CAPITULO 6
—¿Por qué hoy día los hombres y las mujeres no se quieren realmente? —preguntó Connie a Tommy Dukes, que era más o menos su oráculo.
—¡Claro que se quieren! No creo que desde que se inventó la especie humana haya habido otro momento en que los hombres y las mujeres se quieran tanto como hoy. ¡Un cariño de verdad! Mírame a mí… A mí, te lo aseguro, me gustan las mujeres más que los hombres; son más valientes y se puede ser más sincero con ellas.
Connie estuvo pensándolo.
—¡Sí, pero nunca te acercas a ellas!
—¿Yo? ¿Y qué estoy haciendo ahora más que hablar con una mujer con toda la sinceridad de que soy capaz?
—Sí, hablar…
—¿Qué más podría hacer si fueras un hombre que hablarte con sinceridad?
—Quizás nada. Pero una mujer…
—Una mujer quiere que la quieras y que le hables y que al mismo tiempo la ames y la desees; pero a mí me parece que una cosa elimina la otra.
—¡Pero no debería ser así!
—Indudablemente el agua no debería ser tan húmeda como es; hasta exagera en la humedad. ¡Pero ahí está! A mí me gustan las mujeres y me gusta hablar con ellas, por eso ni las amo ni las deseo. No puede ser las dos cosas al mismo tiempo, para mí.
—Yo creo que debería ser.
—Muy bien. El hecho de que las cosas debieran ser diferentes de como son no es de mi departamento. Connie pensó en ello.
—No es cierto —dijo—. Los hombres pueden amar a las mujeres y hablar con ellas. No entiendo cómo pueden amarlas sin hablar, sin amistad y sin intimidad. ¿Cómo puede ser?
—Bueno —dijo él—. No lo sé. ¿De qué serviría que yo generalice? Sólo conozco mi propio caso. Me gustan las mujeres, pero no las deseo. Me gusta hablar con ellas; pero charlar con ellas, aunque me lleva a una intimidad en un sentido, me lleva al polo opuesto por lo que se refiere a estrecharlas en mis brazos. ¡Así que ya lo ves! Pero no me tomes como un ejemplo general; probablemente no soy más que un caso aparte: uno de los hombres que aprecian a las mujeres, pero no las aman e incluso llegan a odiarlas si les obligan a fingir amor o una apariencia de lío.
—¿Y eso no te entristece?
—¿Por qué iba a entristecerme? ¡En absoluto! Me basta fijarme en Charlie May y en los demás que andan metidos en apaños de faldas… ¡No, no les envidio lo más mínimo! Si el destino me enviara una mujer que me excitara, pues muy bien. Como no conozco a ninguna que me despierte el apetito y nunca veo una así…; claro que me imagino que soy frío, y eso que a algunas mujeres las quiero mucho.
—¿Te gusto yo?
—¡Muchísimo! Y ya ves, no por eso vamos a empezar a besarnos, ¿no crees?
—¡No, claro que no! —dijo Connie—. ¿Pero no debería ser de otra manera?
—¿Por qué, en nombre del Cielo? Yo quiero a Clifford, pero ¿qué dirías tú si fuera y le atizara un beso?
—¿No crees que hay una diferencia?
—Por lo que a nosotros respecta, ¿dónde está? Somos en primer lugar seres humanos con inteligencia y el asunto macho y hembra es algo secundario. Simplemente secundario. ¿Qué pensarías tú si yo me pusiera a actuar como los machos del continente en este momento, convirtiendo el sexo en un espectáculo?
—No me gustaría nada.
—¿Lo ves? Te lo aseguro; suponiendo que yo sea un objeto macho, y quién sabe, lo cierto es que nunca doy con la hembra de mi especie. Y no la echo de menos, simplemente me gustan las mujeres. ¿Quién va a forzarme a amarlas, o a fingir que las amo, a zambullirme en el juego del sexo?
—No, yo no. Pero ¿qué hay de malo en ello?
—Quizás a ti te diga algo, a mí no.
—Sí, presiento que hay algo que no funciona entre los hombres y las mujeres. Las mujeres han dejado de tener atractivo para los hombres.
—¿Y los hombres para las mujeres?
Ella consideró el otro lado de la cuestión.
—No mucho —dijo con sinceridad.
—Entonces dejemos las cosas como están y seamos sólo honrados y sencillos los unos con los otros, como deben ser los seres humanos. ¡A freír espárragos esa obligación artificial al sexo! ¡Me niego a aceptarla!