Cartas muertas apócrifas
Martes, 25 de junio de 2019
Hoy me han dado una buena noticia. He recibido el permiso oficial para entrar a investigar en los archivos de la Oficina de Cartas Muertas de esta urbe. La verdad es que no tenía muchas esperanzas de que me concedieran la autorización. Desde su apertura han seguido la política de no dejar entrar a extraños y de contratar solo a personas que, a priori, pudieran ser consideradas de confianza. De ahí que, al principio, en las sillas que había alrededor de las largas mesas de trabajo se sentasen sobre todo mujeres y sacerdotes de cierta edad. Su misión: abrir los sobres y huronear en los textos de las cartas en busca de cualquier pista que permitiese hacérsela llegar a su destinatario. No sé, pues, si debo la concesión del permiso a mi condición de fémina, o bien a que la excusa argüida en mi escrito les ha parecido lo bastante baladí como para que mi presencia no suponga ningún riesgo. En todo caso, lo principal es que ya cuento con la anuencia de los responsables y que la próxima semana podré por fin acceder a ese sanctasanctórum epistolar.
En mi solicitud, después de una breve exposición de mi currículum vítae, manifesté mi intención de llevar a cabo un estudio estadístico sobre los distintos tipos de misivas que llegan a esa oficina. La teoría oficial es que la totalidad de los sobres que entran en esa suerte de orfelinato epistolar, que es la Oficina de las Cartas Muertas, lo hacen de forma fortuita. O dicho de otra manera: por un simple despiste de los remitentes que echan las cartas al buzón con el sobre totalmente en blanco. En ausencia de dirección postal, el cartero no tiene forma de entregársela a su destinatario ni tampoco de devolvérsela al remitente. Para evitar suspicacias, en mi escrito tuve buen cuidado de no mencionar que las cartas que me interesan no son las que llegan de forma azarosa, sino las otras, las que llegan de forma intencionada. Desde que he sabido de la existencia de estas últimas, me obsesiona la posibilidad de tenerlas en mis manos. A menudo me imagino a mí misma comportándome como si fuese la genuina destinataria de una de ellas: primero olisqueo el sobre y luego, tras abrirlo y atezar con mis dedos su amarillento contenido, resucito su texto leyéndolo.
Miércoles, 26 de junio de 2019
Llevo unos días durmiendo mal por culpa de una pesadilla recurrente. Siempre la misma, si bien la intensidad del incendio ha ido disminuyendo paulatinamente. En esencia, sueño que ya es de día y que me dirijo caminando hacía la Oficina de las Cartas Muertas, la cual se ha desplazado de sitio y ahora se halla ubicada a un par de manzanas de donde yo vivo; al doblar la última esquina de mi recorrido, descubro que el edificio está en llamas y, sin pensarlo, corro hacia el fuego dispuesta a salvar las cartas que supuestamente se apilan en los plúteos del archivo; pero cuando llego a la escalinata de la entrada, los bomberos me impiden el paso. Me despierto entonces angustiada y acezando como si hubiera corrido; respiro hondo para tranquilizarme y hay veces en las que, al hacerlo, percibo en mi dormitorio cierto olor a chamusquina: a carne quemada, para ser más exacta. Algo, por otro lado, lógico pues he comprobado que son mis brazos y mis manos los que exhalan ese inexplicable tufo a chamuscado después de haber tenido la pesadilla. Todo ocurre como si la frontera entre el sueño y la vigilia fuera permeable al humo onírico y su olor me llegase como aviso de que una parte de mí misma se podría estar quemando en ese incendio imaginario.
Cuando me acontece algún hecho incomprensible, siempre me apresuro a buscarle una explicación lógica. Sé que, si dejara a mis pensamientos adentrase en el tremedal de la incertidumbre, mis miedos irracionales invadirían la cotidianidad y ya no podría disfrutar de la vida tal como habitualmente hago. Esa es la razón de que, en cuanto lo inexplicable se cruza en mi camino, yo me apreste a ahuyentarlo buscando una salida sensata. No hace falta, pues, que aclare que también me he esforzado en encontrarle una explicación lógica al incomprensible olor a carne chamuscada que exhalan a veces mis brazos y mis manos después de haber tenido la pesadilla pirómana. He barajado varias posibilidades, a cuál más peregrina; de momento, la interpretación que considero más razonable o, por lo menos, la que más me agrada, es la de que yo sea la destinataria de alguna de las cartas que arden en el sueño. Algo que explicaría también mi urgencia por tener en mis manos el contenido amarillento de esos sobres en blanco que, tras el meticuloso huroneo de los empleados, en la mayor parte de los casos, pasado un tiempo, tendrán como último destino la incineradora de la oficina. La mera sospecha de que yo pueda ser la destinataria de una de las misivas, que llegan allí de forma premeditada, ha acrecentado mi ansiedad. Me horroriza la idea de que la quemen antes de haberla leído al menos una vez. De ahí la euforia que sentí ayer al saber que ya tenía permiso para acceder al archivo de las falsas cartas muertas.
Jueves, 27 de junio de 2019
Es una lástima que el estado de desasosiego, en el que me encuentro últimamente, esté poniendo en riesgo mi reputación de mujer bienquista y cabal que con tanto esfuerzo me he labrado. Todo empezó unas semanas atrás, cuando encontré en mi buzón un sobre totalmente en blanco que contenía un texto anónimo. Una especie de diario heterodoxo escrito con una caligrafía asaz cuidada y sin la más mínima tachadura; como si fuera obra de un amanuense de otra época: de cuando la vida tenía un ritmo más humano y hasta el más humilde de los escribientes se podía tomar su tiempo hasta conseguir una escritura tan primorosa como la de la más desocupada de las damas. Sus palabras evidencian, por otro lado, un conocimiento profundo del contenido de las cartas muertas, así como de todas las tareas que se llevan a cabo en ese departamento postal. Detalles que me han llevado a colegir que el ignoto autor del texto sea, o lo haya sido en algún otro momento, empleado de la Oficina de las Cartas Muertas. El contenido del dietario se centra, sobre todo, en las misivas que son echadas al buzón sin dirección postal adrede. El autor dedica, por ejemplo, las anotaciones de uno de los días al desarrollo de una curiosa teoría sobre las características personales de los remitentes de las, que él denomina, cartas muertas apócrifas; mientras que, en las del día siguiente, da las motivaciones de por qué actúan de forma anónima.
Soy una persona juiciosa y honesta y, sin embargo, he recurrido a una martingala para obtener el permiso de acceso a la Oficina de las Cartas Muertas. Supongo que ha sido porque el amanuense ha sabido engatusarme con su texto. Cierto es que no tengo claro si me ha seducido con su fascinante teoría sobre la personalidad de los autores de las misivas, o si lo ha hecho sencillamente con la belleza de esa caligrafía anacrónica y sin una sola mácula. Mantiene, el susodicho, que los remitentes de las falsas cartas muertas se las dirigen a personas que han columbrado en sus ensoñaciones y con las que no tienen, por ende, otra forma de entrar en contacto. Afirma, además, que los autores de estas misivas son personas con una emotividad desbordada, lo que les hace ser propensas al paroxismo y las alharacas emocionales. Aunque, debido a su timidez o a su extremoso sentido del ridículo, en su vida pública reprimen cualquier manifestación efusiva de sus sentimientos, lo cual les proporciona una apariencia de personas frías y morigeradas. Y llega a ser tal el grado de represión emocional en el que viven habitualmente que, en algunos casos, ni siquiera parapetados tras el anonimato se atreven a expresar abiertamente sus exaltadas pulsiones. Por este motivo, la prosa de esas singulares cartas suele estar salpicada de metáforas y de galimatías, que hacen de cristal empañado tras el que se refugia esa especie de joven pudorosa que es la sensualidad de sus remitentes.
Viernes, 28 de junio de 2019
Estoy en ascuas, deseando que llegue la hora de meterme en la cama. La pasada noche también había fuego en la Oficina de las Cartas Muertas; pero esta vez el incendio estaba empezando y solo se notaba una leve boina de humo sobre la cúpula del edificio. Los bomberos no habían llegado aún y, por primera vez, nadie me ha impedido el acceso al edificio. Después de atravesar el hall de entrada, me he quedado como un pasmarote mirando a mi alrededor: una sala enorme, de techos altísimos y amplios ventanales que, de no ser por la incipiente cortina de humo que ya flotaba en el ambiente, habrían hecho casi insoportable su luminosidad. A ambos lados de la estancia, mesas larguísimas a las que se hallaban sentados un número casi incontable de empleados ensimismados en la lectura. Al lado de cada uno de ellos, un montón de misivas, cabe suponer que sin dirección postal, a la espera de ser leídas. A modo de soporte de una segunda planta en galería, una recua de esbeltas columnas entorchadas dispuestas en rectángulo. Asomando por encima de la baranda de ese nivel superior, las cabezas de otro número incontable de empleados leyendo también cartas muertas. Entre ambas plantas, una escalera en espiral por la que, como si fuese una suerte de atabe del sótano, ascendía una columna de humo. Nadie parecía haberse dado cuenta aún de que el corazón de aquel sanctasanctórum epistolar estaba humeando. Ni tampoco nadie pareció reparar en mi presencia.
Todavía en sueños, me protegí la boca del humo con la mano y descendí por la escalera de caracol. Entré entonces en una recinto subterráneo donde una cantidad inconmensurable de cartas, ya sin sobres y bien atezadas, se apilaban en unas estanterías tan vastas que se perdían a lo lejos sin que yo pudiese verles el final. Comprobé que el humo procedía, en parte, de la mala combustión de los pabilos de una ringlera de hachones que había estratégicamente distribuidos a lo largo de aquella descomunal sala; pero, en su mayor parte, lo originaban los paquetes de cartas que, en ese momento, humeaban en varios de los plúteos. Mientras mi mirada saltaba de balda en balda al acecho de las inminentes llamas, me pregunté a qué clase de descerebrado se le habría ocurrido iluminar un archivo de cartas con un sistema tan peligroso. Los focos de fuego serían pronto muchos y eso acrecentó mi angustia porque no sabía a dónde acudir. En alguna de aquellas pilas humeantes podía haber una carta de la que yo era su destinataria, pero… ¿en cuál de ellas estaría? En esa tesitura, a falta de un criterio mejor, he optado por intentar salvar el rimero de cuartillas humeantes que tenía más próximo. Al coger la que estaba arriba del todo, no he podido evitar airearla y eso ha provocado que el papel haya empezado a arder. Con todo, antes de que el fuego me haya obligado a salir del sueño, me ha dado tiempo a leer su comienzo. Lógicamente, en el encabezado no figuraba ningún nombre, pero sí un afectuoso “Mi querido amigo” escrito con una caligrafía primorosa. Ese primer adjetivo en masculino me ha hecho comprender que la carta no iba dirigida a mí y he sentido una lógica decepción. Pero la curiosidad me ha hecho leer algunas frases más antes de que el dolor me haya despertado.
En cuanto me he espabilado del todo, he notado cierta molestia en las manos y, al examinármelas, he visto que tenía las yemas de los dedos enrojecidas. Entonces me he acordado de la carta del sueño y he tratado de hacer memoria. No era capaz ya de reproducir las palabras exactas del fragmento leído, si bien recordaba, grosso modo, su contenido. Tras el cariñoso encabezamiento, la remitente —una mujer a tenor del género de los adjetivos— le manifestaba a su amigo sus dudas sobre si se estaba equivocando al sincerarse con él en esa carta, o si bien su error había sido no haber intentado decirle antes lo indecible. Y en un tono, que se me ha antojado algo quejoso, continuaba diciéndole que su vida con él estaba jalonada de habitaciones de hoteles tan impersonales que su memoria las habría convertido en una sola, de no ser por el número diferente que figuraba en el marbete de las llaves de cada una de ellas. Leer eso me ha causado una repentina sensación de déjà vu, seguida de un extraño y placentero cosquilleo en el estómago; ha sido como si mi subconsciente me estuviese avisando de que también yo he vivido una experiencia parecida, solo que ya no la recuerdo. Por esa razón llevo todo el día en ascuas, aguardando a que llegue la hora de meterme en la cama para volver a soñar. Hay rachas en las que tengo la capacidad de programar, en cierto modo, mis sueños. Si me paso el día pensando de forma obsesiva en lo que he soñado la noche anterior, cuando me duermo no es raro que retome el sueño justo en el mismo punto en el que lo dejé al despertarme. ¡Ojala tenga suerte y pueda leer el resto de esa carta muerta! Me encantaría poder hacerlo: volver a sentir el placentero cosquilleo, como de mariposas o de golondrinas revoleteándome en el estómago, que sentí anoche.
Sábado, 29 de junio de 2019
Cada vez estoy más confusa. Esta noche, en vez de regresar al sótano de la Oficina de las Cartas Muertas, he tenido una suerte de sueño anidado en el otro sueño. Me he visto a mí misma en una de las habitaciones de hotel de las que hablaba la carta. Y lo que todavía es más sorprendente: era yo quién, sentada ante una pequeña mesa escritorio, la pluma estilográfica en la mano, la estaba redactando en voz alta, frase a frase, repitiendo cada una de ellas con ligeras modificaciones hasta dar con las palabras precisas. Solo entonces, una vez quedaba satisfecha de todas las palabras elegidas, empezaba a transcribirla a una cuartilla con una caligrafía muy cuidada y sin ninguna tachadura. La he escrito con extrema lentitud, recreándome en cada una de las curvas de las letras, escuchando con deleite el ríspido ras, ras de la pluma deslizándose sobre el papel. El resultado ha sido un texto breve pero de una caligrafía tan primorosa, tan anacrónica, que ha sido inevitable acordarme de esa otra del manuscrito anónimo por cuya causa ando inmersa en este embrollo onírico. Una vez la he terminado, todavía en sueños, he cometido el sacrilegio de firmarla; y luego, quizás dejándome llevar por un temor tácito a que en cualquier otra noche de pesadillas el fuego la pueda convertir en cenizas, la he releído varias veces hasta estar segura de que me la sabía de memoria.
Cuando hace un rato me he despertado, el recuerdo de la carta era todavía tan vivo que he sido capaz de reproducirla mentalmente de principio a fin. Me ha congratulado saber que, mientras dormía, he logrado recuperar una carta muerta que supuestamente había escrito yo. Con todo, como no me fío demasiado de mi memoria, a continuación voy a transcribir su texto en este diario:
Mi querido amigo:
No sé si estuve equivocada hasta hoy, o si es hoy cuando me equivoco al escribirte esta carta. No sé si el error ha sido no intentar antes expresarte lo inexpresable o si, por el contrario, yerro al intentarlo ahora. Lo cierto es que mi vida contigo está jalonada de habitaciones impersonales que solo logro distinguir por el número que figura encima de cada puerta o en el marbete de la llave.
Tampoco en esta hay nada que me vaya a permitir recordarla separadamente de las otras. Una especie de celda monacal, de paredes blancas y vacías, con una cama enorme que apenas deja espacio libre, un par de mesillas de noche y, arrinconado en uno de sus extremos, el diminuto escritorio desde el que ahora te escribo.
No me resulta fácil saber dónde me hallo ni tampoco en qué momento. Ni tan siquiera sé si estoy de verdad en esta habitación o si solo me encuentro perdida en un recuerdo o incluso en un sueño. Es la imagen de esa llave etiquetada, que cuelga de la puerta, lo único que me permite afirmar que hemos estado, o que en breve estaremos, en la habitación 413.
Con solo girar la cabeza, podría contemplar la cama deshecha en la que ha tenido lugar esa lucha, perdida de antemano, por abolir las propias fronteras. Los muros han resistido una vez más el embate; y como siempre, la batalla nos ha dejado, o está a punto de dejarnos, ebrios de gozo y aturdimiento.
Con tu sudorosa mano apresada entre las mías te pregunté ―o tal vez sea ahora cuando te lo vaya a preguntar― qué debía hacer con este sentimiento confuso que, de un tiempo a esta parte, me embarga mientras recorro contigo esta serie interminable de habitaciones cualesquiera. Extenuado tras la batalla, no me pareció que hubieras comprendido la pregunta y, desde la libertad que tu incomprensión me daba, envuelta en esa densa bruma de sensualidad y ternura, intuí que solo me cabía perderte o convertirte en literatura.
Ha sido, pues, ante esta pequeña mesa escritorio, donde he tomado clara conciencia de que ni tú ni yo existimos. Solo formamos parte de ese sueño que un día soñé o que en breve voy a soñar. Pero si, cuando ahora le preguntes al conserje por la habitación en que me alojo, te respondiera que en la 413, sabrás al cabo que era a ti a quien yo estaba esperando para tejer este sueño imposible en el que estamos a punto de entrar mientras, sentada a esta mesa, yo te voy creando.
La releo, una y otra vez, y no me reconozco en esa mujer tan almibarada y de discurso tan ambiguo. Hay demasiado derroche de emotividad y demasiada ocultación tras galimatías verbales para que el texto sea mío. Sigo, sin embargo, teniendo esa recurrente sensación de déjà vu que me confunde, que me hace dudar. ¿Habrá en mi subconsciente un álter ego melifluo y vulnerable del que me avergüenzo y por el que temo? Y esa impresión de que algo mío se quema en la Oficina de las Cartas Muerta, ¿no será un lamento metafórico de ese yo reprimido y condenado al ostracismo? O, por el contrario, ¿seré yo la verdadera remitente de esa carta muerta que mi memoria repudia, pero que mis pesadillas resucitan para advertirme de que una parte de mí está en peligro? Hasta que no pueda responder a estas preguntas, sé que seguiré inmersa en este tremedal de incertidumbre y desazón...
Domingo, 30 de junio de 2019
Creo que me hallo perdida en los entresijos de un complejo laberinto onírico. Me urge delimitar la frontera entre la realidad y las ensoñaciones antes de que sea demasiado tarde. Desde que supe de la existencia de las cartas muertas apócrifas, empezaron mis alucinaciones nocturnas. Pero hasta esta misma mañana no he caído en la cuenta de que, en esa sucesión de sueños concatenados, los acontecimientos ocurren con una cronología en la que la flecha del tiempo parece haberse invertido. Recuerdo bien que, en la primera pesadilla, la Oficina de las Cartas Muertas estaba completamente envuelta en llamas y a punto de derrumbarse. También en las siguientes noches hubo llamas, pero su intensidad fue paulatinamente disminuyendo hasta que, en la madrugada del pasado viernes, el incendio era solo incipiente; eso me permitió entrar en el archivo y tener en mis manos, al fin, una de las misivas guardadas en el sótano. Anteanoche, en cambio, ya no soñé con el edificio postal, sino que me vi a mí misma en la habitación de un hotel redactando justo la carta que la víspera había leído en parte. Y para acabar de estrechar el círculo, la pasada noche he visto cómo una mano desconocida intentaba depositar en mi buzón un sobre completamente en blanco. Era de tamaño cuartilla y bastante abultado, de ahí que haya tenido que forcejear para introducirlo por la ranura. Luego, todavía en sueños, me he visto a mí misma, ya en casa, abriendo el sobre y descubriendo en su interior ese manuscrito anónimo que está en el origen de estas pesadillas.
Llevo horas reflexionando, elaborando hipótesis que me permitan encajar todas las alabeadas piezas de este endiablado puzle. Hay momentos en los que me digo que quizás padezca una esquizofrenia no diagnosticada y, en tal caso, yo podría ser también la autora del otro diario: ese cuya primorosa caligrafía me retrotrae a esa época en la que la vida tenía un ritmo más humano y hasta el más humilde de los escribientes se podía tomar su tiempo para conseguir una escritura tan cuidada como la de la más ociosa de las damas. Eso explicaría la gran similitud de la letra del diario de marras y la de la carta muerta supuestamente escrita por mí. Pero sé que la mano que entreví en sueños, introduciendo el sobre sin dirección postal en mi buzón, no era la mía. Me entra, entonces, la duda de si esa mano no será la del desconocido que he creado con mis ensoñaciones y al que va dirigida mi carta. Sin embargo, esa solución me incómoda, porque denota demasiado engreimiento de mi parte, y la desecho enseguida en favor de una nueva conjetura; una conjetura en la que el desconocido tendría la personalidad que él le achaca a los remitentes de las cartas muertas apócrifas y, por haberme columbrado en una de sus ensoñaciones, habría depositado su texto en mi buzón para hacerme acudir a la Oficina de las Cartas Muertas. Lo malo es que, de inmediato, recuerdo esa sensación de déjà vu, que experimento al leer mi supuesta carta apócrifa, y me veo obligada a descartar también esa nueva solución. Y al cabo, en un insensato intento por encajar a la vez todas las piezas del puzle onírico, concluyo que pudiera ser que nos hayamos entrevisto, mutuamente, en alguna de nuestras respectivas ensoñaciones y que, por esa razón, ahora andamos buscando la forma de entrar en contacto. Es, entonces, cuando recuerdo que, en mis alucinaciones nocturnas, los hechos se suceden como si, por ensalmo, la flecha del tiempo onírico se hubiese invertido, y eso me llena de esperanza…
Me llena de esperanza pensar que a lo mejor, solo a lo mejor, nuestros caminos se cruzaron justo en el sueño que esta misma noche, en cuanto me acueste, voy a soñar. Y me digo que, por aquella época, ambos debíamos de ser personas morigeradas y retraídas, al menos en apariencia, y que, por eso, a lo único a lo que nos atrevimos en público fue a intercambiar una mirada. ¡Solo una!, sí, pero sincera, demorada, acariciadora, inmarcesible… Una de esas miradas que, como la de un espejo mirándose en otro espejo, no requieren de palabras.