Don Diego de Acedo, el enano sombrerudo y farolero, que Felipe IV llamaba "Primo", reparte a los jueces sendos anotadores y lápices, recogidos también de la Dirección de la casa, y alza la vocecilla para expresar:
— Por cortesía, hemos establecido que los extranjeros encabecen el desfile del Concurso de Elegancias.
Levántase el vozarrón de Pablillos, tapando las conversaciones. Golpea el suelo con la lanza, y pregona:
— ¡Tiziano Vecellio, Conde Palatino y Consejero Áulico, por la gracia imperial! ¡Tiziano Vecellio, de Pieve di Cadore, en la Serenísima República de Venecia!
El nonagenario prodigioso va delante de sus modelos. Recórtase su barba blanca sobre la fúnebre ropa del
Autorretrato.
La multitud lo acoge con aclamaciones respetuosas, y lo sigue la flor de la grandeza y el lujo: la impasible Emperatriz Isabel, cuyo soberbio atavío es exquisito como una fruta;...
... Carlos V, no el ecuestre de Mühlberg, casi cincuentón, sino el que se eterniza de pie, con poco más de treinta años y el traje que lució en Bolonia para ceñir la corona lombarda; lo acompaña Sampere, su querido sabueso irlandés; luego Felipe II, joven príncipe todavía, negra y áurea la cortesana armadura, admirable el diseño de las piernas (lo subraya Júpiter) que deformará la gota, ahora enfundadas en calzas de pulcro blancor;...
... el probable Duque de Mantua, el de siempre, con su perrillo que en vano aspira a oliscar y lamer al sabueso cesáreo; y el Caballero de Malta (que no es de Malta), un reloj en la diestra y lustroso el ropón orlado de piel.
(...) Aún no se acallaron las alabanzas y comentarios suscitados por la palaciega compañía, y ya entona el sonoro timbre de Pablillos:
— ¡Anthony Van Dyck, caballero por la Gracia de Su Majestad Carlos I de Inglaterra! ¡Anthony Van Dyck, de Amberes!
(...) Van Dyck es, ya se sabe, la elegancia, y como versado y fogueado en lo que a la elegancia atañe, aporta su refinada cooperación al Concurso. Él mismo irrumpe en la rotonda, junto a sir Endimion Porter, gentilhombre sólidamente seguro de su aspecto, por su condición de secretario del Duque de Buckingham, con cuyo "chic" histórico osa competir su chaqueta de seda de un pálido, acuático verde.
(...) Un instante después se produce una visión de encantamiento, cual si en el Museo hubiesen escenificado un bello cuento de Oriente, según ilustraciones miniadas para un libro de horas. Apenas deletreó Pablillos el nombre de Hans Memling, de los alrededores de Maguncia y de la escuela de Brujas, cuando se extiende entre los concurrentes un expectativo silencio. Cuchichean los dioses, cotejando sus notas, y por fin, desprendidos del óleo de la
Adoración de los Magos, hacen su aparición, inaudibles como si flotaran, los tres Reyes de la Epifanía. (...) Gaspar y Melchor arrastran sus largos mantos de armiño y de paños amarillos, rojos y castaños, y son portadores de cálices de oro. Asombran su porte y su nobleza, que se considerarían insuperables, si detrás no avanzara el Rey Baltasar, el Rey negro, ceñida la fina silueta por el jubón de damasco de oro y bruno, entre el doble y trémulo manantial de las mangas, a un costado el alfanje de vaina bermeja, y libres, delgadas y recortadas, las extraordinarias piernas oscuras, que a juicio de Júpiter y de Diadumeno, son superiores a las del Felipe II de Tiziano. Él también trae una primorosa orfebrería en la mano derecha, y con la izquierda agita un rojo birrete. Desliza su desenvoltura de bailarín ritual, muy serio, relampagueante el azabache de los ojos, y los encomios estallan doquier, en tanto repiquetean los "¡ole! ¡ole!", del gentío español.
(...) — ¡Francesco Mazzola, llamado el Parmigianino! ¡El Parmigianino de Parma!
Dos personajes lo representan: el conde San Segundo y una Madonna, tan amanerados ambos —y tan manieristas— que ni él, con su estatuita de Perseo, su literatura y su atildado desdén, parece un condottiero, ni ella, estirada y remilgada, saturada de snobismo, evoca a la Madre de Dios. Sin duda son elegantes, pero su aire es de tal manera ficticio que se los diría disfrazados (ésa es, por lo menos, la opinión de Vulcano y Apolo).
(...) — ¡Anton Rafael Mengs, de Aussig en Bohemia! ¡Pintor de Cámara de Su Majestad Augusto III de Polonia y de Su Majestad Carlos III de España!
Los retratos de Mengs son deliciosos. Y ¡cuántos, cuántos regios personajes acuden a la cita, presididos por él mismo, tal como se pintó, modesto en la profusión de riqueza y alcurnia!
Fascinan los pequeños Infantes, pero el laurel se lo llevan dos señoras. Una es casi una niña, la encantadora María Luisa de Parma, Princesa de Asturias, que de Reina será mal encarada y mandona: prueba de hasta dónde puede modificar el tiempo a un ser humano... o la sagacidad de un pintor. Titilan los diamantes en su vestido de fresco tono verdegay, bordado con flores de dicho matiz. La otra, veinteañera, María Luisa de Borbón, Gran Duquesa de Toscana, que casará con el Emperador de Austria, ostenta un traje al que sólo cabe calificar de obra maestra de los blancos y los grises.
(...) — ¡Sir Thomas Lawrence, de Bristol en Inglaterra! ¡Pintor de Cámara de Su Majestad Jorge III de ese país!
Únicamente el décimo Conde de Westmoreland ha venido. Su aparatoso manto de armiño y seda roja, del cual emerge la altanería de una rubia cabeza juvenil, apenas retiene la atención de la concurrencia, y se aleja, irónico, menospreciativo, en la ondulación y flameo de su ropaje, mientras que de la galería ascienden los reclamos, intensificados en la rotonda:
— ¡Los españoles! ¡Que aparezcan los españoles!
(...) — ¡Juan Carreño de Miranda, de Avilés, en el Principado de Asturias de Oviedo! ¡Pintor de Cámara de nuestro Señor Carlos II! ¡Funcionario Ayuda de la Furriela, o sea el que, para abrirle las puertas, precede con las llaves a Su Majestad!
Como en el caso de Sir Thomas Lawrence, sólo un enviado representa al arte de Carreño. Al inglés le bastó confiar esa responsabilidad a John Fane, décimo Conde de Westmoreland; sobróle a Carreño otorgársela al Excelentísimo Señor Don Gregorio de Silva Mendoza y Sandoval, Duque de Pastrana y de Estremera, Príncipe de Mélito y de Éboli, Conde de Saldaña, Caballero del Toisón y de Santiago.
Avanza hasta el promedio de la rotonda. Las espuelas acompasan su andar majestuoso, junto con los golpes de la punta de la espada, con el vibrar del látigo y con el repiqueteo de las herraduras del blanco corcel de largas crines, que trenzaron con cintas celestes, y que dos criados conducen. El Duque es la sublimación del señorito de familias próceres y de situación inmejorable. Se le derrama sobre los hombros la lacia cabellera, y por supuesto, bajo las tinieblas ahuecadas de la capa, hunde los dedos en el costado y el cinto, sobre la cazoleta de la empuñadura.
(...) El jurado vacila. y en ese instante se abre paso en la sala un hombre apuesto, que tendrá algo más de veinticinco años. Le llueve en tirabuzones el cabello blondo, a ambos lados de la cara, que estira la barba rubia y breve. Usa un gorro blanquinegro, con borlas. Su boca voluptuosa y sus ojos graves, unidos a una expresión de romántica fantasía, denuncian al germano soñador. Muestra a su interlocutor un papel, y es evidente que él y Pablos no emplean el mismo idioma, porque con exagerados ademanes —aun en el caso del extranjero— tratan de establecer la comunicación.(...)
— Aquí dice —remata Herakles—: Albrecht Dürer, alemán, de Nüremberg.
(...) Durero, lo cual no parecía factible, empieza a sonreír. Se corre a un lado, y da paso a Adán y Eva, al Adán y la Eva que sobre tablas pintó el año 1507, y que ahora ingresan en la rotonda, completa y felizmente desnudos, sin que sus desnudos pies causen el ruido menor. Traen en las manos las ramas de manzanos con las cuales Durero los proveyó de protecciones púdicas y únicas, y el equilibrio armonioso de entrambos alcanza a un nivel en el que la pintura, la música y las matemáticas se alían, para lograr la suma de la perfección insuperable.
Elegancia, de
Un novelista en el Museo del Prado, de
Manuel Mujica Lainez