasea usted de ese modo, Algernon, visitaremos esta noche en su compañía los camposantos de Italia y las plazas de la Constitución de todas las ciudades sudamericanas, sin haber adelantado nada -interrumpió a su vez el obeso Loiselier, a quien la conocida antipatía de Cerneval hacia lord Algernon no parecía ya divertir-. Tiene usted una manera de contar perfectamente inglesa, aunque se parezca bastante a la del Demandado que Dice con gran detalle lo que no importa y pasa a gran galope sobre los hechos. Y este sistema es muy desagradable para un hombre que digiere. Cuente, cuente usted, no me opongo a ello, pero hágalo de una manera armónica, como decía aquel animal de Lippmann. -No se enfade usted, Loiselier, no se enfade. Enfadarse es cosa aun peor para un hombre que digiere, y ya sabe usted, amigo mío, que le acecha la apoplejía al primer rapto de cólera. Así es que escúcheme tranquilamente, con calma y afabilidad, como si fuese yo una gentil canzonetista. Estoy, por lo demás, en lo más culminante de mi relato, y cuando le hablo a usted de los caballeros de la noche de Montevideo, se necesita ser tan miope como usted es para creerme alejado de los caballeros de la niebla de Nottingham, que son los héroes de mi anécdota, porque no es sino una anécdota lo que cuento. Como saben ustedes, he frecuentado en mi vida una buena cantidad de gente mal afamada. No profeso los prejuicios vulgares sobre esta cuestión. Siento más aprecio por un Jack el Destripador, que por un opulento joyero. Estrecho con más gusto la mano de un profesional que la de un estafador como ese Ladislas Teligny, a quien expulsaron ustedes el mes pasado y que había engañado hasta al señor Cerneval. Pocas veces he conocido en este mundo tan poco cristiano a una persona que me haya inspirado de buenas a primeras tanta simpatía como el antiguo carcelero Dickson. Este honrado canalla, cien veces peor, con toda seguridad, que el peor de los hombres que estaba él encargado de mantener en la húmeda paja de los calabozos, tenía un repertorio de recuerdos a cual más atrayente; y cuando se le dejaba en compañía de dos o tres buenas botellas de ron auténtico, soltaba una verdadera fanfarria. He leído las memorias de nuestro verdugo Barry, el hombre que ahorcó 973 criminales en quince años. Bueno: pues eso es una minucia al lado de los recuerdos del Dickson de mi relato. No me refiero al talento del cuentista: Barry o su Cirineo carecen de él en absoluto. La educación de los verdugos está muy descuidada en nuestros días. Dickson, por el contrario, poseía el don de la presentación en su más alto grado; hacía vivir los héroes de sus historias. ¡Pobre Dickson! Era como la virgen del poeta de ustedes que amaba demasiado el baile y que murió a causa de él; a Dickson le gustaba demasiado el ron y éste fue el que le mató. A mí me entusiasmaban mucho sus relatos. Por eso un día que la emprendíamos con la quinta botella, Dickson cayó en pleno, y no se ha despertado más. Fue una lástima realmente, porque para varias semanas, sólo con sus recuerdos del Old Bishop's de Nottingham, donde había transcurrido su infancia junto a su padre el carcelero. Pensé levantarle una estatua frente a la de William Morfield, aquel filántropo que ganaba 400 libras esterlinas anuales explotando a sus obreros y quería restituirles 500 en forma de subvenciones a los hospitales y asilos de ancianos. El Ayuntamiento de Nottingham ha juzgado impropio ese paralelo entre el más grande hombre regional y el borracho no menos original; a mí ese paralelo es lo que me encantaba. Mi excelente padre, en su querella contra mí, ha colocado esa proposición, que califica de infame, a la cabeza de las pruebas irrefutables de mi inmoralidad. Loiselier esbozó una sonrisa mientras Cerneval lanzaba una franca carcajada. -Bueno, señores, vuelvo a los caballeros de la niebla de The Forest. Hará unos ochenta o cien años -no lo sé con exactitud- hallábanse seis o siete penados bajo las pesadas bóvedas de Old Bishop's entregados a las dulzuras del padre de mi amigo Dickson, cuando éste recibió la visita de un conocido cirujano de Nottingham. Debo advertir a ustedes, señores, que en Inglaterra se profesa un porfiado culto a lo que llaman allí derechos individuales. Entre ustedes, cuando se habla de la dignidad humana, se hace, creo yo, desde un punto de vista puramente moral; allende el Estrecho colocan la dignidad humana en otro lado. Cuestión de latitud simplemente. A pesar de lo cual, guillotinan y ahorcan lo mismo; así es que no veo qué diferencia encontrará el guillotinado o el ahorcado. Pero, en tanto que en París el cuerpo de un guillotinado pertenece -casi legalmente- a las experiencias de la Facultad, y los muertos de los hospitales de ustedes pertenecen a las salas de disección (lo cual es mucho más natural, ya que por el solo hecho de ser indigentes son más culpables que los malhechores), en Inglaterra, en cambio, no se atreven a disponer del cuerpo de un ahorcado sin su voluntario consentimiento. De aquí la necesidad en que se ven los cirujanos amantes del estudio de visitar nuestras prisiones para hacer la corte a los gentlemen condenados, con el fin de decidirles a firmar un pequeño contrato con todos los requisitos, a fin de que vendan, no su alma, sino su carroña. A eso conduce el respeto a la dignidad humana, en el país de mi verdadero padre. Los caballeros de la niebla de Old Bishop's estaban tan compenetrados como nuestra legislación con ese sentimiento de la dignidad humana; accedían a que les ahorcasen, porque no podían hacer otra cosa; pero vender su cuerpo al cirujano, ¡eso nunca, señores! Ni oro, ni cheques, ni tentadoras promesas de «trasiegos ni comilonas de gorra», como dice su Rabelais, consiguieron nada; los señores caballeros se mostraron intratables y nuestro cirujano se retiraba todo desconsolado ante su fracaso, cuando se le ocurrió preguntar a Dickson padre si Old Bishop's no encerraba ningún condenado a muerte. -Tenemos uno, señor; pero ¡ése si que es un gentleman! Es un hijo frustrado del diablo -repuso Dickson rascándose la oreja como un hombre que tiene que decir algo muy difícil. Ya conoce usted, Loiselier, esa linda jaulita de ardillas, esa monería de molino en el que se entregan alternativamente los condenados a una mímica tan expresiva; habrá usted creído que era un suplicio de la Edad Media; nada de eso, amigo mío. Es una pena moderna, una mejora. El suplicio antiguo era más cruel; pero también en aquellos remotos tiempos no existían telegrafistas ad usum principis, ni pajes de ópera para capitalistas como usted. El estimable prisionero de Old Bishop's esperaba la hora del verdugo. Después de su completo fracaso en los otros calabozos, el cirujano se quedó asombrado al encontrar en el «hijo frustrado del diablo» a un hombre a quien no repugnaba en modo alguno aceptar tres guineas. Un cuarto de hora después salía de la cárcel con su documento en regla. Transcurrieron tres días. El cliente del cirujano se festejaba a lo grande. La primera guinea se fundió como por encanto. Y una nueva media corona acababa de desaparecer en el crisol en forma de bebidas tan variadas como alcohólicas, que absorbía el gaznate del recluso. Viéndole beber con aquella soltura, Dickson, tan borracho como su progenie, sentía desaparecer su desprecio por aquel «hijo frustrado del diablo». Por la noche, no pudiendo retener su lengua, y sobre todo su garganta, que ardía de deseo, se decidió a entablar conversación con su huésped, y, como una cortesía implica otra, los nuevos amigos se repartieron los tragos desde aquel momento. -Pero ahora -decía melancólicamente Dickson, mientras vaciaban juntos la última botella-, ahora ya está todo bebido y tendrás que hacerte a la idea de que ese cirujano roñoso va a trinchar tu carne. Cosa que me desgarra el corazón, mi pobre amigo -sollozó Dickson con una ternura de borracho. -No soy tan tonto -replicó el cliente del cirujano-. Mi sentencia dice: «y morirá ahorcado para ser quemado inmediatamente después en el lugar de la ejecución». Conozco las leyes, mi querido amigo, y sé que no puede nadie, ni el mismo rey, cambiar su contenido. El cirujano hará la disección de mis cenizas, si quiere. Quiero ser quemado y lo seré... El pequeño La Salcete entró como una bomba, con el sombrero inclinado sobre la oreja, como de costumbre. -Señores: ustedes de charla y la Ópera Cómica ardiendo. En un instante se levantaron todos, y como aquélla fue la noche en que le destrozó una viga la cabeza a lord Stephen Algernon Sydney, mientras intentaba sacar de las llamas al insignificante Cavanier, no hemos sabido nunca cómo murió el astuto cliente del cirujano de Nottingham ni lo que debíamos pensar de la abominable reputación que atribuía el padre de Algernon a su hijo y de la que éste, en su orgulloso desprecio hacia el cant inglés, se jactaba, con una especie de provocación.