La memoria, ¡qué gran gatuperio…!
Cuando me adentro en el mundo de los asilvestrados y te cuento las aventuras de aquella primera etapa de mi pequeña historia: esos recuerdos embellecidos, qué duda cabe, por el paso del tiempo; recuerdos revividos, pues, ya libres de asperezas y lágrimas pero conservando intacta la fascinación de las numerosas "primera vez" que entonces salpimentaban nuestros día a día. O cuando lo hago en esa especie de cárcel en la que no había barrotes, no eran necesarios, pero sí normas que te hacían sentirte igualmente prisionera; de esa cárcel indispensable para que después, en la etapa universitaria, experimentara esa sensación de libertad, de horizontes infinitos, cuando descubrí el mundo de las bibliotecas: ese mundo silencioso, lleno de luz artificial y de solitarios que, aun sin saberlo, se hacían compañía. O bien me aventuro en esa otra etapa ya más reciente, que sé muy larga pero que percibo sincopada, en la que por primera vez el mar pasó a formar parte de mi vida y pude hundir los pies en ese légamo anfibio que huele a sal y a metano; en esa etapa en la que dejé de asomarme al mundo desde las ventanas de los demás e intenté abrir yo misma un hueco en el muro para ver qué había detrás… Cuando, en suma, recuerdo, siempre lo hago tirando de alguno de los cabos sueltos de esa maraña de vivencias que es la memoria.
Y cuando agarro uno cualquiera de esos cabos y tiro con fuerza, descubro que la niña del flequillo y los ojos redondos como los de un búho no viene sola, sino que trae en la palma de la mano un niño diminuto que canturrea alegremente esa cancioncilla que dice: ¡Pachín, pachín, pachín! ¡Mucho cuidado con lo que hacéis! ¡Pachín, pachín, pachín! ¡A Garbancito no piséis!. O bien aparece la colegiala de las gruesas trenzas y el áspero uniforme que, tras haberse despertado de esa larga noche de pesadillas, se siente al cabo libre y camina con paso liviano por los pasillos del que fuera su colegio. O incluso hay veces en las que es la mujer de pelo cortado a lo garzón y atuendo exento de cualquier perendengue la que entra en escena, olfatea en el aire cierto olor a alhucema y, con la mirada perdida, un recuerdo anidado en otro recuerdo, contempla cómo la tía Pepa, siempre cana, siempre vestida de negro, escucha atenta los cotilleos que su compañera de tertulia —por arte de birlibirloque, esta vez es la señorita Marple— le está contando de Saint Mary Mead: ese pueblecito tan alejado, pero cuya gente se comporta de forma tan parecida a como lo hacen sus paisanos.
En ese caos ingobernable de recuerdos que es la memoria, en ese maremágnum en el que lo vivido y lo leído empalidecen bajo una capa de albayalde hasta adquirir la condición de iguales, hay dos cabos que son tabúes porque cuando tiro de ellos me veo forzosamente sometida a un turbión de realidad. Si tiro del uno —el del recuerdo más impactante, sin duda, por haber sido el primero—, vuelvo a estar en aquel pasillo, de ambiente impersonal y luz fría, en el que mi santacatalina desapareció tras el vaivén de las hojas de una puerta; y yo, aturdida como nunca antes lo había estado, me quedé del lado de fuera viendo oscilar la puerta hasta que, como si fuese una premonición de lo que le estaba ocurriendo a ella, se detuvo de golpe. Y si tiro del otro cabo prohibido, me sumerjo en un atardecer en el que el pescador tenía los ojos muy abiertos y de un azul muy claro; un azul en el que no pude saber si aún volaban los vencejos o si saltaban los peces, por estar él ya demasiado ensimismado desatando las amarras de la barca en la que estaba a punto de zarpar.
Esos dos recuerdos son una suerte de tabeliones que, contraviniendo mi voluntad, se empeñan en darme fe de que hay veces en las que frontera de la realidad se vuelve imbordeable. No pierdo, con todo, la esperanza de que en algún momento también esos cabos, hoy irreductibles, se vuelvan tan maleables como los del resto de mi caterva de recuerdos. Esperanza que se vio alentada hace unos días con la llegada, a mis manos, de una fotografía del que fuese el recuncho de mi familia. Está tomada al atardecer, en esa hora dulce en la que, a punto de terminar la jornada, los asilvestrados solíamos acudir a los escalones de la entrada. La mayoría de las veces, porque después de horas de juego estábamos cansados y, sentados en ellos, aguardábamos la hora de la cena rememorando los avatares del día; aunque hubo también una época en la que acudíamos a la escalinata para que la primogénita, a la sazón ya más crecida, nos leyese en voz alta un capítulo de alguna de las novelas de doña Agatha. Pero de todos los atardeceres vividos en esos escalones, los mejores fueron, sin duda, aquellos en los que el pescador sacaba el acordeón y convertía la llegada de la noche en una fiesta improvisada.
La fotografía es de hace poco más de un lustro. En ella, del recuncho ya solo quedan en pie los muros exteriores, rodeando un espacio ahora diáfano y sin techo, pero en el que antaño había tabiques y una bonita techumbre de tejas rojas; los escalones de la entrada, en cambio, aunque ennegrecidos, permanecen todavía intactos. Y cuando los miro con calma y dejo que me hablen de aquellos atardeceres, ya tan lejanos, tengo la sensación de que también ellos tienen memoria y todavía recuerdan la presión y el calor de los cuerpos de quienes los usábamos como asiento; la sensación de que esconden una especie de Aleph minimalista en el que se apelotonan los recuerdos de cuando en esa familia, que no era la de Durrell, pero que tanto se le parecía, no faltaba aún nadie.
¡Qué gran gatuperio es la memoria! Y en qué gran liberadora se convierte cuando deja que el tiempo vaya depositando sobre los recuerdos esa capa de albayalde que no solo los dulcifica, sino que los hermana eliminando las fronteras; y qué gran consuelo, si es la memoria de la piedra la que los conserva y, aunque solo sea por un instante, te devuelve la imagen de cuando la familia estaba aún completa...
Y esa es la razón, Cata, de que ahora, mientras te escribo estas palabras, sienta un deseo irracional, casi atávico, de ser una Mucizonia enraizada entre los ladrillos ennegrecidos de los escalones de la entrada.