No estoy segura de que el cuadro al que se refiere sea el que traigo, pero no me resisto a poner el fragmento.
Se dio la vuelta para mirarlo. Tenía las mejillas sonrojadas y una expresión de confusión y enfado. Frank le puso la mano en el cuello, que estaba cálido y húmedo, y le dio un beso en la frente. Había puesto la caja en el suelo, cerca del sofá, donde ella no podía verla.
—Estaba medio dormida —dijo ella—. ¿Has oído hablar de Berthe Morisot?
—No creo —repuso Frank—. Pero, cielo, quiero mostrarte algo.
—Mira —le pidió Cleo.
Tenía una especie de intensidad febril en ella. Se apoyó sobre el codo y abrió las páginas del libro en dirección a él. Se trataba de un cuadro de una mujer sentada frente a un espejo. Su espalda curvada estaba mirando al espectador, con solo una oreja y un atisbo plateado de su mejilla expuestos. El reflejo de su rostro en el espejo había sido dejado en blanco a propósito, desprovisto de rasgos y expresión. Con las manos, se apilaba su cabello oscuro encima de la cabeza, tal como lo había llevado Eleanor aquel día. El fondo era de un color azul muy vivo, pintado con energía, como si una brisa se estuviera moviendo por la sala y lo agitara todo: la tela que caía de sus hombros, las flores rojas de la mesita.
—Muy bonito —declaró Frank—. Parece de Degas.
—¡No! —Cleo le dio un golpe a la página, asqueada—. Son los de Degas los que parecen de Morisot. Degas, Manet, Renoir, Monet… todos la admiraban, todos la imitaban, pero ¿ha oído alguien hablar de ella? ¡No! Degas no es más que un aficionado comparado con ella. Odio sus bailarinas insípidas. Mira lo vivos que son sus sujetos en comparación, lo llenos de voluntad que están.
—Sí, sí, ya lo veo —repuso Frank, mirando distraído el cuadro, el cual de verdad le parecía un Degas.
—Degas me la puede chupar —dijo Cleo, con fervor.
Frank soltó una carcajada y le quitó el libro para dejarlo a un lado. Apoyó la mano en la curva de su cintura.
—¿Has pintado hoy? —le preguntó.
Se sentó de repente, lo que hizo que la mano de Frank tuviera que apartarse de su cintura.
—¿Por qué me preguntas eso? —contestó ella.
Cleopatra y Frankenstein, de Coco Mellors. Traducción de Daniel Casado Rodríguez