La pianista que se volvió invisible
Me encanta indagar en la vida de aquellos artistas cuya obra admiro. Tal es el caso del compositor y pianista Erik Satie. Sus Gimnopedias, sin ir más lejos, son mi compañía favorita en esas tardes lluviosas en las que las calles se quedan solitarias y en los cristales de las ventanas tintinean las gotas de agua...
Buscando precisamente información sobre ese normando que alardeaba de ser un vikingo en el exilio, me topé con un cuadro de Santiago Rusiñol donde al músico se le ve en actitud ensimismada, mientras escucha cómo toca el piano una elegante joven vestida de rojo. En ese primer contacto visual con el lienzo, mi interés estaba centrado en el compositor y de la pianista solo retuve que era mallorquina y se llamaba Matilde Escalas.
De eso hace ya más de un año y casi me había olvidado totalmente de ella. Pero días atrás un amigo me mostró una reproducción del mismo cuadro, realizada por un pintor a quien parece que le molestaba la presencia de Satie. En el nuevo lienzo la joven vestida de rojo sigue sentada al piano, la mirada abstraída, mientras interpreta una romanza compuesta por ella misma; y la única diferencia con el original es que esta vez no hay ninguna otra silueta humana que le robe protagonismo a la pianista.
Creo en las casualidades necesarias y este segundo encuentro con la imagen de Matilde Escalas lo he considerado una señal de que debía de indagar en su vida. Me he enterado así de que fue una mujer culta, talentosa y atrevida, en unos tiempos en los que solo a los hombres se les permitía ser cultos, talentosos y atrevidos. Y que tal vez por eso, porque era una mujer demasiado cultivada y libre para la época en la que le tocó vivir, su recuerdo ha permanecido injustamente velado bajo una densa niebla de olvido.
Pero remontémonos mejor a sus orígenes y vayamos desgranando, paso a paso, lo que se sabe de la vida de esa pianista, intrépida y contradictoria, de finales del siglo XIX. Y digo intrépida porque fue capaz de marcharse a Paris para vivir de forma bohemia, así como de abandonar a su marido nada más salir de la iglesia; pero también contradictoria porque a partir de cierto momento, por razones sobre las que solo caben especulaciones, la que había sido una chica elegante y atractiva pasó a ser una mujer gruesa y anodina. O dicho de otra forma, dejó de cuidar su aspecto físico y se volvió invisible para los ojos de la mayoría.
En 1870 nace Matilde en el seno de una familia donde la música era el pan nuestro de cada día. Porque en casa de Jaume Escalas y Rosa Chamení, antes de que nacieran los miembros de su numerosa prole —Catalina, Matilde, Rosina, Jaume, Fèlix, Victòria y Ernest—, ya se organizaban veladas en las que se interpretaban obras de Mozart, Beethoven o Chopin, así como piezas de salón de los que en ese momento eran los mejores compositores de la isla.
Aunque trabajaba como apoderado de banco, el padre de Matilde sentía pasión por la música y no dudó en montar un negocio de importación de pianos y órganos desde Dresde y Nueva York. Una aparente excentricidad que se entiende mejor cuando se tiene en cuenta que, a su vez, el padre de Jaume Escalas no había escatimado esfuerzo a la hora de salvar el órgano barroco de la iglesia de Santo Domingo de Palma. El templo iba a ser derribado tras la desamortización y, antes de que esto sucediera, ordenó que el órgano fuera despiezado y transportado en barco hasta Cal Reiet, la casa de campo del los Escalas en Santanyí, donde el instrumento fue montado de nuevo.
El padre de Matilde se preocupó de que todos sus hijos recibieran formación musical y trató de contagiarles la gran pasión que él mismo sentía por la música. Su esfuerzo fue recompensado, ya que Catalina y Matilde fueron excelentes pianistas, y Jaume tocaba con cierta destreza el clarinete y el violín. Además, Matilde componía obras para piano a las que Rosina, la poeta de la familia, les ponía letra y Victoria, que tenía una bella voz, las cantaba; y cuyas partituras eran decoradas por Fèlix, gran aficionado a la pintura. Estas veladas musicales, con participación de casi todos los miembros de la familia, solían tener lugar en Cal Reiet, por lo que hubo una generación de niños de Santanyí que crecieron escuchando el sonido del piano de cola que había en el salón de la casa de campo de los Escalas Chamení.
De los siete hermanos, las más talentosas fueron Catalina y Matilde. Pero mientras que la primogénita se casó pronto con un compositor musical y casi dejó de dar conciertos, Matilde se continuó dedicando a la música durante toda su vida. Su formación artística comenzó en La Criança, la escuela musical de Palma; y luego en Barcelona, a donde la mandaron sus padres siendo muy joven. Se alojaba en casa de unos parientes, pero pasaba la mayor parte del tiempo en compañía del maestro Pedrell, del que recibía clases de piano y de composición. Por aquel entonces, Isaac Albéniz era otro de sus alumnos y fue él quien introdujo a Matilde en el círculo de artistas bohemios que había a la sazón en Barcelona.
Fue así cómo Matilde conoció al pintor Santiago Rusiñol. Este encuentro iba a representar un punto de inflexión ascendente en la vida de la joven, que no dudó en marcharse con él a Paris. En la capital francesa, compartieron un apartamento de Montmartre y, aunque no se sabe con certeza el tipo de relación que existió entre ambos, en 1891 Matilde posa a medio vestir para el cuadro Interior con figura femenina. Que se prestara a ello sugiere que, durante la etapa parisina, el pintor y la pianista compartieron algo más que habitación y círculo de amigos. De hecho, en su familia hubo siempre la creencia de que, a partir de ese momento, Matilde estuvo enamorada del pintor hasta su muerte.
En esa época, Rusiñol solía incluir figuras humanas en sus cuadros y usaba como modelos a sus amistades. No es extraño, pues, que inmortalizara también a Matilde tocando el piano en compañía del compositor Erik Satie, quien era buen amigo suyo. Hay quien opina que, gracias al pintor, Matilde se introdujo en el mundo de la bohemia parisina y se codeó con músicos como Satie y Albéniz; quienes, a su vez, la introdujeron en los círculos de la Schola Cantorum de París y propiciaron que le publicaran algunas de sus composiciones para piano. Pero también hay quienes son de la opinión de que la compañía del pintor le hizo sombra a Matilde y que su trayectoria profesional habría sido más exitosa si hubiera viajado sola a París.
En cualquier caso, la Matilde veinteañera no solo vivió con intensidad esa etapa de vida bohemia parisina, sino que debió cogerle gusto, porque a su regreso siguió participando en las veladas musicales y artísticas que tenían lugar en el café Quatre Gats de Barcelona. El local había sido inaugurado en 1897 por Rusiñol y sus amigos Ramón Casas y Miquel Utrillo, hijo, este último, de Suzanne Valadon: la única amante conocida de Satie. Y en las reuniones que se celebraban en ese café se consumían sustancias poco recomendables, pero que estaban muy de moda en Paris, donde las damas se reunían para inyectarse morfina usando lujosas jeringas adornadas con brillantes y metales preciosos. Por aquel entonces Santiago era adicto a ese estupefaciente y es probable que Matilde lo consumiera en alguna ocasión.
Mientras vivieron en la capital francesa, ambos hicieron escapadas a España, como lo atestigua la fotografía tomada en 1893 en las escaleras de Raixa, en la sierra de Tramontana. En la instantánea, Matilde y Santiago posan junto con el resto de la familia Escalas Chamení. El pintor se halla sentado sobre el león de la baranda izquierda de la escalera y, a su lado, la pianista que parece estar más preocupada de él que de la cámara. Matilde tenía entonces 23 años y es muy probable que aún pensara que lo suyo con el pintor iba a ser duradero.
Pensamiento que Santiago alimentó, quizás de forma involuntaria, cuando en esa visita a Mallorca pinta el cuadro Al costat de la porta de Sant Antoni y, en la parte inferior del lienzo, escribe: «A la señorita Matilde Escalas, recuerdo de su admirador Santiago Rusiñol». O cuando al año siguiente le pide que pose tanto para el ya mencionado cuadro en compañía de Satie, como para el de Miss MacFlower, en el que Matilde aparece con el rostro coquetamente recubierto por un velo y un ramo de flores en las mano; o el titulado Figura femenina, en el que, vestida con un recatado traje negro, posa de nuevo de perfil y con su inconfundible penacho de pelo revuelto en la nuca. En este último lienzo hay un espejo al fondo en el que se ven reflejados los rostros de la pianista y del pintor; detalle que debió constituir una suerte de premio de consolación para una mujer enamorada de un hombre que nunca iba a mencionar su nombre ni en sus cartas ni en ninguno de sus otros escritos.
Cabe suponer que la ilusión de Matilde comenzara a desvanecerse cuando Santiago, tras traer su colección de hierros viejos al Cau Ferrat, regresó a París y tuvo una aventura amorosa con Clotilde Pignel, hija del propietario de la casa de pinturas donde el pintor se abastecía de material. Clocló era por aquel entonces una bella joven que no tenía reparo ni en hacer de modelo para los pintores ni en intimar con algunos de ellos. Para colmo, la esposa de Santiago, Lluïsa Denís, de la que el pintor llevaba una década separado, toma la firme decisión de que no abandonará al padre de su hija, a la sazón morfinómano y enfermo, hasta que recupere la salud. Santiago se siente acorralado y, con tal de que su mujer lo deje en paz, accede a internarse en un centro de desintoxicación en Boulogne-sur-Seine.
No cabe duda de que, al igual que la huida de Matilde a París con el pintor supuso un punto de inflexión ascendente en su vida, el que Santiago, una vez dejó de ser un adicto a la morfina, decidiera dejar de frecuentar el círculo de amigos bohemios y, por amor a la hija común, volviera a convivir con su mujer, significó un nuevo punto de inflexión en la vida de la pianista, solo que en esta ocasión descendente. Y es que, cuando en 1901 el pintor hizo una segunda visita a Mallorca y se encontró de nuevo con la familia Escalas Chamení, llevaba ya un tipo de vida en el que Matilde había dejado de tener cabida. Con anterioridad, su única rival verdadera había sido la morfina, de la que Santiago llegó a decir: «Ya no te dejaré, morfina; ya soy todo tuyo, ya me tienes por entero; ya, aunque quisiera, no podría […] Me harás sufrir mucho, ya lo sé, pero moriré besándote, adorándote, idolatrándote.». Ahora, en cambio, la pianista tenía como oponente a Lluïsa, una mujer de carne y hueso.
En esa época, aunque Matilde hubiera superado ya la treintena, según una foto tomada en 1903, continuaba teniendo una silueta elegante y esbelta. No obstante, como si fuera un primer aviso de que el declive de su lozanía comenzaba, el rostro se le había redondeado mucho. Ese mismo año, regresa definitivamente a Palma y, ya sea por despecho hacia ese amor no correspondido u obligada por la familia, se casa con Antoni Rosselló Sendra: un hombre diez años más joven que ella y con el que nunca llegaría a convivir. Hay quien afirma que el mismo día de la boda, al término de la ceremonia, en la puerta de la iglesia la esperaba otro hombre con una moto y un sidecar. Matilde se fuga con el motorista, y durante un tiempo nadie sabe dónde está ni qué es de su vida. Solo de vez en cuando mantiene algún contacto con la familia, como atestigua la postal que en 1905 le manda a su hermana Victoria y en la que le dice que se encuentra bien; o el hecho de que, en cuanto se declaró la república, su hermano Fèlix se encargara de tramitar su divorcio alegando como motivo el adulterio.
En su momento hubo rumores de que la familia le había «comprado» un marido por hallarse Matilde embarazada; otros afirmaron que fue porque no resultaba conveniente que una mujer de esa edad y con un pasado tan licencioso continuara soltera. A día de hoy, la causa de esa boda fugaz continúa siendo un misterio. Y es que a nadie le consta que Matilde tuviera un hijo y, si el marido era una tapadera para acallar chismes, choca el posterior divorcio. Pero lo cierto es que a partir de ese momento la pianista desparece de la vida pública y se vuelve casi «invisible» hasta el final de sus días.
Aunque en adelante no resulte fácil seguir sus pasos, se sabe que la joven esbelta y deportista de antaño se abandona y comienza a engordar. En la familia se cuenta la anécdota de que un día entró en el salón comedor de la casa familiar un ratón y que Matilde, aterrorizada, se subió en una mesa. Y era tal su obesidad que, a la hora de bajarse hubieron de ayudarle seis hombres. Por qué se abandonó de esa manera es otro misterio. Hay quienes dicen que, tras dar a luz al supuesto hijo, no recuperó la figura de otrora y se dejó ir; otros opinan que no tener ya cabida en la vida de Rusiñol la deprimió mucho y eso le hizo buscar consuelo en la comida.
Especulaciones aparte, lo único cierto es que en Matilde Escalas se convirtió en una mujer obesa y que, a su muerte, entre sus pertenencias encontraron una libreta con recetas de platos típicos de cocina mallorquina y francesa. Cabe, pues, también la posibilidad de que a la pianista le gustara cocinar y la buena mesa y, perdida la lozanía de la juventud, optara por no reprimir por más tiempo su gula. En todo caso, sería muy injusto centrarse exclusivamente en su declive físico y olvidarse de que, durante ese periodo de menor visibilidad, Matilde siguió tocando el piano y también componiendo.
En efecto, durante las primeras décadas del siglo XX, la pianista colaboró con su antiguo profesor Felip Pedrell y con su amigo Isaac Albéniz. Se sabe que su principal función en el grupo era la revisión de las instrumentaciones. Pero Matilde compuso también canciones y dio algún que otro concierto, por lo que no se puede descartar que alguna composición totalmente suya fuera publicada, solo que sin que ella figurara como autora. De esa época de menor visibilidad, es también su nombramiento provisional como profesora de música en la Escuela Normal de Maestros de las Baleares, donde haría una buena labor como pedagoga.
La existencia de etapas con experiencias vitales tan diferentes tuvo su reflejo en las obras que Matilde compuso a lo largo de su vida. Así, sus composiciones más tempranas mostraron una clara influencia de la música de Verdi y de Rossini; después se pasó a la composición de lieder siguiendo las corrientes alemana y francesa; y por último, adoptó un estilo wagneriano influenciado por Pedrell y por el ambiente musical de Barcelona. Siendo ya profesora de música, aunque compuso alguna que otra obra para harmonio, el grueso de sus creaciones fueron himnos escolares y canciones para coros, dedicados en su mayoría a sus alumnas.
El 15 de febrero de 1936, murió en la ciudad de Palma una Matilde obesa y madura —tenía 65 años— en la que poco debía quedar ya de la joven intrépida que tuvo la osadía de marcharse a Paris con Santiago Rusiñol para intentar ser una más de la bohemia parisina. Cuando muere, llevaba demasiados años viviendo de forma discreta y para la prensa mallorquina la noticia no fue tanto la muerte de una intérprete y compositora oriunda de Palma como el hecho de que su hermano Fèlix, quien a la sazón ocupaba un importante cargo público en Barcelona, asistiera a las exequias que tuvieron lugar en la iglesia de Sant Jaume.
Varias décadas después, el 14 de abril de 1962, en el Noticiario de Madrid, en una reseña sobre el hundimiento del Titanic, se menciona que la última pieza que se tocó en el buque se titulaba Otoño. La noticia fue recortada por Fèlix Escalas y guardada junto con otros papeles de su hermana. Tras el fallecimiento de Fèlix, el recorte fue encontrado por sus hijos quienes, al ver el interés que le había causado la noticia a su padre, concluyeron que el mencionado Otoño debía ser obra de su tía Matilde. Nada demuestra que tal hipótesis sea cierta. Pero, si algún día se le diera credibilidad y los medios de comunicación se hicieran eco de ella, volvería a ser injusto que a Matilde Escalas se la recordara más por esa anécdota sensacionalista que por su trayectoria artística.
Mi nula formación en la materia me impide poder juzgar personalmente sus méritos profesionales. Pero recientemente le pedí a un amigo, con una excelente formación musical, que escuchara un par de piezas inéditas de Matilde Escalas y me diera su opinión. En ambos casos, su respuesta fue rotunda y un tanto desconcertante: «Es un waltz anodino, carece de alma» y «Está bien, es agradable, pero le falta un corazón latiente», me dijo de Stanley y Tristeza, respectivamente. Pero, como me gustaría concederle el beneficio de la duda y seguir pensando que el olvido de la mallorquina es injusto, me digo que esas piezas tal vez sean dos obras menores de la compositora; y a falta de algo más sólido en lo que basar mi defensa, recurro a ese lienzo de Santiago Rusiñol en el que el gran Erik Satie escucha, absorto, la mirada perdida, cómo Matilde interpreta al piano una romanza compuesta por ella misma…